VIAJE AL PARAÍSO


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VIAJE AL PARAÍSO


A finales del siglo XVIII, en tiempos del rey Carlos III, por el proyecto ilustrado de Pablo de Olavide, miles de migrantes, la mayoría alemanes y flamencos, vinieron a vivir a Andalucía.


Los padres de Albert hicieron pronto la maleta, pues tenían poco que llevarse. Él permaneció toda la tarde en un rincón, con la respiración acelerada y los puños cerrados. Su madre lo miró y pensó que estaría nervioso por el viaje. «¿Qué le habría prometido a sus padres un señor llamado Gaspar de Thürriegel para convencerles a marcharse a un país lejano? Para colonizar Andalucía ¿Es que en España no había gente suficiente que pudiera cultivar la tierra?», repetía en su cabeza Albert.

De madrugada iniciaron el viaje. Subieron a uno de los carromatos de la larga fila que formaba la caravana. Durante el trayecto la madre de Albert le habló a su hijo con calma, pues tenía cara de pocos amigos: «No estés enfadado. Abandonamos nuestra casa porque en nuestro país no tenemos trabajo. Nos han ofrecido, en un lugar que describen como un paraíso, tierra para trabajarla. Allí está nuestro hogar».

El viaje en barco fue una odisea. Albert pasó mucho calor, tuvo sed y mareos. Pero lo que más le dolió fue recordar su casa, su calle y sus amigos, a los que ya no volvería a ver. Empezó a llorar y a llorar. Gritó: «¡No quiero ir a España!». Su madre no intentó calmarlo. Lo dejó llorar hasta que se aplacó solo, y bebió el agua que le ofreció su padre.

Llegaron al puerto de Málaga. Allí le dieron a su padre una cédula de propiedad de un lote de tierra de 50 fanegas, una casa, aperos del campo y algunos animales. «Vamos a La Luisiana», comentó contento. A otros compañeros de viaje les dieron distintos destinos: Cañada Rosal, El Campillo y en pueblos cordobeses y de Sierra Morena. Y de nuevo, en caravana, marcharon rumbo a la tierra tan deseada por sus padres. Ellos andaban y el pequeño Albert iba en carro, junto a los demás chicos. Atravesaron campos de cultivos, cereales, viñas y olivares, incluso un desierto. «Pronto estaremos en el paraíso», le decía su padre para levantarle el ánimo.

Llegaron. Al pie del camino que se dirigía a Madrid. Albert se puso nervioso, sus ojos no veían ningún paraíso, solo baldíos. Se tiró al suelo. Dio patadas, gritó y lloró fuerte. Estaba hecho una furia. Su madre intentó consolarlo, pero el niño era incapaz de atender a razones. Tiró al suelo su pequeña maleta. Su madre lo abrazó para intentar frenar su mal comportamiento. Era imposible. Sus padres lo dejaron desahogarse, no le regañaron, solo permanecieron a su lado.

Entre las hileras de casas iguales destacaban el ayuntamiento, la iglesia, una posada y una antigua casa de postas. La familia de Albert entró en su humilde casa. Mientras su madre la adecentaba, su padre fue a recoger las cabras y aperos del campo que les pertenecían. Sus padres estaban contentos pero él estaba triste y no quiso entrar dentro. Sus padres lo llamaron desde el interior de la casa, él corrió hacia ellos. Lo abrazaron sin mediar palabra. Él necesitaba aquel cariño.

Aquella tarde, Albert, sentado en el portal de la casa, vio a niños de su edad correr por la calle. Algunos eran alemanes, como él, otros parecían hablar francés, flamenco, italiano, austriaco, andaluz… Uno de los chavales le hizo un gesto con la mano, lo llamó para que jugara con ellos. Albert se fue a jugar. Aquel pueblo se convirtió en su hogar.