CARITA DE SOL NACIENTE


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CARITA DE SOL NACIENTE


En los años de la primera década del 1600 Japón envió a su embajada Keicho a España.


«Tu hermana es tonta, patosa y enferma», le dijo Rafa a su prima Paula. «No es tonta, es especial», le contestó ella. Se referían a Verónica. Una niña de cinco años que no hablaba bien ni caminaba como los niños de su edad.

«Llevas razón. La tonta eres tú. Tus padres quieren más a Verónica», siguió Rafa con sus comentarios. «No, eso no es cierto», le contestó Paula, aunque pensaba: «Dice la verdad. Mis padres prestan más atención a mi hermana, gastan mucho dinero en sus cuidados, y a mí me dan pocos caprichos».

«¿Tú estás segura de que Verónica es tu hermana?», le preguntó Rafa a su prima Paula. «¿Por qué dices eso?», dijo ella. «Está claro. No se parece a ti, ni a mí. Tiene cara de oriental. Fíjate: carita de sol naciente, ojitos achinados. Es igualita a los japoneses que han llegado en barco por el Guadalquivir hasta Coria. ¿Has pensado que quizás la cigüeña dejó a tu hermana en tu casa por equivocación?», cuestionó Rafa a su prima. «No digas tonterías», le respondió Paula. Pero ella, aunque no lo decía, llevaba tiempo pensando eso mismo: «Tal vez la familia de mi hermana es otra. La cigüeña podría haberse equivocado. Si Verónica desapareciera, todo el tiempo que le dedican mi padre y mi madre sería, enterito, para mí».

«Dicen que la embajada se marcha a Japón en unos días», informó Rafa a su prima. «Pues vayamos a verla, a ver si quieren llevarse a mi hermana. Seguro que por su tierra encontrará a su verdadera familia», le dijo Paula delante de Verónica, que jugaba junto a ella sin darle importancia a lo que escuchaba. Palabras que dejaron estupefacto a Rafa, pues jamás hubiera pensado que su prima dijera aquello. Él sí. Él era un bocazas, no podía remediarlo, pero… ¿Paula?

Y, dicho y hecho, los dos primos cogieron de la mano a la pequeña Verónica, salieron de Umbrete y emprendieron su camino al vecino pueblo de Espartinas, rumbo al monasterio de Loreto, donde se alojaba el samurái Hasekura y su séquito.

Dos guardianes nipones custodiaban la puerta principal y no los dejaron pasar, pero se colaron por el patio de atrás. Entraron a hurtadillas a la iglesia, donde el samurái, junto a los monjes franciscanos, rezaba a la Virgen. Allí lo rodearon. «¿Nos podrías ayudar?», le preguntaron al samurái Hasekura. Él, sorprendido, asintió, a la vez que apartó a los guardias que acudieron cuando se percataron de la presencia de los tres niños.

El samurái los invitó a salir al bonito claustro del monasterio, donde Rafa y Paula le contaron el posible origen de Verónica. Y este, tras escucharlos con atención, ordenó a uno de sus sirvientes que trajese a su hija Sakura, una niña pequeña de la misma edad que Verónica. «¡Es como mi hermana!», exclamó Paula cuando la vio. Se parecían mucho. «Son especiales las dos», comentó el samurái, mientras contemplaba cómo las pequeñas hacían amistad y se entretenían persiguiendo mariposas.

El samurái Hasekura les habló a los chavales, a Paula y a su primo Rafa: «Verónica, como mi hija, no están enfermas. No les duele nada. No hay pastillas, ni pomadas, ni inyecciones, ni nada de nada que las haga cambiar. Son diferentes, como todos lo somos. Hay que ayudarles, como a todos los niños, quizás a ellas un poco más. Hay un proverbio japonés que dice que “a cada uno la naturaleza proporciona un impermeable diferente”. Algunos nos diferenciamos por el color o por los adornos del impermeable, y ellas lo recibieron más pesado y poroso, por lo que su aprendizaje es más difícil. Imaginaros que, en muchas ocasiones, tienen que afrontar tormentas con sus esponjosos y pesados chubasqueros». Después de aquellas palabras, los dos primos, Rafa y Paula, quedaron pensativos: «Ambos eran afortunados por los espléndidos impermeables que la naturaleza les había regalado».

«¿Quieres quedarte con tu nueva amiga Sakura?», le preguntó Paula a su hermana Verónica. «Solo un ratito. No sé si la cigüeña se equivocó de pueblo, de familia… Pero yo te quiero a ti, a mamá, papá y al primo pesado», le contestó ella. Verónica, la niña con carita de sol naciente, la que no protestaba por las impertinencias del primo Rafa, la que siempre parecía estar feliz, la que cuando se caía se levantaba, una y otra vez, sonriendo. Esa niña llamada Verónica con un enorme corazón era su hermana. Era lo que más quería y lo más importante. La naturaleza le había dado un impermeable pesado y especial con el que tendría que afrontar la vida, pero ahí estaría ella, Paula, para ayudarla y animarla a no rendirse.

«Claro que sí», le dijo Paula a su hermana: «Creo que ya es hora de volver a casa. Papi y mami se preocuparán si tardamos». Y, un rato después, los tres primos, cogidos de la mano, se despidieron y marcharon rumbo a casa.