BÉTICA VISIGODA Y BIZANTINA


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BÉTICA VISIGODA Y BIZANTINA


El Imperio romano de Occidente se derrumbó a finales del siglo V y el pueblo visigodo se hizo con el control de Hispania. Pero su poder no fue estable, debilitado por constantes guerras civiles.


En la madrugada de un caluroso día del mes de julio del año 552, Marcial y su padre salieron de su pueblo, Gerena. Después de tres horas de camino a pie llegaron a Hispalis (Sevilla). Una vez allí, se dirigieron hacia uno de los antiguos foros romanos, donde se hicieron hueco entre la muchedumbre para subirse a la muralla del patio del palacio. Desde allí contemplarían un espectáculo histórico.

Mucha gente y bastante ruido los rodeaba. Frente a ellos, a lo lejos, un escenario elevado, preparado para la celebración de un acto con bellos tapices y enormes candelabros dorados. Delante de este, muchas filas de taburetes que se estaban ocupando por gobernantes y sacerdotes de su pueblo, así como de Écija, Osuna, Marchena, Estepa, Lora de Estepa, Pedrera, La Roda, El Rubio, Arahal, Morón y Carmona.

Antes de las doce del mediodía, una fila de veinte soldados asomó por el extremo izquierdo del altar. Todos ellos ataviados con túnicas verdes, cascos de metal sobre sus cabezas y lanzas en la mano derecha. Por el otro lado, salió otra veintena de soldados que sostenían imponentes escudos. Era la guardia pretoriana, vestida con togas blancas, sobre las que tenían clámides oscuras que les cubrían los brazos, con pañuelos azules al cuello, y en sus cabezas cascos con bellas plumas.

Al momento, en la escena apareció un señor con largos bucles color avellana, vestido con túnica amarilla, ceñida a la cintura por un gran cinturón con brillante hebilla. Era el noble Atanagildo, descendiente de los generales visigodos que vinieron a Hispania como mercenarios de los romanos para expulsar a los vándalos y que se quedaron formando un nuevo reino. Era el rival del rey Agila, al que le había declarado la guerra.

Por la derecha, se presentó un apuesto señor de pelo blanco, con túnica color púrpura y una ancha clámide abrochada en el hombro derecho por una brillante fíbula, y sobre la cabeza un imponente casco dorado con bellas plumas. Se trataba del general Liberius, representante del emperador romano de Oriente, Justiniano de Bizancio.

Ambos, Atanagildo y Liberius, firmaron un “acuerdo” en un pergamino. Atanagildo conseguía que el ejército bizantino se uniese al suyo para deponer al rey visigodo y, a cambio, le reconocía al emperador de Oriente la posesión de tierras en Hispania, una franja que iba desde el río Guadalete hasta la ciudad valenciana de Dénia. A continuación, estrecharon sus manos. La gente aplaudió. Y el espectáculo finalizó.

«Papá, ¿por qué la gente está tan contenta?», preguntó Marcial. Su padre lo miró, se resopló el flequillo y comentó: «Atanagildo ha conseguido que el fuerte Imperio bizantino sea su aliado en la guerra civil contra el rey Agila. Pero es una amistad con condiciones. A cambio de la ayuda militar se le concede al emperador de Oriente ciudades y pueblos en Hispania. Y la gente está contenta porque esto supondrá que Atanagildo venza al rey y finalice la guerra». «Ya comprendo papá… El Imperio bizantino ayudará al bando de Atanagildo, pero no de forma desinteresada. Y la gente lo que quiere es que haya paz, cueste lo que cueste», comentó Marcial, aunque aún tenía alguna duda y continuó con las preguntas: «Entiendo la situación. Pero… ¿Por qué hay tantos soldados si los que hoy firman el acuerdo son amigos?». El padre sonrió, pues su hijo era un gran observador, y le contestó: «Es para evitar que alguien incumpla lo pactado. Son amigos a medias». Y Marcial pareció entender lo que representaba el acto que acababa de presenciar.

Antes de iniciar el camino de vuelta a casa, el padre de Marcial sacó de su alforja dos trozos de pan con queso para reponer fuerzas. Mientras se lo comían de forma voraz pasaron por allí muchos esclavos y sirvientes cargados de apetitosos manjares, además, muchos músicos con relucientes liras, tubas y flautas. Dentro del palacio se celebraba el “acuerdo de amistad” con una magnífica fiesta.

«Papi…». «Dime hijo», le dijo su padre. «¿Los que están dentro del palacio son ricos?». «Claro que sí. Tienen ropas lujosas, casas enormes y comen exquisitos manjares», le contestó. «Pues entonces gracias por no ser rico», le respondió el chiquillo. «¿Por qué dices eso?», le preguntó extrañado su padre. Y muy serio le habló Marcial: «Esas personas tan importantes se reparten unas tierras que no son suyas, pues son nuestras, de los hispanorromanos, gobierne quien gobierne. Las sembramos y cosechamos. Ellos necesitan murallas para proteger sus casas y soldados para defenderse de los ataques de los enemigos y de los supuestos amigos. Sin embargo, nosotros vivimos con las puertas abiertas y en caso de peligro nos protegen nuestra familia, vecinos y amigos. Algo más, y lo que más me importa. Hoy me has traído aquí para que yo entienda todo esto. No creo que los hijos de esos señores disfruten de su padre como yo, porque seguro que no pueden dedicarles tiempo entre tanta guerra, tanta paz y tanta fiesta. Nosotros somos los ricos papá. Gracias por habérmelo enseñado de esta manera hoy». Su padre lo abrazó, quedó impactado por las palabras de su hijo.