EL PRÍNCIPE ESTÁ RARO


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EL PRÍNCIPE ESTÁ RARO


La Corte de Felipe V, compuesta por más de 600 personas, vivió en Sevilla durante un lustro (1729-1733) y en 1730 veraneó en Cazalla de la Sierra.


El príncipe Carlos, el segundo de los siete hijos del rey Felipe y de la reina Isabel, estaba raro. Pasaban las vacaciones familiares en la Sierra Norte de Sevilla. Lugar recomendado por los médicos del rey, pues tenía una enfermedad y, según estos, sanaría con las frescas temperaturas y la buena comida y vino de aquel lugar.

El príncipe Carlos era un niño tímido pero, en aquellos días, aumentó su cortedad a un límite insospechado. «Cariño, estás raro ¿Qué te ocurre?», le preguntó su madre. Y él le respondió: «Nada me pasa, mamá». «Seguro que extraña nuestra casa de Sevilla. Se le pasará», pensó la reina Isabel.

Mientras los niños jugaban en la Plaza del Concejo de Cazalla de la Sierra, el príncipe Carlos mantenía la mirada perdida sentado en el bordillo de la fuente. Su madre, la reina, lo observó y pensó: «Se le pasará».

Remedios a la que llamaban “Monte”, contratada como monitora por la reina para entretener a los chiquillos de la Corte, organizó varias excursiones. La primera fue a Guadalcanal. Allí los niños y niñas jugaron con sus espadas de madera recreando escenas legendarias de los antiguos caballeros de la Orden de Santiago. Todos menos el príncipe Carlos, que se quedó sentado cabizbajo en el portal de la iglesia de Santa María. Y, después de escuchar misa en la ermita de Nuestra Señora de Guaditoca, los chavales se bañaron en el río. Todos menos el príncipe Carlos, que permaneció en la orilla, lanzando piedras al río y observando las ondas dibujadas en la superficie del agua. «Tal vez no le gusta el campo. Extrañará la ciudad. Se le pasará», dijo su madre, la reina, a Monte, la cual sabía que ese no era el motivo de la soledad del príncipe.

Otro día visitaron Alanís. Allí, los niños disfrutaron mucho paseando a caballo dentro de las murallas del castillo. Al pie de la Fuente de Pilitas escucharon entusiasmados a un abuelo del pueblo la leyenda: “El encanto de Pilitas”, sobre dos enamorados, un cristiano y una musulmana. Y apartado del grupo de niños estaba el príncipe Carlos. «Creo que no le gustan estos niños. Se le pasará», dijo su madre, la reina, a Monte, la cual sabía que ese no era el motivo de la soledad del príncipe.

La siguiente excursión fue a San Nicolás del Puerto. Allí los chavales practicaron senderismo y visitaron la antigua mina a cielo abierto del Cerro del Hierro y las Cascadas del río Huéznar. Y, como siempre, el príncipe Carlos parecía no disfrutar de aquel maravilloso paisaje. «Se le pasará. Con el tiempo hará amigos», dijo su madre, la reina, a Monte, la cual sabía que ese no era el motivo de la soledad del príncipe.

A Las Navas de la Concepción irían el domingo. Tenían previsto visitar el monasterio de los monjes de la Orden de San Basilio y la ermita de la Virgen de Belén. Así que, por la mañana, muy temprano, estaban todos los niños y niñas en la Plaza del Concejo de Cazalla, esperando que llegaran las carrozas que los recogerían para hacer la excursión. «Falta alguien», les comentó Monte. Todos se miraron extrañados, se encogieron de hombros y pusieron cara de no saber a quién se refería. «Que sí. Que falta el príncipe Carlos», les dijo Monte. «Qué más da. Que no venga. Está raro», comentó uno de los niños. «Raro no. Rarísimo», respondió otro. «No tendrá ganas. Nunca juega con nosotros. Mejor que se quede aquí», comentó el tercero en abrir la boca.

Según la madre del príncipe Carlos su hijo estaba raro. Tal vez no le gustaba el campo. O, quizás, eran esos niños y niñas lo que le desagradaba. A lo mejor solo necesitaba tiempo para hacer amigos. La reina estaba segura de que se le pasaría. Pero Monte sabía que a Carlos no le pasaba lo que su madre, la reina, suponía y era evidente que el príncipe se estaba perdiendo las mejores vacaciones de su vida. Monte intuía lo que le ocurría a Carlos, porque a ella, de pequeña, le pasó lo mismo: le costaba relacionarse con los demás niños y niñas.

Monte sabía que tenía que ayudar al príncipe. Miró a los chavales y les preguntó: «¿Alguien ha invitado al príncipe a participar en los juegos? ¿Por qué dejáis de lado a Carlos cuando pasa por vuestro lado? ¿A alguien le gustaría estar solo todos los días?». Nadie de los allí presentes rechistó. Todos sabían lo que había pasado. Uno de los chavales dio un brinco. Entró en la casa donde se hospedaba el príncipe Carlos. Subió a sus aposentos. Allí le dijo: «Vamos. Te estamos esperando. No te quedarás solo». El príncipe Carlos se unió al grupo con una sonrisa. Quizás la primera en todas las vacaciones.

El príncipe, con el tiempo, se convirtió en Carlos III. Fue considerado un buen rey, y llevó a cabo la política del Despotismo Ilustrado. Una nueva forma de gobernar en la época, preocupada porque sus súbditos vivieran mejor.