Había una vez, una dulce niña de rizados cabellos, brillantes ojos y labios de frambuesa, su piel rivalizaba en suavidad con el aire que la acariciaba. En sus manos apenas cabía un sorbo de agua y sus pies diminutos eran como peces traviesos cuando los sumergía en el río para refrescarse. Bella como la aurora, cantaba con voz susurrante para no apagar el murmullo del agua. Su nombre aunaba los colores del arco iris, Blanca se llamaba y blanca era su alma.
Cuando volvía a casa, ya al atardecer, desde los árboles y zarzamoras los pájaros asombrados, se callaban para oírla cantar acompañada por el rumor de las hojas secas que sus pies pisaban.
Envuelta en un paisaje de olores dulces, el bosque la acogía como el mar a una sirena. En las casas vecinas, mientras ascendían las columnas de humo de las chimeneas, los habitantes del pueblo se sentaban a la puerta de sus hogares, donde solían charlar sobre las anécdotas del día. Cuando pasaba Blanca por la calle la saludaban con la mano, diciéndose unos a otros:
—¿Veis a la niña cómo se mira en el cielo?, escuchad como canta y que alegre está.
Y con sus corazones, llenos de dulzura, dormían en dulces sueños hasta que al día siguiente despertaban para ir a las tareas cotidianas.
Algunos de ellos conocían el secreto de la niña: en un plácido rincón del cielo tenía una estrella que la sonreía. Por la noche brillaba enredándose en su pelo y su luz iluminaba sus ojos humedecidos de felicidad. Era feliz acompañada de su estrella que titilaba llenando de fulgor su corazón.
Allí en el firmamento, apartada del camino por donde paseaban los planetas, vivía la estrella a la espera de que algún astrónomo le pusiese nombre. En las noches de luna llena, a pesar de la rotunda luminosidad, luchaba por dejarse ver, y en las claras noches sin luna, la estrella marcaba en el cielo un arco, desvaneciéndose al alba sobre un roble donde Blanca, en lo más alto, inspiraba entornando sus ojos y se quedaba inmóvil un rato, empapándose del hermoso color que la aurora había derramado.
Así, iban transcurriendo los días hasta que surgió una pregunta en su pensamiento:
—¿Por qué a mis palabras, te quedas muda e indiferente, estrellita mía? ¿Acaso no sientes cómo mi amor aflora a mis labios cuando te canto?
Noche tras noche entonaba sus canciones mirando a su rincón del cielo con la esperanza de una respuesta, tan sólo una palabra de cariño le bastaría, pero la estrella permanecía en silencio, la luz era su única respuesta. Esta indiferencia logró que la tristeza entrase en su corazón. Pero Blanca decidió que no iba a estar toda la vida lamentándose; tenía que hacer algo. Dominada por la impaciencia, decidió que acompañaría a la estrella por constelaciones y nebulosas espaciales; la esperaría y le pediría que la dejase acompañarla. Así de esta manera sería feliz de nuevo. Pero… ¿cómo podría ella llegar a alcanzarla?
Un buen día estaba sentada a la sombra de un roble, pensando con impotencia en la dificultad de su aventura, comenzaron a mojar sus mejillas las lágrimas que surgían de sus ojos cerrados, estas fueron a caer en la seta donde vivía un gnomo, barbudo jovial y simpático.
—¡Pero bueno, que me estás mojando!
—¿Quién habla por ahí? —dijo asustada al no ver a nadie alrededor.
—¡ Pues yo! ¿Quién va a ser?
Allí apareció el gnomo empapado, tratando de secarse con un trozo de hoja seca.
—Perdona, no te enfades, solo faltaba que ahora todos se enfaden conmigo.
—¡Oh! no llores pequeña. ¿Ves? Ya me he secado —dijo abriendo muchos los ojos y sacando de su bolsillo unas gafas cuadradas y muy pequeñas.
—¿Puedo saber qué te pasa? Se te ve muy triste y eso no está nada bien —dijo el gnomo ajustándose las gafas.
Entonces le confesó cómo de ser feliz había pasado a esa tristeza tan grande que sentía. Quedaron en silencio apenas un minuto y el gnomo empezó a hablar muy animado.
—Bueno, bueno, bueno… ¿Así que eres tú la que por las tardes canta en el bosque? —dijo sin esperar respuesta—. Hay que ver lo que nos haces disfrutar a todos los que vivimos aquí. Todas las tardes tienen algo especial cuando te alejas del río y el sol se pone mientras tu voz llama a la noche.
»Creo que una niña tan especial como tu tiene derecho a ser feliz y te voy a ayudar.
Blanca se puso contenta, la conversación con Tomás, que así se llamaba el gnomo, le había devuelto la sonrisa, pero ¿cómo podía un ser más pequeño aún que ella elevarla hacia su estrella amada? El caso es, que a pesar del divertido traje, su tamaño y sus orejas puntiagudas, sentía que podía confiar en él.
—Mira niña, tienes que comer un trozo de la seta donde vivo para poder realizar un viaje hasta el sol, él te dirá como puedes alcanzar a la estrella.
—¡Pero… me quemaré si trato de acercarme al Sol!
—No si vas de noche y protegida con la magia de esta seta.
—Pero… es tu casa ¿cómo podría yo hacerte la faena de comerme tu hogar?
El gnomo rio con una carcajada sorprendente para su tamaño.
—No te preocupes, mis casas surgen después de la lluvia por todos los rincones del bosque. Con todo lo que has llorado seguro que mañana tendré aquí toda una urbanización de setas.
Sin dudarlo comió de la seta. Pronto se durmió arrullada por el sonido del viento en las ramas del roble y cuando estaba en lo más profundo del sueño, se despertó de repente, aunque sin sobresalto. En lugar de estar en el bosque, se encontraba en el centro de una luz amarilla, como el color de los trigales en verano. Comenzó a andar en dirección al punto de luz, allá al final del camino. Más adelante pudo ver al padre Sol mirando en todas las direcciones a la vez, preocupado por llenar con su luz hasta donde su vista alcanzase, sabía que era fundamental para todos su calor. Protegida por la magia de Tomás, se acercó despacio envuelta en una neblina amarilla y resplandeciente. Lo llamó en voz baja, pero decidida:
—Padre Sol… ¡aquí… aquí abajo!
—¡Repámpanos! ¿Pero de dónde has salido? —dijo el Sol—.
—De la tierra. Tomás el gnomo me dijo que podrías ayudarme —dijo Blanca—.
Entonces Blanca le contó toda su historia al Sol.
—Yo te ayudaré. Si eres amiga de Tomás, seguro que eres una buena niña. Aunque te advierto que el camino que quieres emprender te va a resultar duro, la felicidad no se puede regalar hay que ganársela día a día, minuto a minuto, solo si crees firmemente en tu camino lograrás lo que deseas.
—Por duro que sea, tengo que intentarlo. Nada importa si puedo alcanzar mi estrella. Lucharé por conseguirlo, a pesar de las penalidades que tenga que sufrir.
La voz cálida de la niña enterneció al Sol, entonces, mostró a la niña un difuso camino que se dirigía a la oscuridad del espacio, salpicada de los guiños intermitentes de las estrellas.
—Ve hacia allá y cuando no puedas ver tu sombra en ninguna parte, párate y espera a que pase por allí Flashi —le dijo el Sol—.
—¡Flashi! ¿Es así como se llama mi estrella querida?
—Bueno yo la llamo así desde que de pequeña jugueteábamos juntos, entonces el universo era mucho más pequeño, pero todos nos hemos ido alejando unos de otros al crecer. Es una pena.
—¿Y eso por qué?
—Bueno, no me lo había preguntado nunca. Creo que todo empezó cuando nuestra madre desapareció un día por sorpresa. A partir de ese momento, todos empezamos a buscarla en todas las direcciones. ¿Quién sabe…? quizás un día la encontremos y volvamos a estar juntos.
Dejando al Sol pensativo y un poco melancólico, comenzó a andar por el camino de luz violeta, que el propio Sol le había construido, y llegando a un punto en el que ya no podía ver su sombra, se sentó a descansar en un asteroide. De todos los que había por allí escogió el más blando, y con sus pies colgando, se puso a peinar sus cabellos con los dedos. Mostraba su alegría sonriendo y cantando hasta que la inmensidad le comenzó a pesar en los párpados. Empezaba a bostezar cuando ¡Al fin apareció! No cabía la menor duda: era su estrella. El tono dorado de su luz era inconfundible. Cuando la viese allí sentada seguro que la reconocería y entonces, tan cerquita, seguro que le diría algo por fin.
Cuando estaba a su alcance se quiso echar en sus brazos, aferrarse a su melena de luz, pero la estrella —¡ay como se sorprendió!— no podía detenerse. Una estrella no es libre de pararse y andar a su voluntad, ¡ya quisiera ella hacer otras rutas por el universo infinito! Si la niña no se apartaba, ¡podría arrollarla! Ya casi sin tiempo para reaccionar, emitió un fuerte haz de luz, y un viento chispeante apartó a Blanca de su camino. Con pena, comenzó a alejarse mirando de reojo a Blanca y lamentando por primera vez su destino de estrella, nadie la había mirado de esa forma. Sintió entonces que era dura la vida de una estrella. Tan dura como la vida de una niña perdida en la inmensidad.
Allí quedó aturdida, flotando en el cielo. El fogonazo en sus frágiles pupilas fue como un puñado de tierra en los ojos.
—¡Flashi! —la llamó.
Pero apenas pudo ver su cola desvaneciéndose y una oscuridad de silencio siguió interminable. Se acurrucó abrazándose las rodillas y solo quiso descansar. Así de esta forma, se quedó dormida.
Los pájaros, sorprendidos de ver a Blanca en el bosque tan temprano, comenzaron a cantar para despertarla. El rocío podría hacer que se resfriase. Con la algarabía de los pajarillos despertó y se frotó los ojos, que le escocían un poco, se puso en pie y estiró su falda. Entonces se dio cuenta de que tenía algo chamuscados los volantes, pero eso era algo que ahora le traía sin cuidado.
De vuelta a casa, aturdida, evitaba los caminos conocidos. Sola, con el alma encogida, no quería ver a sus amigos ni hablar con nadie, se sentía rechazada y herida. Mientras recorría despacio los senderos le resonaron en su cabeza las palabras del sol: «La felicidad no se regala, hay que luchar por ella. Si crees firmemente en tu camino: lo encontrarás».
—¿Cuál será mi camino? —se preguntaba.
Ella sabía que no podría ser feliz como antes con su estrella. ¡Tanto que la quería y cuanto daño le había causado! Pero el mismo Sol la había intentado ayudar ¿por qué no se iba ayudar a si misma?
Un buen día, se decidió a salir de aquel lugar. No sabía cuál era su camino, pero decidió ponerse a buscarlo. Se dirigió a los límites del bosque hasta que dio con una tapia cubierta de vegetación y decidida saltó por un lugar en que la madreselva, compadecida de ella al ver lo triste que estaba, había reservado un hueco para facilitarle el paso.
Al pasar por el hueco le dio las gracias, y con un adiós se alejó aspirando su perfume. La madreselva, enternecida, disimuló sus lágrimas con gotas de rocío que habían cuajado en sus hojas esa mañana.
Anduvo y anduvo hasta caer la noche y las estrellas en el cielo, le recordaron la terrible experiencia. Evitó mirar hacia ese preciso lugar donde estaba Flashi, su estrella, para no sentir más tristeza.
Siguió andando, apartando las piedras, las ramas y los arbustos. Sin pararse a escuchar las palabras de consuelo de los brezos. No obstante, se sintió algo reconfortada, la esperanza estaba viva en su corazón.
Llegó a campo abierto, rendida de cansancio, reposó junto a una cueva donde al arrullo de la aurora se quedó dormida.
Por allí volaba raudo un gorrión solitario que, al ver los brillantes cabellos de nuestra amiga, descendió lo más deprisa que pudo y posándose en su cabeza, con mucho cuidado, se quedó dormido.
Cuando despertó la niña, notó en su cabeza algo extraño, despacio, levantó la mano y sus dedos se fueron a encontrar con el gorrión, que despertó asustado:
—¡Cuidado que me aplastas! —dijo el gorrión.
—Perdona, gorrión no quería hacerte daño.
—No, si no me lo has hecho. Es que me había dormido y me he asustado.
—¡Toma y yo! A ver si te crees que suelo despertarme con un gorrión en la cabeza todas las mañanas.
—Por cierto, una cabeza preciosa —dijo el gorrión.
—Muchas gracias gorrión. Y tú tienes una cola muy graciosilla.
Blanca estaba deseando hablar con alguien y como era tan simpático enseguida se hizo su amiga. Le contó lo que le había pasado y el gorrión, lejos de llorar, le cantó una hermosa canción mientras dibujaba versos en el cielo para intentar alegrarla. Siguieron caminando ella y volando él, con una extraña sensación de felicidad. Así siguieron varios días. Cuando llovía, el gorrión aleteaba sin cesar para secar la cara de su amiguita. Las gotas le resbalaban por la nariz haciéndole cosquillas.
—No debes culpar a la estrella —le dijo el gorrión.
—Ella te quiere a su modo, pero su mundo no es el tuyo, su luz propia hace que no necesite la tuya para iluminarse. En realidad es un poco desgraciada porque no puede intercambiar la luz contigo. No tuvo a nadie que le enseñase esas cosas.
Después de pasar mil peripecias nuestra amiga se dio cuenta del gran afecto que sentía por el gorrión, se profesaban un amor apenas florecido. En un arrebato de cariño, un día lo besó en el pico y al retirar sus labios se desprendió una espina por el pico y cayó al suelo. La espina que, hace mucho tiempo, una pena clavó en el alma del pajarillo. Los ojos de los dos se reflejaron el uno en el otro y supieron en ese preciso instante que sus dos almas estaban unidas para siempre.
La alegría del gorrión fue tan grande que podía volar ya muy alto, sin miedo por la espina que tenía clavada. Sus versos en el aire eran más alegres y el viento revolvía las palabras, creando bellas melodías al silbar entre las letras, y Blanca sintió de nuevo una gran felicidad al poder compartir sus canciones y su ternura con el gorrión.
Quizás había encontrado su camino, el gorrión era feliz siendo gorrión mientras que ella se daba cuenta de que cuanto más era ella misma, su dicha también era mayor.
—Gracias Sol. Creo que ya lo he entendido, espero que todos nos encontremos juntos un día cuando encontréis a vuestra madre —dijo Blanca con los brazos abiertos de cara al astro rey y dejándose acariciar por el aire que le traía los perfumes de la pradera—.
El gorrión se acordó de que los humanos tenían nombre. Él nunca se había preocupado de tener nombre y como era un gorrión, que le llamasen gorrión le satisfacía. Entonces le pidió a su amiga que le dijese el suyo para cantarlo desde el azul del cielo. Ella cayó en la cuenta de que no había tenido necesidad de decírselo hasta ahora y le dijo sonriendo al gorrión:
—Blanca.
Entonces, juntando todos los colores que su rostro le sugería, llamó a todas las flores por su nombre y, con su ayuda, compuso una hermosa melodía. El arco iris, los ojos soñadores del gorrión y la luz en armonía, sumaron sus colores, con su canto en el aire. La Brisa, el Sol y el agua del rocío fluyeron hacia el cielo abierto, hasta que universo y tierra se confundieron. Después la calma, el trigo amarillo doblándose ante la brisa y una chicharra cantando a lo lejos.
Si después de una desapacible tormenta, veis volar un gorrión entre el arco iris, acordaos de esta historia y buscad a una niña mirándolo. Seguro que la encontráis.