1
El proyectil fue disparado.
Era la tercera vez que el cabo alemán había calibrado el mortero. La tercera oportunidad para que el pelotón de infantería enemigo fuese trizado por el disparo mortal.
Trazando su trayectoria, el roce del metal con el aire emitía su zumbido característico.
En la trinchera, los soldados atacados se cubrían instintivamente la cabeza con las manos. Sus pensamientos eran de aceptación de la futura muerte. Sabían el significado de lo que estaban oyendo.
Pero uno de ellos, Joseph Rampal, no quería aceptar su próximo destino y se dijo que no iba a morir. Con la muerte de su hermano dolorosamente presente, pensó en Andrée y los planes que había hecho con ella: niños, música, vivir…
Se concentró en el sonido del proyectil y rezó:
«¡Dios, todavía no! Espera un poco. Te lo pido por Andrée. ¡Tanto que quería tener un hijo! Déjame volver a su lado. Ya te has llevado a mi hermano. Por favor; no permitas que muera hoy ¡Tengo tantas cosas que dar aún!»
El impacto ocurrió y el suelo tembló levemente. Al levantar la cabeza y verse ilesos, los soldados giraron la cabeza hacia el proyectil que había quedado semienterrado en el barro.
El miedo ahora sí hizo su aparición y salieron corriendo de aquel lugar.
Pero Joseph, no corría como sus compañeros. Con el paso ligero y seguro, retrocedía con el semblante serio, pero con alegría. Sabía que un pacto invisible haría que volviera con su amada Andrée.
En 1918, al término de la I Guerra Mundial, Joseph volvió a su casa de Marsella, en lugar de volver a París donde su carrera como flautista tenía mejores perspectivas de triunfo . Dos veces había sido herido y vio caer a su hermano mayor en el Marne y aún así daba gracias a Dios por haberle permitido volver.
Cuatro años más tarde Jean Pierre vino al mundo para la felicidad de sus padres.
2
Pocos días después de su nacimiento, Joseph había decidido comprar una flauta mejor que la que tenía. Su puesto en la filarmónica requería un instrumento mejor.
Eligió una flauta de «plata alemana». Al principio, fue su aspecto lo que le atrajo hacia ella. La embocadura tenía unas líneas realmente bellas, pero fue el sonido lo que le terminó cautivando. No sabía por qué le costaba trabajo dejar de hacer sonar el La sostenido.
El caso es que pagó la factura y se fue tan contento a casa. Deseaba compartir su compra con Andrée y su hijo.
En lugar de contarle un cuento, a Joseph le gustaba dormir a Jean Pierre con los sonidos susurrantes de su flauta, hacer sonar los armónicos suavemente. De vez en cuando se sorprendía haciendo sonar esa nota tan peculiar.
—¿No te parece Andrée que esta nota, tocada en esta flauta, tiene un «color» especial?
Entonces ella lo miraba con cara de no comprender nada. Pero, dejando traslucir todo su amor, se encogía de hombros y le sonreía.
De repente un día, mientras sonaba el La sostenido, casi se le cae la flauta. Por fin cayó en la cuenta de qué era lo que le atraía de ese sonido. Qué era lo que le recordaba.
Su memoria viajó a un lugar no muy lejano en el tiempo en el que un sonido similar fue el preludio del cambio en su vida.
Recordó el cielo cubierto de nubes gris plomizo y el olor a muerte, la estampa de la desolación, las explosiones, los lamentos apagándose en las trincheras; y acercándose hacia él: aquel sonido. Aquella nota, que ahora sonaba en su flauta con el mismo timbre, la misma intensidad; el «ruido de la muerte» que anticipaba la caída del obús.
Cogió su flauta antigua y volvió a tocar la nota: no sonaba igual. No era producto de su imaginación: esa flauta sonaba como el metal devastador surcando el aire.
Apartó su nueva flauta, con cierta aprensión, y cogió la antigua.
La verdad es que algo inquietante sucedía entre la flauta y él. Intentó justificarlo por la casualidad. Seguramente un efecto físico de esa clase tendría que dar un sonido igual en todas las ocasiones. La frecuencia en hertzios era matemática pura…
No podía engañarse: «¡ahí había algo!»
3
Así las cosas, pasaron los meses hasta que un buen día recibió una invitación del comercio donde compró la flauta. La compañía de flautas Muramatsu, recientemente aparecida, haría una demostración de sus instrumentos. Contribuiría la joven orquesta de flautas de Marsella. Asistió gustoso y, después de la demostración, tuvo ocasión de charlar con el representante de la fábrica de flautas.
Al ver los instrumentos de plata maciza, Joseph le preguntó por los materiales utilizados en la fabricación de las flautas.
—La plata sin duda aporta calidez al sonido —dijo el representante.
—Yo poseo una flauta de alpaca. Creo que, aunque le llamen «plata alemana», no contiene plata en absoluto.
—No, en realidad la alpaca es una aleación de zinc, cobre y…
—¡Cobre! —exclamó Joseph— ¡Los obuses también están hechos de ese metal!
—Sí… eso creo —dijo un poco extrañado de la interrupción el representante—- El cobre es un metal muy usado. De hecho también se usa en aleación con la plata para darle mayor dureza. A veces con un 5% es suficiente y no se nota en absoluto en el aspecto final del metal...
Pero Joseph, ya no escuchaba. Su mente viajó a aquel instante en que su vida parecía que iba a abandonarle mientras el metálico proyectil se dirigía hacia él.
No podía evitar el pensamiento: ¿y si se hubiesen reciclado los restos de metal caídos en el frente de la recién terminada guerra? ¿Cabría la posibilidad de que el cobre del obús que no estalló hubiese ido a parar a su instrumento?
A pesar de que la situación económica no era la más apropiada, en esos tiempos de posguerra, pensó en comprar otra flauta. Algo inquietante ocurría con aquella flauta. Tenía miedo de que le influyese a la hora de tocar en ella.
Además, la flauta de Muramatsu tenía una tecla para una nota más: el Si grave.
Estaba decidido. Compraría la flauta y pensó como decírselo a su mujer. Seguramente no le comprendiese sin decírselo todo. Tendría que ser muy convincente. «Verás Andrée, esta flauta es otro mundo. Una maravilla de las maravillas…)
4
El tiempo pasaba y desde los doce años el joven Jean Pierre acudía al conservatorio donde su padre era profesor de flauta. Era un alumno aventajado y, aunque su madre veía que disfrutaba mucho tocando la flauta, en realidad quería que estudiase medicina. Un músico en la familia le parecía suficiente.
A pesar de todo Joseph continuó enseñando todo lo que sabía a su hijo.
Inició sus estudios en la universidad de Medicina, pero en el tercer año, un día que ayudaba a su madre a colocar los armarios, descubrió el estuche de una flauta. Extrañado, por no haberlo visto nunca hasta entonces, lo abrió.
Allí había una flauta, prácticamente nueva. Pensó que su padre podría haberla comprado recientemente sin decirle nada. Su madre Andrée lo vio con ella en la mano y le dijo:
—Ah sí…, esa flauta la compró tu padre al poco de nacer tú. Pero luego se encaprichó de otra y dejó esa abandonada. Es algo que nunca he entendido. Ya sabes que tu padre no es de este tipo de personas caprichosas y derrochadoras.
Jean Pierre no pudo resistir la curiosidad y montó la flauta. Comenzó a tocar una pieza que había estado estudiando hace poco. Una adaptación del concierto para dos claves de Bach.
Le sorprendió el dulce sonido. Ese adagio en Si bemol sonaba particularmente bien con esa flauta. Estuvo toda la tarde tocando con ella.
La duda ocupó su mente. Le gustaba la medicina, pero la música era para él algo más que una distracción.
—Papá. Ayer estuve practicando con la flauta que tenías ahí olvidada ¿Por qué motivo no te he oído nunca tocar con ella? A mí me parece que suena muy bien.
—Así es hijo. Tiene un sonido conmovedor. Demasiado fuerte para mí. Me trae recuerdos tristes.
—Qué recuerdos papá?
—Bueno… ninguno en particular… cosas de la guerra. Ya sabes…
Viendo tan afectado a su padre Jean Pierre no quiso seguir preguntando, y Joseph, no queriendo contar su historia, por parecerle muy irracional, prefirió cambiar de tema.
—Como va esa asignatura que te da tanta lata… ¿Cuándo te examinas?
—Mañana. Pero la tengo dominada, no creo que tenga problema—titubeó un momento y al final se decidió:
—Papá…
—¿Sí hijo?
—¿Qué te parecería si dejase la carrera? Yo lo que quiero es ser flautista como tú.
Se hizo un silencio breve, pero lo suficientemente intenso como para hacerse notar. Fue Joseph quien lo rompió.
—Ya sabes lo que es la música para mí, hijo. No te puedo persuadir de tu elección. Quizás tu madre, al proncipio, se disguste un poco- Pero al final lo entenderá. Ella lo que quiere es que seas feliz.
»Piénsalo bien de todas las formas. Tu ya sabes lo que es este oficio de músico. La inestabilidad que tiene en cuanto al trabajo y contar con dinero suficiente para mantener a una familia.
Joseph no podía negarse, de hecho, se sintió complacido.
Seguía resistiéndose a contarle la extraña historia de su flauta, pero la curiosidad aún le rondaba por la cabeza.
Así que, ese fin de semana, decidió recorrer la zona donde aquel día rezó al cielo y cayó el proyectil fallido.
5
Anduvo y anduvo. No recordaba muy bien el lugar. En esos pocos años ya había habido grandes cambios pero, cerca de un montículo, le pareció ver algo reconocible y se acercó. Sí, allí estaba aún la huella de la trinchera. El tiempo la había cubierto de tierra pero no cabía duda de que fuera la zona donde cayó el obús.
Observó algo curioso, de vez en vez, había unos círculos de piedra que, evidentemente, alguien había dispuesto con alguna intención. En todo su paseo pudo ver hasta cuatro círculos.
El resto del campo estaba limpio. Nadie diría que el frente de batalla había estado allí. Piedras y matorrales; ni rastro de chatarra o ropas.
Miró al cielo. Siempre las mismas nubes color plomo. Pensó en los alemanes, en ese exaltado Hitler, y tuvo un escalofrío. Se había hablado mucho sobre los miles y miles de muertos, de la destrucción, pero solo los que vivieron la guerra en primera línea sabían a ciencia cierta lo que suponía en la mente de las personas. Cómo había desquiciado a tantos y tantos. Luego estaba la población civil, la posguerra, los mutilados…
Con los ojos humedecidos, decidió volver al tren y regresar a casa.
Mientras andaba podía oír la tierra crujiendo bajo sus botas y el aire seco en los oídos. Se acercó a la cantina de la estación, pidió un pastís y entabló una charla con el tabernero.
—¿Y esas piedras puestas en círculo? ¿Las han colocado así los niños?
—¡Ah, no! Cuando los soldados estuvieron limpiando los campos, si veían algún artefacto sin explotar lo rodeaban con piedras y daban aviso para que los artificieros lo retirasen con seguridad. Como son tierras malas no se han cultivado y ahí siguen las piedras.
Joseph pensó en contarle al camarero la suerte que tuvo, pero pensó en los diez millones de muertos en la Guerra y le dio pudor.
—¿Qué es lo que hicieron con las bombas que no explotaron?
—Todo fue a parar al reciclaje. Creo que los mandos del ejército vendían la chatarra y se repartían lo que sacaban los soldados.
»Los pobres reclutas iban andando con un cubo en la mano y allí echaban las balas y demás metales. Era cobre de buena calidad y estaba bien pagado al peso.
Joseph pensaba en el metal. Alguna vez la mano del hombre habría arrancado el mineral y fabricado un primer utensilio. Después lo habrían fundido para otros fines ¿Tal vez para una utilidad religiosa? ¿Cuál sería la historia completa hasta que terminó en su flauta? y ¿Qué nuevo destino le estaría esperando?
A Joseph no le cabía la menor duda: el cobre del obús había terminado en su flauta, o al menos parte de él.
6
De nuevo la guerra se cernió sobre Europa y, como ocurrió con su padre, tendría un papel decisivo en su vida.
Tras la ocupación nazi de Francia el joven Jean Pierre fue conminado a dirigirse a Alemania y trabajar para el III Reich. Pero no quiso hacerlo. Pasó a la clandestinidad y decidió dirigirse a París con la decisión, ya tomada, de dedicar su vida a la música.
Joseph y Jean Pierre continuaron tocando juntos y, de vez en cuando, cuando se acordaba de su hermano muerto en combate y de tantos compañeros que siguieron la misma suerte, Joseph, a modo de homenaje, tocaba con su flauta de alpaca.
La carrera de Joseph Rampal continuó progresando, un poco oscurecida por el brillo de la de su hijo, aclamado como el mejor flautista del siglo xx. Vivió muchos años hasta que, en 1983 falleció, a la edad de 87 años.
Jean Pierre, que estaba muy unido a su padre, como hijo y como compañero de profesión, un día mirando los cajones de su padre, encontró la vieja flauta de alpaca. Quiso hacerla sonar una vez más. Pero, para su sorpresa, el sonido se había vuelto opaco. Hasta el punto que tuvo que desmontarla y mirar si no habría dentro algún trapo u otro objeto que dificultase el sonido. Por más que examinaba la flauta, Jean Pierre no podía explicarse el fenómeno.
Joseph nunca le contó nada sobre su experiencia en el campo de batalla y los acontecimientos que siguieron.
La desmontó, la limpió cuidadosamente con una gamuza y la guardó en su estuche; se sentó, y con este en las rodillas, permaneció cabibajo algunos minutos.
Después, paseó su vista por los muebles y las fotos en los portarretratos, deteniéndose unos instantes en algunas. Luego, bajó la mirada y cerrando los ojos, intentó evocar la sonrisa de su padre.
El sol de enero entraba en la habitación tamizado por las densas nubes en el cielo de Marsella.