Relatos

En moto

El sábado era el gran día. La primera vez que salía con la moto para hacer más de 100 Km. Vino a mi memoria aquel otro viaje en moto a los diez años. En esa ocasión conducía mi padre. El trayecto era Madrid-Burgos, un viaje corto hoy en día, de esos en que vas, tomas una cerveza y te vuelves. ¡Qué diferente era entonces! Corrían los años sesenta y en aquella época muchos se persignaban antes de engranar la primera rumbo al destino final, lejano en el tiempo. Más aún si se hacía en moto y qué decir si se trataba de una Vespa de 200cc. Entonces se realizaban acciones que hoy en día podrían publicarse en las páginas de curiosidades de algunos periódicos. Recuerdo aquellos Seiscientos de capacidad de carga interminable; jaulas de pájaros, el perro, hijos, suegra, maletas, televisión portátil... ¿cómo era posible aquello?

Nosotros íbamos a realizar un viaje con toda la naturalidad, algo que hoy en día, ni mi mismo padre aprobaría que lo hiciese yo, después de llevarse las manos a la cabeza. Contábamos con una Vespa con sidecar y el contenido éramos: mi padre que conducía, yo que iba detrás de él y mi madre con mi hermano de tres años en el sidecar (séicar decíamos entonces). No puedo deciros que más llevábamos como equipaje, mi mente de niño no daba importancia a cosas superfluas y lo he olvidado totalmente. Sé que la moto contaba con una pantalla de protección y supongo que debía servir de vela en algunos momentos para poder subir las cuestas. Excepto en Somosierra, donde mi padre tuvo que decirme «anda hijo, bájate y sube andando, te esperamos arriba de la cuesta». No se hizo muy larga la subida y pronto estuve sobre la moto para afrontar la bajada. Por fortuna no tuve que volver a bajarme, eso sí, algunas veces mi madre le decía a mi padre que no corriese tanto y él le contestaba: «tengo que coger impulso para la subida siguiente».

Disfrutando del paisaje, llegamos a Burgos sin mayor novedad. La vista de la catedral desde la carretera se grabó en mi retina para siempre. Curiosamente cuando he vuelto a Burgos no he tenido la misma vista de la ciudad, debe ser que el nuevo trazado de la carretera no lo permite.

El caso es que para volver, mi padre compró dos billetes de autocar: para mi madre, mi hermano y el equipaje. Ya me parecía a mi mucho peso para una moto y vi con lógica la decisión de mi padre. Me alegré pensando que de esa forma no tendríamos problemas en las subidas, además íbamos mi padre y yo solos, todo era perfecto.

Tuvimos un incidente pasado Lerma: la moto se paró por falta de gasolina, pero sólo era un conducto picado, lo arreglamos y reanudamos la marcha.

Pasados ya muchos años, me enteré de que en realidad, lo que me pareció prudencia al enviar en autobús a mi madre y hermano, no era la motivación de mi padre en absoluto. En realidad el sidecar volvía lleno de tabaco de contrabando que después sería vendido en bares de Vallecas. ¿Qué hubiese pasado si llega a parar la Guardia Civil para ayudarnos cuando tuvimos la avería? Es mejor no hacerse preguntas de este tipo, agua pasada no mueve molino.

El caso es que no ocurrió nada, fue un viaje estupendo que siempre recordaré con cariño. Sobre todo aquel viernes en el que, propietario de una Honda Transalp, me disponía a llegar a Jerez, al gran premio de motociclismo.

Para que vamos a engañarnos, ilusionado, lo que se dice ilusionado... sí lo estaba, pero con el corazón en un puño. Todos me decían: ¿pero vas solo?

Y parecía como si esa “o” final se quedase estampada en sus caras como un gesto de asombro, — pues sí, solo —decía yo en voz baja. Seiscientos treinta y cuatro kilómetros son muchos pero se hacen uno detrás de otro, pensaba. Alguno llegaba más lejos y con la intención de hacerme desistir, me decía — no te lo quería contar, pero tuve un amigo que se fue a Jerez en moto con la novia y no volvieron. Ella era guapísima por cierto. No seas tonto y quédate en casa, no ves que tendrás que hacer seiscientos kilómetros a 120 por hora... porque no te equivoques: la Guardia Civil estará acechando para multarte cuando te descuides.

Era duro, pero sólo podía decir «lo sé» y encogerme de hombros. Sentía el peso del destino como lo debió de sentir Héctor cuando se despedía de sus hijos y su mujer para ir a luchar contra Aquiles. Se podría haber ido con ellos y haberse olvidado de las batallas, como le decía ella. Pero esa opción no existía para él, tenía que hacerlo porque estaba en su naturaleza y no podía traicionarla. Todo el sentido de su existencia se habría tambaleado.

Sí, yo podía quedarme en casa quitando las malas hierbas, viendo las carreras en televisión (que es donde mejor se ven) para al fin, darme cuenta de que todo está en el escenario y yo era la única persona en la audiencia, como en la cación de Jethro Tull Skainting away. No tenía otra opción: había elegido vivir antes que ver pasar la vida.

Asumiendo el destino bajé con el casco al garaje, sabiendo que sólo hay que temer al miedo mismo, la ilusión por el viaje comenzaba a aflorar y el corazón empezaba a palpitar ante la idea de recorrer media España, paisajes que me incluían inclinándome con mi moto, sintiendo el aire, los cambios de temperatura, los distintos olores de las tierras por donde pasaba... en fin, viviendo las escenas en lugar de verlas a través de un cuadrado, ya sea de televisión o de un automóvil.

El viaje transcurría con la naturalidad que había imaginado, los kilómetros se sucedían y mi pensamiento fluía con tranquilidad. Jerez era la excusa, lo realmente bueno era el viaje. Como en el camino de Santiago. Yo ya había estado en Santiago varias veces, pero hacer el camino da un sentido especial a llegar allí. Quizás sea que llega un momento en el cual, sientes que el Camino y tú sois lo mismo. No se trata de hacer kilómetros, se puede llegar en coche, con calefacción, aire acondicionado, cómodamente en tu sillón, en lugar de sufrir calor, sed, ampollas, dormir en el suelo, mojarte... luego llegas a Santiago y como no eres creyente, sabes que esa alegría que se siente no es por ver el destino de miles y miles de peregrinos de la cristiandad, eres feliz por haber fluido con la vida, por existir por ti mismo conjuntamente con la tierra que has pisado, los árboles, aquella lluvia en aquel camino en ese preciso momento. Vivir durante varios días semejante experiencia, expande la mente.

Sobre la moto no siempre eres consciente de lo que haces, a veces sientes que el asfalto pasa a pocos centímetros de tus pies, o sientes esa curva a velocidades ilegales y otras veces te sorprendes al pensar en aquellos kilómetros recorridos sin ser consciente de ellos; bien por pensar en el pasado, en los deseos frustrados y en los que todavía no lo han sido, o bien en el futuro, quizás este mismo viaje en verano, por otra carretera secundaria. Esos momentos son momentos con cierto aire de falsedad, más bien momentos soñados. Pero así somos, somos personas y no hay que flagelarse por ello. Basta con ser conscientes de ello para que no caigamos en soñar la vida en lugar de vivirla.

La soledad a veces pesa, te gustaría haber compartido ciertos momentos preciosos. Es curioso cuando los vives no te acuerdas de nadie, sencillamente te fundes con todo y te sientes bien. Luego, cuando estás solo piensas que podrías compartir esos momentos con alguien querido.

En realidad es el hecho querer fundirte con la vida lo que te anima a buscar esa persona, es más sencillo hacerlo con alguien que sea como tú, un ser humano, que con una piedra o una planta. Cuando llegas al final del viaje sabes que se puede compartir el camino, aunque cada uno marque su propia rodada.

Finalizaron las carreras y tocaba volver a casa, después de parar en Sevilla y despedirme de los amigos sevillanos, a las seis de la tarde giraba el puño en la Avenida de Kansas City, rumbo a Córdoba como primera etapa. Quería llegar con luz a Despeñaperros e impuse un ritmo fuerte a la moto. Pronto recordaría un libro que tengo en gran estima “Más Despacio” se llama. Había conseguido un gran promedio pero la tensión había podido conmigo y el cansancio me vencía.

Con deseos de tumbarme a descansar, y alarmado por la sensación de lasitud que me invadía, llegué a un área de servicio donde pude beber un par de Cocas y comer algo. A partir de entonces a ciento veinte y con puntas de ciento cuarenta, me sentí mejor. Dejé de lado el pensar en la futura llegada y empecé a disfrutar del viaje de nuevo. ¡Qué bien te sientes viendo a toda esa gente en los puentes animándote! más de una vez me emocioné al ponerme en su lugar, al sentir como deseaban ocupar mi sitio y vivir el viaje, muchos no podrán hacerlo nunca y se contentarán en saludar todos los años a los moteros que pasan por sus pueblos.

Cuando la lluvia, allá por Valdepeñas, comenzó a insinuarse, se encendió una luz de alerta en mi cabeza. Pero después de parar y ponerme el traje de lluvia, desapareció.

El golpeteo de las gotas en el casco y el olor a lluvia me devolvieron a la fusión con la carretera, me sentía más vivo y más feliz. Más tarde en casa pensé en que si hubiese sido de día y con menos coches, la lluvia habría estado mejor, pero no había sido así, así que deseché la idea cuando eres feliz, ¿eres capaz de pensar que podías ser más feliz, justo en ese instante?

Al fin llegué a casa, parecía que hacía mucho que había salido de ella y sin embargo fue el día anterior. No habían pasado ni 48 horas desde que regué las plantas y cerré la puerta de la casa, pensando en el momento en que, ya de vuelta, recordaría que había imaginado esta vuelta y el momento en que regaba las plantas pensando en el viaje que iba a comenzar, cuando sólo fuese un recuerdo.

Es extraño, pero suelo pensar esto cada vez que salgo de viaje y luego tengo la sensación de que el tiempo pasa más deprisa. Pero al fin y al cabo no debe sorprendernos, porque al fin y al cabo, como dijo Manolo García: ¿qué es el tiempo sino un recodo más de nuestra ilusión? Y ¿qué es un viaje más que un guiño en el espacio insondable?


Juan en moto