Sentado en el olvido

Desperté bruscamente con la cara en el sucio y frío suelo. Antes de abrir los ojos olfateé un aire impregnado en olor a grasa de maquinaria. Así que no me sorprendí al ver una grúa desvencijada a la que el tiempo había reducido a un recuerdo de lo que fue. Afortunadamente solo había polvo y suciedad, no habría soportado la humedad. El mismo recuerdo del olor a húmedo me produjo un rictus de desagrado. Probé a levantarme y, con un gran dolor en la zona lumbar, me incorporé y conseguí sentarme en el suelo. El sol de marzo se filtraba entre nubes de buen tiempo, iluminando el callejón creado por sendas naves industriales. Me miré las manos y, aparte de los tiznones negros y las uñas sucias, no parecían tener heridas, aunque me dolían las articulaciones de los dedos.

Giré las palmas hacia abajo y contemplé mis dedos. Eran los de una persona que no había trabajado con ellos. Al menos no en trabajos duros. Se podría decir que eran manos de contable: uñas bien recortadas, sin callosidades, excepto la causada por el uso del bolígrafo en el dedo medio, pulgar firme pero delicado, las yemas de los dedos tersas. Unas manos que añoraban un buen restregón con agua y jabón, pensé.

Una vez en pie comprobé que estaba en pijama. Un pijama impersonal, de tejido sintético pero agradable al tacto. Quizá un poco fresco para esa mañana. Agudicé el oído pero no conseguí oír más que algún sonido lejano. Al final de la calle había un bar cerrado, el reloj marcaba las ocho. Si un polígono industrial estaba en silencio y sus bares cerrados no podía ser por otra cosa que por ser festivo.

Pero… ¿Qué polígono era este? ¿Cómo había llegado ahí? Eché a andar por la carretera vacía, el sol en la espalda me calentaba y eso era agradable. Empecé a hacer memoria y algunas imágenes se agolparon queriendo hacerse un hueco en mi cerebro pero, curiosamente, no quería admitirlas. Mi instinto decía que eran desagradables y esa mañana con el sol tibio y la brisa en la cara ¡resultaba tan gratificante!

De pronto caí en la cuenta: alguien me andaba buscando, podía sentirlo, alguien que no conocía. Solo podía percibir el color blanco que llenaba mi vista. Rechacé la imagen y seguí caminando hacia el puente sobre la autovía. Mientras caminaba, tuve el convencimiento de que me habían dado una droga o algo así, porque estaba mareado y el no saber dónde estaba me producía una gran ansiedad. Estos pensamientos fueron seguidos de otros en los que una jeringuilla buscaba mi carne y yo me resistía a ella, pero alguien me sujetaba. Después de esto nada. Solo una oscuridad interrumpida por el olor a grasa de máquinas y aceite hidráulico.

Tenía hambre y las casas al otro lado de la autovía estaban algo lejos, pero sabía que podría llegar sin problema. No pensé en la falta de dinero ni el pijama que vestía, una mala tarjeta de presentación para entrar en un bar. Pasé por encima de la autovía, que extrañamente estaba vacía, y pronto llegué al primer bar. Estaba cerrado. Giré la cabeza a izquierda y derecha ¿Qué pueblo era este? Ví la parte de atrás de una señal de tráfico, de esas que informan, y me acerqué a ella: estaba en Pinto. Pinto, ese nombre me decía algo y me pareció tener una sensación agradable, como si estuviese en casa. Pero una casa vacía. Oí un coche y me escondí rápidamente en la entrada de un portal. Por el reflejo vi que era la Guardia Civil. Contuve el aliento y esperé a que pasasen de largo. Iban muy despacio como buscando a alguien. Supe que era yo a quien buscaban. ¿A dónde podía llamar para pedir ayuda? No recordaba nada, ni a nadie ¿Qué me habían dado para que me olvidase de todo? La angustia de estar allí, arrojado a una realidad ajena a mí, parecía que no se acaba y era dolorosa.

Sentado en el banco de un parque, me estrujé el cerebro intentando recordar, ¿qué enemigos podría yo tener para llegar a intentar borrar mi memoria? Y en todo caso, si era un peligro para ellos ¿por qué no me habían eliminado sin más?

Todo esto llevaba a una pregunta que, al fin y al cabo, era la definitiva ¿Quién era yo? Tenía que reconocer ante mí mismo que esa era la clave. Por más hiriente que fuese, tenía que averiguarlo. Algunas imágenes venían a mí: una mujer que me producía paz al recordarla, ¿mi madre?¿mi esposa? o ¿mi hija? En ese momento mi prioridad era conseguir un espejo. Pero ocurrió algo, un guardia se acercó a mí y me dijo que no podía estar allí, que si había un estado de alarma, que si el virus era peligroso… Vi en su cara cierta incomodidad y pronto mantuvo una actitud paternal hacia mí. Me habló con palabras de calma y me dijo que no me preocupase que estuviese tranquilo. Mientras hablaba con su emisora del coche yo aproveché para mirarme en el espejo retrovisor. La cara que me observaba perpleja en el espejo era yo, al parecer, porque seguía sin saber quién era. Al menos me resultó familiar, no me sentí amenazado.

Me senté en el bordillo de la carretera y hundí mi cabeza en las rodillas mientras mis manos apretaban mi cabeza ¿¡Quién me había hecho esto!? Decidí confiar en el policía, su mirada transmitía confianza.

Me dijo que no me preocupase. Alguien de mi familia vendría a recogerme.

—Agente, no recuerdo nada. Ni familia ni nada. No sé qué hago aquí. Me ha hecho algo.

— ¿Quién le ha hecho algo?

— No lo sé. Desperté allí, en el Polígono, esta mañana, y solo recuerdo a alguien vestido de blanco, una mujer creo… quería inyectarme algo y me escondí en una furgoneta. No recuerdo más.

— No se preocupe. Seguro que cuando llegue su familia empezará a recordar. ¿Quiere que le ponga algo de música mientras?

— ¿Qué tiene usted por ahí?

— Busque en el móvil entre mis favoritas. A ver si le gusta lo mismo que a mí.

Una imagen llamó mi atención. Era Triana, un grupo de rock andaluz de los sesenta. Hice clic en la canción «Hijos del agobio». Pronto mi mente se llenó de la música. Cerré los ojos y un pub de mi juventud llegó nítido, a pesar de las nubes de humo. Era El Tragalúz. Una cerveza y algunas chicas sentadas que me sonreían. Esto sí lo recordaba. Ese pasado sí lo conocía, al menos sabía qué sentía en esos días. Pronto el dolor de saber perdido algo que formaba parte de mí me agarró la garganta y la paradoja era que solo eso podía recordar.

La voz del policía interrumpió mis pensamientos.

— Ya llega un coche con sus familiares.

— El audi llegó y las puertas se abrieron de golpe. Bajó una mujer. No sabía su nombre pero la sentía cercana. Sabía que podía confiar en ella. Me fijé en sus lágrimas, que pronto borró con el dorso de la mano mientras esbozaba una sonrisa. Habló algo con el policía relacionado con una palabra que repitió varias veces, Alzheimer, o algo así. Después se dirigió hacia mi con esa sonrisa tan familiar, tan bella...

— No sé quién me ha puesto en este estado pero sé que puedo confiar en ti ¡Ayúdame! —le dije.

— Claro mi amor —Me abrazó fuertemente. Su perfume consiguió tranquilizarme.

— Bruno. Nadie te ha hecho nada. No te preocupes. Ven conmigo

Volví a cerrar los ojos y a recodar la canción de Triana y a una de las chicas del pub, tendría 17 años y me sonreía. Nunca sabré su nombre pero sé que, de alguna manera era feliz en esos días.

— Vamos Bruno. Hoy nos vamos a casa. No quiero volver a dejarte en ningún sitio.

Sus lágrimas saladas habían mojado mi cara y pensé que, como esa chica de la que no recordaba su nombre, esta otra mujer también me podía hacer feliz.