Rubén Parra
« ¡Espíritu Santo!,
renueva tus maravillas en nuestros días,
como en un nuevo Pentecostés.»
SAN JUAN XXIII
ORACIÓN POR EL CONCILIO
«La primera necesidad de la Iglesia
es vivir siempre en Pentecostés.»
PABLO VI
El pesimismo y la desconfianza están de moda. Incluso los mismos cristianos gustan verlo todo negro. Lo cual viene a ser la negación misma del cristianismo. Un cristiano no es auténtico si no es hombre de esperanza: San Pedro llega hasta a proclamar que un discípulo de Cristo debe en todo momento estar pronto «a dar razón de la propia esperanza» (1 Ped., 3, 15). La esperanza es una componente de nuestro mismo ser. Hoy, sin embargo, tiene mala prensa: se supone que sirve de tranquilizante, de alibi, de distracción para evitar los problemas urgentes que asaltan hoy a los hombres.
El cristianismo es esperanza.
«Es el Espíritu Santo—nos dijeron— el que renueva a la Iglesia, el que la instruye, el que la dirige por medio de sus dones y la rejuvenece con la fuerza del Evangelio» (1).
El historiador del porvenir dirá que el Concilio abrió algunas ventanas del Cenáculo, dando entrada a una primera brisa primaveral.
Y añadirá, sin duda, que la ventolera de Pentecostés todavía no ha penetrado por la casa donde se hallan los discípulos.
No nos asombremos pues, de que el Papa Paulo VI haya repetido, él también, la plegaria de Juan XXIII pidiendo Lo ha repetido con insistencia numerosas veces, diciendo que la Iglesia de hoy día necesita de este milagro de Pentecostés, de su viento y de su fuego, del gran poder espiritual que es el Espíritu Santo.
Los Concilios, por importantes que sean, no marcan más que una fase o momento en la larga historia de la Iglesia; por otro lado, esta marca tiene sus profundidades diferentes.
El Espíritu Santo dispone además de otros medios y otros caminos de renovación. Llega de pronto en el correr de los tiempos, suscitando bruscamente, sin previo aviso alguno, golpes de gracia por medio de la acción de algunos santos que llegan a dominar su época. Francisco, Domingo, Catalina de Siena, Ignacio, Teresa de Avila, bien que demuestran con brillantez la presencia del Espíritu en horas particularmente difíciles de la Iglesia.
La fe nos enseña cómo el sufrimiento es germen de vida.
Es normal pues, que los actuales sufrimientos de la Iglesia inviten muy especialmente a la esperanza: nada fue más fecundo cara al porvenir que el Viernes Santo. Pascal no temió escribir: «Bien está la Iglesia, en buen estado, cuando únicamente la sostiene Dios» (1).
El Padre Gaffarel lo ha vuelto a decir a su manera:
«La hora del apuro—escribe—es la hora de Dios. Guando no queda esperanza humana, es la hora de la esperanza definitiva... Cuando todavía hay razones, se apoya uno en ellas». Y nos invita a apoyarnos no ya «sobre las razones, sino sobre la promesa: la promesa de Dios... Es preciso confesarse perdido y ofrecerse perdido. Y alabar entonces al Señor que salva» (2).
El año pasado en el estadio compartí con todos los presentes algunas reflexiones que me gustaría recordar hoy —porque siempre es bueno recordar, la memoria—: la identidad de la Renovación carismática católica, de la cual nació la asociación Renovación en el Espíritu. Lo haré con las palabras del cardenal Léon-Joseph Suenens, gran protector de la Renovación carismática, así como lo describe en el segundo libro de sus memorias. En primer lugar, allí él recuerda la extraordinaria figura de una mujer que hizo mucho al inicio de la Renovación carismática, era su colaboradora, que gozaba también de la confianza y el afecto del Papa Pablo VI. Me refiero a Verónica O’Brien: fue ella quien pidió al cardenal ir a Estados Unidos para ver lo que estaba pasando, para ver con sus ojos lo que ella consideraba obra del Espíritu Santo. Fue entonces que el cardenal Suenens conoció la Renovación carismática, que definió un «flujo de gracia», y fue la persona clave para mantenerlo en la Iglesia. El Papa Pablo VI en la misa del lunes de Pentecostés de 1975 le dio las gracias con estas palabras: «En el nombre del Señor le doy las gracias por haber conducido la Renovación carismática al corazón de la Iglesia». No es una novedad de hace algunos años, la Renovación carismática cuenta con esta larga historia y en la homilía de aquella misa el cardenal dijo: «Que la Renovación carismática pueda desaparecer como tal y transformarse en una gracia pentecostal para toda la Iglesia: para ser fiel a su origen, el río debe perderse en el océano». El río debe perderse en el océano. Sí, si el río se detiene el agua se estanca; si la Renovación, esta corriente de gracia, no termina en el océano de Dios, en el amor de Dios, trabaja para sí misma y esto no es de Jesucristo, esto es del maligno, del padre de la mentira. La Renovación va, viene de Dios y va a Dios.
El Papa Pablo VI bendijo esto. El cardenal continuó diciendo: «El primer error que se debe evitar es incluir la Renovación carismática en la categoría de movimiento. No es un movimiento específico, la Renovación no es un movimiento en el sentido sociológico común, no tiene fundadores, no es homogéneo e incluye una gran variedad de realidades, es una corriente de gracia, un soplo renovador del Espíritu para todos los miembros de la Iglesia, laicos, religiosos, sacerdotes y obispos. Es un desafío para todos nosotros. Uno no forma parte de la Renovación, sino más bien la Renovación llega a ser una parte de nosotros, con el pacto que aceptemos la gracia que nos ofrece»
¿Cuál es el signo común de los que renacieron de esta corriente de gracia? Convertirse en hombres y mujeres nuevos, este es el Bautismo en el Espíritu.
El Bautismo en el Espíritu no es un fenómeno en los márgenes de la vida cristiana. Concierne al corazón del Evangelio, a la misión del Hijo y a la misión del Espíritu Santo y a la misión del Espíritu Santo de parte del Padre.
La vida en el Espíritu está basada en 5 promesas hechas por Jesús en el Evangelio de Juan
Primera promesa: otro paráclito (Jn 14, 15-17)
Segunda promesa: Él os enseñará (Jn 14,25-26)
Tercera promesa: Él dará testimonio (Jn 15,26)
Cuarta promesa: Él convencerá al mundo (Jn 16, 7-11)
Quinta promesa: Él glorificará a Jesús (Jn 16,12-15)