La ópera en España

ÓPERA

La ópera nacional, la ópera cantada en español y con música de carácter español, fue defendida con ardor, pero no llegó a cuajar, y menos a pervivir, salvo el caso efímero de algunas excepciones aisladas. En 1828 se publicaba el opúsculo anónimo "Origen y progresos de las óperas", documento en que quedaba planteado por vez primera el problema de la creación de una ópera nacional. Movidos los autores españoles por el deseo de plasmar musicalmente esta aspiración, los años 40 marcan el inicio de un primer movimiento de actividad operística, promovido por Basilio Basili, Hilarión Eslava, José Valero, Baltasar Saldoni y otros, cuyas obras, en general, no sobrevivieron en medio del italianismo que invadía la vida musical española, en particular Rossini, Bellíní y Donízettí.

Ya en 1847 sé intentó establecer la ópera española en Madrid, para lo que se fundó la sociedad "España Musical", que presidía Hilarión Eslava. En 1850 se concedió al cantante Francisco Salas una exclusiva para ofrecer ópera española en el Teatro Variedades. Cinco años después, en 1855, una concentración de músicos en el Conservatorio de Madrid solicitó de las Cortes protección para la ópera nacional, con subvención suficiente y sede en el Teatro Real. Nada de esto tuvo ningún resultado. Quizá el más curioso esfuerzo fue el del empresario Luciano Berriatúa, que construyó el Teatro Lírico en 1902 con la exclusiva idea de proporcionar domicilio a la ópera española. Por fin, el siglo se despedía entre discursos, artículos en prensa y concursos de óperas españolas, sin haber llegado sus más fervientes defensores, caso de Barbieri, Bretón o Chapí, a conciliar opiniones respecto dé los caracteres formales y estéticos que debían caracterizar la ópera nacional. De resultas dé esta situación, el compositor español deberá amoldarse al esquema tradicional de la ópera italiana, a la que revistieron con temas musicales populares y argumentos locales. No faltaron aquellos autores que llegaron incluso a componer en este idioma para satisfacer las demandas de un público acostumbrado a la ópera italiana.

Loables intentos, en medio del italianismo imperante, jalonan el devenir operístico español durante el siglo XIX: las óperas de Gomis, Ramón Carnicer y Saldoni; Circe y Margarita la tornera, de Chapí; Garín, La Dolores y Los amantes de Teruel, dé Bretón; Gonzalo de Córdoba e Irene de Otranto, de Emilio Serrano; Los Pirineos, El Conde Arnau y La Celestina, de Felipe Pedrell; Fernando el emplazado, de Zubiaurre; o la ópera regionalista de Salvador Giner en Valencia, autor de Morel, Sagunto, El Soñador y El Fantasma, son buena prueba de ello. Desde que se inauguró el Teatro Real en 1850, se supuso que esa sala debería acoger a los operistas españoles, pero no pasó de la teoría. En el Real, templo del italianismo, se presentaron hasta 1900 sólo 17 óperas españolas.

De todas ellas, salvo el efímero éxito de Los amantes de Teruel, de Bretón, y Marina, de Arrieta, reconvertida en ópera, el conjunto restante de las óperas españolas se mantuvo en segundo plano, cediendo el privilegio a la ópera italiana, y no permaneció en cartel. .