EL TRABAJO Y LO SAGRADO
Brian Keeble
«El hombre es un esclavo en la medida en que voluntades ajenas intervienen entre su acción y el resultado de ésta, entre su esfuerzo y la tarea a la que se aplica.
Este es el caso en nuestros días tanto para el esclavo como para el amo. El hombre nunca se enfrenta directamente a las condiciones de su propia actividad. La sociedad forma una pantalla entre la naturaleza y el hombre.»
-Simone Weil
El trabajo, ya sea como tema de conversación, como hecho de la experiencia cotidiana o simplemente como preocupación mental, afecta a la vida de todos nosotros. Discutimos interminablemente sobre quién debería hacer qué y cuánto; sobre cuáles son las condiciones apropiadas para la realización del trabajo; y por encima de todo sobre cuál es la justa recompensa por sus logros. Vivimos en una sociedad que desde hace ya algún tiempo dedica un esfuerzo considerable a la erradicación del trabajo –al menos del trabajo físico duro-, sólo para descubrir súbita y paradójicamente, en una época de desempleo, que necesitamos la dignidad del trabajo. Ciertamente hemos heredado los problemas que el trabajo plantea, incluso hasta el punto de preguntarnos si éste tiene algún futuro. Pero, en medio de toda la actividad y de todas las preocupaciones que engendra, raramente nos paramos a reflexionar sobre la naturaleza esencial del trabajo.
Hacia el final de su libro L’enracinement [Echar raíces], Simone Weil observa a propósito de la civilización moderna que esta civilización «está enferma. Está enferma porque no sabe exactamente qué lugar tiene que dar al trabajo físico y a los que se dedican al trabajo físico». Esto puede parecer a primera vista un diagnóstico bastante insólito del malestar y la alienación comunes en nuestra época. Pero recordemos la expresión «trabajo físico». Es el trabajo físico –el esfuerzo humano meramente cuantificado, no mitigado por ninguna satisfacción cualitativa que lo transforme- lo que para Simone Weil es la esencia de nuestra enfermedad. Y prosigue:
«El trabajo físico es una muerte diaria.
Trabajar es poner el propio ser, cuerpo y alma, en el circuito de la materia inerte, convertirlo en un intermediario entre un estado y otro de un fragmento de materia, hacer de él un instrumento. El trabajador convierte su cuerpo y su alma en un apéndice de la herramienta que maneja. Los movimientos del cuerpo y la concentración de la mente están en función de las necesidades de la herramienta, ella misma adaptada a la materia sobre la que se trabaja.»
Termina su libro con las dos frases siguientes: «No es difícil definir el lugar que debería ocupar el trabajo físico en una vida social bien ordenada. Debería ser su núcleo espiritual».
Esto parece una declaración atrevida hasta que recordamos que el trabajo sin sentido y el trabajo sin alma son la misma cosa. Sentimos que el trabajo impuesto a nuestras vidas de un modo carente de sentido es una carga contraria a nuestra naturaleza más íntima –en cierto sentido una negación de nuestro propio ser-. Sin embargo el trabajo es la signatura misma del hombre. Se dice que por sus frutos podemos conocer a un hombre. Así pues, la pregunta que tenemos que hacer no es tanto «¿qué obtiene un hombre por su trabajo?» como «¿qué obtiene trabajando?».
Hablar de la existencia de un «núcleo espiritual» en el trabajo no sólo es invocar una determinada imagen del hombre, sino también aludir a la existencia de un hilo sutil que une lo sagrado con todo lo que se le exige al hombre para sostener su existencia física. Es presuponer, de un modo u otro, que lo espiritual forma el contexto implícito de nuestras vidas y que nuestro ser no es plenamente real sin este contexto oculto. Si esto no fuera así, entonces tendríamos que hacernos una difícil pregunta: ¿cómo ha podido suceder que, con el fin de sostener su existencia terrenal, el hombre se vea obligado a seguir una línea de acción física que parece una negación directa de su naturaleza más profunda, como si por algún horrible error de su Creador el destino del hombre fuera seguir una dirección que le aleja de aquello que constituye su misma naturaleza? Si queremos evitar este dilema, debemos concluir que, de un modo u otro, el trabajo es, o debería ser, profundamente natural y no algo que hay que evitar o desterrar porque está por debajo de nuestra dignidad. Así pues, aquí queremos preguntarnos si el trabajo posee una dimensión contemplativa, y en qué aspectos y en qué condiciones la posee.
Si queremos comprender plenamente esta dimensión del trabajo, debemos poner al descubierto su esencia, lo que es antes de estar condicionado por cualquier norma social, moral o económica. Debemos percibirlo como una experiencia interior previa a cualquier resultado productivo que pueda tener. Debemos aislarlo de todos los modos que adopta a consecuencia de nuestra presencia en el mundo y que resultan en las obligaciones que la sociedad nos impone; obligaciones que satisfacemos trabajando. Estas obligaciones pueden plantearnos unas exigencias tan totalitarias que tendemos a perder de vista el significado inmaterial que reside en el corazón mismo del trabajo.
El hábito moderno de equiparar el trabajo con un esfuerzo agotador que requiere mucho tiempo hace que tendamos a olvidar que es el hombre el que es el instrumento y el agente del trabajo. Sólo el hombre trabaja. Un caballo puede realizar un trabajo físico intenso, lo mismo que un castor. Pero sólo el hombre puede ser liberado o elevado por el trabajo. Sólo el hombre puede ser desmoralizado por el trabajo. Y aquí reside el peligro de la ética del trabajo de la industria mecanizada: el hecho de convertir en un absoluto ético nuestra necesidad social y económica de fabricar y hacer cosas. Al no dar ningún valor real y efectivo al impulso intangible y preproductivo que está en el corazón del trabajo, la industria moderna pierde la función espiritual del trabajo. Y con su tendencia a empujar al hombre a la periferia del proceso productivo, también pierde efectivamente al hombre. En un entorno en el que el hombre está subordinado a las técnicas mecánicas es casi imposible experimentar el esfuerzo físico del trabajo como el medio natural e inevitable a través del cual el cuerpo y el alma efectúan la transformación de la materia.
Los problemas y paradojas del trabajo que son tan evidentes en nuestra sociedad sólo se resolverán cuando estemos dispuestos a volver a una antropología espiritual, cuando estemos dispuestos a reconocer nuestra autoimagen teomórfica y a restaurar nuestra constitución tradicional como seres que poseen una estructura triple integral de espíritu, alma y cuerpo.
En nuestra constitución triple se considera que los tres estados del microcosmo humano reciben su vida y su iluminación en última instancia de aquello que es increado y que por lo tanto está «por encima» de ese proceso de cambio y desarrollo continuos que es la vida manifiesta. En el nivel más elevado, las facultades espirituales del alma actúan como un espejo que refleja las realidades arquetípicas del Intelecto divino. Es a la luz de este nivel de realidad como contemplamos el misterio de nuestra subjetividad y descubrimos que finalmente ésta es irreductible como una identidad dentro de lo Divino mismo. En la esfera media las facultades del alma son bipolares; actúan como una ventana que en una dirección mira hacia arriba, o hacia dentro, hacia lo que está más allá de nuestra subjetividad como tal. En la dirección opuesta, miran «hacia abajo», o hacia fuera, hacia nuestra experiencia sensorial con el fin de localizar o «vestir» y dar continuidad a nuestra vida psicológica. Por medio de estos dos impulsos direccionales del alma determinamos el valor inteligible de toda nuestra experiencia.
Finalmente, aunque la sustancia del cuerpo, como vaina viva y orgánica de nuestra vida individual, se renueva con la materia física, recibe del alma las razones de sus propósitos. No iluminado en sí mismo, el cuerpo es el instrumento que sostiene la transformación material. Pero su naturaleza corporal sólo está en armonía con el mundo material en el que habita cuando está capacitada para relacionar sus acciones y sus apetencias directamente con los niveles superiores del ser, que les dan sentido.
El trabajo es el principal medio con el que el punto focal de la consciencia se concentra «fuera» de la subjetividad del individuo. El esfuerzo del trabajo es un acto de transformación en el que el trabajador tiene la posibilidad de elevarse hasta el nivel de los valores y significados que trascienden las operaciones de la vida física. Esta potencialidad de transmutación es lo que debemos tener siempre en cuenta en cualquier consideración sobre lo que constituye la esencia del trabajo. Cuando esta potencialidad no está presente en el esfuerzo del trabajo, nuestra implicación física con el mundo de la materia no resulta más que una carga y nos convertimos en meros instrumentos brutos de la manipulación de las sustancias materiales. Si no fuese así, ni siquiera podríamos concebir, y mucho menos experimentar, el trabajo sin alegría y destructor del alma. Y tal experiencia no es menos posible en el lugar de trabajo industrial más mecanizado e higiénico que en un contexto de labor física pesada e incesante. Por mucho que aumentemos el esfuerzo y desarrollemos los medios mecánicos de dar forma a la materia en nuestro afán de producción, no podemos eludir la paradoja de que, en su forma más significativa y mejor ejecutada, el trabajo puede proporcionarnos una armonía y un equilibrio interiores cuando estos medios son relativamente simples y directos.
Esta paradoja plantea una importante cuestión en relación con el hecho de que la manipulación de la materia exige su precio en el gasto de energía tanto material como corporal. (La palabra latina homo –hombre-, dicho sea de paso, está estrechamente relacionada con la palabra humus –de la tierra-, de la que derivan nuestras palabras humilde y humildad.) ¿No deberíamos ver, pues, en este gasto de energía una correlación innata entre los recursos materiales finitos del mundo y las limitaciones físicas del cuerpo humano? ¿No debería este consumo de energía corporal provocar en nosotros el reconocimiento de nuestras limitaciones físicas –y nuestra humildad respecto a ellas-, poniendo así un límite a nuestra explotación del cuerpo viviente de la tierra? En otras palabras, ¿no deberíamos considerar si existe una correlación natural e integral entre las limitaciones de nuestra energía corporal y el grado en el que deberíamos consumir los recursos naturales para sustentarnos, correlación que no debería ser traicionada por ningún medio de producción que no tuviera en cuenta la significación interior del trabajo?
Una idea sumamente perniciosa que nos impide darnos cuenta de la relación íntima que debería existir entre el trabajo y nuestra naturaleza espiritual es un concepto que ha parecido casi inatacable en el pensamiento occidental durante los últimos tres siglos, y todavía da pocas señales de agotar las fuentes de absurdidad de las que bebe constantemente. Es la idea de que el arte y el trabajo son y deben ser categorías de actividad separadas. Hemos adquirido el hábito de pensar en el arte como una categoría de sentimiento estético, y así también hemos adquirido el hábito de actuar como si el arte fuese una categoría separada de actividad que no está relacionada directamente con las exigencias inmediatas de nuestra vida física. Hemos impuesto una división artificial entre el hombre exterior y el hombre interior que equivale a sostener la pretensión de que la especie humana está formada por dos razas: la del hombre como artista y la del hombre como trabajador –como no-artista.
Esto es burlarse del sentido común. Ni puede decirse que el trabajo del trabajador –es decir, el trabajo de utilidad- sea necesariamente no-bello en contraste con el trabajo del artista, ni se puede decir que el arte –es decir, las obras de sensibilidad refinada- no atiende a ninguna necesidad humana. Si admitimos que el hombre es un ser espiritual, entonces está claro que tiene necesidades y exigencias además, y más allá, de sus necesidades corporales. También es evidente que la integridad total de su ser exige que el hombre no sea dividido interiormente en una parte que atiende a sus necesidades espirituales con un tipo de actividad y otra que atiende a sus necesidades físicas con otro. Porque el trabajo de utilidad correctamente realizado puede resultar en un tipo de belleza inspirado por un refinamiento de la sensibilidad, del mismo modo que el arte implica inevitablemente algún tipo de actividad y de utilidad como los que caracterizan al trabajo práctico. Al igual que no hay arte sin trabajo, no debería haber trabajo sin arte, de modo que todos los que están activamente implicados en el trabajo deberían ser en cierto sentido artistas. Todos los artistas son trabajadores. Al menos en la medida en que cada uno de ellos trata de conseguir cierto dominio sobre su material, para efectuar su transformación, y en la medida en que esta transformación, correctamente realizada, implica el dominio sobre uno mismo. Si queremos evitar cualquier división entre nuestra actividad y nuestro pensamiento, según la cual nuestras casas, el mobiliario y los accesorios que contienen, nuestros utensilios cotidianos, nuestros vestidos y todas las cosas que utilizamos diariamente son una parte de la vida (producida industrialmente con el mínimo de acción humana), mientras que tenemos unos pocos objetos de «arte» (que son la expresión de nada más que la sensibilidad de la persona que los ha hecho) para «transformar» otra parte, debemos ver semejante estado de cosas como algo profundamente antinatural y desmoralizador. ¿Podemos creer realmente que una visita a una galería de arte, en nuestro tiempo «libre», es suficiente para compensarnos por la falta de sentido de una experiencia rutinaria de trabajo no aliviada por ninguna satisfacción personal?
Si queremos recuperar el «núcleo espiritual» del trabajo no sólo debemos recordar que aceptar una división entre el arte y el trabajo es falsificar nuestra verdadera naturaleza, sino también que toda reforma debe empezar por el hombre mismo, porque el hombre es más grande que lo que crea. En palabras de Filón, «hasta un niño sabe que el artesano es superior al producto de su oficio tanto en el tiempo, puesto que es más viejo que lo que hace y es en cierto sentido su padre, como en valor, puesto que el elemento eficiente es tenido en más alta estima que el efecto pasivo.» Al recordar así la anterioridad del ser del hombre respecto a su obra también captamos un pre-eco, por decirlo así, de la relación entre el contexto humano del trabajo y la naturaleza arquetípica que refleja. Como escribió Plotino: «Todo lo que llega a ser, ya sea obra de la naturaleza o de un oficio, lo ha hecho alguna sabiduría: en todas partes hay una sabiduría que preside la actividad».
Una vez que hemos recuperado la idea de que no existe un abismo insalvable entre arte y trabajo podemos pasar a considerar los modos en que el hombre está ligado por su naturaleza espiritual al trabajo que lleva a cabo para vivir. Pues si lo sagrado no está presente en las cosas que tenemos a mano es improbable que esté presente en ningún sentido. Lo sagrado no funciona tan sólo en categorías exclusivas de pensamiento y espiritualidad. La esencia numinosa, sagrada, de las cosas está más cerca de nosotros que nuestra vena yugular –por utilizar una frase del Corán-. ¿Cómo puede ser? Examinemos algunas palabras que usamos habitualmente cuando hablamos de la relación del trabajo con la vida. La sabiduría muy a menudo actúa en las palabras como una energía preconsciente y directiva.
Todavía es posible decir del trabajador que tiene un oficio o que sigue una vocación. La etimología de la palabra trade [oficio] no es segura, pero su raíz es posiblemente tread [pisar, andar]. Lo que pisamos es un sendero –un camino hacia alguna meta-. Un oficio es, pues, una forma de trabajo o arte, una ocupación concebida como una profesión. Esto nos permite ver que la idea de un oficio manual contiene el sentido de una vocación, y como tal posee la posibilidad de alguna forma de realización, a través de la conformación de un conjunto de circunstancias externas a un imperativo interior, a una voz interior.
Una vocación es, naturalmente, una llamada, y funciona en virtud de un llamamiento interior (que, dicho sea de paso, plantea además la cuestión de saber quién es llamado por quién). La etimología de la palabra work [trabajo] denota el empleo de energía en algo bien hecho o realizado hermosamente –hecho con destreza-. Como tal apunta hacia un tipo de perfección en la realización del artífice. Así, oculta en la palabra work volvemos a encontrar la idea de realizar o lograr algo por encima o más allá del simple uso de la energía física. Además, esta realización no sólo implica el rechazo de ciertas posibilidades y la adopción de otras, sino también (como sugiere Plotino) una sabiduría inherente para llevar a cabo la elección que permita la realización efectiva de cualquier cosa que haya que efectuar. Ahora bien, como en rigor no existe la perfección en el orden de las cosas creadas, esta perfección hacia la que se inclina la destreza debe pertenecer a otro orden, un orden supranatural de las cosas; precisamente aquel hacia el que el hombre es llamado.
El nombre abstracto griego techne nos da, en su equivalente latino, ars, que significa, en uno de sus sentidos generales, un modo de ser. Del latín ars derivamos nuestra palabra arte. La raíz indoeuropea de arte significa «encajar». Techne tiene la misma raíz que la palabra carpintero (en inglés antiguo un obrero cualificado es especialmente el que trabaja la madera). El carpintero es alguien que encaja cosas. Techne significa una destreza visible en un oficio. Pero en Homero se usa en el sentido de algo que está en la mente del artista –lo que posteriormente se llamará la imaginación-. Y este sentido del arte como una predisposición mental que permanece en el artista estuvo profundamente fijado en nuestro lenguaje hasta el siglo diecisiete, en que empezó a aplicarse a una selecta categoría de cosas hechas. Así pues, impregnando todos los significados que corresponden al lenguaje del trabajo y el arte, tenemos el sentido de alguien que hace encajar las cosas: alguien que adapta el campo de la necesidad manual al orden de un imperativo superior. Naturalmente el simbolismo y la mitología de las diversas tradiciones sagradas, en cuanto están conectados con las artes y los oficios, indican que ese es el caso.
Destacar la idea del arte como un razonamiento eficaz de la persona que hace cosas, más que aplicarlo a una categoría exclusiva de objetos estéticos, no significa sugerir que no haya diferencia alguna entre, por ejemplo, el arte de construir catedrales y el arte del alfarero. (La diferencia es de grado más que de clase.) La cuestión no es esta, sino que en todos los casos (¿y quién querría decidir cuál es el arte más importante entre, digamos, la construcción de catedrales, la maternidad y la agricultura?) el obrar del hombre es una sabiduría. Todo obrar del hombre implica un arte, y en la medida en que éste requiere la realización de un esfuerzo, tanto mental como físico, es un sacrificio –y uno de los significados de sacrificio es «hacer sagrado», llevar a cabo una ceremonia sagrada.
El significado primordial del trabajo humano se encuentra, pues, en el hecho de que no sólo es una habilidad respecto al hacer sino que también contiene una sabiduría suprahumana respecto al ser. O, por decirlo de otro modo, el acto de hacer tiene un fundamento contemplativo en el corazón de nuestro ser. Y cuando nos volvemos hacia las tradiciones sagradas, cuya expresión en objetos humanos es una fuente constante de maravilla por su belleza y su técnica, encontramos que el obrero, el artesano o el artista no recibe su vocación de las circunstancias materiales de su vida, sino que aquella procede de la fuente más elevada.
En la tradición india la fuente y el origen de la vocación del artesano deriva en última instancia del arte divino de Visvakarma, tal como se le revela. El nombre que designa a todo arte es silpa, palabra que no se puede traducir adecuadamente por nuestras palabras artista o artesano o artífice, ya que se refiere a un acto de elaborar y hacer que posee poderes mágicos. En el contexto de la tradición india, las obras de arte imitan las formas divinas y el artesano recapitula el acto cosmogónico de la creación ya que el propio objeto recapitula los ritmos de su Fuente divina. Mediante esta acción de hacer, y en conjunción con su práctica del yoga, el artesano, por decirlo así, se reconstituye a sí mismo, y de este modo va más allá del nivel de su personalidad limitada por el ego.
En la tradición artesanal del Islam se conservaron algunos prototipos preislámicos que llegaron a relacionarse con parábolas del Corán y con ciertos dichos del Profeta. Al hablar de su ascensión al cielo el Profeta describe una inmensa cúpula apoyada en cuatro pilares en los que estaban escritas las cuatro partes de la fórmula coránica «En el nombre –de Dios-el Compasivo-el Misericordioso». Como ha señalado Titus Burckhardt, esta parábola representa el modelo espiritual de todo edificio con cúpula. La mezquita, en el Islam, es el símbolo por excelencia de la Unidad divina, el principio rector del propio Islam. Así, la mezquita actúa como el centro hacia el que se orientan las artes y oficios del Islam por el hecho de que pone en juego a muchos de ellos. Las artes fluyen, por decirlo así, de la construcción de la mezquita, ya que la arquitectura, junto con la caligrafía, es el arte supremo de la revelación islámica.
En el Islam los oficios se organizaron en torno a gremios que estaban estrechamente conectados con el sufismo, la dimensión esotérica de la fe islámica. De modo similar, los gremios de la Cristiandad medieval utilizaron un simbolismo y un conocimiento de naturaleza cosmológica y hermética. El simbolismo de las artes y los oficios en la tradición cristiana tiene su punto de partida en la persona de Cristo, que era él mismo carpintero. (El Cristo de los oficios aparece esculpido en muchas iglesias parroquiales inglesas.) Se podría argüir que el arte sagrado supremo del cristianismo es el icono –la re-presentación de la imagen divina-. Pero junto con éste existe la tradición de los oficios, de origen precristiano, que es sobre todo cosmológica en su simbolismo, empezando por el espacio físico como símbolo del espacio espiritual, y la figura de Cristo como Alfa y Omega, principio y fin, el centro intemporal cuya cruz gobierna el cosmos entero.
Este simbolismo es innato en las artes y oficios –lo que equivale a decir en los medios de ganarse la vida- de las civilizaciones del pasado, y tiene una presencia ubicua en los objetos físicos de la vida de la gente. Todos los oficios y todas las artes, desde la arada al tejido, la carpintería a la albañilería, o el trabajo del metal a la poesía y la música, están tradicionalmente entretejidos con su principio trascendente. He aquí un testimonio de este hecho, del libro Batik, Fabled Cloth of Java [Batik, la legendaria tela de Java], de K.R.T. Hadjonagoro:
«[El batik] era un vehículo para la meditación, un proceso que da origen a una sublimidad extraordinariamente elevada en el hombre. Todas las personas verdaderamente realizadas del tejido social de la comunidad javanesa hacían batik, desde la reina hasta los plebeyos… Es casi inconcebible que en aquellos tiempos el batik tuviera algún objetivo comercial.
La gente hacía batik para usos familiares y ceremoniales, con devoción a Dios Todopoderoso, en el esfuerzo de cada hombre para conocer a Dios y acercarse a su espíritu.»
Según el Génesis, el trabajo es el resultado del pecado original. Sin embargo, para el cristiano está siempre el modelo de Dios, «que hizo el mundo y vio que era bueno». Frente a esto está el contrapunto de un reconocimiento de que Su Reino no es de este mundo, por lo que el hombre, que tiene cierto recuerdo del Paraíso divino de su origen, conserva, en su trabajo, la posibilidad de recorrer el camino de vuelta hacia Dios, porque «no hay fe sin obras» (Santiago 2,26).
Entre estas dos perspectivas tiene lugar el destino del hombre. Lo que procede del Principio divino es bueno; el arquetipo de la perfección es la realidad no manifestada del Principio divino: «Todo don perfecto viene de arriba, y desciende del Padre de las luces» (Santiago 1,17). El siguiente pasaje de The Wisdom of the Fields [La sabiduría de los campos] (1945) de H.J. Massingham es indicativo de la extraordinaria longevidad de esta idea:
«El ejemplo más elocuente que conozco de este principio innato e inmanente procede de Droitwich, donde vive un ebanista llamado Fowkes. Para él, se ha hecho consciente y forma parte de su filosofía de la vida. Hizo un pequeño espejo de mano oval con un trozo de caoba para la esposa de un amigo mío. Cuando mi amigo pasó a recogerlo, el ebanista reveló su creencia de que las artes y los oficios eran en el origen una concesión divina y que desde entonces los dones se habían transmitido de padres a hijos. En apoyo de esta teoría hereditaria le dijo a mi amigo que su abuelo materno era famoso en su época como uno de los mejores artífices de enchapado y taracea de Inglaterra. Él mismo no sabía nada del enchapado. Un día “le entraron ganas” de practicarlo e inmediatamente y con toda facilidad –dijo- lo llevó a cabo. Al descubrir que no era necesario aprender la técnica por el método de tanteo ni de modo autodidacto, consideró que su habilidad procedía de su abuelo.»
En todo trabajo humano el arquetipo es un conocimiento o sabiduría anterior en el que reside el prototipo divino o el modelo perfecto de cualquier acto de elaboración.
La visión del prototipo divino como sabiduría inherente en las propias herramientas del oficio se evoca bellamente en Éxodo (Libro 25), donde, tras describir con cierto detalle la construcción de un santuario, se insta a Moisés a hacerlo «de acuerdo con cuanto voy a mostrarte como modelo del santuario y de todos sus utensilios». Pero el trabajo tiene la responsabilidad de imponer una limitación al número indefinido de posibilidades susceptibles de realizarse, ya que todo trabajo implica una concepción previa o una imagen a la que después se da forma para un fin determinado. Sin esta preconcepción y su subsiguiente determinación no habría ninguna distinción entre medios y fines. El trabajo se bastaría a sí mismo. Pero como señala santo Tomás de Aquino, «tal como Dios, que hizo todas las cosas, no reposó en estas cosas…, sino en sí mismo de las obras creadas… también nosotros debemos aprender a no considerar la obra como objetivo, sino a reposar de las obras de Dios mismo, en quien reside nuestra felicidad». La obra es la imposición del orden a la materia, la materia transformada por la intención y la voluntad humanas. El verdadero trabajador no trabaja únicamente para perfeccionar las operaciones del trabajo mismo, sino según un orden interior que es la naturaleza perfecta del propio trabajador. Por eso el trabajador debe ser libre para convertirse en la cosa misma que hace. Como dice Eckhart:
«La obra que está “con”, “fuera” y “por encima” del artista debe convertirse en la obra que está “en” él, en otras palabras, tomando forma dentro de él, con el fin de que pueda producir una obra de arte de acuerdo con el versículo “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lucas 1,35), esto es, de modo que el “arriba” pueda llegar a ser “dentro”.»[1]
De esto se sigue que, si el artista o el trabajador quiere alcanzar la perfección en su actividad, no debe dejar que nada se interponga entre su concepción de lo que hay que hacer y su ejecución. Y esta conformidad de su ser con la realización final de la obra es el modelo primordial del arte humano. Esto significa que, en esencia, el trabajo es para la contemplación, igual que la perfección del trabajo sólo se consigue a expensas de la autoconciencia. Como dice el alfarero japonés Hamada: «Tienes que trabajar cuando no eres consciente de ti mismo». En el trabajo perfectamente realizado no hay ningún pensamiento de recompensa, ningún amor al procedimiento, ninguna búsqueda del bien, ningún aferrarse a ningún objetivo, ya sea de realización o de Dios mismo.
Eckhart, en un sermón sobre la justicia, da otra clave sobre cómo están entretejidos nuestro trabajo y nuestro ser, sobre cómo nuestro trabajo es ser y nuestro ser es nuestro trabajo:
«El hombre justo no busca nada con sus obras, porque los que buscan algo con sus obras son sirvientes y mercenarios, como los que trabajan por un Cómo o un Porqué. Por consiguiente, si quieres ser conforme a la justicia y transformarte en ella no persigas nada con tus obras ni pretendas nada en tu pensamiento en el tiempo o en la eternidad, ni recompensa ni bienaventuranza, ni esto ni aquello; pues tales obras están todas realmente muertas. En verdad te digo que si haces de Dios tu objetivo, todas las obras que hagas por esta razón están muertas y por lo tanto echarás a perder las buenas obras… Por consiguiente, si quieres… que tus obras vivan, debes estar muerto para todas las cosas y tienes que haberte convertido en nada. Es característico de las criaturas el hacer algo de algo, pero es característico de Dios que haga algo de nada. Él hace algo a partir de nada. Por lo tanto, si Dios quiere hacer algo en ti o contigo, antes debes haberte convertido en nada. Así pues, entra en tu propio fondo y trabaja en él, y todas las obras que realices allí estarán vivas.»[2]
Como para ampliar y comentar este pasaje de Eckhart, encontramos al final de la Tercera Enéada de Plotino lo siguiente:
«Todo lo que tiene conciencia de sí mismo y se piensa a sí mismo es derivado; se observa a sí mismo para, mediante esta actividad, ser dueño de su Ser: y si se estudia a sí mismo, esto sólo puede significar que la ignorancia es inherente a él y que está en su naturaleza el ser deficiente y el alcanzar la perfección gracias a la intelección.
Aquí, todo pensamiento y todo saber debe ser eliminado: añadirlo introduce la privación y la deficiencia.»
Nada de esto pretende negar que nuestra acción sobre una sustancia material esté condicionada por esa sustancia obrando a través de nuestros sentidos. Pero en el núcleo mismo del acto los sentidos no están en juego conscientemente y en el alma hay una intuición inmediata e incondicionada de la fuente intemporal de la acción: algo que no forma parte del acto de hacer, del mismo modo que el centro inmóvil del cubo de una rueda no toma parte en la rotación de la rueda. Y todo grado de perfección que se consiga en el trabajo está relacionado con esta estasis de la Perfección misma. Esta es la función espiritual de la técnica. Ninguna perfección se encarna en lo que no está preparado o es insuficiente, porque lo semejante es conocido por lo semejante, y la habilidad en la ejecución de la obra reside ante todo en el artesano. El artesano hábil sabe intuitivamente que la perfección de su trabajo reposa en su propio ser y no está determinada por circunstancias externas. La falta de disciplina del trabajador es lo que impide la perfecta realización de su tarea. Los oficios, con sus herramientas como extensión del cuerpo físico, están al servicio de esta perfección interior, que la máquina destruye. La herramienta alimenta la relación integral que reside en el corazón de todo trabajo; la libertad total de la potencialidad en el esfuerzo físico se corresponde con la determinación necesaria inherente al trabajo perfectamente realizado. Este es el «núcleo espiritual» del trabajo. H.J. Massingham registró el proceso vivo en su Shepherd’s Country (1938). Observando a un artesano que hacía una puerta de cinco trancas del tipo tradicional de Cotswold, escribió:
«El contacto intrínseco con su material debe humanizarlo, y lo humaniza, y libera el flujo de los espíritus. Parecía hablar con su madera además de conmigo, y a veces se olvidaba de que yo estaba allí… Carecería de sentido decir que un hombre como Howells amaba su trabajo: vivía en él.»
Antes hemos mencionado que la palabra homo (hombre) está relacionada con humus y que tiene importantes implicaciones ecológicas. El hombre es, de modo muy literal, «del suelo», su vida se sostiene hora a hora y día a día con lo que el suelo le proporciona. Todas las culturas tradicionales se han mantenido con los oficios, especialmente con la agricultura. En virtud del hecho de estar íntimamente enraizados en un lugar geográfico específico, y por consiguiente en el conjunto específico de circunstancias sociales, materiales y ecológicas que proporcionan la ocasión formal y la sustancia de los medios de subsistencia, los oficios conservan el medio natural. Esto es así porque los oficios se basan a su vez en las herramientas. La herramienta es un instrumento de manufactura conservador precisamente a causa de su relación íntima con el vínculo que une la mano, el ojo y las fuentes intuitivas de la habilidad.
La habilidad es hasta cierto punto acumulativa. Nace de circunstancias que son relativamente estables y florece en el contexto de maneras probadas y seguras de hacer las cosas. Sólo podemos valorar la habilidad en relación con un conjunto dado de procedimientos convencionales y un fin predeterminado. No podemos determinar si un procedimiento totalmente nuevo es efectivo ya que la novedad del método necesario para su realización estará fuera de cualquier convención y será único para la ocasión. El trabajador no puede ponerse a prueba ante un conjunto de circunstancias que le son desconocidas. Y por esta razón la búsqueda constante de la novedad y la innovación en el trabajo desmoraliza al trabajador (como, en efecto, ha desmoralizado al artista en nuestro tiempo). La innovación constante a la larga tiene que socavar las convenciones y ocasiones sociales que unen al trabajador y su patrono –sin olvidar que todos los trabajadores son también patronos.
Existen razones profundas que explican por qué los oficios tienden a no desarrollar los medios de producción alejándose de los procedimientos elementales de las técnicas manuales. Este alejamiento tiene el efecto de desviar la operación de la técnica del trabajador lejos del perfeccionamiento de sus recursos interiores, hacia las circunstancias externas e instrumentales de los medios de producción. Cuando esto ocurre, como vemos hoy en la uniformidad casi total de las infraestructuras que nos rodean, hechas con máquinas, el mundo natural que nos sostiene se ve reducido finalmente a nada más que materia prima, que hay que saquear sin tener en cuenta cuál pueda ser el resultado final de esta acción. No debe sorprendernos que una visión tan amoral e indiscriminada del contexto material del trabajo nos haya llevado poco a poco a envenenar el entorno. Los oficios, por otra parte, es mucho más probable que sean materialmente sostenibles. No actúan contra los intereses del hombre y la naturaleza, sino que integran los ritmos y la sustancia de ambos, y al mismo tiempo abren internamente una puerta hacia estados mentales y de belleza que trascienden las condiciones necesariamente físicas con las que actúa la vida.
El hecho de que en el medio mecanizado e industrial los hombres confundan las necesidades con los apetitos egoístas y tengan grandes dificultades para imponerles cualquier limitación es en sí una demostración de la irresponsabilidad amoral de este mismo medio, que busca una expansión infinita del consumo en un mundo de recursos finitos. Cuando hablamos de nuestras necesidades tenemos que recordar que están determinadas no por nuestros apetitos, sino por nuestra naturaleza de seres espirituales. Es en virtud de la intuición de nuestra naturaleza espiritual como comprendemos quiénes somos. Lo que equivale a decir que comprendemos que, como criaturas, no somos autosuficientes sino que somos seres que están llamados a perfeccionarse. El hecho de que seamos capaces de ver nuestros apetitos, nuestras pasiones y nuestros deseos objetivamente, como parte de nuestra naturaleza, demuestra que nuestro ser tiene la posibilidad de elevarse a un nivel superior al de ellos. Y esto nos obliga a reconocer que todo cuanto se necesite para producir nuestra perfectibilidad humana constituye nuestras necesidades. Como dice Plotino: «En lo que respecta a las artes y oficios, todo lo que se puede referir a las necesidades de la naturaleza humana se encuentra contenido en el hombre perfecto». Trabajar es orar. Cuando el trabajo se lleva a cabo verdaderamente por la contemplación tiene el mismo sentido que un pasaje de la escritura. El trabajo de los constructores de las catedrales góticas habla con la misma voz que la espiritualidad gótica. Encontramos el mismo mensaje de desapego del ego en un vaso Sung que en un texto zen.
Hacer algo a mano es un proceso relativamente lento, requiere compromiso, paciencia, aptitud y una habilidad como la que se consigue habitualmente a lo largo de un período de maestría gradual, durante el cual también se forma el carácter del trabajador. La herramienta hace uso de la sabiduría no escrita y acumulada del uso pasado. La mano, y su extensión, la herramienta, pone en juego directamente los recursos interiores del trabajador. Su dominio de la situación de trabajo debe actuar de modo que haya un acuerdo vital entre la concentración mental, el esfuerzo físico y las propiedades materiales de la sustancia trabajada, hasta el punto, como hemos visto, de que el trabajador viva en su trabajo. Lo que él produce vibra con una vida y una signatura humana que están ausentes en los productos uniformes de la máquina. ¿Por qué otra cosa sentiríamos nostalgia ante los objetos del pasado si no por el hecho de que han sido dotados de una cualidad de participación humana que está tan evidentemente ausente en los productos fabricados en serie que nos rodean? Sentimos en esos objetos algo de un latido que es común con el de nuestro propio ser.
En cambio, la marca del producto de la máquina es su uniformidad. La máquina es indiferente a los ritmos de la vida y a los ritmos de la naturaleza, si no los trastorna. Aunque el desarrollo de la máquina se basa en un conocimiento técnico acumulado, para el operador de la máquina no hay ningún saber sobre los métodos de producción anteriores. La máquina no tiene «historia» ya que es continuamente actualizada mediante la innovación técnica, de modo que no puede ser un instrumento de continuidad humana. El vínculo orgánico que liga a una generación con otra en una mutua interdependencia es así cortado por una mecanización cuantitativa que sólo responde al imperativo económico. El continuo desarrollo técnico de la máquina se proyecta hacia delante, hacia un futuro incierto, y altera los ritmos naturales de renovación y consumo que la herramienta tiende a conservar. En una cultura artesanal, que en cierto sentido es un florecimiento de la naturaleza que se dirige hacia el cielo, la producción fomenta las cualidades humanas básicas de inventiva, seguridad en uno mismo e integridad moral en el contexto de la obligación y la responsabilidad del hombre para con su entorno natural. Lo que en la herramienta es la posibilidad de un ritmo recíproco de esfuerzo y contemplación abierto a la dimensión espiritual, se convierte en la máquina en una especie de ingeniosidad e invención diabólicas que ahoga al alma imponiéndole un ritmo hostil y mecánico. En otras palabras, y a modo de resumen, la herramienta produce según las necesidades humanas, la máquina lo hace sin tener en cuenta las necesidades humanas.
Nada es más fácil que señalar los numerosos aspectos en que la vida se ha vuelto más fácil gracias a la máquina. ¿Pero son estos beneficios de un tipo tal que podamos tener plena confianza en la dirección y la meta final hacia los que la máquina nos impulsa ciegamente? No tiene mucho sentido sostener que ahora la vida es más cómoda y práctica para la mayoría de los hombres y mujeres (lo cual, en todo caso, está lejos de ser indiscutible) de lo que nunca lo ha sido anteriormente si no tenemos en cuenta al mismo tiempo el precio final de este éxito. Nuestro progreso se dirige hacia un futuro que nadie puede concebir con precisión, y menos pretender determinar. ¿Debemos aceptar incondicionalmente esta empresa a ciegas?
Al mirar retrospectivamente las culturas artesanales; al reconocer el carácter esencialmente espiritual de las artes y oficios de las tradiciones sagradas; al estudiar los objetos hechos con herramientas como un depósito de sabiduría gracias al simbolismo y las prácticas iniciadoras, no debemos engañarnos pensando que tales cosas puedan reinstituirse simplemente porque deseamos que así suceda. Sabemos que no puede ser así. Nuestro mundo todavía no ha terminado de automutilarse. Pero en cuanto somos humanos y podemos reconocer por esta misma razón que estamos hechos para aquello que es más grande que nuestras producciones, debemos dirigirnos a las verdades que están por encima y más allá de nuestras circunstancias históricas. Con ello podemos evitar ser víctimas del fatalismo histórico.
Si hemos de buscar alguna cura definitiva para la enfermedad de la que hablaba Simone Weil, sin duda debemos establecer primero la naturaleza de la enfermedad. Lo mínimo que podemos conseguir al examinar las culturas anteriores de pueblos para los que el trabajo y lo sagrado eran una unidad orgánica es el hecho de tener, en un sentido positivo, una idea de lo que hemos perdido. Mejor esto, sin duda, que concluir negativamente que no somos más que las víctimas de acontecimientos que no tenemos el poder de controlar ni la voluntad de comprender. Las fuerzas dominantes que actúan en nuestra sociedad querrían hacernos creer que el paso siguiente en nuestro desarrollo tecnológico nos librará completamente del trabajo. No es ninguna coincidencia el que este sueño utópico vaya unido a la posible destrucción del hombre mismo. Es ciertamente la proyección de una imagen falsa de nuestra naturaleza. Si queremos ofrecer una resistencia efectiva a este sueño, sólo podremos hacerlo sobre la base de nuestra comprensión de cómo el «núcleo espiritual» que está en el corazón del trabajo a la vez favorece y salvaguarda la interrelación entre el hombre y lo sagrado.
Brian Keeble
Artículo publicado en el libro “Every Branch in me”, editado por World Wisdom. Traducido por Esteve Serra.
[1] Treatises and Sermons of Meister Eckhart, trad. por James M. Clark y John V. Skinner (1958), p. 251.
[2] Clark and Skinner, op.cit, pp. 53-54.