Reinos y Naciones
Mark Perry
“Recuerda, romano, gobernar los pueblos bajo tu imperio. Estas serán tus artes: pacificar imponiendo la norma de la ley, respetar a los conquistados y reducir a los soberbios.”
(Virgilio, Eneida, VI, 851-853)
A Dios no se lo puede comparar con un presidente o un primer ministro, no cabe duda, pero sí se lo puede comparar con un rey o un emperador. ¿Qué es entonces lo más apropiado para la naturaleza del hombre, un reino o una nación? O dicho de otro modo ¿en qué entorno social puede un ser humano realizar más íntegramente su vocación? La respuesta parece hoy demasiado evidente a todos; de hecho, la pregunta puede parecer ridículamente anticuada: ¿acaso la democracia y la libertad por ella fomentada no han enterrado ya todas estas especulaciones? Pero no debería ser así, especialmente porque la cacareada noción de libertad democrática está llena de ambigüedades, la más importante de las cuales es el hecho de que la libertad no puede ser incondicional o de lo contrario ella misma se anula. En otras palabras, mientras que la noción de libertad es en sí misma sagrada, una libertad ilimitada o indiscriminada beneficia a las fuerzas opuestas, que explotan contra ella la generosidad que ella muestra. Además, la libertad se suele confundir con la permisividad, prestando poca o ninguna consideración al hecho de que la permisividad va debilitando precisamente el baluarte de la libertad, porque la permisividad termina por convertirse en perversidad, puesto que resulta más fuerte la ley de la inercia. El antídoto contra la permisividad es el discernimiento, sin el cual la libertad se desvía hacia el caos; sin embargo, los librepensadores casi siempre equiparan el discernimiento con la censura o la discriminación contra algo, cuando no con un claro prejuicio, tanto más cuanto que toda autoridad, que en circunstancias normales ayudaría a resolver este tipo de asuntos, se ha convertido en una autoridad esencialmente funcional u oportunista, por no decir abierta a ponerlo todo perpetuamente en duda, lo que significa que no es una verdadera autoridad.
Como hemos mencionado en un capítulo anterior, la idea de individuo trae consigo la de individuo colectivo, o de sociedad. En la práctica esto significa que un individuo está subordinado a una comunidad de individuos y especialmente a una sociedad cuyos intereses colectivos deberían coincidir con el antiguo adagio vox populi, vox Dei o "voz del pueblo, voz del cielo". [1] En este sentido, el individuo como individualista no puede tener intereses que prevalezcan sobre el interés general, pues él representa un fragmento que sólo se encuentra completado en el bien común. Sin embargo, en un sentido más fundamental, el Uno viene antes de lo múltiple ―o Adán viene antes de los hombres― y por lo tanto una sociedad no es en última instancia mejor que su miembro más destacado, o que sus miembros más selectos, cuya eminencia influye evidentemente en el bienestar general de la colectividad, así como en su nivel de sabiduría, en la calidad de sus aspiraciones y por último en su competencia. [2] Un individuo con talento puede forjar un imperio, o al menos establecer para todos una norma elevada que permita que incluso los más humildes se beneficien de ella por asociación, y este tipo de excelencia inspiradora nunca puede ser el talento de una colectividad como tal. Y, a la inversa, una colectividad puede ser perjudicial para el individuo dotado al cortarle las alas, por decirlo así, sobre todo en el plano de lo religioso, [3] o incluso puede desterrarlo si resulta ser demasiado molesto. [4]
La sociedad en su conjunto tiende siempre a un punto medio moderado, o a una especie de estasis, que defenderá, celosamente si es necesario, contra todo aquello que amenace perturbarla, venga de arriba o de abajo; y hace bien en ello porque ese punto medio corresponde a cierto equilibro sin el que la sociedad no podría funcionar a medida que se encamina entre el palo y la zanahoria de los extremos individualistas. Sin embargo, todo equilibrio necesita verse de vez en cuando ante un desafío para evitar un estancamiento potencialmente malsano, lo que significa que todo orden social depende de renovaciones periódicas para renovarse y revivificarse; así, el frágil equilibrio entre libertad individual y prioridades colectivas tiene su tensión providencial en opciones que oscilan entre la seguridad de una moderación fiable ―la estabilidad de las masas― y la necesidad de periódicos estallidos de inspiración rompedora de barreras, personificada en visionarios. Esperamos que el lector nos disculpe por exponer aquí lugares comunes, pero a veces hay que repetir lo evidente para poder exponer en contexto ideas tradicionales más amplias que por su parte ya no son bien comprendidas; ideas, conviene añadir, cuya pertinencia, evidentísima durante la mayor parte de la historia de la humanidad, ha perdido hoy repentinamente relevancia. Por ejemplo, toda pretensión a un poder autocrático/monárquico ―considerada no sólo normal en las sociedades basadas en reinos, sino también indispensable y, de hecho, prueba de la legitimidad de un soberano, si no de su carisma―, es vilipendiada en gran medida en nuestra época de cultura impregnada de humanismo liberal, y tachada de totalitarismo o de fascismo, como si un autócrata verdaderamente sabio ―el filósofo-rey de Platón, por ejemplo― no fuera una posibilidad humana suprema, o como si no pudiera haber un absolutismo benéfico; o a la inversa, como si los soberanos nunca tuvieran que responder ante un consejo de ancianos o incluso ante gente del pueblo que regulan su absolutismo.
En las sociedades tribales o nómadas, los individuos dotados son jefes de modo evidente; tras el establecimiento de civilizaciones dotadas de construcciones primero de madera y más tarde de piedra, y ello hasta el advenimiento de la era industrial, la humanidad estuvo gobernada casi exclusivamente por monarquías, así como por los reflejos de la monarquía manifestados en la red de principados y feudos gobernados por señores que mantenían su prestigio personal a través de la destreza de las armas y su autodominio. [5] Esta fragmentación de reinos, muchos de los cuales existían bajo la égida del Sacro Imperio Romano o de alguna otra forma de imperio, reflejaba la digna autoconfianza de los príncipes gobernantes y fomentaba una especie de independencia regia o, por lo menos ferozmente defendida, que en principio los autorizaba a emplear toda su fuerza para enfrentarse a rivales formidables. También hay que mencionar que, en muchos casos, el gobierno tradicional se decidía a través de medios puramente pragmáticos de competencia, y no por nombramiento hereditario ni legado. Visto desde la perspectiva de Dios, la importancia estaba en asegurarse el mejor gobernante y eso a menudo implicaba abrogar un linaje tradicional, y permitir que una lucha de poder, habitualmente violenta, decidiera el resultado; ésta, en efecto, se había convertido en la única manera de renovar unos hábitos anquilosados. [6]
En la inexorable transición de la era tribal a la feudal, la era feudal aún conservaba muchas características que definían el noble nomadismo: gran confianza en sí mismo, valor, independencia, orgullo ―reflejadas de modo espectacular en el arte de la heráldica―, cualidades todas ellas basadas en la necesidad humana de superarse a sí mismo para alcanzar la verdadera excelencia moral y el heroísmo. Estas cualidades también aseguraron que las fronteras políticas fluctuaran libremente según la valía de los individuos y sociedades que las defendían, y que no se coagularan demasiado rígidamente según una estricta unidad lingüística o según ventajas económicas. Esta perpetua inestabilidad de las fronteras mantenía, por consiguiente, una división más natural puesto que la autonomía efectiva dependía de en qué medida se concretaba el respeto que los guerreros heroicos se ganaban la vez que lo imponían, en contraste con las divisiones semi-abstractas que caracterizan a las naciones modernas, que, una vez declaradas legalmente sacrosantas por decreto burocrático, terminan obstruyendo la necesidad orgánica de reposicionamiento que encontramos en el reordenamiento siempre cambiante de alianzas típico de la vida de las tribus y reinos en guerra. Estos antiguos cambios políticos, cuando se ven desde lo alto, se asemejan a los que rigen la naturaleza, como los cambios en el curso de un río, la subida y bajada de las montañas, y la erosión y remodelación de grandes masas de tierra. Se objetará que indudablemente también cambia la configuración política de las naciones, pero o lo hace mucho más lentamente, o las desigualdades acumuladas se ven artificialmente suprimidas hasta que se producen desgarros a causa de conflictos de consecuencias catastróficas que podrían haberse mitigado si desde el principio hubiera prevalecido una forma más natural de reordenación.
Sin embargo, si adoptamos por un momento la postura contraria, es posible argumentar de modo razonable que el moderno sistema de fronteras políticas tiene sus ventajas (como se encuentran en la Carta de las Naciones Unidas, que garantiza la inmunidad de los países soberanos frente a la persecución) y también sus beneficios (en la paz mundial y la seguridad económica) garantizados por normas nacionales e internacionales comunes, todo lo cual es una premisa necesaria para la prosperidad, junto con estimables garantías jurídicas de protección de la propiedad y de las personas; nada de eso había existido nunca a escala tan global en civilizaciones anteriores. [7] Pero lo que sostenemos es que esa estabilidad y esa seguridad funcionan en realidad mejor —o más naturalmente— bajo la égida de un imperio, que no impone la arbitrariedad de las divisiones estatales que se saltan las fronteras étnicas o tribales suprimiendo con ello la vitalidad cultural de las minorías mediante la homogeneización forzada de los ciudadanos por medio de los nacionalismos; esas unidades nacionalistas pueden ser relativamente artificiales, y por lo tanto no corresponden a la naturaleza de un pueblo en general. Además, cuando se contrasta una civilización basada en reinos con una basada en naciones, hay que tener en cuenta que, contrariamente a lo que ocurre con la nación, el principio de un reino depende ante todo del ideal de nobleza de una corona o de un trono, así como del carácter sagrado del altar: quitad el trono y quitad el altar —aludiendo al famoso binomio de Joseph de Maistre [8]— y ¿qué queda para garantizar la unidad un pueblo?, ¿O qué queda para inspirar a los hombres? ¿Y qué queda para proteger a los individuos de un chovinismo encarnizadamente divisivo que siembra la discordia y contra el que sólo un verdadero rey puede ser el escudo protector? Porque la monarquía, por definición, no es ni racista ni política. [9]
Y esto merece reflexión: sin prosperidad económica global, la cacareada estabilidad internacional que promueven los humanistas se fracturará rápidamente, y si una depresión mundial se hace realidad ―o cuando se haga realidad― no habrá ninguno de los recursos aparentemente superfluos que en los sistemas monárquicos históricos compensan los choques sociales masivos y las perturbaciones; si amenaza a nivel mundial una hambruna, una epidemia o el colapso económico, se derrumbarán naciones enteras, y tal vez el mundo mismo, dado que toda la economía moderna está muy entrelazada, sostenida además por las "monedas fiduciarias", que son otra expresión de los valores oportunistas que prevalecen actualmente en un mundo carente del sostén de ninguna verdadera autoridad que pueda garantizarlos.
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Sin querer entrar en ninguna disertación sobre cuestiones puramente políticas ―que sería como paja al viento...― hay que hacer aquí algunos comentarios sobre la naturaleza de la nación, puesto que entender esta cuestión arrojará algo de luz sobre el papel y el destino del individuo. En primer lugar, habría que hablar más bien de "estados" y no de "naciones", puesto que la idea original de nación implica la de un grupo de personas que comparten en común un idioma, una cultura religiosa y un origen étnico, parámetros que muy a menudo no encajan convenientemente en la realidad moderna de un estado. Por lo tanto, la correcta definición de "nación" corresponde a una distinción natural, como cuando se habla de nación iroquesa, y no a una unidad política per se. En contraste, y por definición, un estado es más o menos nacionalista, y potencialmente, si no efectivamente, racista en un grado u otro; o al menos patriotero ―de un patrioterismo agresivo―, puesto que se basa en promover una superioridad de orientación cultural de miras estrechas que se define grosso modo mediante la exclusión política, cuando no el menosprecio, de otras culturas [10]; y esta obsesión en aras de una parcialidad nacionalista se convierte entonces en una tiranía de facto sobre las culturas minoritarias que puedan seguir existiendo dentro de los límites geográficos de ese estado. Por ejemplo, una vez que los armenios cayeron bajo los estrechos intereses geográficos de la Turquía post-otomana y la fanática promoción del nacionalismo turco bajo Ataturk, junto con la abolición del Califato, ya nada los protegía ―como tampoco a las minorías griega y asiria― de los horrores del genocidio y la deportación. [11] Por el contrario, las flexibles uniones de tribus, y más tarde de principados, que caracterizaron a siglos de historia de la humanidad, impedían la aparición de ideologías estatales monomaníacas, típicas del siglo XX, en las que en algunos casos en el nacionalismo se injertaba una ideología demoníaca. El sistema natural de control y equilibrio de poderes que ofrecen las tribus que vagan libremente, y más tarde los principados semiautónomos, impedía además que las minorías fueran aplastadas y exterminadas, y que su identidad cultural se viese casi borrada de la faz de la tierra. Así, los judíos nunca a lo largo de la historia estuvieron tan a salvo como bajo los imperios paneuropeos o pan-norteafricanos, y nunca estuvieron tan en peligro como en las naciones, fueran estas de enfoque imperialista como la España de Isabel y Fernando en el Renacimiento español o comunista como la Rusia soviética. [12] Entre otros motivos porque las naciones, por definición, tienden a recurrir a chivos expiatorios políticos en tiempos de adversidad; ese es el lado oscuro del patriotismo nacionalista que menos se comprende. Ahora bien, para mencionar un punto de vista opuesto: "¡Desconfía de todos los gobiernos!" podría exclamar un idealista cristiano, y también, citando a San Agustín: "¿Qué son los estados sino grandes bandas de ladrones? Y las bandas de ladrones, por lo demás, ¿no constituyen acaso pequeños estados?" [13] De acuerdo. Pero los hombres deben ser gobernados de alguna forma.
Todas las culturas, es bien evidente, son diferentes y por ello más o menos mutuamente excluyentes, pero quedaba para el mundo moderno el erigir esas diferencias en absolutos cuasi-soberanos. Los defensores del nacionalismo argumentarán que los estados modernos no son más que la cristalización de antiguas tendencias históricas; es cierto, pero no parecen percibir que la creación de estados se corresponde en última instancia con una fragmentación antinatural u oportunista de la humanidad a partir de intereses esencialmente seculares y que, por lo tanto, sólo pueden ser relativamente mezquinos, a pesar de la cuestión del patriotismo, que en sí mismo (en su esencia romántica e incluso espiritual) corresponde a un instinto noble por estar arraigado, precisamente, en el alma de un pueblo y no sólo en la de una nación. En contraste con esto, repitámoslo, un imperio puede acoger generosamente y sin esfuerzo a múltiples culturas y, por lo tanto, no es discriminatorio para los grupos étnicos o, si se vuelve tal, esa estrechez mental es preludio de su caída. [14]
Dicho esto, los imperios modernos, como el británico o incluso el español, más económicos que verdaderamente culturales, no pueden compararse en sustancia con los imperios que inauguraron toda una tradición como el Sacro Imperio Romano Germánico, el propio imperio romano, el persa, el mongol, la dinastía Tang, el mogol o el otomano, excepto en sus semejanzas hegemónicas exteriores u horizontales; es decir, no pueden compararse en profundidad o verticalmente porque el esplendor religioso y el genio cultural de un imperio Ming u otomano eclipsa al de cualquier imperio moderno, incomparablemente [15]. Y precisamente esta dimensión vertical del espíritu es la clave para que historiadores y sociólogos puedan evitar la trampa de las analogías que tienden a hacerles ver similitudes donde no las hay, excepto en el plano material más exterior.
Una vez planteado el problema de las divisiones artificiales, hay que mencionar brevemente una falsa inversión de estas divisiones, tal como la propugnan los defensores de un único "gobierno mundial", y que queriendo resolver la injusticia y promover la paz y la prosperidad mundiales acabará arruinando a la humanidad. La razón de ello es que las tradiciones y las culturas prosperan gracias al estímulo de los contrastes entre polos complementarios, contrastes que una homogeneización forzada sólo puede destruir.
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A la hora de juzgar hoy las sociedades antiguas, lo que se suele pasar por alto es hasta qué punto los gobernantes de los mundos tradicionales, incluso los sanguinarios, tenían que responder de sus actos ante santos, sacerdotes sabios, monjes o ermitaños. En el Maghreb existe la tradición del maraboutismo, una red sociopolítica cuyo sostén son maestros espirituales (murabat), cuando no santos (awliya), cuyas tumbas salpican el paisaje y son lugares de peregrinación. [16] El predominio de tales espirituales ha influido profundamente en el funcionamiento de la sociedad en todas las épocas, y ello hasta el umbral de nuestro mundo moderno. Es de notar, por ejemplo, que en época tan reciente como la Rusia decimonónica de Tolstoi, los caminos seguían siendo transitados por monjes mendicantes errantes y hombres de Dios ―muchos de ellos pordioseros que buscaban no hacerse notar [17]― conocidos y venerados por el pueblo. En efecto, es difícil hacer sentir al lector moderno cómo podía ser la atmósfera de aquellas épocas, que estaban bañadas en un aura palpable de espiritualidad, incluso de percepción de lo milagroso: lo divino impregnaba el aire, por decirlo así, y todas las costumbres sociales iban acompañadas de fórmulas sagradas; los edificios públicos y privados estaban ornados de iconos, estatuillas o efigies sagradas, sin olvidar las inscripciones sagradas, y la gente solía llevar encima amuletos que habían sido consagrados o bendecidos en santuarios, o tal vez poseían talismanes [18]. Muchos monasterios y ermitas ―tanto en Oriente como en Occidente― se encontraban peligrosamente situados sobre escarpados precipicios, colgados entre el Cielo y la tierra por decirlo así, testimonio espectacular de la fe de los hombres y también del significado de la vida humana en la tierra, destinada a abrirse al umbral de la Eternidad. Y los santos se mezclaban con las multitudes; en Rusia, por ejemplo, estaban los starets, o ancianos venerados, a quienes se consideraba poseedores de poderes milagrosos y del don de curar; y los judíos, por su parte, tenían sus tzadik ("el justo"), también con fama de obrar milagros y cuya palabra solía ser venerada como expresión de la palabra de Dios; ¡dichosos aquellos que habitaban tierras donde aún podía oírse la voz de Dios! Este tipo de espirituales sólo pueden ser fruto de un sistema social en el que lo sagrado es verdaderamente operativo, y este hecho por sí solo ofrecía con seguridad cierto consuelo para cualquier opresión que pudieran sufrir los siervos; y en el peor de los casos, la suerte terrenal de los siervos de una sociedad tan piadosa cumplía la función de paso por el purgatorio, y por ello no puede compararse con la alienación sufrida en algún infierno urbano sin Dios con la que podrían equipararlo los sociólogos modernos incapaces de medir la dimensión espiritual de la sociedad o de considerarla en un enfoque ni político ni económico. [19] De hecho, es muy poco probable que un sociólogo comprenda la importancia crucial de esta distinción a menos que sea piadoso; pero en tal caso la piedad personal representaría una descalificación académica automática puesto que se le valoraría conforme a las estériles criterios de "objetividad" propios del ámbito académico moderno.
Sea como fuere, es revelador que en el mundo actual casi nadie ―al menos en el Occidente moderno― sepa cómo es un verdadero santo porque prácticamente nadie sabe lo que es el Cielo o lo sagrado; [20] a las sociedades tradicionales se las considera inevitablemente atrasadas, con todas sus gentes y sus costumbres. Una de las razones principales de esta ignorancia de lo sagrado es sin duda que en Occidente no hay nada que no se haya visto afectado por el mundo moderno, que de suyo es esencialmente una anticivilización, la primera en la historia en desarrollarse casi exclusivamente sobre una base industrial y cuyo desmesurado desarrollo ha llevado a la casi eliminación de la tradición. Una prueba de esta situación sin precedente es la desaparición en Occidente del arte sagrado y la arquitectura sagrada, así como, en una escala menor, la caída en desuso de la artesanía como elemento característico de la vida cotidiana; mientras que en una civilización tradicional la artesanía implicaba virtualmente a la mayor parte de la sociedad, pues los objetos hechos a mano dictaban un ritmo de vida que reflejaba el majestuoso ritmo de la naturaleza, completamente opuesto a nuestro frenético estilo de vida, basado en una productividad cada vez más imperiosa. [21] La desaparición tanto del arte popular como del arte sagrado coincide, en otras palabras, con la desaparición de la huella del Cielo en la tierra; y si esa huella desaparece, ¿cómo cabe esperar que nadie imagine concretamente qué aspecto tiene lo milagroso? A menos que todavía conserve un sentido intuitivo de lo sagrado tal como se manifiesta en la naturaleza virgen, primer y último bastión de la revelación de Dios. Pero traducir las homilías de la naturaleza en formas cívicas o hechas por la mano del hombre no es algo que pueda hacerse de manera arbitraria; si la arquitectura sagrada sabe cómo trasladar el genio formal de los motivos minerales y vegetales, así como la geometría del cosmos, a edificios y posiblemente a estatuas, es porque lo hace mediante inspiración o revelación, no mediante improvisación individualista.
No es casualidad, por tanto, que a la Edad Media se la considere generalmente la "Edad Oscura", ni que se la represente como tal pese a su idealización por parte de artistas, idealistas y poetas o incluso por los amantes de las ruinas. Las civilizaciones antiguas se examinan casi invariablemente conforme a las ideas preconcebidas que son los parámetros socioeconómicos y científicos por los que se rige el pensamiento moderno, sin que se tengan en cuenta lo suficiente ―o ni en lo más mínimo― sus maravillas tanto religiosas como culturales; ni se es ya capaz de captar el alma colectiva de sus pueblos, cuyos vestigios pueden verse todavía en la atmósfera cotidiana de las viejas calles y bazares todavía tradicionales [22]. Su arte sagrado, incluso cuando es admirado y atesorado por los coleccionistas modernos, no es visto como expresión de perfección espiritual, insuperable y por lo tanto plenamente suficiente en sí misma, sino como una etapa interesante en el progreso del hombre o como un lujo prescindible y casi accidental, una especie de floritura extravagante subvencionada por caciques opresivos. Por supuesto puede haber en ello algo de verdad ―errare humanum est―, pero lo que decimos es que incluso los excesos de ornamentación, cuando los había, encajaban con todo en los parámetros de un estilo artístico todavía regido por criterios sagrados. [23] Es fácil, por consiguiente, que una sensibilidad moderna no capte los beneficios teúrgicos que ese arte puede tener en la masa, tanto más cuanto que la estética en una tradición religiosa nunca es puramente decorativa, ni mucho menos frívola, sino que transcribe un simbolismo que tiene que transmitir la naturaleza inteligente del cosmos mismo.
A muy gran escala, un edificio como el Taj Mahal debe ser visto a la vez como síntesis de un loto sagrado convertido en edificio y como expresión de una tradición entera; es decir, su creación suponía un conocimiento del Cielo por parte de sus constructores, a la vez que presuponía una vasta subestructura de elementos culturales que dictaban cada aspecto de la vida de los súbditos del Imperio Mogol, desde la vestimenta y los usos hasta el estilo de sus ciudades, su música, sus pinturas, su lenguaje, sus modales y su comportamiento general, de todo lo cual estaba sembrado el Taj Mahal de forma apoteósica. Visto así, el Taj Mahal ya no es una creación extravagante forjada debida a la contribución de las "masas explotadas y oprimidas", sino un símbolo supremo de toda una forma de ser infinitamente preciosa, que brilla y centellea en miles y miles de facetas que reflejan la interpretación mogola del sueño del Cielo en la tierra. Y es que el genio que animaba las sociedades tradicionales se derivaba en la mayoría de los casos [24] de la revelación de un Centro divino cristalizado en la tierra, reverberado en infinitas reflexiones mágicas. En una sociedad tradicional, el hombre está rodeado por lo sobrenatural y lo sagrado. En Occidente, este factor fue válido para la civilización a lo largo de la Edad Media, pero cambió radicalmente a partir del Renacimiento, cuando una civilización medieval antes sagrada se vio suplantada y luego gradualmente eliminada por el advenimiento de la revolución industrial ―la era de las máquinas que todo lo devora― junto con las revoluciones proletarias que trajo consigo y que dejó arrasada Europa en varias fases determinantes. Un presagio de lo que se convertiría en la era proletaria arrancó en la Inglaterra de Cromwell y también con la Rusia de Pedro el Grande, posteriormente en la Francia de Robespierre y finalmente en la Rusia de Lenin donde los bolcheviques intentaron implacablemente exterminar la antigua Santa Madre Rusia.
Volviendo a nuestro tema, en tiempos antiguos los sultanes y los maharajás, demasiado altivos para inclinarse ante los hombres, consentían sin embargo en inclinarse ante ermitaños que no tenían un céntimo, o a arriesgarse a perder su trono, porque incluso si el sultán era "la sombra de Dios en la tierra" ―como lo llamaban los otomanos― el gobernante más poderoso no dejaba de ser un mortal entre mortales. [25] En ámbito tal vez más singular, y sin embargo reveladoramente profundo, la tradición del bufón del rey, es otra reliquia de épocas pasadas desconocida para los gobernantes modernos; con la eliminación del bufón ―en Inglaterra sobre todo tras la decapitación de Carlos I― esta tradición llegó a su fin, señalando así al mismo tiempo el final del verdadero poder del monarca, porque sólo un verdadero autócrata, en el mejor sentido de la palabra, necesitaría un bufón. El bufón tenía por función recordarle al rey que todo aquello que de divino representase mediante el simbolismo de su función dependía enteramente de la asombrosa gracia de Dios, y por ello debía estar dispuesto a cuidar siempre de no convertirse también él en bufón si lo olvidaba [26], advertencia carente hoy de sentido e innecesaria por haberse perdido el significado de la función real, una pérdida reforzada además por la irrelevancia simbólica de los presidentes o los primeros ministros, que en su mayor parte son funcionarios fácilmente sustituibles. En otras palabras, no hay necesidad de "burlarse" de un monarca, y menos aún de un jefe de Estado, que no tiene ningún poder. Tal vez un dictador justificaría que un bufón le hiciese de contrapunto, pero, precisamente, un dictador es lo que es por menospreciar la humildad.
Es más, los gobernantes de las sociedades tradicionales no sólo tenían que tratar con sus santos ermitaños, cuya bendición les importaba ―un excelente ejemplo de ello es la historia del rey Ajatshatru poniéndose a los pies de Buddha [27]― sino que, por extraño que parezca, también tenían que habérselas con poderosas maldiciones si se desviaban de una correcta administración de sus reinos. Las maldiciones, como los hechizos y los augurios y demás, se ven ahora relegados todos ellos al almacén de supersticiones propias de un pueblo crédulo. Pero en un universo todavía no totalmente cerrado a lo sobrenatural, una maldición es, aparentemente y en ciertos aspectos, el anverso de una bendición; de hecho vale la pena reflexionar en el hecho de que, cuando para un pueblo una bendición, o una maldición, se ha convertido en trivial reliquia del pasado, ese pueblo es solo una pálida sombra de la verdadera humanidad, porque sólo una persona real ―no un mero ciudadano― puede por sí misma, ante Dios, dar una bendición llena de sentido o, para el caso, una maldición o más precisamente una imprecación como la del rey David: "Sorpréndalos la muerte, desciendan enseguida al infierno" (Sal. 55-15). [28]
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Unas palabras sobre el contexto: ningún hombre, por grande que sea, puede disociarse de una civilización. Como queda dicho, las civilizaciones tradicionales ―sin perjuicio de todo lo referente a sus problemas, muy reales― estaban basadas en la realidad del "más allá"; esta prioridad significaba que las cuestiones mundanas nunca podrían adquirir una importancia primordial: todo lo que un hombre era de carne y hueso, y todo lo que poseía, sólo podía ser relativo, y por lo tanto nunca podría convertirse en una meta absoluta en sí misma. Conforme a esta lógica, por ejemplo, el alimento y la vivienda tenían que cumplir ciertas normas mínimas de subsistencia, en vez de ser fines casi absolutos en sí mismos. Así, las cuestiones hoy consideradas "problemas sociales" y que el hombre moderno cree que hay que resolver imperativamente y a gran escala ―como la alimentación, la riqueza, la educación, la salud, etc.― nunca fueron vistos tradicionalmente como problemas pertinaces que debiesen quedar superados definitivamente, sino más bien como imperfecciones inevitables, las marcas de la vida en la tierra, cosmológicamente "necesarias", y por tanto irresolubles en su raíz porque, sencillamente, la tierra nunca puede ser el Cielo.
Un problema como la pobreza, por ejemplo, nunca tuvo el estigma social hoy asociado a ella: cierto grado de pobreza se consideraba una condición "normal" de la vida en la tierra e incluso tenía un noble arquetipo, el de la renuncia. Para evitar todo malentendido, debe quedar claro que no hay dejar que la pobreza se enquiste, pues la miseria es degradante y, como decíamos anteriormente, en una civilización tradicional, el socorro constante a los oprimidos era un deber religioso de primer orden. Pero una cosa es el socorro a los pobres, y otra el ideal de erradicar la pobreza de la faz de la tierra, sin olvidar que la cuestión de un progreso sin medida y un bienestar material desmesurado crean a su vez expectativas exorbitantes que pronto crean carencias exorbitantes. Como hemos repetido a menudo, "mi reino no es de este mundo", y también el Corán repite el refrán de que "la vida futura (el Más allá) es mejor para ti que esta" ("La claridad de la mañana", 93,4), lo cual significa que el consuelo terreno no puede venir siempre de Dios, y ello a fin de obligar al alma a acordarse del otro mundo y por lo tanto a confiar en su excelencia; según una ley universal, si se alivia demasiado rápidamente, o demasiado completamente, el sufrimiento puede perder su virtud salvífica. Dicho de otro modo, tratando de resolver todos los problemas del hombre aquí y ahora, se corre el riesgo de eliminar el impulso del alma en busca de la salvación.
Por eso el hombre tradicional se resignaba al destino de manera cotidiana, aceptando moralmente y por principio espiritual los periódicos vaivenes de la fortuna; de hecho, una parte clave de su felicidad dependía precisamente de su capacidad espiritual para resignarse a la voluntad de Dios. Trasladar esta actitud de piadoso fatalismo ―si no de santa resignación― a toda una colectividad requería una manera de enfocar las cosas en la que al individuo no se lo consideraba principalmente desde el punto de vista de sus "derechos", sino sobre todo del de sus obligaciones y responsabilidades; daba prioridad al sacrificio sobre la comodidad, al menos cuando se presentaba la alternativa.
Los humanistas piensan que han inventado los "derechos humanos" y sin duda la justicia social perseguida por sí misma tiene cierta lógica; con esto queremos decir que los abusos evidentes hay que corregirlos, ocurran donde ocurran, cómo ocurran y cuándo ocurran. Lógicamente, sin embargo, siempre ha sido prerrogativa y mandato de las grandes revelaciones religiosas el restablecer y preservar cierta justicia en la tierra y proteger a los pobres, los necesitados, los oprimidos y los desposeídos; de hecho, la salvación de una persona dependía de su caridad. La justicia social, por tanto, nunca se ha disociado de la religión, sino que siempre ha presupuesto la necesidad de ganarse el favor de Dios; la injusticia se equipara con una pérdida del favor de Dios, precisamente, o como un karma permitido por Dios. La combinación clave de santa resignación y santa confianza eran los dos polos que conformaban la cualidad espiritual de un individuo: la resignación determina la humildad, y la confianza inspira la generosidad. El aspecto de santa resignación, cuando se le permitía penetrar hasta la médula del alma de un individuo, creaba a su vez una atmósfera social que disminuía la ambición, la avaricia y la conflictividad, mientras que predisponía al contento a la vez que a la moderación de las necesidades; y el aspecto de santa confianza favorecía una actitud de esperanza y generosidad y, por extensión, de solidaridad espiritual que facilitaba a los individuos el compartir los bienes de la generosidad celestial. Sobre todo, es de señalar que ambas actitudes son la antítesis del progresismo.
Parece apropiado hacer en este punto una advertencia crucial: hasta ahora el término "tradición" se ha empleado aquí de tal modo que podría parecer que apoyamos indistintamente todo tradicionalismo, o incluso que lo equiparamos con una norma ideal. El uso de este término, sin embargo, debería limitarse idealmente a una civilización todavía basada en una Revelación divina, en otras palabras, en una civilización que incorpore tres pilares fundamentales que pueden definirse como Verdad, Belleza y Virtud. Entrando más en detalle, la Verdad es una doctrina correcta y su correspondiente magisterio basados en una Verdad divina suprema; la Belleza es la estética tanto en las costumbres sociales o la etiqueta de la cortesía religiosa, como en la arquitectura ―especialmente la arquitectura sagrada― por no hablar de las artes y la artesanía en general, incluido el vestido; y por último la Virtud, una ética religiosa que rige el comportamiento correcto. De otro modo, el término "tradición" se ve comprometido por las pasiones e inercias de la colectividad humana que lo usa; este término se ve desvirtuado por las costumbres decadentes, por no hablar de las supersticiones o incluso prácticas aberrantes que no por antiguas son venerables. En las sociedades "tradicionales", por ejemplo, demasiado a menudo se convierte a las mujeres en chivo expiatorio de las debilidades y pasiones de los hombres. [29]
Repitamos que una verdadera civilización privilegia lo que es de valor inmortal para el hombre, por contraste con lo que solo tiene valor temporal, y por ello fomentará en la sociedad un saludable sentido de las prioridades que privilegie al Más Allá sobre este mundo; de jure al menos, si no de facto, según sean las circunstancias. Para poner en contraste los posibles conflictos a los que se enfrenta el hombre moderno cuando se ve obligado a elegir entre este mundo y el otro, y por difícil que resulte de expresar, queremos tomar un ejemplo que ilustre el verdadero desafío que esta cuestión de las prioridades puede representar: la medicina moderna permite ―y no tiene más opción que permitirlo, dadas las proezas de que es capaz― que los niños no aptos para llevar una vida normal sigan viviendo, y con ello debilitan la sociedad. Ahora bien, parte del problema de optar por salvar una vida sin tener en cuenta las consecuencias sociales deriva de la pérdida del sentido de la realidad del otro mundo; en otras palabras, si uno pudiera creer verdaderamente que el otro mundo es algo concreto (y que lo es la misericordia divina), no estaría tan desesperado por mantener vivos a toda costa a los niños o a los pacientes, divinizando con ello, implícita e inconscientemente, la carne por encima del Espíritu. Esta paradoja es típica de la inversión de los polos que rige el mundo moderno, inversión que implica la prioridad de este mundo sobre el otro. Al mencionar esto, sin embargo, no estamos abogando pura y simplemente por eliminar los sistemas mecánicos de soporte vital, simplemente estamos señalando las aberraciones sociales que se producen a consecuencia del "progreso" extremo, que, como nunca antes se había visto, pone entre la espada y la pared a quienes conservan una decencia y una moral. Y, de hecho, las soluciones modernas pueden resolver el problema inmediato de la supervivencia de un niño, pero a menudo a costa de un problema mucho mayor, que en este caso es el de la superpoblación, y también a costa del debilitamiento de la sociedad, pues se ven obstaculizados los medios naturales de selección que tiene la naturaleza. Pero las soluciones modernas raramente hacen más que desplazar los antiguos problemas, o modificar modalidades, sin resolver el problema fundamental de que el mundo no es el Cielo.
Visto desde esta perspectiva, el desarrollo industrial de nuestra civilización actual puede considerarse una hipertrofia que ―en parte, según parece― supuestamente compensa el déficit moral de la espiritualidad en retroceso, una espiritualidad que entendemos que fue la cualidad reinante del Satya Yuga (la "Edad de la Verdad"), la primera de las cuatro edades de la creación, es decir, la más próxima al paraíso primordial, si no coincidiendo con él parcialmente en el tiempo. De ahí que, por espectacular que sea la invención del industrialismo y de las máquinas ―el hombre dominando las fuerzas de la naturaleza―, es inconcebible que se encuentre en la Eternidad un arquetipo aplicable a nuestra moderna civilización industrial; pese a todo su genio, finalmente no sólo es antinatural sino también inherentemente utilitaria y, por lo tanto, fea en su mayor parte, si no alienante, y contraria por tanto a la naturaleza espiritual del hombre; y sin embargo, corresponde a una posibilidad prometeica del genio humano que debe agotarse, antes de que se cierre nuestro ciclo de creación.
Para ahondar en el punto anterior: las máquinas se han desarrollado para compensar la incapacidad física del hombre; pero hay que tener en consideración el hecho de que el ser humano está perfectamente capacitado para un entorno en el que el caballo debería ser el medio más rápido de transporte; ir más rápido que un caballo, en otras palabras, saca al hombre de las condiciones normales que puede manejar psicológicamente con comodidad. Así, la introducción de máquinas que permitían viajar a velocidades anteriormente inimaginables, rompió las relaciones cósmicas basadas en las limitaciones físicas inherentes al cuerpo humano, limitaciones que tienen su significado normativo y simbólico. Entre otras cosas, la velocidad, que es intrínsecamente dispersante, no sólo acaba aplastando el significado geográfico de la inmensidad de las distancias, y comprometiendo por su superficial impaciencia la profundidad de las relaciones humanas, sino que contribuye además a la aceleración del tiempo; y esta aceleración, a su vez, repercute en el destino de una civilización al promover una mística de dinamismo: el hacer (el esfuerzo) aplasta gradualmente al ser (la contemplación). Por contraste, la sabiduría antigua nos recuerda que "la prisa es del diablo"; «festina lente» (apresúrate despacio). En particular, la prisa es también el complemento rítmico del culto al cambio y a la innovación ―que esencialmente favorece la infidelidad a la tradición―, mientras que para el hombre primordial el cambio era el enemigo de la sagrada monotonía de su forma de vivir, una monotonía sagrada que imitaba el curso de las estrellas, que giran alrededor de un centro invisible, y de la majestuosa salida y puesta de los grandes luminares, la luna y el sol, que además se mueve intemporalmente como un luminoso transbordador entre las dos orillas solsticias del tejido de la creación.
Invertir la prioridad del Más Allá sobre este bajo mundo ―poniendo al revés, de hecho, la inmemorial jerarquía de la civilización tradicional―, esa es la historia del mundo moderno, comenzando por el Renacimiento, que coincidió con un paso de la perspectiva geocéntrica a la heliocéntrica, transición que resultó ser profundamente simbólica. Hacer honor a las necesidades intemporales del hombre implica, en primer lugar, corregir esa perspectiva vuelta del revés, es decir, devolver a lo Divino su legítima preeminencia, en ausencia de lo cual termina uno convirtiendo por defecto al individuo en un dios, sin mencionar que el hombre liberado de Dios se convierte en un monstruo en potencia: mientras el hombre continúa comiendo del "Árbol del Conocimiento", se encuentra junto a un abismo dentro de una placa de Petri, listo para clonarse a sí mismo y descartar a Dios de una vez por todas. Pero una trampa más insidiosa ―reflejo del falso inmanentismo anteriormente mencionado― es la de individualizar a Dios, es decir, apropiarse de la Divinidad de modo que Dios se convierta en la imago homini en lugar de que el hombre sea la imago Dei. Mejor es en tal caso, y en algunos aspectos, un ateo que niegue crudamente a Dios que un creyente hereje que desfigure toda la noción de espiritualidad, porque puede ser más fácil descartar al ateo que a un impostor "espiritual" carismático.
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El verdadero ejercicio del poder ha conllevado siempre una referencia a un origen divino, se trate de una investidura hereditaria ―«rey por la gracia de Dios» o «Hijo del Cielo»― o simplemente la investidura sagrada inherente al hecho de que un rey toma como modelo al Soberano celestial; en otras palabras, la función de la monarquía tiene su propia magia sagrada. [30] Si a algunos estudiosos modernos les puede chocar este tipo de valoración por parecerles extravagante, lo que deberían considerar es que la presencia de un rey no tiene encaje en una sociedad atea, ya que estas dos posibilidades se excluyen mutuamente; en otras palabras, eso prueba que la corona y báculo episcopal son el uno para el otro. El concepto de nación, por contraste con el de reino, se organiza esencialmente en torno a ideales seculares entre las cuales la posibilidad de un gobierno puramente ateo no sólo es completamente posible, sino que es cada vez más la norma, al menos entre las naciones "avanzadas". Este hecho plantea entonces la cuestión de si es preferible tener un reino que funcione mal o una nación que funcione bien, se entiende que con respecto al bienestar final de sus súbditos (o ciudadanos). El contraste se puede hacer aún más marcado si se pregunta: ¿es preferible una democracia pacífica a una realeza brutal? Uno de los méritos de estas preguntas es el de demostrar que puede no ser fácil comparar épocas muy diferentes en cuanto a contenido y propósito, y en cierto modo es injusto comparar las mejores características de una época con las peores de otra época, que es lo que realmente significan estas preguntas. Acaso la conclusión más razonable sería recordar que el comparar épocas da mejor resultado cuando se evalúan sus características globales y —esto es crucial— hacerlo con una escala de valores que incluya la totalidad de las perspectivas de una colectividad, es decir, no sólo su bienestar material sino sus perspectivas de eternidad. Si es este el caso, quisiéramos recordar que, en una sociedad tradicional (y virtualmente sagrada), el hombre se encuentra a orillas de la Eternidad, tanto física como filosóficamente. La proximidad cotidiana de la muerte en los mundos antiguos, así como su aceptación estoica como parte natural de la vida, determinaban tanto la relatividad de este mundo como la concreción del mundo sobrenatural que, integrado a este mundo por medio de la religión, ya no era una abstracción o un cuento de viejas. En una sociedad como esa, las almas de hombres y mujeres llevaban la impronta de una espiritualidad que se veía realzada por la conciencia habitual de lo precario de la vida, de una precariedad que la ciencia moderna se esfuerza por revertir con cada molécula del genio que ha sacado de la lámpara. Sea como fuere, vale la pena recordar que la tradición, en el sentido integral de la palabra, no es en absoluto una convención acartonada ni una patética obsesión por costumbres caducas o por la perpetuación de cómodos prejuicios ―aunque pueda degenerar en todo eso―, sino el eco resonante de la Revelación Divina preservada a lo largo del tiempo en las costumbres y en la artesanía.
La Revelación llega como un relámpago desde los cielos, en un destello cósmico de discernimiento concedido por Dios, cuyas resonantes reverberaciones deben entonces cristalizarse en formas y rituales para preservarlas de los efectos del tiempo; «¡Por la Escritura clara! ¡La revelamos en una noche bendita... en la que todo mandamiento sabio queda claro!» (Corán, "Humo", 44:2-4). A su vez, estas formas necesitan restaurarse periódicamente para que no se anquilosen ni entren en decadencia. Así, en su más pleno sentido, la tradición es un pacto solemne con el Cielo confirmado por el hombre mediante una fidelidad adamantina a la revelación original.
Tal vez la diferencia decisiva entre reinos y naciones (o estados políticos) se reduzca a decidir si el hombre es una imagen delegada de Dios en la tierra o si es el ciudadano hijo de las revoluciones seculares y del progresismo. "Mi reino no es de este mundo", [31] dijo Cristo, y una interpretación de estas palabras es concluir que el Cielo no puede encontrarse en la tierra. Este supuesto se daba por sentado, en lo que tiene de esencial, en todas las civilizaciones anteriores al Renacimiento, cuando, en un movimiento pendular, la visión del universo pasó de lo teocéntrico a lo antropocéntrico; en esta inversión, el hombre se convirtió ―debido en parte al heliocentrismo de Copérnico― en un ser periférico arrojado a los límites exteriores del cosmos y ya no en el centro alrededor del cual salía y se ponía el sol; ahí es donde empieza a surgir el relativismo. Sin embargo, al mismo tiempo, la gran ironía es que, pese a que el hombre ya no era el centro del universo tolemaico ―con todas las estrellas girando a su alrededor conforme al aparente movimiento de las galaxias― terminó convirtiéndose de facto en un dios en el sentido de que básicamente dejó de apegarse a una deidad invisible y tomó en sus manos todas las riendas de su destino terrestre; lo irónico de este hecho merece destacarse: la perspectiva heliocéntrica determinó la relativización del hombre a la vez que engendraba la moderna angustia existencial, y al mismo tiempo anunció la asunción por parte del hombre de poderes divinos para alterar la faz del universo. Pero esa contradicción no es realmente tal: mientras el hombre era el centro simbólico del cosmos y se entendía que había sido creado a imagen de su Señor, se veía obligado a ser humilde precisamente por el simbolismo sagrado y el sentido metafísico de tal imagen. Ese desplazamiento en el centro de gravedad social y espiritual del hombre produjo un reajuste de prioridades total y de una magnitud inaudita, desencadenando el desarrollo de un progreso material absolutamente sin precedentes que, entre otras cosas, dejó a ciegas en el hombre el sentido de las proporciones cósmicas y escatológicas; el hombre se volvió titánico y autónomo. El quid del problema ―y es una preocupación que se repite perpetuamente― es que el hombre, cuando queda dejado a su suerte y a sus pasiones, busca la gratificación inmediata y, si es posible, total; de hecho desea lógicamente apoderarse de todo el mundo para su propio uso y disfrute. Pero la disyuntiva que cada uno tiene delante ha sido siempre entre este mundo y el otro; por lo tanto, para que un orden social sea verdaderamente eficaz, debe establecer prioridades que le recuerden al hombre lo efímera que es esta vida, evitándole así colocar su tesoro en una casa construida sobre la arena, al tiempo que le hacen acordarse de lo Eterno. Y eso significa que la estructura política de una sociedad debería articularse idealmente en esa dirección, empezando por las funciones supremas de sus gobernantes. Por esta regla, la esencia de la realeza es reflejar la Divinidad en la tierra.
[1] Decimos "deberían", reserva que deja la puerta abierta a la posibilidad de grupos humanos degenerados, en cuyo caso el adagio deja de ser válido.
[2] Emerson, en su ensayo La Historia, se sintió movido a escribir: "No hay historia, sólo biografía", comentario que escribió al leer la biografía del jefe indio Mohawk, Joseph Brant-Thayendanegea, escrita por William L. Stone (véase Robert Richardson Jr., Emerson: The Mind of On Fire, Berkeley: University of California Press, 1995, p. 316). El debate sobre si la historia la hacen los acontecimientos o los individuos no tiene mucho sentido para nosotros, ya que nuestro planeta no está impulsado únicamente por acontecimientos geocataclísmicos ciegos ni por trastornos sociales, sino que hay individuos inteligentes y decididos que toman decisiones. Dicho esto, también está la cuestión de los historiadores que ven en la historia un plan divino (desde un Virgilio, pasando por el historicismo judío y cristiano, hasta un Toynbee y un Christopher Dawson), teoría que parece apoyada por el advenimiento de las grandes revelaciones religiosas que crean y cristalizan una civilización, y que lo hacen por mediación de una figura profética. Lo que tiene sentido es la idea de que los individuos aparecen por destino (el destino ciego no existe) en el escenario histórico en el que se convierten en la palanca capaz de influir en el mundo y elevarlo, capaz de conseguir logros que eran inalcanzables por naturaleza o por circunstancias aleatorias; porque, vistas desde lo Alto, ni la naturaleza ni las circunstancias son siempre puramente aleatorias. Ahora bien, si es cierto que los grandes individuos nacen en grandes épocas, también es cierto que las grandes épocas engendran grandes individuos.
[3] Así lo comenta Schuon: «La Sunna media [la imitación religiosa y social del ejemplo del profeta Muhammad] impide que el hombre ordinario sea una fiera y pierda su alma; pero igualmente puede impedir que el hombre de élite [el hombre de extraordinarios dones espirituales] vaya más allá de las formas y realice la Esencia.» (Comprender el Islam, p. ).
[4] Como se ha visto por ejemplo en la suerte de Alcibíades, aristócrata ateniense y general a quien Platón dedicó dos de sus diálogos, y sobre todo en la suerte de Dante, exiliado de Florencia.
[5] Es interesante que hasta hace poco existiera todavía un residuo de esta forma descentralizada de gobierno. De ello nos da un atisbo el conocido historiador católico Christopher Dawson: "En realidad, Inglaterra consistía en miles de monarquías en miniatura —a menudo muy autocráticas― gobernadas como el Estado medieval por el poder temporal del señor y la autoridad espiritual del párroco" (Beyond Politics [Más allá de la política][Nueva York: Sheed and Ward, 1939]).
[6] Esto lo explica muy bien la antropóloga M. E. Combs-Schilling con respecto a los musulmanes sunníes: "Los sunníes se sitúan entre [los chiíes y los jariyíes], adoptando la razonable posición de que, desde el punto de vista de la autoridad política, todo depende [la cursiva es nuestra]. A veces es legítima una descendencia de sangre, a veces no. A veces es fundamental que elija una comunidad, a veces no. A veces es apropiada una monarquía, a veces no. A veces es legítimo un gobierno militar, a veces no" (Sacred Performance [Nueva York: Columbia University Press, 1989], p. 87).
[7] La Carta Magna inglesa (1215) fue la precursora no sólo del principio del derecho consuetudinario, sino también de la Carta de las Naciones Unidas, por decirlo así. Como se sabe, sus principios esenciales eran limitar el poder autocrático de los reyes y sentar las bases para un posterior gobierno parlamentario. No obstante, hay que tener en cuenta que la necesidad de una Carta Magna resultaba del hecho de que los barones que se "rebelaron" no tenían otra opción que limitar el poder del rey Juan sin Tierra, a falta de otros monarcas que pudieran disputarle el trono. En otras palabras, Inglaterra, y en cierta medida otros reinos europeos, estaban desarrollando un modelo de autoridad demasiado central y francamente "prenacionalista", mientras que tradicionalmente, en épocas anteriores, los barones alzados podían apoyar a otro monarca. La Carta Magna era por consiguiente el instrumento que compensaba una excesiva centralización del poder, no un repudio del espíritu político característico de los reinos descentralizados que competían por el poder, como había sido la norma durante siglos.
[8]. Véase Joseph de Maistre, Las veladas de San Petersburgo.
[9] Por ejemplo, «El país de Yugoslavia fue creado —más bien artificialmente, como más tarde se haría evidente— tras la caída de los imperios austrohúngaro y otomano después de la Primera Guerra Mundial. Como consecuencia de las brutales guerras internas de los años noventa, Yugoslavia se dividió en siete países independientes: tres de mayoría ortodoxa: Serbia, Macedonia y Montenegro; dos de mayoría católica: Croacia y Eslovenia; y dos de mayoría musulmana: Bosnia y Kósovo. La "Republika Srpska", de población principalmente serbia (ortodoxa), está compuesta por enclaves del norte y del este dentro del territorio de Bosnia y goza de autogobierno» (William Stoddart, What Does Islam Mean in Today's World? (¿Qué significa el Islam en el mundo de hoy?) [Bloomington, IN: World Wisdom, 2012])
[10] Las excepciones modernas como los Estados Unidos de América, Australia y Brasil son esencialmente creaciones "artificiales" dictadas por la oportunidad social y económica, y por lo tanto no encajan en la definición original de estado. Su mandato se basa en el pluralismo étnico y religioso, y por tanto corresponde en cierto modo más a una especie de sucedáneo de imperio que funciona de hecho como Estado.
[11] Otro ejemplo: los vascos, que son un pueblo distinto con su lengua propia, fueron divididos artificialmente entre dos naciones cuando cuajaron las fronteras políticas modernas de Francia y España, y debido a esta división perdieron la relativa autonomía de la que habían disfrutado desde la Antigüedad Romana. Del mismo modo, los kurdos, debido al moderno advenimiento de las naciones, están ahora divididos en cuatro países diferentes. Y la situación de las tribus en el continente africano se tornó desastrosa por la imposición de divisiones nacionalistas que destruyeron la viabilidad de unas tribus que disfrutaban de cierto poder y autonomía cuando existían como una sola, pero que una vez divididas se redujeron en algunos casos a la condición de minorías de parias expuestas a matanzas aleatorias. Un ejemplo extremo de racismo nacionalista sería, por supuesto, la ambición de pureza racial del Tercer Reich. En este sentido, el Tercer Reich es una contradicción en términos porque sus líderes trataron de hacer un imperio de lo que en realidad era una nación y estos son conceptos mutuamente excluyentes, dado que un verdadero imperio, por su propia naturaleza, es universalista y por lo tanto intrínsecamente (y benignamente) tolerante respecto de una multitud de subgrupos humanos; de hecho el imperio, para su propia viabilidad política y económica, depende de la existencia exitosa de minorías.
[12] Y a nadie debe sorprender que, en la joven Alemania de Bismarck, la mística patriótica de los junkers prusianos y de los pietistas cristianos no tuviera cabida para los judíos, considerando que nunca podrían ser verdaderamente "alemanes".
[13] San Agustín, La Ciudad de Dios, Libro IV, capítulo 4.
[14] Por ejemplo, el glorioso imperio mogol se derrumbó una vez que el último miembro de la dinastía, el emperador Aurangzeb, en un acto de fanatismo religioso, trató de imponer el Islam, excluyendo a las demás religiones que hasta entonces habían florecido bajo sus tolerantes predecesores.
[15] Aun así, merece la pena señalar que cualquier otro imperio más reciente con un soberano al frente, como el Imperio Habsburgo, conserva parte de la legitimidad sagrada que constituye el fundamento moral de la realeza en general. De hecho, sabemos que el llamado Sacro Imperio Romano de Habsburgo no era «ni sacro ni romano», pero aún conservaba los rasgos jerárquicos de su antiguo prototipo, y ello es de importancia clave para frenar las fuerzas de la democracia plebeya, inconscientes de la nobleza e inclinadas a trivializar toda grandeza. Cabe señalar que el ascenso de la democracia coincide con el ascenso al poder de las clases comerciantes o, en términos hindúes, de la casta mercantil, vaishya, desplazando a la clase guerrera, kshatriya.
[16] Lingüísticamente, la palabra árabe para «santo» (wali) está relacionada con la palabra derivada wilâya, que significa «gobierno soberano», y que por lo tanto asocia las nociones de santidad y soberanía.
[17] En los países tradicionales, y en contraste con la mendicidad a menudo importunante que conocemos en Occidente, solía haber toda una etiqueta para mendigar, cuya premisa era la humildad discreta y la gratitud basada en la piedad y el temor de Dios.
[18] En otro contexto, los relatos de la vida de Padmasambhava (santo indio venerado en el Budismo Tántrico), proporcionan la visión de un mundo tradicional inimaginable para los hombres de hoy, un mundo en el que las deidades o entidades espirituales poderosas competían literalmente con los mortales. Dicho esto, hay que dejar cierto margen a las exageraciones piadosas cuando se juzgan este tipo de relatos; pero la atmósfera de lo sobrenatural impregnaba en todas partes la vida cotidiana, y eso es lo esencial.
[19] Sin embargo, los relatos de la opresión de los siervos deben contrapesarse con el hecho de que los estados de los nobles estaban, por término medio, poblados de agricultores arrendatarios que veían en sus patrones una figura paternal. Además, lo que aseguraba la prosperidad del señor y del siervo era este vínculo familiar que ningún sistema político puede reemplazar, sin olvidar la profunda piedad que los patrones y los campesinos compartían cuando celebraban las incontables ceremonias religiosas, incluida la participación en común en los matrimonios, los nacimientos y las muertes. Rara vez se da a este aspecto la debida importancia en los tratados sociales, basados principalmente en consideraciones de riqueza y pobreza y en el supuesto aparentemente indestructible de la lucha de clases.
[20] Hemos visto en un capítulo anterior que la Iglesia Ortodoxa ha conservado en sus sacerdotes el modelo icónico de Cristo, mientras que ―como nos comentó una vez Schuon― en la Iglesia Occidental la figura del Papa se inspiró en el emperador romano. La Iglesia Católica, por su parte, bajo el impulso modernizador del Concilio Vaticano II, puso en marcha una especie de «producción en cadena» de canonizaciones cuyo criterio de selección consistía en elegir los candidatos sobre todo por méritos de contribución social, ya que la espiritualidad se volvió inseparable de la búsqueda del bienestar material.
[21] Gandhi intentó, heroicamente pero en vano, hacer revivir en la India la industria del telar manual, pero se vio impotente para competir con la implacable eficiencia de las prendas hechas a máquina. Pese a encontrarse a miles de kilómetros de distancia, las infernales acererías de Lancaster hicieron su papel en la destrucción de la India rural y, de rebote, del tradicionalismo en todas partes.
[22] El Islam preservó el mundo bíblico de Moisés y Cristo, como lo hizo el hinduismo con los Puranas y las Upanishads; pero estos mundos hay que conocerlos a través de la experiencia para apreciarlos debidamente.
[23] Cierto, una vez que las culturas antiguas han pasado el punto de apogeo, están destinadas a degenerar; pero incluso en su gradual degeneración sería simplista compararlas punto por punto con sus equivalentes modernos. Ciertamente, las culturas egipcia, babilónica y mesoamericana eran culpables de titanismo, y el prometeísmo que surgió de ello sentó las bases para la inclinación siempre presente del hombre a eclipsar lo Divino. Y eso también fue resultado del exceso de realismo humano de la estatuaria egipcia y mesoamericana; de hecho, la cultura mesoamericana se desvió a veces a situaciones de pesadilla. Las culturas hindú y budista, por el contrario, salieron en gran medida ilesas de la fantasmagoría arquitectónica, ya que por más "gigantismo" que exhibieran, éste seguía estando restringido o encajado en un contexto social en el que lo divino conservaba su preeminencia, lo cual prueba la relativa legitimidad de ese arte, en el que el tamaño busca transmitir la grandeza.
[24] Dos raras excepciones son la Grecia y la Roma paganas, que son como precursoras del mundo utilitario moderno. De todos modos, Grecia no siempre fue pagana, y Roma tenía su genio estoico y su gloria imperial modelada sobre los «dioses»; la humanización y racionalización de los símbolos sagrados no se desarrolló unilateralmente a expensas de lo sobrenatural, aunque terminó sentando las bases de lo que sería el Renacimiento y más tarde la era industrial.
[25] De ahí que en la Biblia advierta Ezequiel a un potentado: «Por cuanto se ensoberbeció tu corazón y dijiste: “Soy un dios, habito en la morada de Dios”... siendo tú un hombre, no un dios,..... ¿Dirás ya ante tu matador: Soy yo un dios? Hombre eres, no dios, en las manos de tu matador.» (Ez 28: 2, 9).
[26] Tradicionalmente, en Marruecos, el heredero al trono estaba sujeto a lo que se denomina una «ceremonia de mofa».
[27] Véase el Samannaphala Sutta («Sutra de los frutos de la Vida Contemplativa») en los discursos del Digha Nikaya del Canon de Pali.
[28] Un prototipo de bendición y de maldición lo encontramos en esta cita del Génesis, donde Dios habla a Abraham: «Y bendeciré a los que te bendigan. Y maldeciré a aquel que te maldiga» (Gen 12:3).
[29] Por ejemplo, la práctica bárbara de la mutilación genital ―mal llamada «circuncisión femenina»― se disfraza abusivamente como parte de la sagrada tradición religiosa, cuando de hecho se trata de un salvaje crimen contra natura, basado en parte en el miedo a los encantos femeninos. Se obliga a las mujeres a pagar el precio de la falta de autocontrol de los hombres, cuando en realidad es la debilidad de los hombres la que debería castigarse; pero como los que gobiernan son los hombres, pueden fácilmente tergiversar la religión ―y la tradición― en provecho de su virilidad.
[30] O como lo formula Schuon refiriéndose al papel del emperador en la China antigua: «es en suma el Trono el que creó al emperador» (Aproximaciones al fenómeno religioso, Olañeta, 2000, p. 63).
[31] Hemos citado estas palabras de Cristo numerosas veces porque son la clave de toda una perspectiva. La capacidad de tomarlas en consideración de manera consecuente es lo que diferencia a un mundo tradicional de nuestro mundo moderno.