Normas y paradojas
en la alquimia iniciática
Frithjof Schuon
El pensamiento metafísico presupone esencialmente la intelección, o digamos la intuición intelectual; ésta no es cuestión de sentimiento, desde luego, sino de pura inteligencia. Sin esa intuición, la especulación metafísica quedaría reducida sea a un dogmatismo opaco, sea a un raciocinio fluctuante. Y, evidentemente, el pensamiento especulativo privado de su fundamento intuitivo no puede preparar el terreno para la Gnosis: el Conocimiento directo, concreto y pleno. Especifiquemos que las posibles lagunas del espíritu humano no se deben a causas fortuitas, sino a las condiciones mismas de la «edad oscura» ‒el kali yuga‒ que tiene como efecto, entre otros modos de decadencia, un debilitamiento progresivo de la intelección pura y de las tendencias ascendentes del alma; de ahí la necesidad de las Revelaciones religiosas, y de ahí también el problemático fenómeno de las filosofías gratuitas y divergentes. Pero el hombre siempre es el hombre «hecho a imagen de Dios»; nada, ni siquiera en nuestros contados milenios de tinieblas, ha podido impedir la eclosión de sabidurías propias de la Sophia Perennis: como las Upanishads, los Brahma Sûtras y el Advaita Vedânta.
El contenido de la Doctrina universal y primordial es el siguiente, expresado en términos vedantinos: «Brahma es la Realidad; el mundo es la apariencia; el alma no es diferente de Brahma.» Esas son las tres grandes tesis de la metafísica integral; una positiva, una negativa y otra unitiva. Precisemos que en la segunda afirmación es importante comprender que la «apariencia» da lugar a dos interpretaciones complementarias: según la primera, el mundo es ilusión, es nada; conforme a la segunda, es Manifestación divina; el primer punto de vista lo sostienen Shankara y el Shivaísmo, y el segundo, Râmânuja y el Vishnuismo; eso aproximadamente hablando, pues hay compensaciones en ambos bandos. La tercera afirmación fundamental señala en cierto modo el paso de la «Verdad» a la «Vía» o, digamos, de la Doctrina al Método; puesto que el alma «no es diferente de Brahma», tiene por vocación ir más allá del mundo. Dicho de otro modo, puesto que el intelecto humano tiene por definición la capacidad para concebir y realizar lo Absoluto, esa posibilidad es su Ley; del discernimiento especulativo resulta la concentración operativa y unitiva. A la teología se une la oración; «orad sin cesar».
Pero aun hay otra dimensión que considerar, el clima moral ‒«estético» en ciertos aspectos‒ de la alquimia espiritual. Este clima constituye en suma lo que se ha dado en llamar la «calificación iniciática». A la Verdad y a la Vía debe añadirse la Virtud, a saber, las cualidades de humildad, caridad, justicia y dignidad: conocimiento riguroso de sí mismo, comprensión benevolente de los demás, percepción imparcial de la naturaleza de las cosas, participación interior y exterior en el «Motor inmóvil»; en el Arquetipo inmutable. No hay sadhana sin dharma; no hay alquimia espiritual sin nobleza de carácter. «La belleza es el esplendor de la Verdad».
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El punto de partida de la Vía es la Doctrina; el origen de la Doctrina es la Revelación, que el hombre acepta por intuición intelectual o por esa sensación de la Verdad o la Realidad que es la fe. Es poco probable que el hombre pueda nacer con el conocimiento de la Doctrina integral; pero es posible, muy excepcionalmente, que posea desde el nacimiento la certidumbre de lo Esencial.
La inteligencia, mediante la cual comprendemos la Doctrina, es, sea el intelecto, sea la razón; ésta es el instrumento de la inteligencia. Mediante la razón comprende el hombre los fenómenos naturales a su alrededor y en sí mismo; mediante ella puede describir las cosas sobrenaturales ‒paralelamente a los medios de expresión que ofrece el simbolismo‒ transponiendo los conocimientos intuitivos al orden del lenguaje. La función de la facultad racional puede ser la de, mediante un concepto determinado, provocar una intuición espiritual; la razón es entonces el pedernal que hace saltar la chispa. El límite de lo inexpresable varía según las estructuras mentales: lo que para unos está más allá de toda expresión, puede ser expresable para otros.
Se cree demasiado a menudo que un texto metafísico es creación de la razón porque tiene forma de demostración lógica, cuando la razón en ese caso no es más que el medio de transmisión. Hay místicos que se desinteresan de un texto porque es lógico, es decir, porque creen que hay que superar ese plano; como si la lógica fuera signo de ignorancia o de ilusión, cuando en realidad refleja en nuestro espíritu la Causalidad universal.
El deseo de superar el plano de la lógica se combina, en cierto sectarismo hostil a la expresión discursiva, con el deseo de superar la «escisión» entre sujeto y objeto; pero esta oposición complementaria no impide en modo alguno que lo conocido ‒sea cual sea la situación del conocedor‒ pueda ser del orden más elevado. El sujeto y el objeto no son adversarios; se unen en una fusión que, según el contenido de la percepción, puede tener una virtud interiorizante y liberadora, y los primeros ejemplos de ello son el goce estético y la unión de amor. En Atmâ, la tríada Sat, Chit y Ananda ‒«Ser, Consciencia y Beatitud»‒ no es un factor de escisión; tampoco las dimensiones del espacio físico impiden que el espacio sea uno, y nosotros no percibamos en él ninguna fisura.
Lo que criticamos en los que desprecian el «raciocinio metafísico» y la «oposición sujeto-objeto», no es tanto una perspectiva determinada, sino determinada exageración que resulta o se nutre de ella. El exceso está en la naturaleza del hombre; la exageración piadosa es en definitiva inevitable, lo mismo que la mentalidad sectaria. No recordamos quien dijo que «todo lo excesivo es insignificante»; es muy cierto, pero no perdamos de vista que, en el plano religioso, la hipérbole oculta una intención que a fin de cuentas es misericordiosa; se trata entonces de una cuestión de upâya, de «estratagema salvadora». Sin duda, las voces de sabiduría que, bien condenan, bien justifican esotéricamente los «santos disparates» pueden parecer «heréticas» desde el punto de vista de determinada ortodoxia literalista, pero «Dios conoce a los suyos»; el Intelecto divino no se limita a determinada teología ni a determinada moral. Según la norma, salva lo que es verdad; según la Gracia, es verdad lo que salva.
Sin lugar a dudas los partidarios del intuicionismo simbolista y antiintelectual van desencaminados al reprochar a la inteligencia especulativa el no ser el Conocimiento a secas ‒no pretende serlo‒ y al concluir que es un obstáculo en la Vía; cuando es muy evidente que el saber teórico es una etapa indispensable de la peregrinación hacia el Conocimiento total. El hombre es un ser pensante, y no puede escamotear el pensamiento; y «en el principio era el Verbo.»
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Está la perspectiva de Trascendencia y está la perspectiva de Inmanencia; cada una debe encontrarse también en la otra, como lo muestra a su modo el Ying Yang taoísta. Existe una Trascendencia subjetiva igual que existe una Inmanencia objetiva: el intelecto es trascendente respecto al individuo, igual que el Creador es inmanente a las cosas creadas.
Pero también aquí ‒frente a estos dos misterios‒ existen las opciones divergentes de aquellos que hacen de toda complementariedad una alternativa: unos creen que todo debe caer del Cielo; los otros, por el contrario, creen que todo puede y debe venir de nuestros propios esfuerzos. Ahora bien, la inteligencia humana, puesto que es teomorfa, posee en principio un poder sobrenatural; pero sean cuales sean las prerrogativas de nuestra naturaleza, nada podemos hacer sin ayuda de Dios: porque es Él quien nos hace partícipes del Conocimiento que tiene de Sí mismo.
En el Budismo japonés, se distingue entre el «poder de uno mismo», jiriki, y el «poder del otro», tariki; el primero se refiere a la Inmanencia y el segundo a la Trascendencia. El primero significa que todo, en la Vía, depende de nuestra propia fuerza e iniciativa; el segundo significa que todo depende de la Gracia celestial. En realidad, aunque predomine uno de los puntos de vista, deben combinarse ambos porque, por una parte, no podemos salvarnos confiando totalmente en nuestras propias fuerzas, y por otra parte, el Cielo no nos ayudará si nosotros, creados inteligentes y libres, no colaboramos en nuestra salvación.
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Hemos visto más arriba que la práctica de la concentración unitiva procede de un discernimiento especulativo que la justifica e incluso la exige; pues bien, los soportes de esta concentración son infinitamente diversos a causa de la complejidad del hombre, lejano reflejo de la Infinitud de Dios.
Los modos no son siempre inteligibles a primera vista; por ejemplo, puede uno preguntarse qué sentido tiene una disciplina como la de la Ceremonia del Té, que combina la ascesis con el arte, mientras se apoya materialmente en manipulaciones a priori anodinas, aunque ennoblecidas por su sacralización. Ante todo hay que tener en cuenta el hecho de que, en el extremoriental, la intuición sensorial está más desarrollada que las dotes especulativas; y también que el sentido práctico y estético, así como el gusto por el simbolismo, se encuentran en la base de su temperamento espiritual. En la Ceremonia del Té, se supone que el acto simbólica y moralmente correcto ‒el acto «profundo» si se quiere‒ desencadena una especie de anamnesis platónica o una consciencia unitiva, mientras que en el blanco tanto de Oriente como de Occidente es la idea la que se supone que conduce a los actos correctos y virtuosos. El amarillo va de la experiencia sensorial a la intelección, aproximadamente hablando, mientras que lo que ocurre en el blanco es más o menos lo contrario: partiendo de imágenes mentales habituales, comprende y clasifica los fenómenos, aunque sin sentir necesidad de integrarlos conscientemente en su vida espiritual, salvo de modo incidental o cuando se trata de símbolos aceptados tradicionalmente.
Los hombres son diferentes; a unos les gusta expresarse mediante alusiones sutiles, por miedo a limitar la realidad, mientras que otros prefieren la expresión directa y analítica por miedo a resultar imprecisos; en el mundo tiene que haber de todo, pero todas las posibilidades pueden combinarse, pues el hombre no es un sistema cerrado. A fin de cuentas, es inevitable definir las cosas, pero hay que tener cuidado de no limitarlas al definirlas; y si la expresión discursiva es una espada de doble filo, eso es porque la realidad presenta mil facetas.
La Ceremonia del Té significa que todas las actividades y manipulaciones de la vida cotidiana debemos llevarlas a cabo según la perfección primordial, la cual es puro simbolismo, pura consciencia de lo Esencial, perfecta belleza y dominio de sí mismo. La intención es fundamentalmente la misma en las iniciaciones artesanales de Occidente ‒incluido el Islam‒ pero entonces el fundamento formal es la producción de objetos útiles, no el simbolismo del gesto; siendo esto así, la intención del cantero, paralelamente a su trabajo, es desbastar su alma con miras a la unión con Dios. Y así es como, en todos los oficios y en todas las artes, hay un modelo espiritual, el cual, en el mundo musulmán, se refiere a menudo a algún profeta mencionado en el Corán; toda actividad profesional o doméstica es una especie de revelación. En cuanto a los zenistas, suelen buscar su inspiración en la «vida corriente», no porque ésta sea trivial, por supuesto, sino porque ‒en la medida en que está tejida de símbolos‒ implica misteriosamente la «naturaleza de Buddha».
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Todo esto evoca la cuestión del Símbolo y del simbolismo. ¿Cuál es el papel del Símbolo en la economía de la vida espiritual? Acabamos de mostrar que el objeto de la concentración no es necesariamente una Idea, sino que igualmente puede serlo un signo simbólico, un sonido, una imagen o una actividad: el monosílabo Om, los esquemas místicos ‒los mandalas‒ y las imágenes de las Divinidades transmiten a su modo la consciencia de lo Absoluto, sin intervención de un elemento doctrinal; la «contemplación de la Dama desnuda» en ciertos medios de trovadores sugiere una visión de Infinito y de puro Ser; no una seducción, sino una catarsis. La preeminencia, ya de la Idea, ya del Símbolo, es cuestión de oportunidad más que de principio; inevitablemente, los modos de la Vía son tan diversos como los hombres, y tan complejos como el alma humana. Pero sean cuales sean nuestros puntos de partida ‒Idea o Símbolo o su combinación‒ también está, y esencialmente, la concentración en el Vacío, que está hecha de certidumbre y de serenidad; como decía Shankara: «La que es la cesación de la agitación mental y el apaciguamiento supremo, ...esa es la verdadera Benarés, y esa soy yo.»
Para cierto misticismo que se encuentra en todos los climas tradicionales, sólo el sentimiento, y no la inteligencia, ofrece la solución al problema mayor de nuestra existencia, a saber el sentido de la vida; la escatología entonces hace las veces de metafísica. En esta promoción del sentimiento, la palabra «verdad» se sigue usando, pero significa lo que nos libera dándonos una felicidad que experimentamos como fundamental y duradera; la verdad ya no es entonces un principio que implica los más diversos contenidos, sino que simplemente es tal o cual contenido dogmatizado; se olvida que la verdad es la naturaleza de las cosas, y que nada puede prevalecer sobre la verdad en la visión de la realidad. Sin salir de este mismo clima mental y moral, se opone a la inteligencia ‒presentada como «analítica» y «separativa»‒ el sentimiento considerado en su aspecto sintético y unitivo; y se construye una imagen deformante del hombre, como si fuera víctima de una inteligencia engañosa, y lo liberaran tal o cual solución sentimental.
No es que no pueda ser también el sentimiento un modo de conocimiento, pues amar algo digno de amor es «conocerlo» en cierto modo; pero esto no es razón para creer que, a causa de su carácter espontáneo, inarticulado y casi mágico, el sentimiento sea el único modo de conocimiento posible, o el modo más elevado.
Un hecho que parece dar la razón a los intuicionistas sentimentales en cuestión, pero cuyo alcance real no sospechan, es el siguiente, y es incontestable: un fenómeno de belleza puede ser más súbita y profundamente convincente que una explicación lógica, y de ahí esta sentencia: «Los Budas no salvan sólo por su predicación, sino también por su sobrehumana belleza.» Por eso la opinión platónica de que «la Belleza es el esplendor de la Verdad» expresa sin ambages la relación profunda, íntima y ontológica, entre la Realidad y la Belleza, o entre el Ser y la Armonía; relación que implica ‒lo acabamos de decir‒ que la belleza es a veces un argumento más contundente y transformante que una prueba discursiva; no lógicamente más adecuado, sino humanamente más milagroso.
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Quien dice Belleza, dice Amor; es sabido qué importancia tiene esta idea de Amor en todas las religiones y en todas las alquimias espirituales. La razón de ello es que el Amor es la tendencia a la Unión: esta tendencia puede ser un movimiento hacia lo Inmutable, lo Absoluto, o bien hacia lo Ilimitado, lo Infinito. En el plano de las relaciones humanas, un determinado amor es el soporte del Amor como tal; y el amor del hombre por la mujer puede equipararse a la tendencia liberadora hacia la Infinitud divina ‒ya que la mujer personifica la Omniposibilidad‒ mientras que el amor de la mujer por el hombre es equiparable a la tendencia estabilizadora hacia el Centro divino, el cual ofrece toda certidumbre y toda seguridad; de todos modos cada miembro de la pareja participa de la posición del otro, dado que cada uno de ellos es un ser humano y en este aspecto la escisión sexual es secundaria. Por lo que se refiere a la sexualidad en sí, el sufí Ibn Arabî estima que la unión sexual es, en el orden de la naturaleza, la imagen más adecuada del Conocimiento supremo: la imagen de la Extinción en Allâh del «Conocedor por Allâh.»
El itinerario iniciático implica una Iluminación que se produce, sea gradualmente, sea de una vez, sea incluso en el momento de la muerte en el que el drama psicosomático favorece esa irrupción de Luz; se trata, sea cual sea el grado, del Moksha, la Bodhi o el Satori; el éxtasis es un modo análogo, pero de otro orden, porque no produce por sí mismo una estación duradera. La Iluminación ‒que por lo demás presupone esfuerzos perseverantes y muy a menudo tener que pasar por graves pruebas‒ se ha presentado con frecuencia como un misterio de Amor, precisamente porque se trata de una realidad integral y casi existencial que va más allá del juego mental de las conjeturas y las conclusiones; l'Amor che muove il sole e l'altre stelle.
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El itinerario iniciático presenta dos dimensiones morales de primera importancia, una exclusiva y ascética, y otra inclusiva y simbolista, o estética si cabe decirlo así. Entre los aspirantes a la Liberación, están en primer lugar aquellos que, en nombre de la Verdad, se retiran del mundo, como los monjes o los sannyâsis; luego, están aquellos que, en nombre de la misma Verdad, permanecen en el mundo y procuran transmutar en oro el plomo que el mundo ofrece a priori, como son los adeptos de las iniciaciones caballerescas y artesanales. Si Shankara recomendó la vía ascética es porque es la más segura, dada la debilidad humana; pero especificó en uno de sus escritos que el «liberado viviente», el jîvan mukta, puede adaptarse armoniosa y victoriosamente a toda situación social que sea conforme al Dharma universal, como muestra, en el más alto grado, el ejemplo de Krishna. Por una parte, hay que ver a Dios en Él mismo, más allá del mundo, en el Vacío de la Trascendencia; por otra parte e ipso facto, hay que ver a Dios en todas partes: ante todo en la milagrosa existencia de las cosas, y después en sus cualidades positivas y teomorfas; una vez comprendida la Trascendencia, se revela por sí misma la Inmanencia.
La Doctrina advaitina implica la idea crucial de la Verdad jerarquizada: ante todo está la Verdad una y absoluta, pero ésta no excluye las verdades diversas y relativas; muy al contrario, las sostiene, puesto que ofrece al común de los mortales todo lo que estos pueden comprender y todo lo que puede salvarlos. Por una parte, lo que es verdad salva ipso facto; por otra, es verdad lo que posee una fuerza que salva.
Eso es lo que no hay que perder de vista cuando se considera la turbadora diversidad de las Vías liberadoras, no de sectas cualesquiera, sino de Vías intrínsecamente ortodoxas, sean cuales sean los deméritos de los hombres que las representen. Sin duda hay doctrinas exigentes que no pueden satisfacer toda necesidad de causalidad; pero hay verdades que todos los hombres deben admitir, acciones que todos deben llevar a cabo, y bellezas que todos deben hacer reales; lo cual significa que hay un Mensaje incluso para el último de los mortales. Verdad, Oración y Virtud; todo lo esencial está ahí.
Frithjof Schuon
(Este artículo fue publicado en la revista “Conaissance des Religions” n. 41-42, enero-junio de 1996 y ha sido traducido por Josep M. Prats.)