Azar
La ruleta es el modelo de los juegos de azar. Depende del hecho de que la conducta de la bola es impredecible, porque los factores que causan que caiga en una ranura y no en otra no son determinables en las condiciones del juego. O esto nos han enseñado; y así lo hemos creído la mayoría de nosotros, no solo por lo que respecta a la ruleta, sino también por lo que respecta a todas las demás ocasiones en las que parece que no tengamos otra alternativa que atribuir los hechos al azar. Hemos creído que hay una razón para todo: en otras palabras, que la ley de la causalidad es inexorable, aunque a menudo no podamos seguir la pista de la cadena de causación.
Sin embargo, hay científicos y matemáticos que sostienen que la ley de la causalidad no es aplicable a ciertos acontecimientos que suceden en el campo de la física subatómica. Se cree que estos acontecimientos van acompañados invariablemente de un factor de incertidumbre, de tal manera que no se pueden describir refiriéndose simultáneamente a la posición y a la velocidad de las entidades involucradas. Por lo tanto, es imposible establecer relaciones causales entre estos acontecimientos, o entre ellos y otros acontecimientos; por eso se les considera exentos de la ley de causalidad en la que creemos la mayoría de nosotros, de manera que se puede decir de ellos apropiadamente que suceden sin ninguna razón. Los mismos científicos creen que estos acontecimientos tienen un papel fundamental en la constitución y la conducta de la materia, y consideran la materia como la realidad fundamental subyacente a todos los fenómenos del universo físico, y que el universo físico a su vez representa toda la realidad en sí misma, puesto que todas las demás realidades están contenidas en él y le son subsidiarias. Desde esta postura solo hay un paso para declarar que el principio rector del universo es el azar, y no un principio de estricta causalidad. A partir de ahí ya no hay ninguna certeza, sino solo probabilidades, y cualquier denominada ley de causalidad se convierte en no más que una descripción de los efectos a gran escala de la operación de probabilidades estadísticas de orden muy elevado, tan elevado que en la práctica equivalen a certezas. Por esto nuestras vidas cotidianas no se ven apreciablemente modificadas a corto plazo, pero nuestra filosofía, en la medida en que tenga un cariz metafísico o religioso, se ve profundamente afectada; y sin duda nuestra filosofía no puede dejar de repercutir en nuestras vidas a largo plazo, aunque sea de manera imperceptible.
Recientemente el interés del público en estos temas, sea cual sea, se ha centrado principalmente en la aplicación de lo que puede llamarse un “principio de no causalidad” a la aparición de la vida en la tierra, que es el tema principal de un libro titulado El azar y la necesidad del profesor Jacques Monod. Este foco de interés es quizás natural, porque nos consideramos a nosotros mismos muy importantes, y puede explicar en parte el éxito extraordinario del libro; pero el éxito también se puede atribuir al hecho de que la actual confusión filosófica, religiosa y moral ha hecho que el público esté ansioso por aferrarse a todo lo que parezca ofrecerle una nueva manera de ver las cosas. Sea como fuere, ninguna aplicación especial a la vida o a ninguna otra cosa afecta a las implicaciones esenciales de cualquier cuestionamiento del principio de causalidad universal. Si nada tiene una causa, sea la vida o cualquier otra cosa, se pone en entredicho el fundamento mismo del pensamiento y de la creencia tal y como han existido hasta ahora.
Si algo sabemos es que hay cosas, acontecimientos, fenómenos, y que nosotros somos uno de ellos. Vemos que todo está interconectado, de cerca o de lejos, de tal manera que puede concebirse como el todo singular al que llamamos universo. Deducimos, no solo que todas las interrelaciones son lo que son debido a la universalidad de una cadena de causas, sino también que la coherencia del universo implica algún tipo de causa global o primera. Lo que ahora se sugiere, no es solo que la cadena de causas es en cierto sentido un fenómeno ilusorio o al menos secundario, sino también que atribuir la coherencia del universo a cualquier tipo de causa primera es innecesario e incluso engañoso, porque en realidad lo que subyace en la raíz de todas las cosas es el azar.
Es difícil ver como este argumento se puede reconciliar con la afirmación de que el conocimiento científico se elabora mediante un proceso estrictamente racional de observación y deducción. Cualquier tipo de proceso semejante necesita una estricta observancia de la causalidad; el principio de causalidad es lo único que puede mantener unido el conocimiento científico o cualquier otro conjunto de conocimientos. ¿Cómo puede una ciencia que afirma ser estrictamente coherente y racional negar la aplicabilidad del principio de causalidad en el campo que considera principial en relación con todos los demás campos? El pensamiento, incluido el de los científicos, es consecuente, y la consecuencia es causal. Podemos preguntar: ¿en qué punto en el desarrollo de los fenómenos a partir de sus principios supuestamente fortuitos se vuelve operativa la causalidad con la que la ciencia se elabora? Ciertamente parece que es operativa en nuestra experiencia no especializada, y los científicos actúan como si fuese así en su campo más especializado. También podemos pensar que, puesto que los métodos de análisis estadístico mediante los que se valoran las probabilidades exigen que los datos con los que se trabaja se ordenen de manera aleatoria, es decir, al azar y no sistemáticamente, las conclusiones a las que se ha llegado en este caso son el resultado de los métodos con los que se han conseguido. En otras palabras: para tratar una multitud de acontecimientos con el método de análisis estadístico, es necesario que estos acontecimientos aparezcan como si no tuvieran causa, y esto es precisamente lo que se postula para los acontecimientos subatómicos en cuestión.
A un profano se le puede decir que no tiene derecho a criticar los descubrimientos de la física atómica porque no puede comprender sus sutilezas. Así dicho, es cierto: sin embargo, un científico se expone a la crítica cuando basa una filosofía en estos descubrimientos y la expone en público. Cuando esta filosofía pone en cuestión otra más antigua basada en consideraciones de muy distinta índole, un profano tiene perfecto derecho a comparar las dos y preguntarse hasta que punto la afirmación del físico atómico de que ha penetrado en los fundamentos de la existencia está justificada.
Lo que los físicos han descubierto es exactamente esto: cuanto más de cerca se intenta aislar y examinar en sí mismo el material sobre el que, por decirlo así, el orden del universo se impone, tanto más nebuloso, caótico, desordenado, o sin causa parece ser este material. Este descubrimiento (si esta es la palabra adecuada para algo que hasta ahora había sido axiomático) ha confundido a mucha gente, incluyendo a científicos y filósofos, haciéndoles suponer que el universo entero es fundamentalmente caótico, y que la apariencia de un orden del que la vida es el desarrollo más complejo se puede atribuir a combinaciones fortuitas de acontecimientos que en sí mismos son fortuitos. Todo lo que los científicos pueden decir con razón que han demostrado es que el principio de orden no reside en el aspecto material de las cosas. Esta idea carece de novedad, por decir lo menos; de hecho es parte esencial de todas las ideas religiosas y tradicionales sobre el origen del universo. Si los físicos subatómicos pudieran aceptar esta última interpretación de sus observaciones y cálculos, la religión y la ciencia podrían reconciliarse, al menos a ese nivel. Sin embargo, es muy difícil para la ciencia moderna aceptar esta interpretación, porque aunque esté siempre buscando las causas fundamentales, insiste en que la realidad de éstas tiene que ser verificable mediante la observación y la deducción. La religión y la tradición, por el contrario, insisten en que la causa fundamental de todas las cosas es necesariamente inaccesible a la observación. Algunos científicos y filósofos lo admitirían, pero parecen reacios a aceptar todas las consecuencias de hacerlo. Una de estas consecuencias es que, como la causa fundamental es necesariamente operativa en todos los ámbitos y en todos los tiempos, es ineludible; lo domina todo y por tanto es de suprema importancia en todas las circunstancias posibles; si hay algún medio por el cual el hombre se puede conformar a este modo de operación y no lo hace, esta negligencia es a su riesgo propio.
Las grandes religiones y tradiciones ofrecen medios para este fin. Entre una y otra religión difieren ampliamente en su forma, pero ni estas diferencias ni ninguna cuestión sobre la relativa superioridad o inferioridad de una religión en particular, vienen al caso en la presente discusión. Por eso la palabra “Principio”, escrita con P mayúscula, se utilizará a partir de ahora para designar la causa fundamental de todas las cosas tal como se concibe en la religión y la tradición, al margen de si, o de qué manera, este Principio se “personaliza” o “diviniza” en cada caso particular. Esto parece implicar la simplificación excesiva de una situación compleja y variable, pero queda justificado por el hecho de que el tema en cuestión es de aplicación universal y de extremada simplicidad. La cuestión es: ¿Principio o no Principio? En términos religiosos se convierte en: ¿“Dios o azar”? Sea cual sea la respuesta que escojamos, la potencialidad de todo fenómeno, subatómico o no, debe estar presente en ella.
La unidad del universo es un fenómeno, es decir, el hecho de que el universo sea un “cosmos”, un orden y no un “caos”. Igual que lo es el hecho de que este orden incluye, no solo las nebulosas y las estrellas, las montañas y los mares, sino también algo llamado “vida”, que aunque la conozcamos solo en su forma terrena, en cierto sentido parece ser la posibilidad máxima, porque incluye, al menos en su manifestación humana, no solo cierto poder de control, sino también un poder de comprensión por el cual se puede ensamblar por decirlo así el universo entero y ser visto analítica o sintéticamente, como por un ser situado fuera de él. Si hay que tomar en consideración la existencia de una humanidad pensante, también hay que hacerlo con sus otras cualidades: por ejemplo, sus aspiraciones a la belleza, la bondad y la santidad (si es que se admite que algo tan indefinible como la santidad sea una realidad), e incluso la propensión de la humanidad a distorsionar y traicionar estas aspiraciones. Quizás se pueda alegar que la potencialidad de cualquier cosa está presente en el azar, así pues, ¿por qué no la del hombre y sus cualidades? La respuesta es que son partes integrantes de un todo ordenado, mientras que el azar es por definición una ausencia de orden; por tanto, un todo ordenado no puede surgir solo por azar.
La cuestión también puede verse de esta manera: ¿cómo es que exista algo en absoluto? El azar debe tener algo sobre lo que actuar: no se puede jugar a la ruleta sin una bola. Hay un axioma: “Ex nihilo nihil fit” – “de la nada no puede salir nada”. Este axioma es autoevidente e irrefutable por la simple razón de que no existe tal cosa como la nada. Las entidades involucradas en los acontecimientos subatómicos que se considera que no tienen causa son algo, es decir, tienen alguna validez –si no la tuvieran sería una pérdida de tiempo hablar de ellas- y como tales no han salido de la nada. Su existencia precede a su conducta; aunque su conducta no tuviera causa, no justificaría la atribución de falta de causalidad a su existencia. Pero su conducta también tiene alguna realidad –y, de nuevo, si no la tuviera, sería una pérdida de tiempo hablar de ella. Por tanto tampoco viene de la nada; en otras palabras, debe tener alguna razón.
La gran búsqueda, la única que vale la pena para la humanidad y que nunca ha sido completamente abandonada, es la búsqueda de un principio que proporcione fundamento a un sistema de pensamiento lógico que permita evitar dar vueltas una y otra vez en círculo o llegar a un callejón sin salida. La razón no puede operar in vacuo; tampoco ella puede basarse en la nada; requiere un principio estable, no un pseudoprincipio como el azar, que es el tipo y el modelo de la inestabilidad, de lo contrario se viene abajo necesariamente y cede el paso a la irracionalidad. De hecho esto es lo que parece que está pasando en gran medida; en este caso, quizás no sea sorprendente que tanto la conducta como el pensamiento sean cada vez más “sin principios” en toda la extensión de esta expresión, tan pasada de moda como llena de sentido.
Aceptar la visión religiosa y tradicional del origen del universo y del hombre, con todo su énfasis en el misterio de la trascendencia del Principio, tiene muchas consecuencias y de muy largo alcance. Una de estas consecuencias es que no debemos aceptar de ninguna manera que haya ausencia de causa para nada en absoluto, y también que nunca podemos esperar comprender completamente la naturaleza de la causa primera de todas las cosas, ni analizar exhaustivamente el modo como opera. Debemos rechazar el azar absolutamente, pero a cambio debemos reconocer un Principio que estará siempre fuera del alcance de nuestros limitados poderes de observación y deducción, y debemos aceptarlo de todo corazón, con toda nuestra alma, toda nuestra mente y todas nuestras fuerzas. Debemos reconocer de pensamiento, palabra y acto que el temor de Dios es el principio de la sabiduría, y no ningún esfuerzo, por muy intenso que sea, para ajustar las ideas a hechos comprobados. Cada uno de estos reconocimientos es necesariamente un acto de fe. La fe puede surgir de una visión que penetra más allá de los confines de este mundo y por esto puede ser inquebrantable aun sin la ayuda de argumentos; sin embargo los argumentos pueden serle a veces un apoyo útil. Si hay una razón para todo, tiene que haber una razón para la fe, aunque esa razón no se pueda reducir nunca a una fórmula, ya que a fin de cuentas no es otra cosa que la naturaleza del Principio mismo. Sin embargo puede que no esté fuera de lugar intentar proponer algunas consideraciones pertinentes.
La simple pregunta es: “¿hay una razón para todo o no la hay?”. Si la respuesta es “no”, la única conclusión sensata es “hoy comamos y bebamos que mañana moriremos”. Si la respuesta es “sí”, se sigue inevitablemente otra pregunta: “¿cuánto podemos saber de la naturaleza de esa razón?”. A esta última pregunta, la religión y la tradición ofrecen una respuesta que en un sentido u otro es inevitablemente limitada, pero que es realista desde el punto de vista de las limitaciones de la naturaleza humana. Solo es ilimitado el Principio global que puso orden en el universo y lo sacó del caos, y que mantiene este orden mediante el funcionamiento estricto de la ley de causalidad.
El orden, sea el del universo como un todo o de cualquier otra cosa, presupone algo a lo que podemos llamar “dirección”, o “tendencia”, o, por analogía con la naturaleza humana, “propósito”. El punto de vista tradicional, aunque se exprese de maneras tan diferentes, concibe siempre esta tendencia o propósito como algo que surge y conduce a la vez a lo que podríamos llamar el “bien” en sentido absoluto. El mundo es una manifestación de la pura e infinita bondad del Principio, pero, al no ser el Principio, el mundo no es pura bondad, sino que está contaminado por esa negación de la bondad a la que llamamos “mal”. El mundo viene del Principio y debe volver a él; este retorno implica una reintegración en la que el mal no tiene cabida. El hombre comparte la imperfección del mundo, pero, como supremo desarrollo del Principio en la manifestación, se convierte de alguna forma en el instrumento mediante el cual se consigue esta reintegración: por tanto, todo su deber y todo su provecho consisten primero en aprender lo que es realmente la bondad, y después en buscarla con todo su corazón. Una humanidad terrenal imperfecta no siempre ve con claridad donde está realmente su provecho; por eso sus aspiraciones en esta vida casi siempre se dirigen hacia un bien relativo; a menudo hacia un bien altamente relativo o incluso ilusorio; sin embargo, el objetivo está siempre ahí, por muy vagamente que pueda ser visto y por muy débilmente que se busque, y a fin de cuentas no es ni más ni menos que un bien absoluto, la inefable bondad del Principio mismo. Esta bondad se refleja en el mundo y en el hombre, especialmente en las grandes virtudes tradicionales del hombre. Por tanto, es la práctica de esas virtudes, mucho más que cualquier acumulación de información o cultivo de la agilidad mental y el ingenio, lo que se necesita para que la humanidad sea conforme a ese orden principial; virtudes como la humildad, la perseverancia, la generosidad, la simplicidad y la dignidad. Y por encima de todas ellas está la cualidad indefinible de la santidad, cuya sola posibilidad justifica la supremacía del hombre sobre las demás criaturas. Buscar todo esto en lugar de las aparentes ventajas que puede procurarnos el ejercicio del ingenio representa el único propósito realista, porque si no conseguimos amoldarnos al orden principial en la medida en que lo permitan nuestra individualidad y las circunstancias, esto no puede sino acarrearnos castigos proporcionados a nuestras divergencias de ese orden. En resumen, éste es el punto de vista tradicional, y aceptarlo es algo más que simple optimismo voluntarista. Sin embargo, cuando diferimos más allá de cierto punto de este orden principial porque no somos completamente buenos, el Principio mismo que sí lo es, interviene directamente y restaura el orden mediante una nueva revelación de sí mismo. Entre tanto, puesto que en realidad no hay otro orden que el principial, nuestras divergencias respecto a él llevan primero a la confusión y en última instancia al caos.
Hoy la confusión en todos los ámbitos es evidente. Períodos de confusión los ha habido antes, pero nunca a una escala tan global. Hoy día la separación entre el mundo y su Principio tiende hacia su máximo, y las filosofías actuales reflejan las tendencias del momento a la vez que las refuerzan. De ahí la creciente separatividad en todos los campos, muy visible en la separación entre el hombre y la Naturaleza, y entre el hombre y el hombre; en el rechazo de los principios tradicionales y su substitución por supuestos principios modernos, como la ausencia de prejuicios o la pretendida “libertad de pensamiento”, estrechamente relacionada con el enfoque experimental característico de las ciencias modernas que todo lo legitima y que multiplica los conflictos de opinión; en el rechazo del concepto de jerarquía como cadena que une todas las cosas con lo más alto y su substitución por un igualitarismo que toma en consideración el individuo aisladamente y de ese modo acentúa su aislamiento; en la priorización de las consideraciones económicas y financieras cuantitativas por encima de todas las demás, lo que lleva, con la ayuda de la ciencia, a la mecanización y la industrialización de las actividades humanas normales, poluciona el medio ambiente y deshumaniza progresivamente las relaciones humanas normales; y simultáneamente, en la propia ciencia, en el predominio de las interpretaciones atomísticas de la constitución y el funcionamiento del mundo de la Naturaleza, de lo que la cuestión que estamos discutiendo constituye un ejemplo extremo.
Todas estas tendencias llevan en primer lugar a la confusión y en última instancia a una especie de inversión del orden principial, o divino, o natural (los tres epítetos son aquí más o menos equivalentes); este orden es jerárquico en su estructura, y unifica normalmente todos los ámbitos, tanto los humanos como los no humanos. Este desorden se refleja en el pensamiento contemporáneo, en el que, por muy hábilmente que se presente, el ordenamiento jerárquico de todas las cosas terrenas está confundido, y al final invertido, y se concede a las realidades del rango más bajo el estatus de principios, como es precisamente el caso de las nebulosas realidades de las que trata la física subatómica. Un caso comparable es el de las realidades tenebrosas y caóticas a las que tanta atención presta la moderna psicología y especialmente el psicoanálisis. Los efectos de esta inversión de prioridades son corrosivos y al final tienen que ser desastrosos; incluyen la bomba atómica, con todos sus efectos psicológicos colaterales, y también la alteración de la sociedad por influencias subversivas en los campos de la política, la moralidad y las artes.
Si esta es una imagen bastante verdadera del reverso de la moneda, al menos tal como se presenta hoy, la imagen del anverso es muy diferente, porque es la de la bondad suprema de todas las cosas. El Principio como tal es bondad y belleza total e inmutable. Su autorrevelación en el universo solo puede ser completa; por tanto debe incluir todas las posibilidades compatibles con las condiciones que caracterizan el universo, posibilidades no solo de unidad, sino también de diversidad. La diversidad implica una diferenciación cualitativa en la que algunas manifestaciones son superiores y otras inferiores, y las posibilidades inferiores son las que están más lejos de ajustarse al orden principial; por tanto su vida es corta, y su disolución deja paso a una restauración –o “revelación”- del orden. Todos los aspectos aparentemente irreconciliables, como orden y caos, vida y muerte, bien y mal, placer y dolor, amor y odio, tiempo y eternidad, multiplicidad y unidad, e incluso un Dios que parece ser variable, a veces bondadoso y a veces severo, todos están implícitos en el misterio de la autorrevelación del Principio en el universo; por tanto son esencialmente buenos, e incluso sus aspectos aparentemente desordenados son elementos necesarios en ese bien. En todo esto, el azar no tiene ningún papel, salvo el de un engaño pasajero derivado de las inevitables limitaciones del entendimiento humano.
Hay una razón para la existencia de este mundo y de todo lo que contiene. Esta razón es a la vez una y múltiple, y es una antes de ser múltiple, de lo contrario el mundo no sería un todo coherente. Su unidad comprende la posibilidad de la diversidad, pero la pura diversidad no puede siquiera imaginarse, puesto que implicaría una ausencia total de comparabilidad o de relación entre sus partes. La diversidad del universo es una diversidad coherente; es por decirlo así un despliegue en el tiempo y el espacio de la unidad principial; esta diversidad es temporal y cambiante, la unidad no lo es; por consiguiente, el universo debe regresar a la unidad. Mientras tanto el universo manifiesta una estricta causalidad interna en el hecho de que todo acontecimiento tiene su causa inmediata y todo acontecimiento es a su vez la causa inmediata de otros acontecimientos, de modo que todo acontecimiento es a la vez una consecuencia y una causa. No es posible ninguna ruptura en la cadena interna de causalidad, puesto que esta cadena no es más que un reflejo de la unidad del Principio considerado como causa suprema. Por lo tanto, si el puro azar pudiera ser la causa última de algo, esto estaría completamente separado del universo y por consiguiente se hallaría completamente fuera de nuestro alcance; por lo tanto, los acontecimientos supuestamente desprovistos de causa que aquí estamos considerando no pueden en realidad carecer de causa.
Tenemos tendencia a pensar que no podemos entender realmente estas cuestiones si no podemos someter el Principio mismo a nuestros limitados, mutables y perecederos poderes mentales. Pero si lo intentamos, solo conseguiremos empequeñecer nuestro concepto del Principio, porque la majestad del Principio es tal que quedaríamos instantáneamente aniquilados si pudiésemos llegar ante su presencia sin velo. Puesto que nada puede ser contrario a la ordenación principial del universo, nuestra existencia misma prueba que es necesario que seamos como somos, con todas nuestras limitaciones, por un tiempo; por eso el Principio nos vela su plena majestad, y se revela a nosotros de una manera apropiada a la naturaleza que él mismo nos ha otorgado. ¿Cómo podría ser de otro modo? La religión que nace de esta revelación es para nosotros el camino de retorno al Principio, y no hay otro. En la religión, lo eterno y lo temporal se encuentran. Solo el elemento temporal está sujeto a cambio; y además también es propenso a olvidar su situación subordinada y dejar que el elemento principial se deslice a un segundo plano para poder afirmar con mayor fuerza su naturaleza contingente y humana. El elemento contingente y humano de la religión está lejos de no tener importancia, pero es dispersante si se le permite oscurecer al elemento principial y universal. Si Dios es absoluto, infinito, eterno, el principio y el fin, nuestra dependencia es de hecho total, pensemos lo que pensemos, y nuestra sumisión consciente debe por tanto ser también total. Pero insistimos en actuar como si fuésemos seres independientes, como si nada de lo que pensamos, o decimos, o hacemos tuviera nada que ver con Dios. Al hacer esto, estamos intentando romper la cadena de causalidad que nos une a la Causa suprema; ni que decir tiene que en realidad no podemos hacer nada parecido; pero al menos no deberíamos sorprendernos de que nuestros intentos por realizar este imposible tengan como consecuencia la confusión.
La cuestión es esta: ¿debemos nuestra existencia a algo inconmensurablemente más grande que nosotros, a una infinita e inmutable bondad, belleza, majestad y poder, rigurosa en su misericordia y misericordiosa en su rigor, infinitamente remota pero infinitamente próxima, misteriosa y que lo abarca todo, al lado de la cual lo mejor que podamos conocer o imaginar se desvanece en la insignificancia? Si aceptamos esta visión, debemos aceptarla tanto en sus implicaciones duras como en las suaves, y debemos aceptarla completamente, porque lo Absoluto no conoce compromisos. Y entonces la grandeza, la belleza, el amor y la santidad llegan a ser realidades y no simples accidentes de nuestra constitución psicológica; porque son más reales que nosotros y nuestro esfuerzo hacia ellas es la medida de nuestro valor y el moldeador de nuestro destino último. O, por el contrario, ¿debemos nuestra existencia a algo que es menos que nosotros porque es producto de nuestra observación y nuestra actividad mental, a saber, a la coexistencia de una multiplicidad indefinida de acontecimientos triviales y fortuitos en sí mismos, pero que ocasionalmente forman de manera accidental combinaciones más o menos ordenadas, de las que la vida que conocemos no es sino un curioso y excepcional ejemplo? La elección es nuestra; pero si nos parece que debemos escoger esta última opción, entonces ya nada es grande, nada es hermoso, ni siquiera nada es bueno, excepto en un sentido altamente contingente y provisional, nada tiene ningún sentido en última instancia, y no somos más que los beneficiarios o las víctimas, según sea el caso, de algo comparable en especie, si no en escala, a una racha de buena o mala fortuna en un juego de ruleta.
Lord Northbourne
“Azar” es un artículo que se publicó en la revista “Studies in Comparative Religions” invierno 1972 y ha sido traducido por Josep M. Prats.