Historia del Derecho romano (I): el Derecho quiritario
Cuando la ciudad de las siete colinas aparece ante la luz de la Historia, el Derecho romano tiene tras sí largos años de existencia. No podemos hacer otra cosa que recoger las ruinas de la tradición, para formarnos, al menos, una vaga imagen de aquellos tiempos de infancia del Derecho romano, que siglos más tarde comparece tan pujante ante la Historia.
La época monárquica llena, en Roma, este período antehistórico del Estado y el Derecho. El Estado monárquico tiene un marco sello gentilicio. La gens, el linaje, es la célula del Estado romano, que en esta época se compone del rey, un consejo de ancianos representando a las "gentes" (senatus) y la colectividad de los gentiles (populus).El individuo todavía no pertenece directamente al Estado. Para ser ciudadano, ha de hallarse incluido en una de las "gentes" o linajes que son la trama de la sociedad. Un grupo de "gentes" forma una "curia"; diez "curias" componen una "tribu", y las tres "tribus" –Ramnes, Ticienses y Lúceres– integran el Estado. Las "curias" constituyen el órgano inferior de éste. En los comicios se vota por curias –comicios curiados–, y por curias se forma también el ejército. Dentro de la curia, la gens no representa una unidad política, pero sólo el individuo adscrito a una gens –gentilis– puede ser miembro de una curia –quiris– y, por consiguiente, ciudadano. Sólo posee derechos de ciudadanía –derechos quiritarios– el que tenga el goce de los derechos gentilicios. Y para aumentar el contingente de los ciudadanos, no hay más que dos medios: dar entrada a nuevos individuos en una gens ya formada, o constituir con ellos "gentes" nuevas e incorporarlas a las curias existentes: tales son las llamadas gentes minores o linajes de nuevo cuño.
Con el nacimiento del Estado, la gens pierde su carácter de corporación política, aunque conserva, bajo la Monarquía, la unidad económica y religiosa. Se halla muy generalizada la creencia de que, en un principio, la tierra –ager privatus– no se adjudicaba directamente al individuo, sino a las "gentes"; lo que equivale a afirmar que no existía propiedad individual sobre el suelo. En esta época primitiva, el individuo sólo puede disponer libremente de aquellos bienes que tiene "en su mano" –in manu–: tales son, a más de la mujer –uxor in manu– y los hijos, las cosas susceptibles de "apropiación manual" –mancipium–; los esclavos –mancipia–, y el ganado de labor –res mancipi–. Sólo son "manuales" las cosas muebles; y, en un principio, únicamente las res mancipi, que representen energías de trabajo en manos del labrador –los esclavos y animales de tiro y carga–, pueden ser objeto de propiedad plena, de apreciación privada por el individuo.
Además de los linajes de hombres libres, existen desde antiguo los esclavos –servi–, que no se consideran personas, sino cosas, y se hallan desposeídos de todos los derechos privados y de ciudadanía. Mas la esclavitud entraña siempre un germen de libertad. La forma jurídica de transición en la Roma primitiva es la "clientela". "Clientes" dícense los esclavos que no están considerados de hecho como cosas –servi–, sino como hijos –liberi– de la "casa". Jurídicamente –por su condición de esclavos–, no pueden ser patres ni "patricios", aunque en la práctica se equiparen a los miembros libres de la familia. "Pertenecen" –en una clientela– a una gens y forman parte de ella y de su curia, no como miembros, sino como clientes encomendados a su protección. Mas esta conexión, puramente pasiva, con una gens, los incorpora –aunque sólo sea pasivamente– al Estado romano. Hay aquí un principio de libertad. La clientela se desarrolla poderosamente al anexionarse Roma una serie de ciudades sometidas: las poblaciones vencidas –descendientes de una raza común–, que no podían ingresar en la comunidad romana como iguales, ni tampoco como esclavas, no tenían otro camino que el de la clientela. Y en efecto, como clientes se reparten entre los patricios. Nominalmente, se hallan en "clientela", pero de hecho son libres. Conservan su hacienda, sus mujeres y sus familias; mas no pueden formar un linaje –una gens–. Integran las "gentes" patricias, aunque sólo en concepto de clientes. Por cuya razón, en un principio, cuanto poseen no es, jurídicamente, atributo de su propia personalidad –de que, como clientes, carecen–, sino que pertenece al patricio a cuyo patronato se hallan asignados. Sin embargo, el vínculo que al patrono y a la gens los une es meramente imaginario; no afecta de hecho a su libertad. En realidad, estos "clientes" ingresan en la comunidad jurídica romana al margen de las "gentes", como individuos. Se trata de un hecho de gran trascendencia, pues abre una brecha en el severo Derecho tradicional, que no concedía al ciudadano más valor que el que tuviese como miembro de una gens. El carácter romano, poco dado a innovaciones bruscas, no se aparta repentinamente de este principio heredado. La pugna por implantar las nuevas ideas jurídicas llena todo el primer período –en su mayor parte antehistórico– del Derecho romano. El final glorioso de esta lucha abre al Derecho y al Estado de Roma las puertas de la Historia universal. La asimilación por Roma de las poblaciones vencidas da gran impulso a la clientela, convirtiéndola en masa del pueblo romano. Los clientes pasan a formar la gran mayoría –plebs– frente a los "gentiles", que constituyen el populus patricio. Y esta supremacía numérica es base de su fuerza. Sólo una parte de la "plebe" se mantiene en este estado de sujeción; para los más, la clientela es una etapa en el camino de la libertad jurídica.
Los plebeyos empiezan obteniendo la capacidad jurídica en lo concerniente al Derecho privado. Su hacienda –mueble– alcanza consideración jurídica de propiedad, y se otorga plena validez a sus matrimonios. Este acontecimiento, el más importante de la época primitiva, no aparece confirmado por ningún testimonio escrito. Se impondría, probablemente, por vía consuetudinaria, al cambiar insensiblemente las ideas jurídicas. Las mayores y más fecundas transformaciones de la Historia se realizan calladamente, sin que de momento nadie lo advierta.
La capacidad jurídica privada es, en la antigüedad, atributo de la ciudadanía. Sólo el ciudadano es persona. Conceder la capacidad jurídica privada a los plebeyos equivalía, pues, a confirmarlos como ciudadanos. La reforma les da participación en la propiedad quiritaria –genuina de los ciudadanos romanos– y en los matrimonios legítimos –los contraídos entre ciudadanos–. Una gran innovación se realiza con esto en la órbita del Derecho privado: el plebeyo es ya, en Derecho, igual al patricio.
Después de esto fue necesario sacrificar, análogamente, en el Derecho público la antigua organización gentilicia; obra que, según la tradición, lleva a cabo Servio Tulio. Ahora que los plebeyos participan de la riqueza nacional, justo es aplicarles los deberes civiles de tributación y defensa militar del Estado. Estas cargas son impuestas a la propiedad territorial. Para formar la infantería del ejército, se reparte la población en cinco grupos, atendiendo a la cuantía de su riqueza inmueble; cada uno de ellos presta servicio en determinado número de secciones, llamadas "centurias". La milicia montada se rige por normas especiales. Las centurias de équites están permanentemente bajo las armas. Las de infantes, en cambio, se hallan sujetas al deber de conscripción, mas sin permanecer siempre en activo. Para la tributación se divide el ager privatus en tribus locales.
Tras la reforma del régimen fiscal y militar sobreviene la del derecho de sufragio. En los comienzos de la República, o poco antes, la milicia ciudadana del nuevo Estado asume funciones de soberanía. La autoridad –representada por un magistrado del pueblo romano– hace la propuesta y el ejército vota en los comicios por centurias. Emiten su sufragio, en primer lugar, las 18 centurias de los équites. Luego, el pueblo de a pie, por orden de categorías –la primera, llamada de los classici, compuesta por 80 centurias; las restantes, integradas por un total de 90–. Los équites y la primera clase –formada por los más ricos terratenientes– tienen, si se unen, la mayoría. La supremacía económica que da la tierra, trasciende a la organización del Estado.
Los nuevos comicios centuriados sustituyen, en el ejercicio de los derechos de soberanía, a los curiados, que sólo conservan sus atribuciones para ciertas materias de Derecho gentilicio. Una gran transformación se realiza con esto, dando nacimiento a un nuevo Estado: el populus romanus patricio-plebeyo. Los plebeyos, merced a la nueva organización, conquistan capacidad jurídica pública. De individuos excluidos de la ciudadanía, pasan a ser ciudadanos de Derecho privado y de Derecho público. El patriciado conserva tan sólo ciertas prerrogativas de nobleza, ahora injustificadas. La abolición del último vestigio de la antigua diferencia de clases, la desigualdad de sangre, que impedía los matrimonios entre patricios y plebeyos, y la equiparación de capacidades para el acceso a las magistraturas y al sacerdocio –conquistas estas dos últimas posteriores a las XII Tablas– era sólo cuestión de tiempo. La masa del pueblo se emancipa de la clientela y conquista la plena libertad. De aquí arranca la prepotencia de Roma y el vuelo grandioso del Derecho romano.
Con la época monárquica acaba el Estado gentilicio, y sobre sus ruinas se levanta y renace a más alta vida el populus romanus. Cives (ciudadano) se llama el miembro del nuevo Estado. Ante él desaparece el quiris o "curial" del Estado primitivo. El Derecho "quiritario" deja paso al Derecho "civil", destinado al individuo, cuya libertad descansa en los lazos directos que, como ciudadano, le unen al Estado –civitas–, y no, como antes, en los vínculos de la gens; y la historia de este Derecho civil será la sustancia inmortal de la historia del Derecho romano.
Historia del Derecho romano (II): etapas históricas del Derecho civil romano
El Derecho romano aparece ante la Historia en la época más remota a que alcanza el testimonio cierto de la tradición, informado por el principio de la propiedad libre sobre el suelo, estrella polar que guía la marcha del Derecho privado. Este principio triunfa rápidamente dentro del régimen económico de la ciudad. La urbs, la ciudad, ocupa desde el primer instante el punto angular en la historia de Roma y del Derecho romano. En las ciudades nace el comercio, y éste no puede vivir el sin el ambiente de la propiedad privada. Las grandes masas de población son producto de las ciudades y rompen la cohesión aristocrática de los linajes, consiguiendo el triunfo de la personalidad individual; el Estado gentilicio cede el puesto al Estado civil. El Derecho germánico conserva durante toda la Edad Media su carácter rústico primitivo, mientras que el romano lleva desde el primer momento histórico el sello de la ciudadanía. En la casi totalidad de la Edad Media el Derecho germánico gira en torno a las dos figuras del noble y el labriego. El Derecho romano viene al mundo con la misión de ser un Derecho urbano, civil.
La historia del Derecho civil romano atraviesa dos etapas fundamentales. La primera es la época del campesino. El ciudadano del Estado patricio-plebeyo se halla arraigado todavía el terruño, del cual toma vida y fuerza. Sus deberes y su valor se miden por sus tierras. La tierra manda. Los primeros terratenientes –classici– llevan la dirección de los comicios centuriados. Cuando el plebeyo conquista la propiedad privada sobre la cosa y la tierra, su interés político y económico se mueve todo en pos de los derechos sobre el ager publicus, sobre los terrenos comunes –que eran, en un principio, terrenos de pastos–. Esta lucha por dilatar y conquistar el ager publicus abarca casi todo el período de la República.El terrateniente representa la típica ciudadanía romana de esta época. El Derecho civil tiene todavía un sello romano –nacional, latino–. Es severo, grávido, preciso en la forma y pobre todavía en negocios jurídicos. Es ya Derecho civil, basado en el principio de la libre propiedad y del libre comercio; mas sobre él pesa aún el primitivo aire de mezquindad y angostura aldeanas. Es la era del Derecho municipal, instrumento de una ciudad deslindada y acotada celosamente; un Derecho de terratenientes cifrado en el ius strictum, formado por normas rígidas propias de un tráfico todavía tardo y embarazoso.
Con las conquistas políticas de Roma se ensanchan los horizontes del Estado. A fines de la República, el Derecho civil de Roma se extiende por toda Italia, y el suelo itálico se convierte en ager privatus romano. Roma empieza a ser centro del mundo y del comercio mundial.
Las guerras púnicas deciden la supremacía universal. Se inicia aquí la segunda época de la historia de Roma y del Derecho romano. Después de la campaña de Aníbal, la clase campesina de Italia y los terratenientes romanos quedan exhaustos. Al sucumbir, el gran cartaginés asesta el golpe de muerte a la nacionalidad romana y siembra el germen de la ruina en el incipiente Imperio. Los pequeños propietarios tienden a desaparecer. Quedan los latifundistas y grandes comerciantes con sus legiones de esclavos, palanca opresora del trabajo libre y, por consiguiente, de la libertad de las masas. Los latifundios se extienden por todo el orbe romano, con su cortejo de esclavitud. Los pequeños labradores que trabajan la tierra de los grandes terratenientes se convierten, a fines del siglo III d.C., en siervos hereditariamente adscritos a la gleba, en "colonos"; el trabajo libre queda vinculado al servicio de los grandes propietarios. Roma, que debía su florecimiento a la liberación de la clientela servil, ahora, degradados a servidumbre los hombres libres, tenía por fuerza que perecer. El Cristianismo no pudo salvar de la ruina al Imperio romano agonizante; Roma cae en poder de los bárbaros.
La instauración de su Imperio sobre el orbe conocido significa, para el Estado romano, el principio del fin. Sin embargo, su Derecho, con las instituciones del Derecho privado a la cabeza, alcanza precisamente en esta época el punto culminante de su historia. Los grandes capitalistas y terratenientes fomentan, en los tres primeros siglos del Imperio, un comercio mundial, cuya pujanza –unida al predominio de la economía monetaria– hace pensar en la Alemania anterior a la guerra. Roma no es ya aquella ciudad campesina de tiempos remotos. A sus mercados afluyen los pueblos y riquezas del mundo y la cultura helénica, que, por dondequiera se infiltra, contribuye al triunfo de las tendencias niveladoras en el comercio. El campesino nacionalista desaparece ante el nuevo ciudadano del universo; del antiguo Derecho rústico sale un Derecho universal. El ius civile tradicional va adaptándose a las orientaciones progresistas del ius gentium, regulador del tráfico internacional, que, uniendo a la flexibilidad de las formas comerciales una maravillosa riqueza de contenido, deja margen, en sus normas libres, a los postulados de la equidad, a la idea de la buena fe, sin la cual no puede existir comercio. A comienzos del siglo III, Caracalla concede la ciudadanía romana a la gran masa de los súbditos del Imperio (infra, 17, 30). Formalmente, el Derecho civil sigue siendo atributo privativo del ciudadano romano. Pero éste se convierte en ciudadano de un vastísimo Imperio. Y el Derecho civil deja de ser un Derecho privado, celosamente nacional, para transformarse en Derecho privado del orbis terrarum, en que el ciudadano es un persona privada abstracta e imperecedera; al par que el Derecho de gentes se convierte en un ius gentium universal, destinado al comercio de todos los tiempos y pueblos. Merced a esto, conquista el Derecho romano su inmortalidad. El Estado romano tenía que sucumbir para que de sus ruinas se alzase su conquista más fecunda y duradera: el Derecho privado universal. Aunque éste siga llamándose Derecho civil, en realidad deja de serlo, al trasponer los límites de la ciudad para universalizarse.
Tales son, resumidos a grandes rasgos, los dos magnos períodos de la historia del Derecho romano: el del Derecho de la ciudad –que llega hasta el último siglo de la República– y el del Derecho universal de la época del Imperio. En el primero prepondera el Derecho estricto, formal y nacionalista, de sello latino: el ius civile, que refleja el pasado. En el segundo triunfa la equidad, forjando un Derecho libre de formas, al calor del comercio universal –ius gentium–, informado por el intercambio de romanismo y helenismo: el ius civile del porvenir.
Historia del Derecho romano (III): las XII Tablas
En el Derecho de la ciudad de Roma se cifra el ius civile, que sólo rige para los ciudadanos, para los miembros de la ciudad. Forma su primer caudal el Derecho consuetudinario, con excepción de algunas hipotéticas normas –las llamadas leges regiae– que los historiógrafos romanos atribuyen a la legislación de la época monárquica. En las XII Tablas (años 451-0 a.C.) se formulan y concreta por primera vez el Derecho civil, sin que exista otra compilación hasta la época de Justiniano. Sólo fragmentariamente conocemos las XII Tablas por algunos pasajes de Cicerón y de los juristas y otros testimonios de menor relieve. Sin embargo, esta ley, que llega a nosotros en estado tan imperfecto, inicia la historia auténtica del Derecho romano, que desde entonces acrecienta incesantemente su caudal, hasta desembocar en el Corpus iuris.
El Derecho romano antiguo, tal como aparece definido en las XII Tablas, es un Derecho rígido y formal.Dos negocios jurídicos dominan el comercio de esta época: la mancipatio –mancipium en el lenguaje antiguo– y el nexum. En la primitiva terminología romana, la palabra nexum, en sentido amplio, comprende ambos conceptos; razón por la cual la mancipatio recibe a veces –así en Cicerón– el nombre de nexum. Bajo esta acepción general, nexum es todo negocio jurídico "vinculatorio" y formal. Ata y obliga por el empleo solemne del "cobre y la balanza", per aes et libram.Mancipatio se llama a la compra solemne per aes et libram. Un fiel contraste –libripens– pesa y entrega al vendedor, ante cinco testigos –cives Romani, púberes–, el lingote de cobre –aes, raudus, raudusculum– que representa el precio; y el comprador, mediante ciertas palabras solemnes, toma en su mano como propia –de aquí el nombre del acto: mancipium = "aprehensión manual"– la cosa vendida, o símbolo que la represente, si se trata de una finca.
GAYO, Inst. I, 119: Est autem mancipatio... imaginaria quaedam venditio, quod et ipsum ius proprium civium Romanorum est. Eaque res ita agitur: adhibitis non minus quam quinque testibus civibus Romanis puberibus et praeterea alio ejusdem condicionis, qui libram aeneam teneat, qui appellatur libripens, is qui mancipio accipit, aes tenens ita dicit: HUNC EGO HOMINEM EX IURE QUIRITIUM MEUM ESSE AJO ISQUE MIHI EMPTUS ESTO HOC AERE AENEAQUE LIBRA; deinde aere percutit libram idque aes dat ei, a quo mancipio accipit, quasi pretii loco.
El lingote de cobre –aes– pesado por el libripens, representaba casi siempre, antes de las XII Tablas, el precio real, cuando aún no existía el dinero amonedado. La mancipatio no era una imaginaria venditio, sino una venta efectiva. Fueron los decemviros quienes introdujeron la moneda de cobre llamada as (la de plata, creada hacia el año 268 a.C., se llamó "denario"). Esto, no obstante la mancipación, conserva inalterable su carácter formalista. Subsiste el libripens y sigue empleándose la balanza, si bien el metal no es ya signo representativo del pago. Es un pago aparente, revestido con el antiguo ritual. La entrega material del precio desaparece del acto mancipatorio.
La mancipación, venta al contado o de presente, en un principio real y efectiva, y desde los decenviros casi siempre simbólica, es la única forma válida de venta, en Derecho civil, y el único modo que éste reconoce para enajenar la propiedad por acto privado de libre disposición. En consecuencia, para tener carácter legal, toda enajenación onerosa debe celebrarse ante cinco testigos y el libripens, con la aportación material del objeto. No pueden enajenarse simultáneamente más cosas de las que el comprador pueda tomar en su mano –"manucapir"–; en caso necesario, deberá repetirse, cuantas veces sea preciso, el ritual mancipatorio. Es, como se ve, un régimen torpe de transacciones, notoriamente necesitado de evolución.
Empleada como medio de venta, la mancipatio obliga al vendedor a garantizar al comprador la posesión de la cosa vendida –auctoritas–. Si aparece un tercero que, alegando mejor derecho –por ser el verdadero propietario– pretende despojar al comprador de la cosa, el mancipante debe comparecer en defensa del adquirente. El incumplimiento de este deber o la pérdida del proceso origina a favor del comprador una acción especial –la actio auctoritatis– para reclamar el doble del precio abonado. A este efecto obligatorio, que ata al vendedor mancipante, debe la mancipación su nombre de nexum. En la técnica del Derecho antiguo se llama nexum a todo negocio jurídico vinculatorio, particularmente cuando versa sobre dinero: quod per aes et libram geritur.
Coexiste con la mancipación el nexum en sentido estricto, al que por antonomasia se refiere la técnica jurídica cuando habla de nexum. Es un préstamo solemne, también per aes et libram. El libripens, ante cinco testigos, pesa y entrega al prestatario la cantidad de metal que éste se obliga a devolver. La forma del acto y la presencia de los testigos hacen del préstamo fuente de obligaciones personales; de aquí su nombre de nexum. Con el nacimiento de la moneda, este acto, al igual que la mancipación, queda reducido a una mera forma. El verdadero contrato de préstamo se realiza ahora al margen del antiguo ceremonial. Y, sin embargo, a pesar de su carácter, meramente simbólico, el nexum conserva, como la mancipación, su primitivo contenido material, limitado a un fin concreto; sólo sirve para contraer préstamos. El régimen contractual es mezquino, pobre, como la vida toda de esta época.
El Derecho de familia es tan angosto y rígido como las relaciones comerciales. Tiene una organización severamente patriarcal; el paterfamilias reina en la casa como soberano. Dispone de la vida de cuantos individuos la integran, sin más trabas que las que le oponen la costumbre y la religión. El Derecho no coarta todavía sus poderes.
Empero, la lex de las XII Tablas revela ya un grado relativamente progresivo de civilización jurídica.
Es, en principio, muy significativo que el Estado sienta la necesidad de dar forma legislativa a su Derecho. Los pueblos germánicos, en casi toda la Edad Media, no logran emanciparse de la costumbre, fuente de Derecho simplista e irreflexiva. El Derecho romano aparece ante la Historia equipado con una sistemática legislación. La vida civil, urbana, hace que triunfe rápidamente la forma concisa y expeditiva de la ley. La plebe se impone primero en las ciudades. La costumbre es arma del fuerte, que la maneja a su antojo. La ley ofrece refugio al débil y sofrena el poder despótico de los dominadores. Por eso vence con las masas humildes. Es la forma creadora de Derecho en que se amparan las multitudes. Demostración de ello es la historia de Roma. La lucha de clases da el triunfo a la ley, al arrancar los plebeyos a los patricios la legislación de las XII Tablas. Misión capital de esta ley fue definir y acotar los poderes de los magistrados patricios. Más que de una verdadera reforma, se trataba de concretar el Derecho vigente, igualando en el plano de la vida jurídica a entrambas clases sociales. Esta temprana codificación demuestra que el Derecho de la ciudad de Roma había alcanzado ya el grado de madurez necesario para cobrar expresión vigorosa.
El lugar preeminente que en las XII Tablas ocupan el préstamo y la venta –negotia per aes et libram– revela el progreso jurídico cifrado en esta ley. La permuta queda ya relegada al pasado. Antes de la promulgación de las XII Tablas, la riqueza comercial reside en las barras de cobre –aes–. Su venerable antigüedad explica que, no obstante la implantación del régimen monetario, persistiesen como elementos simbólicos en el formalismo de la mancipatio y del nexum. La moneda aparece en Roma con las XII Tablas. La vida económica de la ciudad oriéntase hacia el comercio monetario. La compraventa es fuente genuina de propiedad, y las cosas susceptibles de enajenación –res mancipi– constituyen su peculiar objeto. Las fincas obtienen consideración de cosas "mancipables" y se lanzan al flujo del libre tráfico. A pesar de esto, el número de cosas capaces jurídicamente de ser vendidas, es todavía muy reducido. Sólo se concede categoría de res mancipi a los instrumentos de labranza y a las fincas –fundus–. El inmenso poder social del dinero, representado por el nexum, que llegaba hasta el extremo de aniquilar al deudor insolvente, es signo manifiesto de la gran escasez de capitales en esta época.
En conclusión; el Derecho de las XII Tablas es verdadero Derecho civil, aunque rígido, severo y torpe: un Derecho civil propio de labriegos.
Historia del Derecho romano (IV): la "interpretatio"
El Derecho romano primitivo encuentra su expresión legislativa en las XII Tablas. Promulgadas éstas, sólo se dan escasas leyes de Derecho privado; la interpretación y desarrollo de aquella antigua ley corre a cargo de la misma vida jurídica. A la fase legislativa sucede el período práctico y doctrinal de la interpretatio.
No queda otro camino que presentar las nuevas normas que la vida reclama como contenidas en la misma ley fundamental y amparadas por su fuerza legislativa. Los romanos de la época no conciben que los preceptos de las XII Tablas puedan derogarse formalmente por otros consuetudinarios. En el último período del Derecho romano, representado por el Corpus iuris, cuando había transcurrido todo un milenio y apenas quedaba piedra sobre piedra de la primitiva ley de las XII Tablas, su fuerza jurídica seguía siendo, teóricamente, fuente de todo el Derecho; así lo exigía el sentido conservador de los romanos, extremadamente cautos en todas las cuestiones jurídicas. Sin tocar a una tilde del venerable Código, era necesario infundir en la vieja letra el nuevo espíritu. El problema estribaba en lograr una interpretatio que desarrollase el Derecho, modificándolo inclusive, mas dejando intacta la letra de la ley.Los Pontífices fueron los encargados de esta labor interpretadora, que llena los últimos siglos de la República, y, por tanto, los iniciadores de esta primera expansión del ius civile. Aparte de otros conocimientos –en especial los referentes a las prescripciones regias, por cuyas normas era su primordial deber velar–, tenían por misión asistir con sus consejos jurídicos a los magistrados que administraban justicia, a los litigantes en sus procesos y a los contratantes en sus transacciones.
Por vía de "interpretación", nace en esta época la in iure cessio, nueva forma de transferir derechos mediante un proceso aparente ante el magistrado. Sus orígenes se remontan, probablemente, a los tiempos anteriores a las XII Tablas, si bien no alcanza pleno desarrollo hasta después de esta ley. Según las XII Tablas, cuando la persona demandada y llevaba ante el magistrado –in iure– confiese el derecho que asiste al demandante, se la tiene por condenada, sin necesidad de sentencia: confessuspro iudicato est. La confesión hecha ante el magistrado equivale a un acto privado de disposición; por consiguiente, si se trate de una demanda reivindicatoria, se entiende que el confeso traspasa por sí mismo al demandante la propiedad –cessio–, y el magistrado, basándose en ello, puede proceder inmediatamente a la addictio, es decir, a la ratificación del derecho así transmitido. El que reconoce ante el magistrado que su contendiente es propietario, pierde su derecho de propiedad, caso de que lo tuviese. Para transferir el dominio de una cosa por un concepto cualquiera, basta, pues, con acudir ante el magistrado, simulando un pleito; el adquirente, como fingido demandante, alega su derecho de propiedad, y el transmitente, como demandado fingido, se allana a reconocerlo; visto lo cual, el magistrado pronuncia la orden confirmatoria –addictio– en favor de primero. Mediante este trámite, el dueño queda despojado de su propiedad, que pasa al adquirente. La norma procesal de confessus pro iudicato est sirve así de base a un nuevo acto privado de disposición: la in iure cessio o vindicación simulada, cuya fuerza legal procede indirectamente de las XII Tablas. Acudiendo a este mismo expediente, pueden crearse derechos de patria potestad –mediante una fingida vindicatio in patriam potestatem–, manumitir esclavos –vindicación aparente in libertatem–, etc. La in iure cessio da nacimiento a una larga serie de negocio jurídicos.
En las XII Tablas existe otro precepto, de carácter penal, que sirve de troquel a un nuevo acto jurídico: la emancipación de los hijos. Dispone aquella ley que el padre que venda por tres veces a un hijo como esclavo, pierde, en castigo, su patria potestad.
XII tab. IV, 2: Si pater filium ter venumduuit, filius a patre liber esto.
Veamos cómo desenvuelven los intérpretes esta norma. El padre finge vender tres veces al hijo como esclavo a otra persona que consecutivamente lo va manumitiendo –por medio de otras tantas in iure cessiones–. De este modo, se consigue arrancar al hijo de la patria potestad, cumpliendo el requisito de las XII Tablas. La datio in adoptionem se forma por aplicación de la misma norma jurídica.
El acontecimiento jurídico más importante de esta época es la transformación que sufre la mancipatio. Decían las XII Tablas:
XII tab. VI, 1: Cum nexum faciet mancipiumque, uti lingua nuncupassit, ita ius esto.
Las palabras solemnes pronunciadas en el acto mancipatorio, a las que se da el nombre de nuncupatio, le imprimen especial fisonomía y trazan su fin. Gracias a esa norma, cambia el carácter de la mancipatio y se convierte en un contrato de venta real. El precio señalado nuncupatoriamente debe abonarse en efectivo, si bien las partes pueden, en el momento de contratar, reservarse el precio real, indicando solamente un precio ficticio, satisfecho el cual la mancipación surte plena eficacia y traspasa la propiedad al mancipatario. De esta suerte, se crea más tarde la llamaba mancipatio sestertio nummo uno, en que se finge vender la cosa "por un sestercio". Nada impide el paso de la propiedad al adquirente, y así, por esta procedimiento, la mancipación viene a convertirse una venta ficticia o imaginaria venditio, según la expresión de Gayo. De acto de venta, la forma mancipatoria, gracias a esta evolución, se generaliza como modo de transmitir la propiedad, cualquiera que sea el título jurídico que la informe, pudiendo revestir, por ejemplo, un acto de donación. Mas lo fundamental de la reforma es que el nuevo acto jurídico da origen a la mancipatio fiduciae causa, a la llamada "fiducia" o mancipación a crédito –con limitaciones, y, por tanto, con efectos obligatorios para el adquirente–, medio utilizado para diversidad de fines económicos. La antigua mancipatio, tan estrecha y mezquina, adquiere contornos dilatados y amplio contenido.
Se llama "fiducia" a la obligación que contrae el adquirente de devolver la cosa mancipada. Supongamos que sea menester entregar al acreedor una cosa en prenda. No existe todavía un contrato especial de pignoración o hipoteca, en el sentido moderno. El nuevo tipo de mancipación permite, sin embargo, alcanzar esta finalidad. Basta que el deudor mancipe al acreedor la cosa "por un sestercio"; es decir, que se la entregue en propiedad formalmente, por medio de una venta ficticia, pero sólo "fiduciariamente", fidei fiduciae causa, pactándose que una vez saldada la deuda, será reintegrada al deudor –por una nueva mancipación– la propiedad de la cosa. De este modo quedan garantizados los derechos del acreedor, mediante la tenencia de la cosa prendada. A su vez, el deudor, tan pronto como pague la deuda, tiene derecho a la devolución de la prenda, por virtud de la reserva fiduciaria. Tal es la llamada fiducia cum creditore contracta o "fiducia pignoraticia". Con sujeción al mismo procedimiento pueden celebrarse y alcanzar sanción civil otros contratos, como el de depósito –entregando la cosa para su custodia–; el de mandato –confiando la cosa a otra persona para que la venda o la haga llegar a manos de un tercero, o encomendándole un esclavo para que lo manumita, etc.–. Esta fiducia es la que se denomina cum amico contracta: el deponente, por ejemplo, transfiere al depositario –o el mandante al mandatario– la propiedad formal de la cosa, pero sólo fiduciae causa, con sujeción al convenio que es base de la mancipación.
La reserva fiduciaria puede expresarse en la misma fórmula mancipatoria o nuncupatio, en cuyo caso el mismo acto formal revelará la existencia de las obligaciones convenidas. Sin embargo, no es posible exponer en la nuncupación todo lo pactado. Para conocer el contenido y alcance de las obligaciones contraídas fiduciariamente, es preciso fijarse en el convenio o pactum conventum celebrado por las partes e incorporado a la mancipación. Ahora bien, si en el Derecho antiguo los pactos no engendran acción, ¿cómo reclamar judicialmente por incumplimiento del pactum fiduciae? Los juristas resuelven este problema del siguiente modo: el pacto por sí solo no origina una acción especial para exigir el cumplimiento de lo prometido; sólo la hay para constreñir al obligado a la tenencia "fiel" de la cosa, puesto que esta obligación se asume en el mismo acto mancipatorio, se hallan protegida por la norma fundamental de las XII Tablas: uti lingua nuncupassit, ita ius esto. Así nace la actio fiduciae, aunque no para sancionar el pacto –ajeno a la "nuncupación"– sino para reclamar lo que, según las circunstancias, entre las cuales se aprecia, naturalmente, la existencia del pactum conventum, pueda exigirse del mancipatario, como persona honrada y leal. El juez no necesita indagar si el demandado sin sujeción a formas, no es de suyo fuente de obligaciones–; se limita a examinar si procede "ut inter bonos bene agier oportet et sine fraudatione". Como el pactum conventumqueda fuera del acto formal mancipatorio, la fiducia no produce una actio stricti iuris –de alcance taxativamente determinado–, sino una de las acciones llamadas bonae fidei, que dejan al juez amplio margen de libre arbitrio para especificar las obligaciones que crea de equidad. La fiducia es el primer contrato que no engendra obligaciones literales y estrictas, como las de los negocios jurídicos antiguos, y cuyo contenido varía a tenor de las circunstancias y del criterio de un bonus vir; el primero también que, sentando obligaciones evidentes, no sujeta su contenido al imperio de la letra.
De la antigua mancipación, venta ritual y estricta al contado, se desprende, pues, merced a la interpretatio de las XII Tablas, dos nuevas series de actos jurídicos, a saber:
1.º Un acto solemne de transmisión de propiedad, aplicable a diversidad de finalidades por su carácter abstracto, incoloro y desnudo de un fin contrato;
2.º Una serie de actos de crédito, que participan de la naturaleza de los bonae fidei negotia, que irradian todos de la fiducia y se celebran re; es decir, mediante la entrega de una prestación, o sea en forma de mancipatio sestertio nummo uno.
El nexum sigue distinta trayectoria. No supera su primitiva finalidad de préstamo, siendo más tarde sustituido en esta función por el contrato de préstamo no formal o mutuum, el cual no conserva de la antigua severidad del préstamo solemne más que su carácter de negocio estricto.
Para crear obligaciones unilaterales y estrictas, mediante una promesa formal del deudor, cualquiera que sea su causa jurídica, existe la stipulatio, de origen probablemente antiguo y derivada, acaso, de las cauciones procesales arcaicas, a que se acudía para el nombramiento de praedes o vades, designados para responder del cumplimiento de los deberes procesales, por ejemplo, de la comparecencia en juicio –vadimonium–. En los tiempos primitivos, no basta la simple promesa para constituir al deudor en responsabilidad; se precisa, además, un contrato que le haga especialmente responsable –contrato prendiario, vadimonium, wadia, apuesta sacramental–, fundamentando y deslindando a la par esa responsabilidad. El praes o vas es, en Derecho primitivo, un rehén que responde con su cuerpo del cumplimiento de las obligaciones que pesan sobre el deudor. Éste no queda sujeto a responsabilidad personal, si bien puede constituirse en praes; es decir, darse a sí mismo en prenda –autopignoración, autofianza–. El praes se entrega como rehén, mediante una pregunta –praes es?– seguida de respuesta congruente. En el proceso civil romano prevalece como forma de "vadimonio" la sponsio –spondesne? spondeo–. El sponsor responde igualmente en concepto de rehén. Y si el propio deudor se constituye personalmente en sponsor, hace oficio de prenda para sí mismo. Mas esta responsabilidad prendaria del sponsor que pesa sobre su cuerpo desaparece más tarde, y perdura solamente la responsabilidad debitoria, que gravita sobre el patrimonio. En esta nueva fase, la promesa estipulada, hecha por el fiador o por el deudor personalmente obligado –la stipulatio– es fuente de obligaciones, en el sentido moderno de la palabra.
La mancipatio fiduciae causa sirve de base a los bonae fidei negotia del Derecho posterior. A su vez, el nexum y la sponsio o stipulatio constituyen el punto de partida y el modelo de los negotia stricti iuris o contratos unilaterales de derecho estricto, incompatibles con el libre arbitrio del juez.
Historia del Derecho romano (V): los albores del "Ius gentium"
Siempre existieron en la vida romana, además de todos aquellos actos solemnes sancionados por el ius civile, multitud de negocios comerciales, celebrados sin sujeción a formas: innumerables compras, realizadas con otra formalidad que la entrega de la cosa y el precio; préstamos sin cuento, que se reducían simplemente a recibir la suma prestada, y todo género de transacciones desnudas de solemnidad. En el Derecho antiguo, estos carecían de eficacia jurídica. No eran verdaderos actos jurídicos. Así, por ejemplo, el comprador que recibía del vendedor una cosa ajena por un contrato de venta celebrado sin formas, si luego se veía desposeído de ella por el verdadero propietario, no tenía acción alguna contra aquél. Eran relaciones de mero hecho, estos negocios no formales se regían en la práctica por un principio natural: el principio de la buena fe, que no figuraba todavía en las fuentes del Derecho romano.
Sin embargo, en ciertos casos adquirían, necesariamente, validez jurídica: cuando se celebraban dentro de Roma, interviniendo en ellos extranjeros. El Derecho romano era un Derecho civil, en el sentido tradicional de esta palabra: sólo regía para ciudadanos romanos, por virtud del principio de la "personalidad del Derecho". Los extranjeros se hallan totalmente excluidos, en esta época, de la comunidad del Derecho nacional, y no pueden, por tanto, celebrar ninguno de los negocios jurídicos solemnes del ius civile. Por regla general, en la época antigua el extranjero carece de derechos. La mancipatio, como el nexum, por ejemplo, son nulos si una de las partes o un simple testigo no goza de la ciudadanía romana. Los extranjeros que contraten dentro de Roma, aunque sea con ciudadanos, deberán hacerlo siempre, por tanto, valiéndose de actos exentos de formalidad. Estos negocios, propios de extranjeros, acaban por conquistar indiscutible validez jurídica. Las necesidades del comercio lo exigían, por ley natural, lo mismo cuando se celebraban entre extranjeros que cuando en ellos intervenían ciudadanos. Y como, entre sí, los mismos ciudadanos realizaban a diario negocios de derecho sin guardar las formas, no hubo más remedio que darles sanción jurídica, con carácter general.
Las relaciones internacionales infunden nuevos bríos a este movimiento. Ya en los primeros siglos de la ciudad –hasta el año 250 a.C., aproximadamente– suele Roma celebrar con otros Estados –con Cartago, por ejemplo–, cuyos súbditos acuden al mercado romano, tratados públicos y de comercio, en que ambas naciones garantizan a sus ciudadanos el reconocimiento de mutua protección judicial –para cuyo fin crea Roma sus tribunales de recuperatores– y capacidad jurídica. Después de concertarse el segundo tratado comercial con Cartago, los romanos residentes en esta nación obtienen la capacidad jurídica para comerciar propia de un ciudadano cartaginés –commercium–, y, por otra parte, los cartagineses, dentro de Roma, la misma que los ciudadanos romanos disfrutan. De este modo, los extranjeros o peregrinos así privilegiados, por virtud de un tratado internacional de amistad, adquieren el ius commercii, que es uno de los atributos de la ciudadanía romana, y les confiere capacidad para celebrar los negocios jurídicos del ius civile. Sin embargo, quedan muchos extranjeros residentes en Roma a quienes no alcanza este privilegio, los cuales, por tanto, sólo pueden comerciar valiéndose de actos no formales, privados de validez jurídica. En cambio, los extranjeros privilegiados, al tratar o contratar con un romano, pueden servirse de los negocios solemnes del Derecho civil: las puertas del ius civile se abren a los extranjeros unidos a Roma por tratados de amistad. Esta situación cambia hacia el siglo III a.C., al conquistar Roma categoría de gran potencia: muy pocos son entonces los Estados con quienes se aviene a tratar de igual a igual. Destruyendo naciones numerosas, incorpora sus súbditos a la comunidad romana, sin reconocerles derechos en tratado alguno ni equipararlos a los propios ciudadanos: estos extranjeros así incorporados a Roma se llaman "dediticios". La ciudadanía romana constituye ahora una preciosa prerrogativa, como el simple ius commercii, que rara vez se confiere ya a un extranjero. El ius civile se rodea de celosas murallas frente al exterior. Los innumerables "peregrinos" que afluyen a los mercados de Roma carecen de capacidad civil. Esta especial situación de los "peregrinos" y la naturaleza de sus tratos dentro de Roma, privados como están de toda protección por parte del ius civile, hacen de ellos un mundo jurídico aparte, en el seno de la ciudad, con usos y negocios jurídicos propios –no formales–, completamente distintos a los del Derecho civil. No tenía ya razón de ser el principio arcaico de la invalidez jurídica de estos negocios celebrados por "peregrinos" no privilegiados. Estos actos y contratos reclamaban normas jurídicas propias que les sirviesen de pauta y les diesen vigor. El magistrado romano disponía de los medios necesarios para conseguirlo. E pretor, o juez de la ciudad de Roma, cuando tramita litigios de extranjeros, no está obligado a atenerse estrictamente al ius civile ni a las leyes del pueblo. En estos procesos rige el libre imperio del magistrado. El pretor romano, encargado de administrar justicia entre extranjeros –huéspedes de Roma–, puede, pues, dar forma y realidad práctica a un Derecho que regule sus tratos libres y no tropiece con las trabas formalistas de los actos jurídicos civiles. Hacia el año 242 a.C., se crea la magistratura especial del praetor peregrinus o juez de extranjeros. A partir de entonces, el Edicto de este nuevo pretor define, en cierto modo, el Derecho romano que ampara las relaciones de los extranjeros residentes en Roma, y al lado del ius civile aparece un Derecho propio y peculiar de los "peregrinos": el ius gentium, que tiene por fuentes el libre imperio del magistrado romano –del pretor– y la tradición. Las leyes romanas –leyes del pueblo– solamente son válidas para el populus Romanus, para los ciudadanos de Roma, mientras que este nuevo Derecho que se llama "honorario", dictado por los magistrados, y el consuetudinario, pueden engendrar normas de ius gentium, las cuales no se detienen ante las fronteras y rigen por igual para extranjeros que para ciudadanos. Acaso sirviesen de modelo –en parte al menos– para formar las normas de este Derecho romano internacional, los principios vigentes en otros centros comerciales de la época, si bien es indudable que la pauta fundamental seguida por el pretor peregrino para crear el Derecho de gentes fue el propio Derecho romano civil. Así lo demuestra la estrecha relación existente entre las jurisdicciones de los tribunales civil y peregrino. Con sólo abandonar su formalismo, el ius civile pudo renovarse y adquirir la vitalidad del ius gentium, el cual no era, en rigor, otra cosa que el antiguo Derecho civil remozado. Precisamente esto es lo que le permite influir de rechazo en las instituciones civiles, contribuyendo a su desarrollo y transformación. Basta observar cómo el moderno Derecho mercantil informa más o menos directamente todo el Derecho privado, para comprender cuán decisivo debió ser el ascendiente del ius gentium, con su espíritu de reforma, sobre el régimen tradicional y localista del Derecho civil. El principal cauce por donde pasan a éste los principios del Derecho de gentes es el imperio del magistrado, del pretor. Pero, en el fondo de su actuación alientan los impulsos naturales del comercio. El proceso histórico de transformación debió de iniciarse, por lo menos, en el siglo III a.C. Cuando aún no se había creado el tribunal del pretor peregrino, destinado exclusivamente a los extranjeros, empezaba ya a desarrollarse en el tribunal civil un Derecho por igual aplicable a ciudadanos y peregrinos. Téngase en cuenta, además, que en esta época comienzan a infiltrarse en el organismo romano tradicional, y cada vez con mayor pujanza, los elementos extranjeros, singularmente los griegos, y con ellos la cultura helénica. El mundo afluye a Roma y hace de ella su capital. La creación del ius gentium, Derecho universal que no distingue entre ciudadanos y extranjeros, es el resultado de esta influencia internacional. Este Derecho abre nuevas perspectivas al propio Derecho civil romano y conquista validez a negocios jurídicos desprovistos de forma, en que lo esencial, por tanto, no es lo visible y externo, sino la voluntad.
Al ius gentium se debe el triunfo de la simple tradición, como modo válido de adquirir la propiedad de cosas nec mancipi, siempre que, a lo menos, se base en un contrato de compra. Y esta virtud transmisiva se extiende luego a todo acto de tradición, con tal que medie un negocio jurídico por el cual se patentice la intención de transferir la propiedad. La solemne mancipación perdura sólo en las transmisiones de ciertas cosas, llamadas mancipi, que constituyen el núcleo de la hacienda campesina; a saber: la finca –fundus Italicus– con lo necesario para su cultivo: esclavos, bestias de tiro y carga, y las servidumbres prediales. Respecto de todas las demás cosas –dinero, vestidos, aperos de labranza, etc.–, que no suelen tenerse en permanente propiedad, sino que son objetos constante de tráfico, basta la simple entrega o tradición, cuando haya de por medio un negocio jurídico que revele la intención de enajenarla.
A la par que la tradición, reciben sanción jurídica, por obra del ius gentium, la compraventa, el arrendamiento, el mandato, la sociedad: contratos todos ellos exentos de formas, y basados en la buena fe y no en la letra estricta. El Derecho romano de familia y de herencia –donde tienen su sede los derechos personales– sigue reservado exclusivamente a los ciudadanos, mientras que en el Derecho de patrimonio –propiedad y contratación– se abre ancho cauce a los negocios libres, propios del tráfico jurídico y accesibles por igual a nacionales y extranjeros.
Las exigencias del comercio mundial rompen los antiguos moldes patriarcales del ius civile. Ya en los últimos siglos de la República consiguen un decisivo triunfo las nuevas ideas, logrando reconocimiento para una serie de actos jurídicos exentos de formas. En las postrimerías de la época republicana el Derecho de la ciudad de Roma va adquiriendo, decididamente, la fisonomía del Derecho universal del porvenir.
Historia del Derecho romano (VI): Ius civile e Ius gentium durante la época del Imperio
Ius civile es el Derecho de la ciudad, reservado privativamente a los ciudadanos de Roma. Tiene por fuentes la ley -lex–, la costumbre y, desde fines de la República, los senadoconsultos. Este ius civile, angosto y localista, se convertirá, corriendo el tiempo, en un Derecho civil abierto y progresivo, de horizonte universal, como es el ius gentium.
El Derecho civil de esta época sanciona ya una serie de negocios jurídicos exentos de formas, sencillos y de gran movilidad.Los mismos juristas romanos advierten que su Derecho encierra dos clases de instituciones: unas, formalistas, que son las procedentes del antiguo ius civile; otras, libres de formas, las que adquieren fuerza jurídica al contacto del comercio romano con el mundial: las primeras, reservadas a las relaciones entre ciudadanos; las segundas, accesibles también a los extranjeros o "peregrinos". Aquellas instituciones forman el que se llama ius civile privativo y peculiar: ius proprium civium Romanorum; en las otras ven los romanos un Derecho común a todos los pueblos, basado en el sentimiento de equidad, igual en todos los hombres, y en la ley natural de las cosas: ius gentium, quod apud omnes gentes paraeque custoditur; una especie de "Derecho natural" impuesto en todos los pueblos por fuerza lógica. No se pretende afirmar con esto la idea de un "Derecho natural" de carácter filosófico: el ius gentium fue siempre parte del Derecho romano positivo y concreto, modelado por las necesidades del comercio y por las fuentes jurídicas romanas, particularmente por el Edicto pretorio. No es tampoco la asimilación de un Derecho extranjero –el Derecho helénico, por ejemplo–, ya plasmado y definido; sólo por excepción adoptan los romanos normas de otros pueblos; por ejemplo; la lex Rhodia de jactu. El dualismo entre el ius civile y el ius gentium revela que, asimilándose elementos más libres, el Derecho romano se va sobreponiendo a sus características nacionales, para convertirse en un Derecho común y universal. El ius gentium es –podemos decir– la parte del Derecho romano que coincide en sus principios fundamentales con el Derecho privado de otras naciones, y singularmente con el Derecho griego, el cual ejerce, en esta época, una especie de hegemonía natural sobre los pueblos del Mediterráneo. En términos equivalentes y más precisas: viene a ser aquella parte del Derecho nacional que los mismos romanos consideran como la razón escrita, como Derecho común a todos los hombres.
La distinción entre el Derecho civil y el de gentes no tiene un valor meramente teórico, sino gran importancia práctica. El comercio de los extranjeros –griegos, fenicios, judíos– residentes en Romano se gobierna por el ius gentium; el Derecho romano peculiar –ius civile, en sentido estricto– sigue reservado fundamentalmente a las relaciones entre ciudadanos. Del ius gentium participan romanos y extranjeros; es el Derecho comercial a que se acogen los "peregrinos"; no en vano se forma bajo las influencias del comercio internacional, cristalizando con caracteres de fijeza en el Edicto del pretor peregrino.
Todos los pueblos conocen un momento en su historia, en que el sentimiento natural de la equidad se rebela contra los moldes tradicionales y rígidos del pasado. Este momento llegó también para Roma. El ius gentium es el ius aequum, el Derecho de equidad, cada día más vigoroso, que se impone al Derecho estricto tradicional. Toda la historia del Derecho romano se cifra en un constante esfuerzo por superar el ius strictum con el ius aequum, haciendo triunfar la equidad, de que es portador el Derecho de gentes, sobre las concepciones formalistas del Derecho antiguo. Los romanos tenían un sentido jurídico demasiado fino para desconocer la imposibilidad de alcanzar directamente este resultado. Fueron necesarios más de quinientos años de labor persistente y tenaz para lograr que la equidad conquistase un puesto seguro, al lado del antiguo Derecho estricto. El nuevo Derecho hubo de aguardar, para sobreponerse al tradicional, a que las formas arcaicas del ius civile perdiesen su vitalidad. Paulatinamente, las instituciones del Derecho libre y equitativo van destacándose e incorporándose al organismo jurídico, después de contrastarse durante algún tiempo sobre el terreno de la realidad práctica. De esta labor, cautelosa y segura, nace la reforma del Derecho romano, manteniéndose de esta suerte en sus justos límites –sin caer en peligrosas extralimitaciones– los vagos principios de la equidad. El sentido de la proporción, innato en el pueblo romano, su respeto a las formas legales, asientan el nuevo Derecho sobre principios concretos y firmes. No obstante la riqueza exuberante de su contenido, no se apaga el soplo de arte que anima la vasta materia, ni se borran las líneas arquitectónicas que hacen del Derecho romano modelo para todos los tiempos.
Tres son los factores que, sucesiva o simultáneamente, contribuyen por modo decisivo a formar y enraizar el ius gentium: el Edicto pretorio, la jurisprudencia y la legislación imperial.
Historia del Derecho romano (VII): el Edicto pretorio
En el año 367 a.C. se separa del poder consular la administración de justicia o jurisdicción, creándose una especial magistratura, encargada de ejercerla en la ciudad: el praetor urbanus. Más tarde –hacia el año 242 a.C.–, cuando ya el comercio había alcanzado mayor desarrollo, se hizo necesario crear un segundo pretor, el praetor peregrinus, al cual se encomiendan los procesos entre ciudadanos y peregrinos y los de éstos entre sí. La competencia del pretor urbano sigue limitada a los litigios entre ciudadanos.
El pretor, como antes el cónsul, desempeña, durante el año que dura su cargo, el antiguo poder jurisdiccional de los reyes, gozando, por consiguiente, de arbitrio judicial soberano, limitado solamente de un modo formal, y en lo que atañe a los ciudadanos, por la letra de la ley. Hoy día, el juez es un funcionario cuya misión consiste simplemente en aplicar el Derecho. El pretor, administrando justicia, era autoridad soberana y suprema. Como magistrado, encarna, en el campo de sus atribuciones, la soberanía del pueblo romano. Así se explica cómo, aplicando el Derecho, pueda también crearlo. Si tal exigen, a su juicio, las necesidades de la práctica, se erige en poder creador o transformador de Derecho. De aquí la fundamental importancia del Edicto pretorio.Se llaman "Edictos" las providencias que los magistrados en general notifican al pueblo, y entre ellos tiene especial relieve el Edicto pretorio, integrado por las normas que hacen públicas los pretores y a las que prometen acomodarse en el desempeño de su jurisdicción, sujetando a ellas su libre arbitrio judicial. Sin embargo, no siempre los pretores acudieron a este medio, aun hallándose asistidos desde un principio del necesario poder de ordenación –imperium–. Mientras se limitaron a administrar justicia entre ciudadanos, su misión se redujo, como era natural, a la aplicación del Derecho vigente, y en los actos de libre jurisdicción entre ciudadanos y no ciudadanos, no pasan, durante largos años, de simples resoluciones dictadas para cada caso concreto. En ciertas circunstancias y para casos especiales concedían, por acto imperativo –decreto, interdicto–, los recursos jurídicos extraordinarios que les permitían sus atribuciones. Si creían oportuno revestir de fuerza jurídica pretensiones desasistidas de protección en el Derecho vigente, podían ordenar a las partes que celebrasen, a este efecto, un contrato civil –una sponsio, una stipulatio–, el cual sirviese de base para demandar –estipulaciones procesales, stipulationes praetoriae–. Paulatinamente, esta libre jurisdicción pretoria va cimentándose sobre principios permanentes, que más tarde definen y hacen públicos los pretores. Las primeras normas que alcanzaron publicidad fueron, a lo que parece, los formularios expuestos en el tribunal pretorio para conocimiento de las partes. Entre ellos figuraban las fórmulas de los interdictos que podían solicitarse del pretor, y las necesarias para instar las estipulaciones procesales a que hemos hecho referencia. A estas listas de formularios siguieron otras con las fórmulas de las acciones y providencias jurídicas dictadas por el pretor, que constituían los verdaderos Edictos. Se exponían los Edictos –cuya validez no pasaba de un año– en tablas de madera pintadas de blanco –de donde su nombre de Album–. En ellas se encerraba el Código del futuro, que, no tardando, había de transformar y sepultar el tradicional Derecho de las XII Tablas. El conjunto de las normas pretorias recibía el nombre genérico de Álbum, por la forma en que se presentaban, o también el de "Edicto", agrupándose bajo esta denominación las fórmulas dictadas por el pretor –que no integraban propiamente el Edicto, en sentido estricto –y los verdaderos Edictos–.
Desde los primeros tiempos, los pretores, al posesionarse de su cargo, se cuidaban casi siempre de revisar y modificar las tablas de formularios, labor de revisión que era inexcusable tratándose de los Edictos en sentido estricto. Estos caducaban al cesar en su cargo el magistrado que los daba. El pretor que le sucedía se hallaba, pues, obligado a promulgar un nuevo Edicto, ut scirent cives, quod ius de quaque re quisque disturus esset (D. 1, 2, 2, 10).
Estos Edictos, publicados por el pretor al posesionarse del cargo, se llamaban "perpetuos". Tenían validez durante el año de su magistratura, y se diferenciaban de las medidas extraordinarias dictadas en el transcurso del año para resolver casos no previstos –prout res incidit–. El Edicto –nombre con el que nos referiremos siempre, en adelante, a los perpetuos– no tiene carácter de ley ni constituye, al principio, fuente de Derecho. El magistrado que lo dicta puede libremente apartarse de sus normas, hasta que una ley Cornelia, del año 67 a.C., cree oportuno recordar a los pretores el deber en que se hallan de respetar los preceptos proclamados en sus Edictos: ut praetores ex edictis suis perpetuis ius dicerent. En todo caso, el Edicto caduca al expirar el año de funciones del magistrado. El sustituto no se halla obligado a respetar las providencias de su antecesor. Puede renovarlo o modificarlo, a su libre arbitrio. Mas, como era lógico, a fuerza de reiteración, las normas del Edicto, en gran parte, van adquiriendo fijeza y estabilidad –edictum tralaticium–, limitándose los magistrados sucesores a introducir en este fondo permanente ciertas innovaciones: nova edicta o novae clausulae. Sirva de ejemplo la nova clausula Juliani. De este modo llega a formarse una práctica judicial constante, capacitada para asumir la dirección de la vida jurídica.
El pretor no puede dictar leyes, pero sí conceder y denegar acciones. Veamos de qué manera.
Las acciones civiles del antiguo procedimiento –legis actiones– se hallaban plasmadas en formas inalterables, que la práctica había fijado, ateniéndose a la letra de la ley. Sólo podían servir para un un número taxativo de procesos, legalmente enumerados. Las contadas relaciones de aquellos tiempos primitivos no requerían más. Al desarrollarse el comercio, hubo necesidad de crear nuevos recursos procesales. Los numerosos contratos de venta, arrendamiento, sociedad, celebrados a diario, sin sujeción a formalidad alguna, carecían sistemáticamente de protección en el Derecho civil antiguo, por su falta de formas y la imprecisión de su contenido, abandonado a la buena fe. Estos contratos y relaciones de los nuevos tiempos reclamaban el amparo de la autoridad, y lo obtuvieron. Los pretores conceden acciones que no reconoce el Derecho civil. Pero no directamente en el Edicto, bajo forma de promesa general, sino por decreto; es decir, por resolución concreta para cada caso. Para ello, determinan a las partes a celebrar pactos arbitrales, remitiéndose al fallo de un componedor –arbiter, iudex–. Si el demandado se niega a someterse a este arbitrio, le obligan por medios indirectos, y con su confirmación dan fuerza de autoridad jurídica y pública a la fórmula en que se compendían los términos del arbitraje, infundiendo así eficacia ejecutiva al fallo del juez arbitral. Frente al proceso de las legis actiones, propio del Derecho civil, se alza el proceso formulario, dirigido por el pretor. Al principio, este proceso no tiene carácter legal ni validez civil, sino que se basa sencillamente en el imperio del magistrado; es decir, que es un iudicium imperio continens: basta, sin embargo, para que obtengan la protección jurídica, de que se hallan tan necesitados, los actos jurídicos de buena fe celebrados diariamente por los innumerables extranjeros residentes en Roma y por los propios ciudadanos nacionales. Esta nueva forma procesal nace al calor de la conciencia jurídica, poder supremo de todos los Derechos. La práctica del Derecho pretorio, perpetuándose a través de innumerables decretos, va fijando sus nuevas ideas en la conciencia colectiva. Gracias a esto, logran sanción, sin intervención de ninguna ley civil, desde muy pronto, los contratos consensuales. Aunque el Edicto del pretor no los revista de acciones, de un modo general, se encarga más tarde de dictar las fórmulas necesarias, sin establecer, no obstante, las actiones empti, locati, etc., por haberlo hecho innecesario ya el Derecho civil. Estos contratos consensuales pasan a la categoría de contratos civiles, por vía de costumbre, en forma de Derecho consuetudinario creado y amparado por el pretor.
Es el primer triunfo de la libre jurisprudencia pretoria. El segundo lo constituye la ley Aebutia, dada hacia mediados del siglo II a.C., y en la que se sanciona legislativamente el procedimiento formulario, elevando a la categoría de iudicia legitima los procesos tramitados por fórmulas in ius conceptae, ante un juez arbitral –unus iudex– y dentro del radio de una milla de Roma. Esta ley reconoce el imperium del pretor y le confirma como órgano de la conciencia jurídica colectiva. El pretor y su Edicto hallan, con esto, el camino libre. Y las normas del Edicto se van enriqueciendo y ampliando constantemente. No se limitan ya a recoger las fórmulas de los interdictos –procedimiento extraordinario– y de las estipulaciones procesales, sino que, a la par, dictan otras constitutivas de actiones, para el procedimiento ordinario de nueva creación, así como providencias y promesas de actiones –v. gr., para regular los casos de metus, dolus, negotiorum gestio–. El Edicto, asume la dirección de la vida jurídica, que ya desempeña en tiempo de Cicerón. Frente al Derecho civil antiguo se erige un nuevo sistema de Derecho edictal.
Lo esencial del Edicto pretorio reside en la formación de un Derecho de equidad –el ius gentium–, que gradualmente va venciendo y superando la severidad del ius civile primitivo. Nada más adecuado que el Edicto para llevar a cabo esta reforma, tan dificultosa como importante. Válido durante un año, permite poner en práctica nuevos principios y abandonarlos inmediatamente si fracasan. En general, los pretores se muestran reacios a dejarse guiar ciegamente por principios generales. En los primeros tiempos se limitan a regular ciertos casos concretos, fácilmente definibles. Los pretores sucesivos pueden añadir a los Edictos de sus antecesores las cláusulas que estimen convenientes, avanzando con cautela en las normas establecidas. No es frecuente la supresión de reglas ya fijadas, precisamente por huir de peligrosas generalizaciones. Se cree preferible especificar los nuevos casos y circunstancias necesarios para definir y completar el sentido de las normas anteriores. De este modo se evitan peligrosas vaguedades de expresión y se da al texto el tono preciso, tan necesario para la recta interpretación de Edictos y leyes. El Edicto va así convirtiéndose en un Código de Derecho privado, en que se articula una serie de normas referentes a actiones, exceptiones, etc.; normas cuya lectura no es amena precisamente, ni ciceroniano su estilo, pero cuyo laborioso texto atesora la experiencia, ciencia y cautela de varios siglos: Código conservador y a la par dúctil, en que las tradiciones del pasado se hermanan con las nuevas corrientes y orientaciones.
Las normas del Edicto tienen, en la práctica, valor de Derecho, merced a los recursos judiciales de que disponen; ya en la época de Cicerón se consideran como una especie de leyes. No constituyen, sin embargo, verdadero Derecho, en perfecto sentido jurídico. El nuevo Derecho alcanza, en el Edicto, forma escrita e independiente, lo cual abre una marcada separación entre el Derecho civil y el del Edicto o Derecho honorario, que domina toda la época clásica. Hasta entonces, naturalmente, no existía noción sistemática de un Derecho pretorio. Mientras el pretor se reduce a colaborar en la vida jurídica por medio de decretos para la resolución de casos especiales, se considera como un elemento más del Derecho civil vigente, y las normas asimiladas por la conciencia colectiva gracias al pretor –como las referentes, v. gr., a los contratos consensuales, de que hemos hablado–, se incorporan al Derecho civil a título de costumbre, sin llegar a constituir todavía un Derecho honorario independiente. Hasta que se implanta la nueva era del Edicto no existe la posibilidad de construir, al lado del civil, un Derecho nuevo y peculiar, diferenciado por la fuente de que brota. Y sus normas siguen la corriente general de asimilación consuetudinaria del Derecho pretorio. Mas al desarrollarse las normas recogidas por el Edicto, van cristalizando en un sistema independiente de Derecho, distinto del civil. El Derecho pretorio, con su fisonomía de Derecho honorario, o sea, propio de las magistraturas –que eso significa "honorario"– adquiere, al cabo, vida autónoma, frente al ius civile o Derecho basado en la voluntad colectiva, que es el Derecho verdadero. En éste, como en aquél, se contienen normas e instituciones del ius gentium, aunque el influjo del Derecho de gentes prepondera en el segundo. Mediante el Edicto pretorio –y ésta fue su principal misión– se contrapone al antiguo Derecho estricto un Derecho nuevo y más libre. Y si bien en sus comienzos se limita, acaso, a servir de instrumento para la aplicación del ius civile –iuris civilis adjuvandi gratia–, no tarda en completar sus normas –iuris civilis supplendi gratia–, hasta que, más tarde, impulsado por las corrientes de los nuevos tiempos, lleva a cumplido término la reforma total del Derecho civil –iuris civilis corrigendi gratia–.
Historia del Derecho romano (VIII): dualismo jurídico
Al desarrollarse el ius honorarium y constituirse en Derecho aparte, se abre un hondo dualismo en la vida jurídica. El orden jurídico se desdobla en dos Derechos diferentes: uno, el civil, que rige por propio imperio; otro, el honorario, que se impone por obra del juez. Unos cuantos ejemplos aclararán este peculiar fenómeno.
El Derecho civil exige, para la válida enajenación de una res mancipi, que se guarden las formas tradicionales de la mancipatio, entre las cuales figura la "aprehensión" –manu capere– de la cosa por el comprador. Al principio, esta "aprehensión" –mancipium– tiene por manifiesta finalidad facilitar a aquél la efectiva toma de posesión. Mas, al evolucionar el Derecho civil, por obra de la interpretatio, ese requisito pierde su razón de ser y degenera en forma vacua. Ahora, la mancipatio ya no confiere directamente la posesión, sino la propiedad. La transferencia de la posesión, o sea la tradición, pierde toda importancia para la transmisión del dominio por el Derecho civil. Lo contrario de lo que acontece en Derecho pretorio, donde la tradición, es decir, la mera entrega de la posesión, es acto decisivo, aun tratándose de res mancipi. Supongamos que se vende una cosa mancipi –por ejemplo, un esclavo o un fundo itálico– y se traspasa su posesión sin formalidad alguna: el comprador, por Derecho civil, no adquiere la propiedad. Mas, para los efectos judiciales, el pretor le considera y le trata como si fuese tal propietario. Claro está que el magistrado no puede adjudicar, al que adquiere por tradición una cosa mancipi, la verdadera propiedad de Derecho civil –ex iure Quiritium–, pero puede conceder a quien crea justo las acciones y medios de defensa necesarios; pues si bien no le es dado destruir formalmente la vigencia de las normas civiles, es libre de gobernar su aplicación. El que adquiere una cosa por tradición no tiene, en rigor de Derecho, su propiedad; pero el pretor le reconoce actiones y exceptiones que le permiten gozarla in bonis y le ponen a salvo de todo despojo. Así, el magistrado erige un nuevo sistema de propiedad, frente al régimen tradicional del dominio civil; frente a la propiedad quiritaria, crea la situación jurídica del in bonis esse o "dominio bonitario".
El Derecho civil no prescribe forma alguna para efectuar una pignoración, en sentido moderno; el que quiera dar una cosa en garantía de una obligación tiene que transmitir al acreedor su propiedad. El pretor crea un derecho pignoraticio especial, independiente del dominio, y concede al acreedor una acción real, basada en el simple pacto prendario. El Derecho honorario, mediante estas y otras innovaciones, transforma radicalmente el régimen de los derechos sobre cosa ajena, de la misma suerte que el régimen de la propiedad.
El Derecho civil reconoce validez, por regla general, a los actos jurídicos celebrados formalmente, aunque se hallen viciados por amenaza –metus o fraude, dolus–. El pretor, en cambio, toma en cuenta siempre las circunstancias de miedo y dolo, concediendo para contrarrestarlas ciertas actiones y exceptiones. Por tanto, el Derecho pretorio declara nulos actos cuya validez sanciona el Derecho civil. Del mismo modo, el pretor reconoce y da sanción a hechos liberatorios –por ejemplo: el pactum de non petendo, o sea el pacto no formal de remisión de deuda–, que en Derecho civil no bastan, por lo general, para eximir de obligación. El Derecho regula, pues, causas liberatorias especiales, a la par que hace surgir nuevas fuentes de obligaciones, dotando de acción y fuerza jurídica a actos que carecen de sanción en Derecho civil –por ejemplo: el constitutum debiti, o promesa no formal de saldar una deuda anterior.
El pretor no puede otorgar título de heredero –heres– a quien no lo sea por Derecho civil. Sin embargo, sus prerrogativas judiciales le permiten adjudicarle libremente los bienes hereditarios –bonorum possessio–; y así, concediendo o denegando la posesión de las herencias, acaba por crear un nuevo régimen hereditario: el régimen de la bonorum possessio pretoria.
Nos hemos limitado a apuntar algunos rasgos cardinales, que bastan para dar una idea de la poderosa fuerza de transformación que encierra el Derecho honorario. Éste llega a formar, a lo largo de los siglos, un sistema independiente de normas. El nuevo Derecho privado, procedente de las magistraturas, fiel a las ideas jurídicas del ius gentium, se alza como un edificio sistemático soberano frente al cuerpo del ius civile.
Mas no por esto se deroga ninguna de las instituciones del Derecho tradicional, el cual se mantiene, en lo formal, indemne. El Derecho honorario sólo vive y se impone en el terreno procesal mediante actiones y exceptiones. Ambos coexisten y se desarrollan paralelamente, lo cual origina una gran complejidad en la técnica jurídica. El Derecho civil, que rige por propio imperio y que es preciso modificar, siempre que la equidad en el caso concreto lo exija, se combina constantemente, formando una intrincada unidad sistemática, con el Derecho honorario aplicado por los tribunales; y no es nada fácil, ciertamente, abarcar este complicado, pero no confuso, cuadro de normas e instituciones, en que se destacan los más finos matices. Sin el vigor y la maestría del Edicto pretorio no hubiera alcanzado la jurisprudencia romana su portentoso florecimiento.
El Derecho civil no se transforma de golpe, ex abrupto, por una reforma legislativa. Nada más indicado que la práctica judicial, confiada al pretor, para superar aquel Derecho, y al amparo de su aplicación, inspirada en las exigencias de la vida jurídica, engendrar las normas del porvenir.
GAYO, Inst. I, 45: Cum apud cives Romanos duplex sit dominium, nam vel in bonis vel ex iure Quiritium vel ex utroque iure cujusque servus esse intellegitur.
Historia del Derecho romano (IX): el Edicto perpetuo de Adriano
El período de florecimiento del Edicto pretorio coincide con el último siglo de la República. La parte principal de la obra que la historia encomienda al pretor quedaba realizada. El Derecho honorario –ahora en la plenitud de su desarrollo, dotado de instituciones contrastadas por la tradición, y fondo invariable de los Edictos "traslaticios"– se revela a la conciencia colectiva como potencia soberana, equiparable al Derecho civil. El nuevo Estado imperial pone fin a esta prepotencia y cercena el desarrollo ulterior del Derecho pretorio.
El ius edicendi tenía su origen en los antiguos poderes aristocráticos de las magistraduras republicanas. El imperio, cada día más fuerte, no podía seguir tolerando que otro poder independiente se merma su soberanía. Y así, al cabo, ocurrió en este orden lo que en las demás esferas de la vida política: bajo el respeto a las formas tradicionales, prevalece la idea monárquica.El espíritu amplio y activo del emperador Adriano supo comprender y llevar a cabo las consecuencias que el cambio político imponía. Era cosa corriente, desde muy antiguo, que los magistrados recibiesen instrucciones del Poder soberano para el ejercicio de sus atribuciones. Algunas leyes primero, y más tarde –principalmente en el siglo I del Imperio–, una serie de senadoconsultos, dan normas a los pretores sobre el modo de administrar justicia y conceder o denegar acciones. Adriano, por su parte, continúa y lleva a término esta tendencia, dictando al pretor las normas del Edicto en su totalidad.La publicación reiterada y periódica del mismo se había convertido en mera rutina. La subordinación de todos los poderes al Principado se oponía a que el pretor introdujese en el Edicto reformas esenciales sin consultar con el emperador. Aparte de que éste disponía, en último caso, de un derecho de intercesión, que le autorizaba a dejar sin efecto todas las disposiciones del Edicto contrarias a su criterio. Por todas estas causas, el Edicto se estanca y pierde su antigua vitalidad. Sólo faltaba ya hacerlo cristalizar definitivamente y dar forma jurídica a las relaciones del pretor con el poder imperial. A este efecto, el emperador Adriano encomienda al insigne jurista Salvio Juliano –hacia el año 130 d.C.– la definitiva redacción de los dos Edictos pretorios –urbano y peregrino– aumentada con algunas adiciones –entre las cuales figura la nova clausula Juliani, referente a los derechos hereditarios abintestato del emancipatus– y con el Edicto de los ediles curules, relativo a las compras realizadas en los mercados públicos –en el cual se determina la responsabilidad del vendedor por los vicios y defectos de la cosa, etc.–. El nuevo y definitivo texto del Edicto, al cual se da el nombre de Edicto de Adriano o Salvio Juliano, fue confirmado posteriormente por un senadoconsulto. Igual procedimiento se siguió en las provincias, donde el texto legal –edictum provinciale– se publicó por los praesides provinciarum. De este modo, el Poder imperial, que por el senadoconsulto confirmatorio se extendía a las provincias, triunfa sobre las magistraturas y reduce a su voluntad las normas del Edicto, aunque en lo formal sigan teniendo su origen en los magistrados que administran justicia.
El Pretor –y en las provincias el praeses– al entrar en funciones, sigue obligado a publicar un Edicto, cuyas normas se consideran Derecho honorario y toman su fuerza de los poderes judiciales de la magistratura. Las normas honorarias no cobran condición de ley, ni adquieren, por tanto, categoría de Derecho civil.
Se conservan en apariencia los poderes de las antiguas magistraturas republicanas, si bien el emperador y el senado, valiéndose de su poder legislativo, imponen a los magistrados la exclusiva publicación del nuevo Edicto. En realidad, las normas de éste no expresan ya la voluntad del magistrado, sino la del emperador. Y para todas las dudas a que su aplicación dé lugar, es necesario recurrir al príncipe y seguir la solución por él indicada mediante rescripto. El emperador se reserva asimismo la facultad de introducir en el Edicto las alteraciones necesarias. El Derecho pretorio, así codificado, es intangible –Edictum perpetuum en la nueva acepción–. Su desarrollo ulterior se desenvuelve ya por los cauces del Derecho imperial, dejando de ser en realidad Derecho pretorio. Éste había cumplido con su misión. Era el momento para que entrase en liza una nueva fuerza: la jurisprudencia romana, ante cuyo empuje se abren caminos nuevos.
Historia del Derecho romano (X): la jurisprudencia romana
La jurisprudencia romana tuvo su origen en el Colegio de los pontífices, asesores técnicos, primero de la justicia real, y más tarde, de los cónsules y pretores. Sus conocimientos del Derecho estaban relacionados con la ciencia de la religión y la astrología. Su misión era interpretar la voluntad divina, clave, para los antiguos, de todo el orden jurídico. Conocían el Derecho sacro y el calendario; sabían de los días hábiles para litigar –dies fasti– y de los inhábiles –dies nefasti–. Su condición de asesores de los tribunales les abría los arcanos de las fórmulas procesales –legis actiones– y actos jurídicos. El conocimiento que del texto literal de la ley tenían, les permitía interpretarla y aplicarla en los procesos, contratos y transacciones –interpretatio–.
En la jurisprudencia romana brilla, desde su origen, una exquisita cautela y un gran dominio de la forma, que, bien entendida, no esclaviza el pensamiento, antes lo encamina a sus fines. Bajo los pontífices se vislumbran ya las formas severas y a la par dúctiles, las líneas armónicas del estilo clásico, por las cuales el Derecho romano se distingue, por modo tan inconfundible, de la ciclópea masa del antiguo Derecho alemán. Esta ciencia se guardaba celosamente en el Colegio de los pontífices, donde la perpetuaban las enseñanzas de estos dignatarios. Sólo ellos podían consultar el archivo del Colegio, en el que se custodiaban los praejudicia o antiguos dictámenes –responsa y decreta–, base y norma de la práctica procesal. Por consiguiente, la interpretatio, que fijaba inapelablemente, en cada caso, la forma de las acciones y actos jurídicos –es decir, la jurisprudencia de aquella época– era ciencia secreta de una comunidad sacerdotal, a la vez que prerrogativa de la clase patricia, puesto que ésta gobernaba el pontificado. Se comprende, pues, que la publicación por Gnaeo Flavio (año 304 a.C.) y Sexto Aelio (204 a.C.) de las legis actiones o formularios procesales coleccionados por los pontífices y conocidos hoy con los nombres de ius Flavianum y ius Aelianum, se celebra como un gran triunfo popular. Una nueva era surge cuando Tiberio Coruncanio, el primer plebeyo que desempeña el pontificado (hacia el año 254 a.C.) se declara dispuesto a informar sobre materias de Derecho a cuentos le consultasen. Antes de él sólo contestaban a las consultas que les elevasen los magistrados o las partes interesadas en un litigio, y siempre sobre casos concretos, sin descubrir las normas generales en que se inspiraban. En la consulta de Tiberio Coruncanio se encierra ya un germen de enseñanza jurídica: todo el mundo puede, ahora, satisfacer su interés, aun meramente teórico, por conocer el Derecho vigente. Las puertas de la jurisprudencia se abre a todos. Este magisterio público del Derecho que alboreaba, necesariamente tenía que provocar una especial literatura. Al cesar el imperio jurídico de los pontífices, su herencia pasa al pretor y a la jurisprudencia profana, a los juristas. Aquel mismo Sexo Aelio, que hemos citado –Sextus Aelius Paetus Catus, cónsul en el año 198 a.C.–, llamado "el prudente" –catus–, compone una obra, los "Tripertita" –commentaria tripertita–, que no es ya una mera colección de fórmulas, sino un verdadero comentario a las XII Tablas, formularios de actos jurídicos y acciones procesales; es el primer libro en que un escrito expone el ius civile pontifical, aunque sólo sea bajo forma de excolios exegéticos; el primer tratado, en suma, de Derecho: "cuna de la literatura jurídica" lo llama Pomponio. La ciencia del Derecho se emancipa de los pontífices y se incorpora al acervo de la cultura nacional, templándose en las profundas y fuertes influencias de la literatura griega, que la ennoblecen, y sobre todo en los métodos científicos de la filosofía estoica. Pronto se comprendió la necesidad de dar a las cuestiones jurídicas, áridas de suyo, una forma adecuada de exposición. En M. Porcio Catón, el joven –muerto en el año 152 a.C.–, se advierte ya el esfuerzo por inducir del cúmulo de materias contenidas en las normas jurídicas ciertas reglas generales –regulae iuris– e ideas fundamentales, por arrancar la estatua a la cárcel del mármol. El más eminente de estos "veteres" –que así llaman los clásicos a los antiguos jurisconsultos– es Qu. Mucio Scaevola el joven, pontifex maximus. Hacia el año 100 a.C., escribe su extensa y famosa obra (en 18 libros) sobre el ius civile, en la que, por vez primera, se expone sistemáticamente, siguiendo un cierto orden de materias, el Derecho privado, y que sirve de modelo a todos los estudios posteriores. Scaevola abandona el plan tradicional, que seguía exegéticamente, paso a paso, la letra de la ley, o de los formularios de las acciones y actos jurídicos, y no se contenta ya con presentar cuestiones y casos aislados. Divide y ordena su obra por grupos de normas y categorías. Es el primer jurista que esboza con trazos firmes las instituciones jurídicas –testamento, legado, tutela, sociedad, venta, arrendamiento, etc.– y las clasifica por genera. Es también el primero que se preocupa por penetrar en los conceptos jurídicos y desenmarañar los hilos de que está tejida la trama, tan intrincada y a primera vista indiscernible, de los casos concretos. Esto explica la gran importancia y éxito inmenso de su obra. Gracias a ella, el Derecho privado va cristalizando en unidad y sometiendo a disciplina el tropel confuso de sus normas.
Cometido primordial del jurisconsulto, además del cavere, o sea la redacción de formularios para la celebración de actos jurídicos, era el respondere o labor consultiva, con la que se combinaba la actividad docente y literaria.
La autoridad de las "respuestas" –responsa– o dictámenes de los pontífices, se basaba, al principio, en las prerrogativas del Colegio pontificial: éste designaba cada año a uno de sus miembros, encomendándole la resolución de las consultas de particulares: constituebatur, quis quoquo anno praeesset privatis. De aquí nacía la fuerza de obligar que sus dictámenes tenían para el juez. A fines de la República, ya generalizado y secularizado el conocimiento del Derecho, empiezan a emitir libremente dictámenes juristas profanos, que no pertenecen al alto Colegio sacerdotal, y que, naturalmente, carecen de la autoridad oficial necesaria para atribuir a sus opiniones fuerza obligatoria. Aunque esto mermase el prestigio tradicional de los responsa y de la jurisprudencia, era inútil pensar en una posible restauración del antiguo monopolio del Derecho por los pontífices. El emperador Augusto adopta una solución, inspirada manifiestamente –en parte al menos– por el deseo de dar mayor arraigo y consistencia al incipiente poder del Principado; esta solución consiste en reconocer a los juristas más distinguidos de la época el derecho de dictaminar ex auctoritate ejus –principis–; es decir, con autoridad imperial. Y como Augusto ostentaba la dignidad de pontifex maximus, no es del todo desacertado interpretar la reforma, en cierto modo, como restauración de la antigua jurisprudencia autoritaria, que aún coexistía con la libre actuación de los jurisconsultos. Los juristas que alcanzan esta concesión sin pertenecer al Colegio pontifical pueden, desde ahora, dar responsa con autoridad oficial, en nombre del príncipe. A partir de este momento, cesa la influencia de los pontífices en la vida jurídica, y la jurisprudencia, secularizada, comparte con el emperador la dirección del Derecho civil.
Es práctica constante, desde el emperador Tiberio, que los juristas más eminentes reciban del emperador del ius respondendi –ius publice, populo respondendi–, o sea el derecho a emitir dictámenes obligatorios para el juez, para el iudex privatus nombrado en el proceso, y para el magistrado. Siempre que el responsum que exhiba una de las partes provenga de un jurista autorizado y en él se guarden las formas de rigor –estar otorgado por escrito y sellado–, el juez tiene que respetarlo en la sentencia, si no se le presenta otro de diferente tenor, que reúna idénticas condiciones. Esta autoridad, de que, en un principio, sólo gozaban las "respuestas" dadas especialmente para un proceso, se extienden luego, por vía de costumbre, a cualesquiera otras formuladas con anterioridad, prescindiéndose también de la forma oficial y bastando con que las opiniones se manifiesten en forma de doctrina –en las colecciones de responsa–; se conserva noticia de un rescripto del emperador Adriano en que se confirma expresamente esta costumbre.
Los dictámenes de los juristas privilegiados –responsa prudentium– se convierten así en una especie de fuente de Derecho, y su virtud va comunicándose, poco a poco, a toda la literatura jurídica.
La jurisprudencia conquista la dirección de la vida jurídica. ¿Se hallaba realmente capacitada para ejercerla?
La historia de los juristas del Principado empieza con una escisión. Se forman dos escuelas, la sabiniana y la proculeyana, compuesta aquella por secuaces de C. Atejo Capitón, y ésta por partidatios de M. Antistio Labeón, contemporáneos ambos de Augusto. Las "escuelas" deben su nombre, respectivamente, a Masurio Sabino, jurista de la época de Tiberio, que sigue las huellas de Capitón, y a Próculo, coetáneo de Nerón y jefe del grupo labeónico. Los sabinianos se llaman también, a las veces, "casianos", en recuerdo de C. Casio Longino, sucesor de Sabino al frente de la escuela.
No se sabe con seguridad la causa de esta divergencia. Mas no cabe dudar que Labeón influye también notablemente en los sabinianos. De los dos eminentes juristas que florecen bajo Augusto, es éste, evidentemente, el más insigne. Atestiguan su gran autoridad científica las muchas citas que de él se conservan en el Corpus iuris, mientras que a Capitón apenas si se le nombra. Labeón pone claridad y fijeza en la teoría y en la práctica del Derecho, creando una serie de clasificaciones, divisiones y definiciones. De él proceden, por ejemplo, las definiciones del "dolus malus", del error excusable, el concepto de pertenencia, etc., y también, probablemente, la división de las acciones en reales y personales, que perdura con el mismo valor fundamental en la técnica moderna del Derecho privado. Labeón, gran filólogo "analogista", conocedor profundo de toda la cultura griega y romana de su tiempo, aplica los métodos filosóficos a sus estudios de jurisprudencia, ahondando con fino arte dialéctico en las leyes y conceptos armónicos que presiden el Derecho positivo. Así pudo definir con trazo seguro las normas jurídicas que flotaban en el ambiente, faltas de todo contorno, y modelarlas, dándoles forma precisa –a veces, demasiado precisa, o más bien demasiado general–. Pasaron dos siglos, y tanta actualidad conservaba todavía la obra de Labeón, que el jurista Paulo comenta críticamente sus "probabilia" o acotaciones de normas jurídicas "manifiestas" recogidas de la práctica –"libri pithanon"–, limando un poco la aspereza de sus postulados y adaptándolos a las nuevas circunstancias y sobre todo a la intención de las partes –id quod actum est–. Mas, precisamente aquella forma tajante de sus definiciones y su precisión y claridad lógica, le vale al jurista la admiración de los contemporáneos y le asegura el triunfo de la posteridad. Ni Labeón ni Capitón debieron de fundar una escuela. Se dedicaron a la enseñanza, pero siguiendo, al parecer, las tradiciones de los antiguos, que resolvían las consultas públicamente, rodeados de sus discípulos, con los cuales discutirían, acaso, sobre algún problema, mas sin organizar los estudios –salvo ciertas excepciones– con arreglo a un plan. La fundación de la primera escuela de juristas fue, probablemente, obra de Sabino, de quien se asegura que vivía de la enseñanza. Es muy posible que la instrucción jurídica, en Roma, siguiese el precedente de las escuelas filosóficas griegas, corporativamente organizadas, bajo forma de asociaciones regidas por los maestros, en las que se ingresaba con la obligación de satisfacer un cierto estipendio y cuya dirección se transmitía por sucesión jurídica de un maestro en otro.
Poco tiempo después de fundarse la escuela de Sabino se organiza de modo parecido la de Próculo, conocidas luego, una y otra, por el nombre de sus fundadores. Más tarde, la tradición quiso buscar la raíz de estos dos bandos en las figuras preclaras de Labeón y Capitón, los dos insignes juristas de la era de Augusto. Sin embargo, no existe entre las dos "escuelas" una fundamental diferencia de principios. Sus controversias versan siempre sobre cuestiones secundarias. Ambas impulsan a la par el progreso del Derecho romano, y ambas contribuyen en igual medida a la solución de importantes problemas. El más eminente de los juristas que figuran al frente de las dos "sectas" es Masurio Sabino. Sus famosos libri tres iuris civilis, obra maestra de este autor, que le aseguró nombre inmortal, y en la que, empezando por el Derecho hereditario, hace desfilar ordenadamente todas las materias del Derecho civil con criterios nuevos y originales, son base de todos los estudios y comentarios que el ius civile consagra la posteridad.
Con el siglo II comienza a despuntar la jurisprudencia clásica. Desaparece la escisión de las dos escuelas, y en las obras de los juristas se van fundiendo en unidad sistemática el Derecho civil y el honorario, después de cegarse las fuentes de éste bajo el Imperio. La primera de las grandes figuras clásicas es P. Juvencio Celso –el hijo–, sucesor en la dirección de la escuela proculeyana de aquel otro Juvencio Celso que florece en tiempo de Vespasiano y Domiciano. Desempeña dos veces el consulado y actúa como consejero áulico de Adriano, en cuya época acontece probablemente su muerte. Falta todavía la obra que aquilate el gran valor de la personalidad de este jurista extraordinario, cuyo espíritu fino y audaz tanto contribuyó al progreso del Derecho privado. La principal obra de Celso son sus Digesta (en 39 libros), donde estudia el Edicto de Adriano, en relación con el ius civile, y muchos de cuyos fragmentos –142– pasan al Corpus iuris. De él toman el nombre el "senadoconsulto juvenciano", que data de su segundo consulado –año de 129 d.C.– y la "condictio Juventiana", y él es también quien expresa el famoso principio de que la letra de la ley no debe ahogar jamás su espíritu. Le sigue Salvio Juliano –natural de Hadrumentum, en el África latina–, uno de los más insignes juristas de la era clásica, jefe de la escuela sabiniana, consejero de Adriano, cónsul bajo Antonino Pío –año 148 d.C.– y gobernador de la Germania meridional en este mismo reinado, y luego, bajo Marco Aurelio, gobernador de la Hispania citerior y procónsul de África. Juliano consagra su vida de jurista a dos grandes obras: la definitiva redacción del Edicto y un magno estudio de Digesta –en 90 libros–. Esta obra sigue, al igual que la de Celso, el plan del Edicto pretorio, sobre el cual construye todo el Derecho romano vigente a la sazón. Lo más importante de ella es su vasta casuística, que comprende toda una gama de casos jurídicos, planteados y resueltos con la penetración que el autor tenía para desarrollar sobre puntos concretos las reglas generales, condensadas éstas en breves sentencias, que hermanan la concisión y la fuerza expresiva. Tras la labor dialéctica de la etapa anterior, era llegada la hora de aplicar prácticamente categorías y criterios. En los "Digestos" de Juliano alcanza la jurisprudencia romana su máximo apogeo. Rodean a este gran jurista una pléyade de discípulos, que, animados por los mismos ideales, aseguran el triunfo de su obra. Entre ellos descuellan el áspero y grave Sexto Cecilio Africano y el erudito Sexto Pomponio, entregado también a investigaciones históricas. Aquí empieza a palidecer la estrella de los proculeyanos. Gayo –que florece bajo Antonino Pío y Marco Aurelio, muriendo después del año 178–, jurista privado y gran escritor, aunque no alcanza la autoridad oficial del ius respondendi y nos lega en sus "Instituciones" –escritas hacia el año 161 d.C.– un libro didáctico compendiado, modelo de claridad; es el último jurista en quien se personifica el antiguo dualismo. Gayo se confiesa sabiniano. Y todavía habla de los maestros "de la otra escuela"; es decir, de los proculeyanos, contemporáneos suyos. No se conserva memoria de sus nombres. La antítesis de las dos "sectas" aparece ya bastante desvirtuada en Celso, jefe de los proculeyanos, pues siempre que cita a Sabino es para adherirse a su opinión. El triunfo, en general, corresponde a los sabinianos. Desde Salvio Juliano y gracias a él, no hay más que un partido de juristas, que sigue las huellas de este insigne autor.
Fácilmente se alcanza la gran trascendencia y la alta misión de los jurisconsultos en la vida romana: merced a ellos, el mundo jurídico puede apoyarse en principios firmes y encuentra gobierno y dirección. El caos de la práctica se convierte en cosmos. Las grandes obras de Celso, y muy principalmente las de Juliano, adiestran a los romanos en un maravilloso dominio de la casuística. A fines del siglo II empiezan a colaborar también en la gran empresa las fuerzas intelectuales del mundo helénico, asegurando la cohesión y unidad jurídica del Imperio. Qu. Cervidio Scaevola, griego de nacimiento, que vive bajo Marco Aurelio y Cómodo y desempeña funciones de consejero de Estado -consiliario– de aquel emperador, expone el Derecho romano casuísticamente, en forma de responsa. Discípulos suyos son Séptimo Severo y Emilio Papiniano, el más famoso tal vez de los juristas de Roma, cuya personalidad rivaliza dignamente con la de Juliano. Desempeña la prefectura del pretorio, dignidad la más alta del Imperio, bajo el gobierno de Séptimo Severo y Caracalla –años 203 a 212–. En la fuerte personalidad moral de este jurista de estirpe oriental también, se hermanan la elegancia helénica y la concisión y agudeza romanas. Continúa el método casuístico, aplicado a la solución de casos concretos y lo lleva a perfección. Sus obras más valiosas son: los 19 libri responsorum y los 37 quaestionum libri –en estos sigue el plan del Edicto–, donde con estilo diáfano y puro va tratando las más variadas cuestiones; la brillante exposición y la sobriedad y justicia de las decisiones, colocan sus doctrinas a gran altura y –aunque no siempre aparezcan claras las razones que las abonan– ganan la convicción por la entonación de las normas que aplica con el nervio del caso, agudamente estudiado y puesto de relieve. La síntesis de la cultura griega y romana que representa, hace culminar la jurisprudencia en la obra de este gran jurista. Papiniano, después de enseñar en vida que lo inmoral no puede ser nunca lícito ni admisible, sella la enseñanza con su muerte: su resistencia invencible a los planes fraticidas del tirano le conduce al martirio en manos de los esbirros de Caracalla (año 212).
Después de Papiniano viene el cortejo de los epígonos. La jurisprudencia romana había realizado ya su obra grandiosa. A los creadores siguen los compiladores. Domicio Ulpiano, discípulo de Papiniano y asesor suyo en unión de Paulo en la prefectura del pretorio, y más tarde praefectus praetorio con el mismo Paulo –reinando Alejandro Severo–, de origen sirio –natural de Tiro–, deja escritos un gran Comentario al Edicto –en 83 libros–, 51 libri ad Sabinum y una larga serie de obras menores, en todas las cuales resume con espíritu crítico la doctrina jurídica anterior a él, reseñada en citas numerosas y completada con las constituciones imperiales correspondientes –la mayor parte de sus obras se publican bajo Caracalla, 212-217–; en su labor se ve siempre el tacto firme del jurista que domina la vasta materia. Muy semejante a Ulpiano, por el carácter de su obra y su extraordinaria fecundidad, es Julio Paulo –discípulo de Scaevola, probablemente– que, como él, desempeña las más altas dignidades públicas. Entre sus obras principales figura también un Comentario al Edicto –en 80 libros– y otro ad Sabinum –en 16–. A las obras de Ulpiano y Paulo, muy principalmente, se debe la perpetuación de los grandes juristas clásicos y su influencia en la posteridad. En ellas se condensa, en forma plástica y clara, la magna labor de sus antecesores. En los trabajos de Ulpiano brilla una llama de espíritu helénico que los hace superiores a los de Paulo, más fatigosos que aquéllos, aunque quizá, a las veces, más profundos. Las obras del primero sirven de base al Digesto de Justiniano. Cerca de una tercera parte se compone de fragmentos suyos, y una sexta parte, aproximadamente, de trozos de Paulo; entre los dos llenan, pues, casi la mitad de la compilación. Después de Ulpiano todavía brilla su discípulo Herenio Modestino, oriundo también de Oriente. Poco campo quedaba ya para su actividad. Modestino se dedica especialmente a estudiar el Derecho honorario de la Monarquía incipiente y las instituciones de la parte oriental del Imperio. La jurisprudencia romana pierde poco después sus prerrogativas. Desde fines del siglo III, deja de otorgarse el ius respondendi. El emperador se reserva el derecho de resolver personalmente las consultas, por medio de rescriptos: la única misión que se le ofrece todavía a la jurisprudencia es animar con su soplo científico, aún vital, los numerosos rescriptos de Diocleciano y sus sucesores.
Desde Labeón y Sabino hasta Celso y Juliano –siglo I del Imperio–, la jurisprudencia sigue una constante línea ascensional. En el período que va de Celso y Juliano a Scaevola y Papiniano –siglo II– alcanza brillante apogeo. Con Ulpiano y Paulo –siglo III– empieza a declinar. Vive ya de la riqueza acumulada por el pasado. El Imperio recoge este precioso patrimonio, transmitiéndolo a las futuras generaciones.
Los juristas romanos realizan una doble misión: unifican y dan forma sistemática al Derecho acumulado desde las XII Tablas, y desarrollan por métodos científicos el copioso caudal de normas alumbrado por las diversas fuentes. La jurisprudencia se encontró ante la necesidad de una nueva interpretatio. El Edicto pretorio reclamaba la misma labor de interpretación que antes las XII Tablas. El pretor no podía hacer más que delinear en sus trazos capitales, un poco toscamente, los principios del Derecho libre y equitativo que demandaba el comercio. Quedaba un trabajo inmenso por realizar, sinnúmero de cuestiones, a las que ni siquiera aludía el Edicto pretorio ni hacían referencia las demás normas de Derecho escrito. Baste citar, a modo de ejemplo, entre tantos otros, los problemas de la representación, de las condiciones, diligencia contractual, etc. Para resolverlos era necesario penetrar en la naturaleza de las relaciones comerciales, en la voluntad latente y tácita del comercio jurídico, y darle forma y expresión clara y precisa, y a la par suficientemente amplia para que el principio formulado pudiese abarcar todos los casos previsibles, los comunes y los excepciones. Esto requería una labor más de creadores que de intérpretes. Y aquí es donde resalta precisamente el genio de la jurisprudencia romana. A pesar de su espíritu y método dialécticos, no se mueve, como la ciencia jurídica moderna, por intereses dogmáticos ni mucho menos históricos o filosóficos. A un jurista clásico no le preocupa el concepto de Derecho, de la propiedad o de la obligación, y si alguna vez se para a meditar en ellos, los resultados a que llega carecen de interés. En cambio, todos poseen fino sentido práctico para aquilatar las normas e ir siguiendo las consecuencias que se derivan de aquellos conceptos, sin que este sentido certero decaiga un punto. Y sobre todo, un talento genial para auscultar las exigencias de la bona fides en el comercio jurídico y aplicarlas al caso concreto. La naturaleza misma de las relaciones les indica enseguida las normas que en cada caso reclaman la venta, el arrendamiento, el mandato, sin necesidad de que las partes las formulen expresamente. Y esta mirada, atenta certeramente a la realidad, este claro dominio de la casuística, va guiado por un sano sentido común, siempre alerta. Es lo que presta encanto incomparable a la obra de los juristas romanos y asegura la inmortalidad de sus creaciones. La grandeza de la jurisprudencia clásica no es precisamente eso que con frase feliz a alguien ha llamado una "matemática de conceptos", sino algo muy distinto: el tacto práctico y el fino sentido de la realidad, que no necesita entrar a dilucidar la esencia de los conceptos para fallar a tono con ellos y encontrar la ley propia de cada caso, implícita en él y en todos los del mismo género.
El campo mejor cultivado por el talento de estos juristas es el Derecho de obligaciones –sobre el que carga el mayor peso del comercio jurídico– y especialmente aquellos contratos donde encuentra expresión la voluntad manifiesta y tácita de las partes –los llamados bonae fidei negotia–. Esta voluntad tácita, de que muchas veces ni los mismos interesados tienen clara conciencia en el momento de contratar, son los turistas romanos quienes la descubren y definen perdurablemente, formulando de mano maestra e insuperable las leyes de ella derivadas. Tal conquista, bien puede decirse que infunde soplo inmortal al Derecho romano de obligaciones, aunque sólo sea en lo tocante a los contratos "de buena fe". Las demás instituciones del Derecho privado fueron fruto perecedero y pierden su autoridad formal al promulgarse los modernos Códigos. Mas la esencia del Derecho de obligaciones, tal como los juristas romanos la cifraron, es un valor eterno. La voluntad que da vida a uno de aquellos contratos, a una compraventa, a un arrendamiento, etc., será siempre la misma, y sobre ella cimienta, como sobre roca vida, el Derecho romano. Las legislaciones modernas, por mucho que reformen y modifiquen, no podrán abandonar nunca la órbita de sus principios fundamentales.
El Derecho pretorio abre al ius gentium las compuertas del Derecho romano. Pero sin la intervención de la jurisprudencia, este Derecho libre, inasequible y cambiante, no hubiera podido jamás cristalizar en normas definidas, ni alcanzar la expresión precisa que da valor perenne a los principios de la "buena fe".
El Derecho romano cumple dignamente la misión que la historia le confía. En las obras de los juristas triunfa y cobra belleza clásica el "sentido jurídico" de la vida social. Faltaba darle los últimos toques al edificio. Esto quedaba reservado al poder imperial
Historia del Derecho romano (XI): fuentes del Derecho bajo el Imperio republicano
El Imperio romano atraviesa dos épocas. En la primera –el Principado– el emperador –princeps– se considera simplemente "el primer ciudadano" de la República; en la segunda –que empieza con Diocleciano y Constantino– tiene ya prerrogativas de monarca. Esta transición política se refleja en la historia del Derecho. El princeps de la primera época carece de poder legislativo; el monarca de los siglos IV y siguientes se arroga facultades de legislador. Bajo el Imperio republicano –que llega hasta el año 300 d.C. aproximadamente– el príncipe interviene en la vida jurídica decidiendo casos aislado –mediante "decretos" e "interlocuciones"–, dictaminando sobre litigios –mediante "rescriptos"–, dando instrucciones a los funcionarios –en forma de "mandatos"– y notificando al pueblo sus "edictos".
Decretos y rescriptos participan del mismo carácter; son medios de "interpretación auténtica". El emperador da la ley, a la par que la aplica al caso concreto. Los rescriptos pueden dictarse, bien a instancia de parte –que es el caso más frecuente– o de un magistrado, y adoptar la forma de respuesta en carta aparte –epístola– o la de una nota marginal, en el pliego de la misma instancia –suscriptio–. La resolución en ellos contenida tiene fuerza general, análoga a la de la ley (legis vicem) y equivale, por tanto, si se hace pública –proponere–, a una interpretación "auténtica". Los decretos y los rescriptos se mantienen en vigor, al igual que los responsa prudentium, aunque su autor no continúe en el Poder. La interpretación que se dice "auténtica" comparte siempre la fuerza obligatoria de la ley interpretada.Los mandatos que da el emperador a sus funcionarios son también, en la práctica, fuente de Derecho, a lo menos respecto de aquellas normas –capita ex mandatis– que figuran constantemente en las instrucciones oficiales. Los edictos se basan en la facultad edictal, común a todos los magistrados, y los que versan sobre Derecho privado hacen públicas las normas a que el poder imperial piensa ajustarse para la resolución de los asuntos de esta índole. Los edictos y los mandatos sólo obligan, por regla general, mientras vive el emperador que los dicta, a menos que su sucesor los confirme y renueve.
Los juristas agrupan todas estas normas nacidas del poder imperial bajo el nombre genérico de constitutiones, reconociéndoles fuerza legislativa, siempre que rijan con carácter permanente –lo que no es usual en los edictos ni en los mandatos–.
Mas la forma genuina que adopta la legislación de esta época no son las constituciones imperiales, ni son tampoco las leyes populares –que van haciéndose cada vez más raras, a comienzos del Principado–, sino los senadoconsultos. En la República, el Senado no tenía más misión que aplicar las leyes, interpretándolas con su autoridad. A fines de este período empieza a dar a los magistrados jurisdiccionales instrucciones obligatorias sobre el modo de administrar justicia –ejemplo de comienzos de la época imperial es el SC. Vellejano, del año 46 d.C.–, lo que, de hecho, le permite intervenir autoritariamente en la vida jurídica. Hasta que, más tarde, en la época imperial –aunque no sin resistencia, al principio– se convierte en verdadero poder legislativo, y esas normas adquieren fuerza civil (Gayo, I, 4). El senadoconsulto viene a recoger la herencia de los comicios. El príncipe preside el Senado, si así lo desea, y le propone sus acuerdos, por medio de la oratio. Desde Adriano, esta prerrogativa la ejerce ya exclusivamente el emperador; y, poco a poco, el derecho de los senadores a votar las propuestas imperiales se convierten en mero trámite formal; por lo cual muchas veces, en vez de citar el senadoconsulto, los juristas se limitan a citar la oratioimperial o "propuesta", que le precedió.
Los decretos y los rescriptos facilitan al Imperio republicano el resorte principal para influir en la vida del Derecho. Unos y otros contienen decisiones de casos aislados. Pero la jurisdicción de los emperadores, además de las formas pretorias, presenta otras, que dan peculiar carácter a su actuación. Su procedimiento, en todos los asuntos litigiosos de que entienden, es extra ordinem, o sea, por vía administrativa –sin intervención de un juez jurado, encargado de sentenciar–. Fallan directamente, mediante decreto, o "delegan" en un representante, el cual sentencia en nombre del emperador –generalmente ateniéndose a las instrucciones precisas de un rescripto imperial–. Este procedimiento por vía "extraordinaria" –al que se da también el nombre de proceso cognitorio– descansa siempre en el libre arbitrio del príncipe, y esto es precisamente lo que permite a los decretos y rescriptos imperiales impulsar el progreso jurídico. Al principio fueron simples medios de aplicación o interpretación del Derecho vigente, pero de una interpretación más libre todavía, si cabe, que la antigua interpretatio, la cual tenía que respetar, al menos, la letra de la ley: su fuerza para crear normas nuevas es ilimitada.
A la jurisdicción imperial se deben reformas jurídicas como las de la compensación y los testamentos, importantes medidas de protección de los esclavos contra el despotismo de sus dueños, de los hijos contra los malos tratos arbitrarios de sus padres, y restricciones al poder del paterfamilias en la disolución de los matrimonios de las hijas.
Además, los emperadores dan vida a una serie de nuevas instituciones. Creación suya son, en primer lugar, los fideicomisos. Hasta Augusto, las disposiciones a título singular habían de guardar, para ser válidas, las formas estrictas y solemnes de los legados. El Derecho imperial da validez jurídica, sin exigencia de forma alguna, al simple ruego del testador por el que éste encomienda al heredero instituido que haga llegar los bienes a manos de otra persona –fideicommissum–. La jurisdicción sobre estos asuntos corre a cargo de los cónsules, hasta que el emperador Tito crea un especial praetor fideicommissarius, encargado de resolverlos extra ordinem, como delegado del emperador; en las provincias desempeñan esta función los praesides. Los fideicomisos revolucionan todo el régimen de los legados del Derecho antiguo y hasta la herencia, bajo la forma de fideicomiso universal. La acción innovadora del Derecho imperial alcanza también a las obligaciones. De ella procede el acto jurídico de la cesión, que hace de los créditos derechos disponibles y, por tanto, verdaderos derechos patrimoniales. Otra innovación suya es el derecho a reclamar honorarios por ciertos servicios. El Derecho civil sólo concedía acción para demandar estipendio, tratándose de servicios de orden inferior –operae illiberales–. Los emperadores hacen extensiva extra ordinem esta protección a los "honorarios" devengados en las llamadas profesiones "liberales". El Derecho civil romano estimaba degradante convertir el trabajo en medio de vida. El más moderno contrato de servicios, que protege todo género de trabajos, sin hacer distinción entre los "liberales" y los "serviles" –pues todo trabajo honrado es digno–, tiene sus orígenes en la jurisdicción imperial.
Este nuevo Derecho, creado por los emperadores, se sale ya de los antiguos moldes del ius civile y del ius honorarium. No nace de una fuente de Derecho civilmente reconocida, ni se mueve tampoco –como el Derecho honorario– en una órbita de jurisdicción determinada o dentro de un territorio acotado. Es algo nuevo, que rompe con las antiguas tradiciones. Presenta, sin embargo, cierta semejanza con el Derecho honorario, basándose, como éste, en un poder jurisdiccional: es un Derecho honorario de nuevo cuño, donde resaltan ya las características de la incipiente Monarquía.
La primordial significación del Derecho imperial no reside tanto en las instituciones concretas a que da vida, como en la transformación de las ideas fundamentales que gobiernan el mundo jurídico.
Durante toda la época imperial, el Derecho romano extiende ininterrumpidamente su vigente a nuevos territorios. Este nuevo Derecho, contenido en los senadoconsultos y en las constituciones de los emperadores, no distingue ya, por regla general, entre ciudadanos y no ciudadanos. Siguiendo en esto, como en tantos otros respectos, las huellas del pretor, aspira a ser un Derecho universal y transporta a mundos nuevos el Derecho romano. Para comprender esto, precisa no olvidar que la ciudadanía romana había ido extendiéndose de un modo gradual y constante. Con César se inicia la era de concesión en gran escala de los derechos de ciudadanía y latinidad a favor de individuos y municipios enteros. Vespasiano otorga la latinidad –con los atributos del Derecho patrimonial romano que implica– a toda España. El emperador Caracalla da cima a esta obra en el año 212, concediendo la ciudadanía romana a todas las ciudades del Imperio; es decir, a todos los súbditos libres de las mismas, mediante la constitutio Antoniniana, de la que se excluyen solamente los "dediticios", o ser la población –en su mayor parte campesina– no organizaba municipalmente en ciudades, o formaba por súbditos carentes de derechos de ciudadanía y sujetos a un impuesto especial de captación. Más tarde desaparece también esta mínima excepción, tal vez por caer en desuso, sin necesidad de una derogación expresa; a lo menos, no pasa al Corpus iuris. El Derecho romano, que había empezado siendo un Derecho local, abarca ahora todo un Imperio: la ciudad de Roma se convierte en municipio universal. La reforma de Caracalla significa la muerte de todos los demás Derechos nacionales, incluso los que se mantenían florecientes y con gran vitalidad en el Oriente helénica: un emperador, un imperio, un Derecho. El Derecho romano fue, en manos de los emperadores, el instrumento de cohesión que sirvió para unificar jurídicamente los vastos territorios conquistados, sentando los inconmovibles cimientos del poder imperial.
La pugna tradicional entre el Derecho civil y el pretorio no tenía ya razón de ser, bajo este nuevo Derecho imperial y universal. La órbita jurisdiccional de los emperadores se va dilatando incesantemente, incluyéndose en ella, no sólo la jurisdicción personal del emperador, sino también las de sus delegados; por ejemplo: la del praetor fideicommissarius. Al paso que esto ocurre, los funcionarios del Imperio van convirtiéndose en delegados del emperador, y dejan de ser magistrados de la República para trocarse en servidores de la Monarquía imperial. Bajo Diocleciano es ya patente el nuevo carácter burocrático del Estado. Toda la justicia es administrada como jurisdicción imperial extra ordinem. Se borra, dentro de ésta, la antigua separación entre ius civile y ius honorarium. Ahora, el Derecho honorario, cualquiera que sea su fuente formal, se aplica sencillamente porque tal es la voluntad del emperador. En la práctica imperial, el Derecho pretorio se equipara al ius civile, y hasta se le concede cierta preferencia, llegando a eliminar, bajo la acción de los nuevos tiempos, las antiguas normas civiles. Ya los juristas habían plasmado en sus obras un Derecho romano armónico en que se superaba el "dualismo" jurídico de la época anterior. Este dualismo desaparece totalmente en el procedimiento imperial cognitorio. La distinción secular entre el Derecho civil, vigente por propio imperio, y el Derecho honorario, que sólo vive al amparo del pretor, se mantienen en idea hasta llegar al Corpus iuris, pero la jurisdicción imperial le despoja de toda significación práctica.
Historia del Derecho romano (XII): el Imperio monárquico y la legislación imperial
Con Diocleciano se abre la segunda etapa del Imperio romano, que comienza, aproximadamente, en el año 300.
La fuerza expansiva del Edicto pretorio decae bajo Adriano, y la jurisprudencia deja de constituir un poder independiente desde fines del siglo III. Por la misma época, el Poder imperial, consolidado ya como Monarquía, monopoliza, con el gobierno político, la dirección de la vida jurídica.La función legislativa, en la primera época del Imperio, corre a cargo de los decretos y los rescriptos, que, aunque sólo contengan soluciones a casos concretos, adquieren vigencia general con su publicación. El número de rescriptos publicados aumenta sin cuento; solamente de Diocleciano llegan a nosotros mil. Mas con esta emperador cesa el ejercicio del poder legislativo en semejante forma. Los rescriptos desaparecen de la jerarquía de las fuentes del Derecho desde Constantino. Aunque sigan dictándose, la decisión imperial se notifica exclusivamente a las partes interesadas y se concreta al caso decidido. El poder legislativo del emperador se separa de su poder jurisdiccional, judicial y dictaminador. No existen ya leyes ocasionales, dadas en forma de rescriptos públicos. Sólo tienen fuerza de obligar para todos las normas promulgadas con carácter general. La legislación se desliga de los vínculos fortuitos que antes le ataban a cada caso, para inspirarse en las necesidades generales del Imperio, y las decisiones sobre litigios particulares –los rescriptos y los decretos– vuelven a su cauce natural. Al lado de las resoluciones concretas del emperador, que perduran con su forma peculiar, aparecen, pues, las verdaderas "leyes" imperiales. La legislación monárquica, entendida en este sentido moderno, empieza a cobrar conciencia de sí misma y de su razón de ser.
Esta legislación imperial triunfante se encuentra con una doble misión: de una parte, le toca cerrar con sus iniciativas el ciclo evolutivo del Derecho romano, y de otra, compendiar y ordenar materiales anteriores.
Para lo primero era preciso que el ius gentium modelase definitivamente el Derecho civil y venciese de una vez la pugna entre éste y el honorario. Ambas cosas fueron conseguidas gradualmente por una serie de constituciones, sin necesidad de improvisar una codificación. El poder imperial se mantiene fiel a aquel carácter conservador, moderado y cauteloso, que caracteriza toda la historia romana. Los emperadores todos, desde Diocleciano y Constantino hasta Justiniano, en un período que abarca más de dos siglos, se esfuerzan por desbastar las instituciones tradicionales del Derecho –ius vetus–, hasta reducirlas a la más completa unidad y armonía. La mayoría de las reformas, hondas y definitivas, del Derecho privado no se llevan a término hasta Justiniano, el cual, personalmente y ayudado de sus consejeros, pone remate definitivo a la evolución del Derecho romano. Algunas de sus innovaciones –como las referentes al Derecho hereditario– son posteriores a la obra codificadora del Corpus iuris y hallan expresión en las "Novelas". Hasta la compilación justinianea siguen rigiendo las XII Tabla como base legislativa de todo el Derecho, y subsiste, en lo formal, la distinción entre el Derecho civil y el honorario. Es el Corpus iuris quien recoge y compendia los resultados de la secular evolución que arranca de aquella primitiva ley, asumiendo su herencia y la de todas las fuentes del Derecho de la época clásica y posterior. Desde un punto de vista formal puede decirse que el Corpus iuris confiere la dirección de la vida jurídica al Derecho civil; aunque de hecho, representa el más cumplido triunfo del Derecho honorario, aliado al Derecho de gentes.
Caracalla concede la ciudadanía a todos los súbditos del Imperio. Se mantienen en pie la idea de que el Derecho romano solamente rige para quienes pertenezcan a la ciudad de Roma. Su extensión al Imperio todo requería conceder el título de ciudadanía a todos los súbditos. Mas los nuevos ciudadanos romanos no tienen sello nacional; pertenecen al orbis terrarum. No existe ya dentro del Imperio más que una nación: la romana, identificada con la humanidad, y en la cual se resume la civilización de los pueblos antiguos. Aparentemente, Roma triunfa sobre Grecia, y el Derecho romano vence al Derecho helénico del Oriente. Pero en el fondo, la civilización griega, políticamente vencida, reacciona sobre el Imperio triunfante y sobre su Derecho, y de rechazo los heleniza. El Derecho griego había adquirido ya un alto grado de desarrollo y fuerte unidad, dentro de los vastos campos de la cultura helénica. La papirología, cuya importancia para la historia del Derecho romano es cada día mayor, va extrayendo de las arenas del desierto egipcio, y hace desfilar ante nuestros ojos, con vivos colores, la vida jurídica de los países orientales, sorprendente por su vitalidad creadora y su gran fecundidad. Se comprende que Caracalla no pudiese barrer de un plumazo un Derecho como éste, tan arraigado y frondoso. Pese al Derecho romano conquistador, en la práctica diaria perduran, con el Derecho griego, y tan firmes como él, los demás Derechos nacionales de Oriente. Más aún: en su vana pretensión de someter el helenismo en bloque al Derecho imperial romano, las ideas jurídicas griegas se abren paso, subterráneamente, y trascienden al Derecho romano, influyendo por modo notable en su nueva orientación. Desde el siglo IV, el centro de gravedad del Imperio se desplaza, cada vez más resueltamente, hacia el Oriente helénico. El espíritu griego, con sus tendencias abiertas y cosmopolitas, triunfa sobre el mundo romano tradicional. Los emperadores que reinan en Constantinopla escapan al peso de las tradiciones romanas e itálicas, para entregarse de lleno a las ideas y exigencias de aquel mundo provincial. La provincia ahoga a la metrópoli y el helenismo vence al romanismo. El ius gentium destierra definitivamente al vetusto ius civile. De este modo, el Derecho romano cierra el ciclo de su existencia bajo el predominio del Derecho griego, y un Derecho universal, abierto a las nuevas influencias, nace de las viejas leyes de la ciudad de Roma.
Ya no quedaba sino recoger los frutos de esta cosecha y guardarlos cuidadosamente para el porvenir. Tal era la segunda misión reservada al Imperio. Veremos como le cima, con su labor codificadora, en la próxima entrega.
Historia del Derecho romano (XIII): la codificación de Justiniano
El Bajo-Imperio –que comienza en el siglo IV– encuentra repartidas en dos constelaciones las fuentes del Derecho: una, la del Derecho tradicional –ius vetus, que ahora recibe también, por antonomasia, el nombre de "ius"–, cristalizado como sistema en el período clásico de la jurisprudencia romana –transcurso del siglo II y comienzos del III–; otra, la del nuevo Derecho imperial –"leges" o ius novum–. Ambos cuerpos de Derecho –el "ius" y las "leges"– presiden, completándose recíprocamente, la vida jurídica, y son, en síntesis, el fruto en que se cifran las etapas históricas recorridas por el Derecho romano desde su época primitiva hasta los tiempos actuales del Bajo-Imperio.
El "ius" estaba contenido, formalmente, en las XII Tablas, leyes del pueblo, senadoconsultos, Edicto pretorio y constituciones imperiales del primer período. En realidad, ni los tribunales ni los particulares utilizaban ya estas fuentes por vía directa, sino acudiendo a las obras doctrinales de los juristas clásicos, donde, enriquecidas, se exponían sus normas. En el Foro ya no se citaba al pretor ni a las leyes, sino a Papiniano, Paulo, Ulpiano, etc., sin pararse a distinguir el texto en que la opinión de estos autores se hallaba expuesta. La autoridad conquistada por las "respuestas" de los juristas desde principios del siglo II se comunica ahora, en la práctica, a todas las obras doctrinales. Hay que tener en cuenta, además, que, en el transcurso del siglo III, deja de otorgarse el ius respondendi, siendo el emperador, desde Diocleciano, la única autoridad dictaminadora, que ejerce su poder mediante los rescriptos. Desaparece, pues, por entero la antigua distinción entre juristas asistidos del ius respondendi y los privados de él. Así se explica que Gayo, cuyas obras nos admiran por su fluidez y diafanidad helénicas, se conquista ante los tribunales, en el siglo IV, sin haber tenido nunca el ius respondendi, igual autoridad que Paulo y Papiniano. Obedecía esto a una necesidad vivamente sentida. Las antiguas fuentes del Derecho, y en especial las leyes y el Edicto, resultaban ininteligibles para la época, por su idioma, a la par que por su concisa y oscura redacción. Como no podían manejarse directamente las fuentes antiguas, fuerza era acudir a las obras doctrinales, fundadas en ellas. El ius o Derecho del pasado se aplicaba, pues, a través de las obras de los juristas: de aquí que el "ius" –"ius vetus"– fuese sinónimo de "doctrina jurispericial".
El poder imperial no necesitaba sino modificar, completar y confirmar este Derecho de los juristas, en cuanto estimase necesario. A este fin se encaminaban diversas leyes de la época, entre ellas la famosa Ley de citas de Valentiniano III, del año 426, la más importante de todas, que se limita a confirmar los usos de la práctica, contrarrestando la penuria de ideas jurídicas reinante entre los jueces, sobre todo en el Imperio de Occidente, abocado a su disolución. Esta ley sanciona y refrenda las obras de Papiniano, Paulo, Ulpiano, Gayo y Modestino y todos los citados por ellos –acotando así oficialmente el campo de la doctrina clásica–, y ordena que los juzgadores respeten en sus fallos las opiniones de estos juristas. En caso de disparidad, decide la mayoría, y de surgir empate, el parecer de Papiniano; si éste no tiene criterio sobre el particular, se deja la solución al arbitrio del juez. Ya no se habla para nada de las antiguas fuentes; su virtud pasa ahora por entero a las obras de los juristas. Jamás movimiento literario alcanzó triunfo tan rotundo.
El uso contaba entre las fuentes del "ius" –vetus– los Códigos formados con antiguas constituciones imperiales –principalmente rescriptos–, en especial el Código Gregoriano –escasamente posterior al año 294–, compuesto, por lo que parece, en Berito, y el Hermogeniano, coetáneo de aquél, y que le sirvió de complemento. El valor práctico de estas colecciones consistía en recoger gran número de rescriptos –entre ellos copiosas resoluciones de Diocleciano –que los juristas clásicos no habían podido alcanzar en sus obras–.
Órgano genuino del Derecho imperial –"leges"– de esta época son los "edictos", en el nuevo sentido que adquiere la palabra; es decir, las constituciones generales públicamente notificadas, que, como antes los rescriptos del Derecho postclásico, exigían apremiantemente una compilación que facilitase su manejo. Vino a llenar esta necesidad el Código Teodosiano, publicado en el año 438 por el emperador Teodosio II, y promulgado por Valentiniano III con fuerza de ley para el Imperio de Occidente. En él figuran las constituciones "generales" dictadas desde Constantino, quedando sin efecto todas las demás de este período no contenidas en la compilación. Al Código de Teodosio siguió, hasta llegar a Justiniano, una serie de leyes imperiales, conocidas y agrupadas hoy bajo el nombre de "Novelas post-teodosianas".
Resumiendo, pues: al subir al trono Justiniano, se hallaban en vigor y en uso: las obras de los juristas señalados por la Ley de citas, las antiguas constituciones imperiales contenidas en los Códigos Gregoriano y Hermogeniano, y finalmente el Código Teodosiano, con sus "Novelas".
Con estas materias se forma el Corpus iuris, que pasamos a estudiar.
- El Corpus iuris
El emperador Justiniano –que reina del año 527 al 565– concibe el plan de unificar todo el Derecho vigente, para lo cual ordena la formación de dos compilaciones: una compuesta por las doctrinas de los juristas –"ius"– y otra por el Derecho imperial –"leges"–. Además, hace redactar, con el nombre clásico de "Instituciones", un breve compendio para servir de introducción al nuevo Código y a los estudios jurídicos. Son, pues, tras las partes de que consta la codificación justinianea: las Instituciones, el Digesto o Pandectas y el Código.
+ Las Instituciones
Las Instituciones –divididas en cuatro libros– contienen un rápido esquema histórico-dogmático del Derecho de la época, compuesto, bajo la dirección de Triboniano, por los profesores Teófilo y Doroteo, quienes utilizan para ello las obras institucionísticas de otros juristas antiguos, tales como las de Ulpiano y Marciano, y muy principalmente las "Instituciones" y Res quotidianae de Gayo. Las Instituciones de Justiniano se publican formando parte de la compilación y participan de su misma fuerza legal.
+ El Digesto o Pandectas
El Digesto o Pandectas, compuesto de 50 libros, se halla formado por fragmentos doctrinales de juristas: se compendian en él, por tanto, el "ius" o Derecho científico. Su redacción fue encomendada por Justiniano a una comisión de abogados y profesores, bajo la dirección de Triboniano. Para facilitar la labor codificadora –en la cual se sigue, por regla general, el plan del Edicto–, los redactores se agrupan en tres subcomisiones, encargada cada una de extractar un conjunto de obras: a la primera se confían las referentes al Derecho civil, que forman el fondo llamado "sabinianeo", por hallarse integrado principalmente por las obras de Sabino y sus comentadores; a cargo de la segunda corren las obras que atañen al Edicto –"fondo edictal"–, y la tercera se encarga de las relativas a cuestiones y casos concretos –"fondo papinianeo", por figurar en él principalmente Papiniano y los comentarios a su obra–. Reunidos los extractos aportados por cada sección, se agruparon bajo sendas rúbricas, por orden sucesivo, los tres núcleos de obras, agregándoles a modo de apéndice los resúmenes de otras que no figuraban en los fondos primitivos y se reservaron para un "fondo adicional". Como el fin perseguido al formar la compilación no era precisamente una investigación histórica, sino un Código de vigencia práctica, se dieron a la comisión codificadora plenos poderes para que alterase los textos compilados, en todo aquello que fuese necesario para adaptar las obras clásicas al estado de Derecho vigente en la época; estas alteraciones reciben el nombre de interpolaciones o emblemata Triboniani. Que fueron profundas y numerosas es cosa cada vez más plenamente demostrada por la investigación. El Corpus iuris es una obra definitiva de legislación, en que se consagra el sistema del Derecho justinianeo, enriquecido con nuevas ideas. Se propone a la vez desterrar del Derecho vigente las controversias y divergencias de opinión, tan corrientes entre los juristas clásicos; para lo cual, los compiladores se limitan siempre –o, al menos, lo pretenden– a seguir un solo criterio. De este modo desaparecen los matices doctrinales del juicio individual y triunfan en la grandiosa obra la unidad y la armonía. Justiniano y sus consejeros podían contemplar con orgullo su labor, que constituía una verdadera victoria, condensando en un Código más de dos milenios de historia jurídica. Donde antes existía un caos doctrinal, se alza ahora un mundo armónico, animado por el espíritu de los nuevos tiempos. Promulgada la compilación, el emperador prohibe volver al manejo de los textos primitivos de juristas, y da fuerza de ley al compendio oficial, a un tiempo compilación y creación original de la jurisprudencia romana. Jamás Código alguno se formó con tan preciosos materiales.
+ El Código
El Código, dividido en 12 libros, es una compilación de constituciones que abarca las del Derecho antiguo, referentes a casos concretos, y las nuevas constituciones "generales" del Bajo-Imperio; es decir, una codificación de las "leges" o Derecho imperial, que completa la del "ius" o Derecho antiguo, contenida en el Digesto. En el año 528 ordena Justiniano la formación de un nuevo Código, basado en los existentes, Gregoriano, Hermogeniano y Teodosiano, y en las constituciones posteriores a este último, el cual fue publicado al año siguiente. Más tarde, la redacción del Digesto y las Instituciones, con sus profundas innovaciones del Derecho material, obligan a revisar nuevamente el Código, derogándose el vigente del año 529, para publicar otro en el 534. Esta "segunda edición" del Código o Codex repetitae praelectionis, es la incluida en nuestro Corpus iuris. Distribuidas en diversos títulos, figuran en él, por orden cronológico, las constituciones imperiales recopiladas, en las cuales no faltan tampoco interpolaciones, introducidas con el fin de armonizar las antiguas normas imperiales con el Derecho vigente. Todas las constituciones no recogidas aquí quedan sin efecto. El Código de Justiniano representa, respecto al Derecho imperial o "leges", lo que el Digesto respecto al "ius".
Con esto queda terminada la labor compiladora de Justiniano. En la nueva recopilación se recoge con carácter definitivo todo el Derecho vigente. Las Instituciones, las Pandectas y el Código, no obstante haberse publicado en diferentes fechas, se consideran y rigen como partes de un Código único. Para evitar que se promuevan nuevas controversias, el emperador prohibe –bajo pena de deportación y confiscación de bienes– hacer comentarios a la nueva ley, por ser –a su juicio– fuente constante de enredos y confusiones, y labor, por tanto, no sólo inútil, sino inconveniente y punible. El propio emperador se reserva la facultad de decidir por sí todas las dudas que se originen; con lo que, naturalmente, se impone la necesidad de nuevas constituciones, que el mismo Justiniano dicta en número bastante crecido, formando las llamadas "Novelas" o novallae constitutiones, más tarde recopiladas. La compilación de las Novelas usada por los glosadores de la escuela de Bolonia –que se llamó el "Authenticum"– fue incorporada, en el siglo XVI, al Corpus iuris.
Historia del Derecho romano (XIV): resultado de la compilación justinianea
Al formar Justiniano su compilación, se hallaba la Europa occidental en poder de los bárbaros. Mas el Derecho germánico –fuera de lo tocante a la organización pública– regía sólo para los conquistadores, sin alcanzar a los súbditos conquistados; y el Derecho romano –privado, penal y procesal– sigue dominando, por regla general, sin alteración en las Monarquías visigoda, borgoñona y franca. Los reyes bárbaros se creen en la obligación de proteger el Derecho romano tradicional, mediante especiales codificaciones –anteriores al Corpus iuris–, lo cual confirma, por otra parte, la apremiante necesidad que se sentía de un Código en que se compendia el Derecho vigente y con el que se facilitase su aplicación. Apenas consolidados los poderes públicos –y en el Occidente, la fundación de los Imperios bárbaros equivale a una resurrección–, la fuerza de las cosas impone, en ambas partes del Imperio, la redacción legislativa del Derecho romano.
Alrededor del año 500 –es decir, unos treinta años antes que el Corpus iuris –se forman en las Monarquías bárbaras las Leges Romanae, en que se recogen y compendian las instituciones jurídicas de Roma. Son lo contrario de las que hoy se llaman Leges Barbarorum, o sea los Derechos nacionales de los pueblos bárbaros. La lex Romana se dicta para los romanos; las "leyes barbáricas" –lex Burgundionum, Wisigothorum, etc.–, para los súbditos bárbaros del Imperio.En tres Monarquías rigen estas leges Romanae: en la ostrogoda, borgoñona y visigótica. El Edictum Theodorici, de Teodorico el grande –dado hacia el año 500–, es la ley romana de los ostrogodos. En el reino borgoñón rige la lex Romana Burgundionum –llamada asimismo "Papianus"–, del rey Gundobaldo, originaria también del año 500. La lex Romana Wisigothorum –conocida igualmente con el nombre de Breviarium Alarici–, promulgada por el rey Alarico en el año 506, es ley del imperio visigótico.Las leyes romanas, ostrogoda y borgoñona, no pretenden reunir en una síntesis completa el Derecho romano, ni, por tanto, representan una verdadera codificación. Se limitan a compendiar las normas de interés práctico más señalado; y respecto de las materias no tratadas en ellas, se mantienen en vigor las fuentes romanas. Figuran aquí algunas constituciones imperiales, tomadas de los antiguos Códigos, particularmente del teodosiano, las sentencias de Paulo y ciertos "Sumarios" o indicaciones y comentarios breves –interpretationes–, muy usados para fines didácticos en esta época. Pero en ninguno de estos textos se atisba ya el genuino espíritu del Derecho romano. Lo único que se conserva es lo tosco, lo material. La noble conciencia que de sí mismo abrigaba el Derecho antiguo desaparece al pasar a estas leyes bárbaras, en las cuales es patente la tendencia a asimilarse las ideas del Derecho germánico. Éste nada tenía que temer de leyes como la borgoñona y el "Edicto de Teodorico". El Derecho romano, desfigurado y mutilado por estos Códigos, jamás hubiera logrado imponerse al mundo.
La ley romana visigótica o Breviarium Alarici es cosa muy distinta. En Alarico II alienta ya la verdadera idea codificadora. En el propósito de este monarca, la nueva ley debía derogar todas las demás fuentes jurídicas romanas, y ser, en lo sucesivo, el único Código de ese Derecho que rigiese en sus dominios. Es curioso que fuese un rey germano quien primero sintió la necesidad de rematar la evolución del Derecho romano, recogiendo en una codificación los resultados de su historia de varios siglos.
España, gracias a su situación geográfica, se hallaba menos expuesta que otros territorios de Occidente a las devastaciones de los pueblos transmigrantes. En ella, y en los territorios de las Galias, hasta el año 507 pertenecientes al reino visigodo, se refugian las energías postreras de la raza romano-latina. Alarico disponía, para formar su Corpus iuris, de elementos culturales de que carecía el propio Teodorico, no obstante contar entre sus dominios la ciudad de Roma. Esto explica las diferencias existentes entre la ley galo-hispana y la ostrogoda. La lex Romana Wisigothorum sigue un plan semejante al que había de adoptar más tarde Justiniano: renunciando a exponer por modo original el Derecho romano, se limita a extractar las fuentes tradicionales, que conservan la materia y forma clásicas. En la lex Romana Wisigothorum figura, como parte principal, un extracto del Código teodosiano, seguido de algunos fragmentos doctrinales: las instituciones de Gayo, en una versión abreviada –"Epítome visigótico"–, parte de las Sentencias de Paulo, varios textos de los Códigos gregoriano y hermogeniano, y, a título honorífico, un pasaje de Papiniano, en el cual termina. Los fragmentos comprendidos en esta ley aparecen, por regla general, reproducidos sin alteración, si bien se les añade una "interpretacio", con el fin de adaptarlos a la práctica del reino visigodo, sirviéndose, probablemente, los compiladores, para formarla, de los "Sumarios", usuales en esta época. Sólo carece de "interpretación" el liber Gaji, que los redactores de la ley encuentran ya abreviado con fines docentes, limitándose a reproducirlo en su forma de epítome, por considerarlo adaptado, sin necesidad de más aclaración, a los tiempos y a la inteligencia general.
Por la ley romana visigótica desfila todo el Derecho romano vigente en la práctica de la época, utilizándose para formarla muchas más fuentes que en la ostrogoda y la borgoñona. En ella, cuando menos, aparecen conservados con mayor pureza el Derecho romano imperial y una serie de textos de la jurisprudencia clásica. He aquí por qué mientras aquéllas se extinguen y desaparecen con los reinos que las promulgan, el Breviario alariciano mantiene su vitalidad en el Occidente cuando, al unirse en España bajo un nuevo Código, refundición de la lex Wisigothorum –en el siglo XVII–, godos y romanos, pierde la vigencia en estos dominios. La ley visigótica extiende su radio de acción por todo el Occidente de Europa hasta el siglo XI, llevando su imperio –aunque desfigurada, no pocas veces, por pésimos compendios– a la vida jurídica del Sur de Francia y algunos territorios de la Alemania meridional. En ciertas escuelas monacales alemanas de los primeros siglos de la Edad Media, el Breviario de Alarico, combinado con las leyes nacionales germánicas, sirve de base para la enseñanza del latín y del Derecho. Italia, en cambio, reconquistada –aunque fugazmente– por Justiniano, se rige por su Corpus iuris. A partir del siglo VI coexisten, pues, dos compilaciones: la del reino visigótico y la justinianea; una en Oriente y otra en Occidente; cada una con su propia esfera de acción. ¿Cuál de los dos triunfaría en el porvenir?
De la pugna sale victorioso el Corpus iuris bizantino. La escuela de los Glosadores, que hace cobrar nuevo aliento, en la Italia del siglo XII, a los estudios del Derecho romano, se acoge a él, y al triunfar la jurisprudencia italiana, el cuerpo del Derecho justinianeo, vigente ya en este país, conquista el resto del mundo occidental. La compilación bárbara sucumbe ante el empuje de la oriental. Mas no es el azar de la Historia quien da el triunfo al Código bizantino, sino el gran mérito de haber sabido señorear la doctrina jurídica romana, recogiendo en los fragmentos del Digesto el espíritu de aquellos grandes juristas para transmitirlo a la posteridad. Jamás el Derecho romano hubiera pasado a los pueblos modernos tal como lo presentaba el Código visigótico. Los profesores y consejeros de Justiniano, y el propio emperador, eran todavía continuadores, aunque remotos, de las antiguas tradiciones jurídicas romanas, cuya evolución, aun no consumada en el período clásico, lograron acabar, inspirándose en las nuevas ideas, nada banales. Penetrando en el espíritu de la jurisprudencia, acertaron a introducir en sus textos las alteraciones e innovaciones precisas para construir sobre los fragmentos clásicos el Derecho romano-helénico de la nueva época y así rematar dignamente el magno edificio histórico. En el Corpus iuris brilla la soberana belleza del Derecho romano, que con sólo mostrarse subyogó al mundo. En él se atesoran y se transmiten a la posteridad las grandes conquistas de la jurisprudencia romana; sin ello, les hubiera sido imposible incorporarse a los pueblos modernos. En el Derecho, y en muchos otros órdenes, nuestra época se halla muy obligada a los esfuerzos realizados por el espíritu bizantino por conservar y transmitirnos los tesoros de la antigüedad.
Tal es, en suma, la labor magnífica realizada por Justiniano con su Corpus iuris: gracias a él, la obra maravillosa del Derecho romano alcanza definitiva consagración y se resume en la forma acabada a que debe su perdurabilidad. Ya nada importaba que sucumbiese el Imperio político de Roma: el Derecho romano tenía fuerzas sobradas para sobrevivirle.
Historia del Derecho romano (XV): el Derecho romano en Bizancio después de la compilación de Justiniano
En el Imperio romano oriental, el alumbramiento del Corpus iuris agota las fuerzas de juristas y legisladores. Después de promulgada la compilación, los autores se limitan, salvo raras excepciones poco importantes, a traducir al griego algunas de sus partes o a reproducirlas en extractos y transcripciones interpretativas –paráfrasis– (1). Rara vez aparece algún estudio de otro orden.
La legislación sigue la corriente de los tiempos y se contenta con sacar materiales de la cantera del Corpus iuris. No fue otra la labor de las Basílicas, compuestas hacia el año 900, empezadas por el emperador Basilio Macedo –867-886– y acabadas por su hijo León, el Filósofo –886-911–.Las Basílicas reproducen, aunque muy compendiadamente –en 60 libros–, las normas del Corpus iuris a través de extractos y traducciones del siglo VI. Las "Basílicas" mantienen formalmente su vigencia en el Imperio romano de Occidente durante mucho tiempo. Sin embargo, en la práctica no tardó en abandonar su manejo directo para sustituirlo por compendios y obras de segunda mano. Libro notable de este género es el Hexabiblos, de Harmenópulos –año de 1345–, "deplorable compendio, extracto de extractos". El "Hexabiblos" fue una especie de Código del Imperio oriental agonizante. Su vigencia perdura todavía bajo los turcos, y en el año 1835 se le confiere fuerza de ley para el reino de Grecia. La historia del Derecho romano en Oriente sigue una trayectoria constante de decadencia, y al igual que la Iglesia y el Imperio, se torna de organismo vivo en cuerpo momificado.
Era en Occidente donde el Derecho romano estaba llamado a renacer con más pujante vida.
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(1) Justiniano prohibe, bajo graves sanciones, todo género de comentarios. Las obras de Doroteo y Cirilo –estas segundas caracterizadas por el sello original de su exposición– redactadas, reinando Justiniano, se limitan a reseñar el contenido del Digesto, sin pararse a comentarlo. Hasta después de muerto Justiniano, y cuando ya se consideraba derogada aquella prohibición, no dio a luz Estéfano sus Comentarios. No parece fácil de explicar cómo Teófilo, que murió antes que Justiniano, haya escrito unos Comentarios a las Pandectas, a pesar de la mencionada prohibición.
Historia del Derecho romano (XVI): el Derecho romano en Italia después de la compilación de Justiniano
Aun después de sucumbir el Imperio de Occidente, el Derecho romano prejustinianeo conserva su vigencia en estos territorios para los antiguos súbditos de Roma. Mas este Derecho "romano", conservado en Occidente y estudiado por Savigny en su brillante "Historia" (1), atraviesa el mismo proceso de asimilación de la lengua latina. Del latín nacen, por transfusión de elementos germánicos, las lenguas romances; de modo análogo, el Derecho romano va perdiendo, en estos países, su primitiva personalidad y degenera en un Derecho románica bárbaro, que sólo conserva un remoto parecido con el Derecho romano original, pero sin dejar traslucir la más leve huella del estilo clásico.
Únicamente queda un país en que no se pierde por entero el contacto con el Derecho romano del Corpus iuris: Italia. Mientras sobre Francia, a comienzos del siglo VII, cae ya la barbarie, refugiándose en las celdas monacales los restos de la vida intelectual, en Italia se mantienen fructíferas las tradiciones de la cultura secular, albergadas en los estudios "retóricos", gramáticos y filológicos, donde se fecundan los grandes monumentos jurídicos del siglo VI, extendido a Italia, con la reconquista bizantina, el Corpus iuris. Sin embargo, no se ha descubierto aún el manuscrito pisano o florentino. Toda la actividad literaria gira en torno a las Instituciones y algunos fragmentos del Corpus iurisy otras obras jurídicas, al igual que en Bizancio por la misma época. El espíritu del tiempo no está a la altura de las fuentes originales del Derecho romano, entre las cuales descuellan las Pandectas, sobre las que se ha de llevar a cabo la magna empresa a los juristas italianos reservada.Fue una suerte que viniesen las energías de una raza y un Derecho nuevo –los germánicos– a liberar a los estudios del Derecho romano de las ligaduras bizantinas, imprimiéndoles el vital impulso que con el tiempo había de convertirles en rival suyo peligrosísimo.
Los longobardos –pueblo germánico– poseían el don innato del Derecho. A su genio plástico, capaz de vaciar en leyes expresivas un Derecho consistente y vigoroso –baste citar en comprobación de estos los Edictos de los longobardos y las Capitulares de los reyes francos–, unían, desde antiguo, una clara conciencia para aplicar rectamente los textos legales. Los jueces del Tribunal imperial de Pavía crearon una escuela de Derecho longobardo, que florece en el siglo X y culmina en el XI. Tuvo por Código esta escuela el Liber Papiensis –compilación de Edictos y Capitulares, agrupados por orden cronológico–, especie de Corpus iuris Longobardici, formado y comentado por aquellos juristas, mediante glosas y fórmulas procesales. Sus trabajos determinan, hacia el año 1070, un Comentario completo al Código paviano al que se da el nombre de "Expositio", obra admirable y sin par en la ciencia del Derecho de la época. De fines del siglo XI procede también el Código llamado "lombardo", compilación sistemática de las materias contenidas en el Liber Papiensis, el cual es, en el siglo XII, base de la ciencia jurídica lombarda, que ahora tiene su principal hogar en Bolonia, y cuyos frutos recoge en su aparato de glosas Carolus de Tocco hacia el año 1215.
Parecía que el Derecho germánico iba a triunfar sobre el romano, en la ciencia como en la práctica. Sin embargo, este aparente triunfo de la jurisprudencia longobarda no hace otra cosa que alentar al Derecho romano y darle nueva vida.
Historia del Derecho romano (XVII): los glosadores
En la segunda mitad del siglo XI, el método longobardo se aplica, en Bolonia, al estudio del Corpus iuris por la escuela de los Glosadores, que con él llevan a nuevo apogeo la ciencia del Derecho romano, poniendo los cimientos para la moderna ciencia jurídica.
Fue fundador de esta escuela un jurista de nombre alemán: Irnerio –Werner o Guarnerio–, que vivió a fines del siglo XI y principios del XII. A él se debe el hallazgo, en una transcripción del manuscrito pisano o florentino, del texto primitivo de las Pandectas. Irnerio consagra su claro ingenio a dominar el contenido de la compilación romana. Maestro de Gramática y Dialéctica –magister in artibus– en Bolonia, se acerca al Digesto con el criterio propio de estos estudios. Mas, pronto el filólogo cede al jurista, que de la forma gramatical pasa al examen del contenido, construyendo un aparato de glosas o notas marginales explicativas sobre el texto original, que denotan un perfecto dominio de la compilación y abren el futuro las puertas de este templo legislativo, selladas durante tantos siglos. Brillan entre sus discípulos los llamados "cuatro doctores": Martín, Búlgaro, Jacobo y Hugo, contemporáneos de Federico Barbarroja, y en la primera mitad del siglo XIII, Azón, Acursio y Odofredo. La escuela boloñesa debe su fuerza original al método exegético tomado de los lombardistas; método que, penetrando en el detalle mediante glosas explicativas, abarca y señorea todo el Corpus iuris. De igual modo que los lombardistas, los glosadores, interpretando los diferentes pasajes, hacen especial hincapié en los lugares concordantes o paralelos, y se remontan sobre la letra de la ley, allanando sus contradicciones, poniendo en íntima relación las materias afines, y así, colocando en su debido lugar cada detalle, alcanzan cumplida y armónica inteligencia de su conjunto. El anhelo de sintetizar y dominar sistemáticamente las materias determina la aparición, en esta escuela, de las "sumas" o "súmulas" y las "distinciones". En éstas se analizan y desarrollan los conceptos generales –por ejemplo: el concepto del Derecho–, desarticulándolos en sus diversas acepciones –Derecho civil, pretorio, etc.–. El renacimiento de las Pandectas y del Derecho romano y su cimentación imperecedera sobre un magno aparato de glosas: tal es el perenne monumento que los Glosadores se erigen, y tal es la obra que legan a la posteridad.
En la "Glosa ordinaria" de Acursio –compuesta hacia el año de 1250– se resumen y acaba la labor de esta escuela. Toda ciencia basada en métodos exegéticos alcanza por fuerza un grado en su evolución que le es imposible superar.
No bastaba haber descubierto el Derecho romano, para garantizar su triunfo en la práctica. Sería erróneo pensar que los Glosadores cambiaron repentinamente la vida jurídica. La administración de justicia sigue, en Italia como en los demás países, por los antiguos derroteros: la labor de esta escuela fue, en un principio, más teórica que práctica. Para conquistar la práctica y volver a reinar sobre el mundo jurídico, el Corpus iuris necesitaba una nueva versión que adaptase a los tiempos medievales el Derecho romano contenido en él.
Los Glosadores, comprendiéndolo así, hicieron ya algo en este sentido. Entre las Authenticae o extractos de constituciones imperiales romanas de la última época, añadidas por aquéllos al texto del Código, figuran algunos tomados de leyes de los emperadores bárbaros Federico I y II. Más importante todavía es la inclusión en su cuerpo de Novelas de los llamados Libri Feudorum, que eran una especie de textos del Derecho feudal longobardo, procedentes del siglo XII, y basados también en leyes imperiales bárbaras. Se manejaban generalmente en el texto fijado por Acursio, acompañado de su aparato de glosas. El pensamiento de los Glosadores era, sin duda, hacer del Derecho romano un Derecho vivo; por eso en su Corpus iuris asoma siempre el cetro del Imperio germánico, y por eso también el templo glorioso del Derecho romano se ve ceñido, en esta época, por las murallas feudales de la Edad Media.
Historia del Derecho romano (XVIII): el "Corpus iuris canonici"
La Iglesia había acometido, con mayor fortuna que los Glosadores, la empresa de refundir el Derecho romano, para adaptarlo a sus nuevas necesidades. El Derecho canónico no se contuvo dentro de la órbita reservada a la Iglesia, sino que afrontó la obra de modelar de nuevo todo el Derecho privado, penal y procesal, conforme al espíritu eclesiástico, labor ésta que llevan a término las Decretales de los papas y en especial las de Alejandro III, Inocencio III y Bonifacio VIII.
Las Decretales eran resoluciones dadas por los pontífices sobre asuntos concretos, acerca de los cuales se les consultaba; se asemejaban, por consiguiente, a los rescriptos de los emperadores romanos. En sus copiosas decisiones casuísticas, que destacan las líneas fundamentales del nuevo orden jurídico, surge un nuevo Derecho eclesiástico, en que revive el antiguo espíritu de los romanos y que permite hablar, con razón, de un ius utrumque: el romano y el canónico. Lo que no consiguieron las leyes germánicas, lo logra en esta época el Pontificado, alzando frente al Corpus iuris civilis un nuevo Código universal: el Corpus iuris canonici, terminado a principios del siglo XIV (1).Esta nueva legislación aporta al campo del Derecho privado principios fundamentales nuevos, de gran trascendencia: como, por ejemplo, la buena fe, como requisito esencial en la prescripción de las acciones y en la usucapión, la prohibición del pacto de intereses, etc. En materia de Derecho penal y procesal, sobre todo en la prueba, influyen notablemente en el Derecho canónico los Derechos locales italianos y, a través de ellos, las ideas jurídicas germánicas.
Historia del Derecho romano (XIX): los Comentaristas
A la escuela boloñesa de los Glosadores sigue, a mediados del siglo XIII, la de los Postglosadores o Comentaristas, que alcanza en el XVI su máximo apogeo, con CINO DE PISTOYA, BÁRTOLO y BALDO. El desdén de que frecuentemente es objeto este segundo período de la jurisprudencia italiana –cuya sede principal reside en Perusa, Padua, Pisa y Pavía– obedece a la poca estima en que se tiene su aportación a los estudios del Corpus iuris.
Consideradas con tal criterio, no se puede negar que las figuras de esta escuela son simple epígonos –de aquí su nombre de Postglosadores–, que, respecto a los métodos de trabajo, sólo se distinguen de los Glosadores en que donde aquéllos ponían breves observaciones exegéticas o "glosan", éstos redactan largos y fatigosos comentarios, plagados de distinciones escolásticas –a los que deben su nombre de Comentaristas–; en los cuales, apartándose del texto del Corpus iuris que los origina, se pierden en prolijas digresiones doctrinales, sin relación apenas con el lugar comentado o la glosa correspondiente.En realidad, la labor y misión de estos juristas son muy distintas a la de los Glosadores. No les anima el propósito de explicar el Corpus iuris, porque para ellos el estudio del Derecho romano termina en la "Glosa", sino la ambición de alcanzar un triunfo distinto y más grande, construyendo, sobre las bases sentadas por la anterior escuela, un Derecho nuevo capaz de aplicación; un Derecho común que sirva, ante todo, para satisfacer las necesidades de Italia.Es el "quatrocento", la época den que las mejores inteligencias se esfuerzan ahincadamente por reducir a una sola patria italiana la diversidad de Estados políticos –longobardos, romanos– que la fraccionan. Al mismo tiempo que el Dante, Petrarca, Bocaccio y Baldo fundan un Derecho nacional italiano. Hasta los siglos XI y XII se mantiene la pugna entre el Derecho longobardo y romano. El primero perdura en el Norte de Italia, prácticamente al menos, como Derecho soberano y casi exclusivo, hasta principios del siglo XIII, y de él se nutre, en su fecundo desarrollo, el Derecho estatutario de las ciudades del Norte. El Derecho romano, en cambio, impera como árbitro en la doctrina. A partir del siglo XIII la escuela de los Glosadores relega al más completo olvido las obras de los lombardistas y el Código "lombardo". Esta escuela desdeña como irracional y hasta "repugnante" el Derecho local o estatutario que brota de la legislación longobarda con toda la vitalidad de la juventud, sin que nadie lo considere digno de atención científica. Este desdén abre un abismo entre el Derecho vigente en la práctica y el definido por la ciencia. En la vida jurídica florecen los Estatutos y el Derecho canónico, y entre ellos se alza la misma muralla infranqueable que los separa del romano. Era necesario superar ese abismo y derribar esa muralla; tal fue lo que hicieron los Comentaristas.
El Derecho romano venía rigiendo desde antiguo –aun en los territorios longobardos del Norte de Italia– como "ley general", o sea como Derecho común, subsidiario. Este Derecho romano, así concebido, como ius commune, es el terreno sobre el que laboran los Glosadores. El Derecho romano se arrogaba imperio universal. Mas para que esta imperio, meramente teórico, se trasplantase a la práctica y cobrase efectividad, fue preciso que los Comentaristas lo injertasen en el tronco del Derecho italiano vivido. Sus comentarios abundan en materias tomadas de los Estatutos, y, a la vez, dan vitalidad a las costumbres longobardas con la transfusión del Derecho romano. La misma decisiva influencia tiene en sus doctrinas el Derecho canónico. Ellos son quienes imponen en los Tribunales seculares la vigencia de este Derecho, refundido con el romano. Gracias a ellos y a su labor unificadora, logra Italia alcanzar un Derecho nuevo –usus modernus Pandectarum–, que, aun inspirándose en las venerables instituciones de la jurisprudencia romana, contiene la modernidad suficiente para hacerse respetar por los Tribunales de la época. Al paso que la literatura y el arte nacionales van borrando las diferencias de idioma y carácter entre las diversas regiones italianas, la nueva ciencia de los Comentaristas vence también las divergencias del régimen jurídico y las reduce a un Derecho armónico nacional.
Este nuevo Derecho común que crea la nueva escuela no se encierra en las fronteras de Italia; posee la fuerza necesaria para conquistar el mundo. La Historia debe a los Comentaristas, sobre todo, el gran servicio de haber aplicado la ciencia del Derecho a los métodos escolásticos.
Se caracteriza la escolástica por el imperio del método deductivo; es decir, por el predominio de los conceptos. Para ella no valen la experiencia ni la observación; sólo valen los principios que la razón descubre. Toda filosofía es necesariamente especulativa, y las únicas verdades que tienen valor científico son las deducidas por el raciocinio de los conceptos e ideas generales de que se arranca. En aquellos días de apogeo, el escolasticismo irradiaba su luz sobre el mundo medieval. Guiada por Aristóteles, maestro insigne de la Antigüedad, la Edad Media, por vez primera, adquiere conciencia del poder del pensamiento. Los escolasticistas revelan, a un mundo preso en una red de conceptos limitados, la potencia del espíritu, que alumbra de su propia entraña el verdadero universo, y dan expresión científica al insaciable anhelo del hombre por reducir el caos de los hechos a la soberanía absoluta de la inteligencia. Tal es lo que asegura al escolasticismo su gran influjo sobre la posteridad. El progreso de las ciencias naturales y de las investigaciones históricas ha rectificado notablemente el giro de nuestros estudios; pero el científico de hoy, como el de entonces, no puede saciar su sed de conocer con los simples hechos. Ineludiblemente, le gana el mismo afán que en su tiempo impulsó a los escolásticos: el de domeñar con lo general el mundo de lo real, cifrando la experiencia en conceptos y buscando siempre el modo de remontarse sobre la visión de lo existente hasta la idea que lo informa. En la entraña del escolasticismo alienta algo que es inseparable de toda ciencia.
Los comentaristas del siglo XIV, al aplicar a los estudios del Derecho, tomándolos de Francia, los métodos escolásticos, ponen los cimientos para la moderna ciencia jurídica. No se conforman ya con fijar e interpretar el Derecho romano existente. Se imponía la necesidad de derivar de los conceptos las normas jurídicas. Este método deductivo era desconocido de los juristas romanos, que, manejando con gran maestría una serie de conceptos fijos, obraban generalmente sin percatarse de ello, como el artista que aplica insensiblemente las leyes estéticas en sus creaciones.
La doctrina de los Comentaristas equivale a la que denominamos hoy "jurisprudencia conceptual"; mas no porque sacrifique la vida a los conceptos. Lejos de ello, son estos comentaristas precisamente quienes crean el Derecho vivido en la Europa occidental, haciendo del Derecho romano un Derecho nuevo, adaptado a la época; evolución en la que no sólo influye la transfusión del Derecho germánico y canónico de que hemos hablado, sino también, y muy principalmente, aquel método especulativo con que los juristas escolásticos llegan hasta la entraña del Derecho romano-canónico, infundiéndole el espíritu de la ciencia medieval.
¿Hasta dónde alcanza el poder estatutario de una corporación o universitas? Bártolo distingue los Estatutos concernientes al régimen general de su vida civil –"statum pertinens ad causarum decisionem"– y los que se refieren simplemente a la vida corporativa –"statutum pertinens ad administrationem rerum ipsius universitatis"–. Los segundos son de competencia de toda corporación, tan pronto como exista, mientras que los primeros tan sólo pueden formarlos las que gocen de jurisdictio; es decir, de autoridad. Esta distinción de Bártolo da claro relieve, por vez primera, a la diferencia existente entre el poder gubernativo del Estado y el simple poder propio de una asociación, o, lo que es lo mismo, entre legislación y autonomía. Es éste un principio sobremanera fecundo en corolarios. ¿Qué alcance tiene la vigencia de un Derecho extranjero? ¿En qué medida son aplicables las leyes de otro país? Se origina así la llamada "colisión de Estatutos" a que Bártolo da la solución inicial, distinguiendo las leyes con arreglo a su contenido, según que sean atañaderas a cosas –circa rem– o a personas –circa personam–, o versen sobre la "sollemitas actus"; distinción de la que sale luego la teoría de los Estatutos personales, reales y mixtos.
Los comentaristas fecundan con nueva vida el Derecho romano-canónico, transfundiéndole el caudal de idas que asegura su completo triunfo sobre los demás derechos vigentes. Sus definiciones y distinciones infunden al Derecho "común" el poder dialéctico de que necesitaba para superar al Derecho estatutario y convertirse, mediante su aplicación práctica, en verdadero Derecho general. Gracias a sus conceptos, este Derecho, animado por la idea omnipotente, vence sobre el Derecho particular y localista, viviente en las ciudades.
Las ideas entrañan siempre tendencia expansiva y universal. Los conceptos de corporación, estatuto personal, etc., son siempre y dondequiera iguales. La ciencia escolástica medieval es, por esencia, filosofía; la de los Comentaristas, jurisprudencia filosófica. Alienta en ella la idea de un Derecho natural –procedente ya de los antiguos–, de un Derecho eterno, absoluto, inviolable, construido sobre la razón y la "naturaleza de las cosas" por puro método especulativo. Esta noción filosófica, iusnaturalista, del Derecho, en la que hay algo imperecedero, predomina sin resistencia hasta principios del siglo XIX, en que Savigny funda la Escuela histórica. La menta, encadenada al Derecho que rige, fatalmente imperfecto y transitorio, pugna por apresar el Derecho eterno, grabado en las estrellas. No es extraño, por esto, que el mundo jurídico se rindiese sumisamente a los Comentaristas que por primera vez sacaron a la luz, con vigoroso empuje, esta idea. Al fundir sus conceptos en el crisol del Derecho romano, imprimen a éste un sello iusnaturalista, fundamentado científicamente, que la capacita para regir como Derecho "común", no ya en Italia, sino en el mundo entero. Los Comentaristas recrean por segunda vez el Derecho romano, haciendo de él un Derecho universal y preparando así su recepción en Alemania como Derecho vigente.