Silvina Ocampo -  En un museo

En un museo vio unas caras,

unos torsos, unas manos,

unos pies de yeso que le gustaban tanto

que de noche soñaba con ellos

y los miraba en el sueño

para retenerlos mejor.

Alguna vez quiso ser de hueso o de mármol

nunca de bronce,

me decía, porque le daba miedo.

Nos veíamos en Palermo,

en el lago junto al embarcadero

pintado de blanco

que tanto nos gustaba.

Nos sentábamos en uno de los escalones

para dar de comer a los cisnes blancos y negros

que en aquellos tiempos

vivían en el lago

y se alimentaban del pan que les llevábamos.

Ella no me quería.

Era tan mala que siempre se despedía de mí

diciendo en lugar de "hasta pronto", "hasta nunca".

No era muy bonita

pero no necesitaba serlo.

Celestes eran sus ojos

pero no del todo

porque se parececían al color que la rodeaba.

En nuestro tiempo

había frondosos arbustos

bordeando el lago cerca de la pérgola,

con glicinas.

Era la maldita primavera.

Quedaban flores de lonicera fragantísimas.

Tan tupido era el bosque de arbustos

debajo de la arboleda

que adquiría el día color de la noche

y la noche color del día.

Yo la deseaba.

Ella no me deseaba.

Se le ocurrió un atardecer

desvestirse totalmente

en el lugar más sombrío de la arboleda.

"Te apuesto que me desnudo".

"¿Qué dirá el guardián?"

"Dirá que soy una estatua".

Junto a unos azahares florecidos,

como si no le importara,

cuando la miré estaba desnuda.

La ropa a sus pies

parecía un pedestal de piedra.

Alguien se asomó entre las ramas y dijo:

"¿Qué es esto?"

"Es una estatua de la Venus de Milo.

Mañana la van a poner aquí

o no sé dónde.

Es preciosa sin duda".

El hombre se puso a llorar con angustia

y me dijo:

"Siempre me pasan estas cosas.

Tengo que irme ahora a mi casa".