Silvina Ocampo
La boda

¿Por qué me casé? Bien dicen «Casamiento y mortaja, del cielo bajan». Todo ocurrió por casualidad: muchas personas no lo creen. Estábamos sentados, Armando y yo, en los sillones de mimbre de la cocina, a las doce y media de la noche cuando llegó mi tía sombrero en mano. Tengo una cabellera enrulada, que me llega a la cintura; se había enredado al mimbre del sillón. Armando la desenredaba en ese momento y seguramente parecíamos novios. Por el color violeta de su cara sé que mi tía, al vernos juntos a Armando y a mí —a tales horas, la punta de mi cabellera en la mano de Armando arrodillado a mis pies, para colmo de mi desdicha—, sé que mi tía pensó cosas feas, aunque no dijo nada, porque hay que tragarse las cosas feas, según ella misma aconseja. ¿Qué iba a decir? Me quiere demasiado. Abrió la puerta de calle, extendió el brazo. La mano, el índice, indicando la salida a Armando, que se puso colorado. Tomó su abrigo, el pobre, y desapareció en la oscuridad del zaguán, sin decir «Adiós Filomena» como era su costumbre.

—Ahora se casarán —repitió mi tía, durante muchos días—. Ahora se casarán.

Armando y yo nos casamos. Nos casamos sin que yo lo deseara ni tratara de evitarlo. No me agradaba Armando, aunque tuviera buen porte, ojos grandes, tez morena y energía para el trabajo. Parecía, por más que no lo fuera, siempre sucio. Debajo de los puños de la camisa, entre las cejas, juntándoselas, adentro de su nariz y de sus orejas puntiagudas y en el nacimiento de cada uno de los dedos se le veía un vello negro.

—Los hombres tienen que ser peludos para ser hombres —decía Carmen.

El día de nuestro casamiento fue el más frío del año. Nos tocó casarnos en el mes de agosto. Temí que la helada se transformara en nieve aquella mañana y desbaratara de ese modo la fiesta que, después de todo, iba a ser lo más agradable de la boda.

En casa de mi tía, esperamos a Armando para ir juntos a la iglesia. No está bien que una novia espere al novio y no me gustó la cosa. Se hizo esperar: estaba en el consultorio del dentista arreglándose la nueva dentadura y, cuando llegó, a pesar de la demora, todos lo felicitaron por lo buen mozo que estaba y yo tuve que sonreír.

En la iglesia había otro casamiento lujoso, por eso el altar mayor estaba cubierto de flores blancas, de manteles con puntillas, que parecían trabajados a mano por las monjas, de cirios que reverberaban, lo que fue una suerte para nosotros. Después del casamiento, que duró lo que dura un lirio, a pesar de mi nerviosidad al contestar al cura si quería a Armando por esposo, nos esperaba la fiesta en la casa que habíamos alquilado: fiesta organizada por mis tíos, con mesas que parecían una sola, de cinco metros de largo, dispuesta en el centro del patio, con mantel blanco, flores blancas y toda clase de sándwiches, masas y empanadas en fuentes de cartón pintadas, y bebidas buenas, a más del chocolate espeso, que todo el mundo ponderó y bebió con preferencia.

Los regalos estaban ordenados en el dormitorio: una colcha con una enorme dalia en el centro; una fuente de plata con una cigüeña labrada; un salto de cama rojo con bordado azul Francia; un collar de perlas; una virgencita de Luján que sirve de velador; una frazada de pura lana; un florero divino alto, de cuello angosto, tallado para una sola flor, de esas de género; una bombonera de material plástico muy novedosa; un par de chinelas de quedarse boba.

Yo me sentía bastante alegre por la fiesta, si no pensaba que era la celebración de mi casamiento. Aquella noche debí de enfermar, pues al poco tiempo me llevaron al sanatorio, donde pasé un año, lejos de Armando. Cuando me dieron de alta y volví a mi casa, no podía creer a mis ojos. Armando me había preparado una serie de sorpresas: una máquina de coser, una radio y una bicicleta.

El médico me había prohibido hacer ejercicio y trabajar, eso era lo malo. Pero durante los primeros días me alegré mirando la bicicleta pintada de rojo. Armando me desagradaba siempre. Sus regalos no lo volvieron más simpático a mis ojos. Se me antojaba que era un bosque al mirar el vello de su pecho desnudo, o que era un mono, al verlo comer o vestirse por las mañanas, pero jamás el galán de cine que me seduce tanto.

Dormía con un cuchillo bajo el colchón, por si entraban ladrones de noche. Este detalle, lejos de tranquilizarme, me inquietaba. Un día, temprano, oí una gritería en la calle: había una pelea. Salí al patio, abrí la puerta y una señora enorme con uñas pintadas y una hija emperifollada, preguntó por mi marido.

—Venimos a buscarlo —dijo—. Ha seducido a mi hija. Está encinta.

Comprendí la verdad: Armando me había traicionado. No pude soportarlo. Pensé primero matar o hacer abortar a golpes a mi rival, después acuchillar o quemar a Armando echándole una lata de nafta encendida; después suicidarme, pero no hice nada, no dije nada. Una mujer enamorada no puede sobrevivir a un engaño. Varias personas me aconsejaron que abandonara a mi marido, pero yo no puedo hacerlo. Por ahora me quedaré con él, porque uno se enamora, después de todo, una sola vez en la vida, pero, si vuelvo a ver a esa desvergonzada, lo mataré o me suicidaré.