Silvina Ocampo
Anamnesis

Mi paciente tiene una idiosincrasia extravagante,

un organismo con memoria, una sensibilidad,

una presciencia infatigables.

Preparada desde la más tierna infancia para el contagio

absorbe gérmenes y contaminaciones

a velocidades incontrolables.

Mejor sería no hablarle de incestos.

Un rencor ancestral duerme, más bien, vela, en sus entrañas.

Séquitos de materias inalienables

cuyos orígenes oscuros se desconocen

hacen abortar sus mejores planes.

No puede abrir un cajón

para buscar un lápiz violeta.

¿Por qué violeta?

Dice que las palomas tienen algunas plumas de ese color sobre el pecho.

Si interrogo extrañado: —¿Violetas? —protesta.

—No. No son violetas.

Si insisto en preguntarle: —Entonces ¿por qué dice que son violetas?

Responde: —Son como si fueran violetas.

No puede tapar el pomo de la pasta de dientes,

ni recordar la fecha del cumpleaños

de una persona que ofende el olvido.

Cualquier pluma la mortifica severamente

salvo las del pavo real que colecciona

y guarda en una enorme caja de bombones.

El incumplimiento variado

de sucesivos suicidios

(saltos en el abismo, venenos, tajos en las venas, tiros en el abdomen)

modifican el esquema

interior de su esqueleto.

Quien no la oyó reír no conoce la emoción

de su fragilidad capilar.

Una aguja viajó por su cuerpo

durante muchas horas.

Antes de llegar al pecho se detuvo:

con un brillo helado

cambió de rumbo

y se clavó sobre la rosa artificial

que sostenía en ese momento

la mano delicada de mi paciente

creyendo que formaba parte de la mano.

Amó hasta el delirio una voz,

una mirada detrás de un vidrio, sin otros aditamentos,

una frase que una persona jamás llegó a decir

pero que tal vez habría pensado sin expresarla

con un leve suspiro pensando en otras cosas. 


Teme la giba de la ancianidad,

el insomnio de la hipertensión

en los espejos de tres cuerpos.

Presiente

la incongruencia de los espasmos abdominales

el servilismo del riñón flotante

en la epidermis

de una fotografía de pasaporte,

que no fue aceptada en el departamento central de policía.

El pelo sufre las más extremas transformaciones:

de noche sobre la almohada

suena como la cuerda de un arpa.

Pasa del rosa al verde asomado a la ventana

del día, eléctrico,

estremece a quien lo toca.

He oído decir a mi paciente

que adopta voz de nena y a veces hasta de laucha para narrar su sensibilidad.

—Mi pelo tiene orejitas

tiene también ojos

(como la cola del pavo real).

Teme ver a una persona

que desea ver con ansias 

en cambio se apresura a ver

a las que le son desagradables.

Como usted.

Un hombre que la mira mata a mi paciente.

Un perro que la sigue la esclaviza.

Un niño que la busca la obnubila.

Un durazno maduro la hipnotiza.

Una tumbergia en flor la vuelve loca.

Convendría no perturbarla.

Transcribo nuestro diálogo:

—Los médicos me nutren de enfermedades numerosas

para distraerme de las mías.

Los caramelos sirven para esos fines:

me convidan con microbios seleccionados

porque me creen golosa

y no quiero defraudarlos. Yo la interrumpo.

—¿Defraudar a quién?

¿A los caramelos o a los médicos?

A esta pregunta capciosa

invariablemente contesta:

—A los caramelos porque los médicos no existen.

Llego a una triste conclusión:

Mi paciente es mentirosa.

Mas ¿cómo desentrañar la verdad de la mentira?

Si existe una verdad.

Mejor sería no ofrecerle caramelos

sino comerlos en su presencia

para despertarle el apetito.

Mi paciente ama con el páncreas

con el plexo solar y con la médula.

Espera con la garganta y con las rodillas.

Teme con las recónditas venas.

Con el sexo promete

¿qué? nada que el sexo pueda dar.

Oye con los pies y las axilas

(aunque mienta diciendo que es con la boca).

Aborrece con las arterias y con el riñón derecho

(el izquierdo lo ha donado).

Arbitraria, muerde con los omóplatos,

operación difícil pero posible.

Ningún cromosoma es tan sutil,

ninguna fístula tan corrosiva,

ningún virus tan arcano

como su corazón,

único órgano perfectible del cuerpo.

Tuvo relaciones íntimas con tres estafilococos dorados

sobre almohadones de damasco amarillo.

De un examen de fondo de ojo

logré extraer sin modificaciones aparentes

el diminuto cairel de una araña

y un dije de plata minúsculo,

con una figura grabada que no descifro

ni pudo descifrar ninguno de mis colegas.

Irritadas amebas,

prestigiosos virus le anularon insustituibles años

que ningún médico por competente que sea le devolvió.

Los movimientos del colon

dibujaron graciosas figuras televisadas

en blanco y negro

parecidas al fondo del mar.

—En cada ser está el universo

—exclamó con indiferencia.

Sus excrementos olieron a jazmín

cosa que no es frecuente, aunque el jazmín

llegue a tener olor a excremento.

Masticó lentamente

en un cerebro ilusorio

los nombres propios que molestan la memoria

de cualquier ser humano

capaz de escribir una palabra

sobre un papel de seda.

Huyó del escorbuto y del carbunclo

con las alas que da el tiempo.

Huyó de la malaria

en sucesivas reencarnaciones

sin contar la viruela

la lepra y la fiebre amarilla

que buscó entre las rosas

de un jardín oriental

en las orillas crecientes

de la putrefacción.

Y todo eso para seguir viviendo,

muriendo, ignorando a veces

que la voluntad del alma es una sola.

Heredó la barriga de una ninfa de bronce

que sostenía una antorcha para iluminar el descanso antiguo de una escalera

los celos incontenibles de la cocinera

por toda voz telefónica

la aguda vista de la bordadora que hacía las veces de institutriz francesa

el remolino de la ceja derecha en un retrato del tatarabuelo

la afición por los caramelos ácidos del consabido portero

que le enseñó a jugar al truco a los cinco años

con naipes húmedos y bolitas de vidrio

la agilidad de la tía Clorinda que era capaz de treparse a una palmera para juntar huevos

de urraca o de paloma a la hora de la siesta.

Heredó y esto parece una utopía

el cutis de las magnolias

que en los floreros daban con su perfume

dolor de cabeza para el resto del día.

Heredó con toda reserva

el ímpetu avasallador de algunos

adornos encerrados en la vitrina de una sala:

un tigre de marfil rodeado por una serpiente

con flores perversas.

Heredó la belleza

¡quisiera saber de quién!

ella dice que la heredó de un plato sopero

donde en el fondo de la sopa de tapioca,

brillaba siempre Diana Cazadora.

De las consecutivas mañanas de primavera

la mentira.

De un gato la entrega aparente de sí misma

a cualquiera o a nadie.

De Narciso en un libro de mitología

amarse por sobre todas las cosas.

Heredó del lebrel

la elasticidad y la dulzura

el color de los dientes y de la lengua

y ese apetito incontenible

frente a cualquier plato de carne

condimentada.

Heredó el vaivén de la mecedora

y del columpio de la plaza

donde grabó en la madera del asiento sus iniciales.

De los sapos la voracidad sexual que dura tanto en apagarse

como las noches de Alcmena.

Aunque nunca trabajó en un circo de contorsionista

como era su vocación

sus articulaciones tan flojas

podían desmembrarse, lo he comprobado,

en pocos minutos,

sin instrumentos quirúrgicos

ni la habilidad técnica

que ya he olvidado

pero que inspiraba la admiración

de mis condiscípulos.