Silvina Ocampo
Arácnidas

Una araña reluce en este cuarto,

la memoria de muchos días queda en sus caireles,

cuando parto atesoran otras;

no alcanzan mis ojos a distinguir

cuál es la luz del reflejo

y cuál la de las lamparitas.

No puedo imaginarme ciega porque toda oscuridad

me parece un retrato del espacio infinito en las formas.

Mis ojos me enseñaron la diferencia

que existe entre el reflejo y la luz,

sólo veo la luz del reflejo

y no la luz de las lamparitas vanidosas

que en algo se parecen a los diamantes.


Cuando un temblor de tierra entrechocó los caireles

un repiqueteo como de campanas

colmó el cuarto de alegría.

Recogí un pedacito roto del suelo.

Amaba los terremotos que tan graciosamente

hacen temblar la tierra.

Alguna vez prometí morir en un cataclismo.


Ahora me pregunto por qué se llama araña

este adorno que cuelga del techo

y que me inspira estas estúpidas frases.

En la casa de campo de mi infancia antiguamente

había un plumerito de largo mango

que servía para limpiar el cielo raso,

lo llamaban el plumero de las arañas.

Casi todas las noches alguna araña

atraída, se diría, por los plumeritos,

se anidaba en alguna moldura.

Las arañas parecían intuir

que aquella arma mortal podía con menos riesgo

servir de guarida y tomaron la costumbre

de esconderse adentro del plumerito

que tenía aparentemente el mismo color

y la misma textura.

No quise asistir

al descubrimiento de la primera telaraña

insertada delicadamente en el plumerito

que parecía una peluca.

Era frecuente oír esta frase al anochecer:

"¿Dónde está el plumerito de las arañas?"

y que alguien contestara

"¡Qué se yo! Se lo habrán llevado".

Llegué a creer que algunos plumeros pertenecían

a las arañas y no que limpiaban los techos.

Y hoy mismo lo creería si volviera a oir aquellas frases,

luego, sentiría la incongruencia de la vida

que busca a veces amparo

en el arma que nos va a matar.