Silvina Ocampo -  Ulises

A Enrique.

Ulises fue compañero mío, en la escuela, cuando pasé del jardín de infantes a primer grado. Tenía seis años, uno menos que yo, pero parecía mucho mayor; la cara cubierta de arrugas (tal vez porque hacía muecas), dos o tres canas, los ojos hinchados, dos muelas postizas y anteojos para leer, lo convertían en un viejo. Yo lo quería porque era inteligente y conocía muchos juegos, canciones y secretos que sólo saben las personas mayores. La maestra no sentía por él ninguna simpatía; decía que era muy consentido y mentiroso; yo sé que un día lo encontró fumando en la calle, y sospecho que ésta era la verdadera causa de su desaprobación. Aunque yo pensara que mi maestra era demasiado severa, debí reconocer a la larga que Ulises contaba cosas muy extrañas, que no parecían ciertas, y llegué en algún momento a creer que en efecto era lo que vulgarmente se llama un mentiroso. A mediodía, pues asistíamos al turno de la mañana, iba a buscarlo a la escuela una mujer distinta o que me parecía distinta; poco a poco fui individualizando a cada una de estas mujeres, que en definitiva eran tres. Supe que se trataba de las trillizas Barilari, que lo habían adoptado. Las trillizas tenían setenta años, pero entre los trillizos hay uno que es mayor y otro menor. Yo imaginé que la mayor era una que parecía una jirafa, no sólo por el porte sino por la manera de mover el cuello y la lengua, y no me equivoqué. Otra, que debía de ser la segunda, era de estatura mediana y muy menuda. La menor era una mezcla de las otras dos, pero más ágil. Las tres eran alegres y tarareaban alguna canción en boga, cuando esperaban a Ulises en la puerta de la escuela, aunque lloviera, hiciera mucho frío o calor sofocante. Solían comprar chupetines y cubanitos a los vendedores que merodeaban para tentar a los niños con las golosinas.

—¿Son buenas tus tías? —le pregunté un día a Ulises.

—Son bulliciosas —me contestó—. No lo creerás. Acabo el día casi siempre con dolor de cabeza, por eso uso anteojos (no porque tenga astigmatismo, como dicen ellas). Además, rompen todo, porque andan a los golpes saltando como cabras por la casa. A veces me encierro en el cuarto de baño para no oírlas. Pero cuando me encierro es peor, porque vienen a golpear la puerta y me gritan por turno: ¿Que hacés, qué hacés, Ulisito? ¿Vas a terminar? Ya te dije que no te encerraras con llave. ¿Acaso sos un viejo?». Cuando no les abro la puerta en seguida, las oigo que lloran y que lloran, y cuando les abro, no porque me den lástima sino porque me aburren, descubro que lloran en broma. A veces les digo: «Un día las voy a matar». Se matan de risa las tres. Parece que les hicieran cosquillas. Después de todo, no me preocupo porque son locas, aunque digan que soy yo el loco. De noche me desvelo de tanto oír decir: «Si no te dormís vas a tener cara de viejo». Termino por no dormir. Entonces me levanto y en puntillas entro en el cuarto de la Laucha —así llamaba a la menor de las trillizas— y le robo de la mesa de luz un somnífero asqueroso.

—¿Qué es un somnífero? —pregunté.

—Una droga que hace dormir ¿qué va a ser?

—¿Qué es una droga?

—Buscá en el diccionario. No soy maestro.

Este diálogo no parece que pudiera existir entre un niño de siete años y otro de seis, pero en mi memoria así ha quedado grabado y si los términos en que nos expresábamos no eran exactamente los mismos, el sentido que queríamos dar a nuestras palabras era exactamente el mismo. Naturalmente que el que hablaba todo el tiempo era Ulises, yo simplemente hacía preguntas o comentarios sobre lo que él me decía.

Ya pasado el invierno Ulises parecía mucho más demacrado que mis otros compañeros. Yo sabía que los niños que viven encerrados en sus casas, en invierno, que madrugan para ir al colegio, que salen de sus casas sin haberse desayunado porque vuelcan la mitad de la leche sobre la mesa o sobre el delantal (lo que es peor), se adelgazan y parecen enfermos a veces. Ulises no parecía enfermo sino muerto.

Me invitó a su casa para el día de su cumpleaños. Nadie le había regalado nada. ¿Juguetes? ¿Quién se los iba a regalar? ¿Libros? Los habría leído todos. ¿Bombones? No le gustaba ninguno. El único regalo que recibió fue el que yo le llevé: una docena de pañuelos. Dicen que no hay que regalar pañuelos porque son lágrimas, pero yo no hice caso y se los regalé. Aquel día me hizo confidencias: me dijo que estaba cansado de ser como era, que iría a consultar a una adivina que vivía en un lugar bastante retirado, que en su casa diría que saldría conmigo y que lo ideal sería que esto no fuese mentira. Después de pensarlo mucho resolví acompañarlo. Yo dije a mis padres que pasaría la tarde en la plaza, con Ulises, y que las trillizas Barilari irían a buscarnos. Ulises dijo a las trillizas que mis padres irían a buscarnos y como no se conocían no podían averiguar que esto no era verdad.

En el camino me habló de la sibila Artemisa, de la sibila Eritrea, de la sibila Cumea, de la Amaltea y de la Helespóntica: conocí los oráculos de cada una. Yo no entendía nada de todo ese palabrerío y me parecía que estaba delirando, pero después comprendí que él había consultado un libro titulado Práctica Curiosa o Los oráculos de las Sibilas. En este libro, me lo explicaron mucho tiempo después, había listas de preguntas y de Sibilas con un acertijo de números en que uno podía buscar una contestación adecuada, según la suerte, a cada pregunta. El único inconveniente que había era que las preguntas no eran las que suelen hacer los niños, de modo que en su mundo, por más viejo que Ulises se sintiera, no existía la zozobra ni el interés por consultar algunas cosas. Durante mucho tiempo Ulises empleó ese libro como entretenimiento, luego como libro de consulta, que desechó casi inmediatamente, para ir en busca de lo que era para él una verdadera adivina.

Caminábamos en busca de la casa de Madame Saporiti, la adivina. De vez en cuando Ulises buscaba en el bolsillo un papelito doblado, lo consultaba y volvía a guardarlo. Se detenía de pronto, como si hubiera perdido algo, buscaba de nuevo en el bolsillo y sacaba un pañuelo atado por las cuatro puntas, lo desanudaba, contaba el dinero que tenía adentro, luego volvía a guardar el pañuelo después de anudar sus puntas, con el dinero adentro. Caminábamos ligero, pero no sentíamos el cansancio ni la tentación de demorarnos en el camino mirando los escaparates o los carritos de los vendedores de golosinas. En un abrir y cerrar de ojos, llegamos a la casa de la adivina. Un diminuto jardín, que parecía rodear la tumba de un cementerio, adornaba el frente de la casa. Abrimos el portón, que no medía más de diez centímetros de alto, y tocamos el timbre, con emoción. Al cabo de un largo rato, con mucho ruido y mucha dificultad, nos abrieron la puerta. Madame Saporiti en persona nos hizo pasar. Estaba vestida de entrecasa con un batón de frisa color solferino; en la cabeza llevaba puesto un tul azul eléctrico. Era de mediana estatura, pero corpulenta y empolvada. La seguimos por un corredor oscuro, a la sala, donde nos dejó esperando. Pasada la primera emoción miramos los detalles del cuarto. Nos reímos. Todos los muebles que había en ese cuarto estaban envueltos en forros de celofán: la araña, en primer término, después venía el piano perpendicular, después una estatua que parecía un fantasma y finalmente una caja que parecía de música y todos los sillones y las mesas. Los forros brillaban y dejaban entrever la forma y el color de cada objeto. Nos pusimos a reír. Nunca habíamos visto una casa como esa. Cuando Madame Saporiti vino a atendernos, nos dijo con tono severo:

—Parece que no les gusta mi casa.

—¿Por qué?

—Porque yo me doy cuenta de todo y aunque no hablen adivino lo que están pensando.

Madame Saporiti nos hizo pasar a su dormitorio.

—¿Cuál de ustedes es el que quiere que le adivine la suerte? Me llamaron muy temprano esta mañana por teléfono. Se ve que tienen mucho interés en conocer el porvenir. ¿Cuál de ustedes es…?

—Soy yo —dijo Ulises, comiéndose una uña.

Madame Saporiti se sentó y buscó en un cajón las barajas.

—Este es el grand taraud.

Dispuso los naipes sobre la mesa, en fila: Ulises tuvo que tapar todos los naipes de la fila con otros naipes que ella le dio a elegir. A medida que Madame Saporiti disponía de modo diferente los naipes sobre la mesa, iba prediciendo el porvenir; todos los inconvenientes que Ulises tenía en su casa, iba enumerándolos como si yo se los hubiera contado. Le habló de su desdicha, que consistía en parecer un viejito. La ceremonia de las cartas duró una hora. Cuando terminó, Ulises, que había perdido toda su timidez, preguntó:

—¿No tendría un filtro?

—¿Para qué? —preguntó asombrada Madame Saporiti.

—Para dejar de ser viejo —contestó Ulises—. Se lo voy a pagar.

—No hablemos de eso. No hay filtros para niños —dijo Madame Saporiti.

—Como no soy un niño, eso no importa.

—Tienes razón —respondió Madame Saporiti—. Te prepararé un filtro, ya que lo pides, pero saldrá un poco costoso.

Ulises sacó del bolsillo el pañuelo, desanudó las puntas, mostró el dinero e interrogó:

—¿Esto alcanza?

Madame Saporiti con el dedo mayor apartó las monedas de diez pesos, que eran muchas y respondió:

—Creo que sí.

En el cuarto contiguo alguien tocaba el piano. Aquella música me dio un poco de sueño y me dormí. ¿Cómo Madame Saporiti preparó el filtro? ¿Cómo Ulises lo bebió? No sé. Me despertó el ruido del vaso de vidrio sobre el plato de porcelana, que Madame Saporiti puso cuidadosamente sobre la mesa. Contemplé a Ulises, con asombro. No parecía el mismo. Su tez pálida se tornaba rosada, sus ojos brillaban y miraban nerviosamente de un lado a otro, como los de cualquier niño travieso. Pero no era ese el Ulises que yo quería, tan superior a mí y a mis compañeros de escuela.

Salimos de la casa de Madame Saporiti corriendo. En el camino nos detuvimos a mirar los escaparates y en una frutería robamos dos naranjas. Caminábamos, o corríamos más bien dicho, como si tuviéramos alas. Pero yo pensaba en Ulises, el que había dejado de ver en la casa de la adivina, como si hubiera muerto.

Cuando llegamos a la casa de las trillizas, le pregunté a Ulises:

—¿No nos van a retar?

—No tienen tiempo de ocuparse de nosotros. Son muy frívolas —respondió Ulises.

En cuanto tocamos el timbre, una de ellas, la Jirafa, vino a abrirnos. Si Ulises no era el mismo, la Jirafa tampoco era la misma: había sufrido una transformación contraria. Había perdido el aire jovial que la mantenía joven, a pesar de su edad.

—¿Dónde fuiste? —preguntó—. ¿Por qué volvieron tan tarde? Nosotras aquí esperando y esperando. Esto no es vida.

Entraron en la habitación donde las otras dos hermanas estaban tejiendo. Tenían puestos anteojos negros y temblaban tanto que no podían tejer.

Las dos gritaron al mismo tiempo:

—¿De dónde vienen? ¿Qué has hecho, Ulisito? Nunca te vi tan lindo y con ese color tan rosado en las mejillas. Ya no parecés un viejo. Te llamaremos Niñito, como las vecinas a sus hijos; pero ¿dónde fuiste? ¿Qué has hecho?

—Fui a ver a una adivina.

—¡Ave María!

—Y me dio un filtro: el filtro de la juventud, así lo llama.

—¿Y dónde vive esa adivina?

Ulises sacó inocentemente de su bolsillo el papelito, con la dirección de la adivina. Una de las trillizas se lo arrebató.

—Iremos a verla —dijeron las tres a coro—. Iremos mañana mismo.

Al día siguiente fui de visita a casa de Ulises. Cuando llegué las trillizas no habían vuelto del consultorio de la adivina. Ulises de pronto se puso triste y viejo. «Qué suerte» pensé, «otra vez reconozco a mi amigo, con su inteligente cara arrugada.» Sentí ganas de abrazarlo y decirle: «No cambies». Me miraba con desconfianza. Cuando llegaron las trillizas saltando con una peluca en la mano, resolví irme, pero no me dejaron y me dieron mil besos y me acariciaron. Se probaron la peluca, me consultaron, rieron. En ronda bailaron alrededor de Ulises, cantando «Aquí está el viejo, aquí está el viejo».

Al día siguiente Ulises fue en busca del filtro y volvió a parecer joven y las viejas a parecer viejas. Y al día siguiente las viejas fueron en busca del filtro y parecieron jóvenes y Ulises viejo. Le aconsejé que se quedara como estaba, porque ya no le alcanzaba la plata para comprar los filtros. Me hizo caso. Además sabía que yo naturalmente lo prefería arrugadito y preocupado.