LOS TALLERES LITERARIOS
Por: César Herrera
¿Para qué sirve un taller literario?
Fácil, para forzar la realidad. Para ver lo extraño y el extrañamiento, para agarrar por la cola a los rayos de los dichos de las abuelas, para hablar mal de la familia y escudarse en el narrador omnisciente, para matar el tedio, para hablar del otro yo de Octavio Paz sin que se dé cuenta de que estamos hablando de él después de muerto. Un taller literario sirve para pensar en un taller de orfebrería, de manualidades, un taller de alfileres para punzarle el tafanario a la imaginación.
El taller literario es el único sitio del mundo en el que no se ha muerto un ser humano. Solo por esta razón se deberían llenar las ciudades de estos y meter en manicomios a todos los profesores de español que gritan desde el tablero la diéresis y la virgulilla.
En un taller literario alguien puede aprender en tres meses lo que no ha aprendido en tres pregrados y dos especializaciones: que no sirve para la literatura; pero puede darse cuenta de que la literatura sirve para todo y quedarse en ese lugar contra la corriente porque en un taller de estos encuentra abogados, genios, arquitectos, mahometanos, bachilleres de pésima ortografía y de gran elucubración y descubre de pronto que ahí está lo que andaba buscando: la magia de las palabras. La salvación. Rayuela salvó a una mujer de diecinueve años del suicidio después de terminar con su novio y un ama de casa neoyorquina se salvó de cortarse las venas porque en vez de descargarse el cuchillo carnicero sobre las muñecas se dejó caer de canto En mi flor me he escondido, el libro de Emily Dickinson.
¿Sirven los talleres literarios para los niños y los jóvenes?
Claro, déle a un niño veinte palabras de fácil pronunciación, todas conocidas; ocho conectores de dócil manejo, revuélvalas en saliva tibia y déjelas a fuego lento mientras leen (todos los asistentes con copia del texto a la mano) Claus el rico y Claus el pobre de Hans Christian Andersen; la dosis de risa producida por el cuento espárzala por el ambiente humedecida por el llanto juvenil y por el pataleo de la más chica del grupo. Mezcle todo con un número indeterminado de palabras frescas, pueden ser frías, acabadas de sacar de un diccionario, adobe con vivencias personales, con programas de televisión, con los nombres de los compañeros de grupo; déjeles echar a su gusto unas cuantas burlas a los profesores y si tienen al alcance un polvito de nostalgia, permítalo. El resultado es estupendo. Pruébelo, saboréelo y cuando termine la lectura de todos los cuentos escritos por ellos, no vaya a cometer el error de calificar ni de dejar tarea para la próxima sesión. A los ocho días los niños volverán felices y durante los siguientes meses esperarán ansiosos las tardes del taller; y no se le haga raro que vayan al salón de clase, donde don Diptongo de vocales tristes a exigirle una hora de lectura todos los días, petición que don Diptongo rechazará enérgicamente porque tiene que enseñar el español y no le alcanza el tiempo para jugar. “Si nos pasamos las tardes leyendo, riéndonos y hablando, ¿qué notas les voy a entregar a sus padres?”
¿Pueden entrar los talleres literarios a las escuelas?
Sí, pero que los profesores no se den cuenta de que todo es un juego. Hágalo parecer una cosa muy seria. Hágalos leer cuarenta minutos, cada uno siguiendo la lectura del otro en su propio texto. Cada niño respetando la lectura de su compañero y poniéndole mucha entonación a la propia. El coordinador del taller no debe interrumpir los ataques de risa de los niños, ni las expresiones de tristeza, ni detener los vuelos del asombro, ni corregir los rostros infantiles del extrañamiento. El coordinador debe permanecer impávido porque los profesores que rondan por los ventanales deben ver una cosa muy seria y ¿qué cosa es más seria que un escritor que va a las escuelas a enseñar a escribir historias y a enseñar a leer? En su fuero interno el escritor sabe que los niños solo tienen que leer excelentes cuentos clásicos y escribir, cualquier cosa, lo que se les ocurra, pero que los profesores no se den cuenta.
¿Son los niños hacedores de poesía?
No cabe duda, son los más grandes poetas. Desde muy temprana edad hasta que les prohíben la libertad de pensamiento en la escuela. Para tener una idea clara de hasta qué punto los niños son poetas y también para que nos hagamos la pregunta por qué los atrofiamos, veamos tres ejemplos.
El primero de transposición de imágenes citado por Javier Naranjo en el diario El Espectador de no recuerdo cuando, Javier les pregunta a unos niños la definición de iglesia. Uno de ellos contesta que “la iglesia es el lugar donde uno va a perdonar a Dios”.
El segundo es un ejemplo nítido de sinestesia. Por la plazoleta central de la Universidad de Antioquia va un niño cogido de la mano de su madre. En las escaleras que dan entrada a la Biblioteca el niño se le zafa y coge una tapa de refresco que hay en el suelo. Camina un trecho tocándola, mirándola. Se la lleva a la nariz y grita asombrado por el hallazgo: “Mami, esta tapa huele a Cartagena”, le dice extendiéndosela.
Para terminar, veamos un caso concreto y casi científico en que suele incurrir el poeta después de una gran observación o de la capacidad innata de hablar de los hechos elementales de la cotidianidad, tal como deberían ser contados sin la sistematización de la normatividad y con la transparencia que da la realidad desnuda. Al niño Jorge Luis Herrera, de menos de cuatro años lo pica un mosquito. La madre ve la roncha y emprende la persecución del insecto. A ésta se le une el padre. Después de mucho sigilosear por el cuarto logran capturarlo y una vez destripado en la pared, el padre hace el sabio comentario. “Esa sangre es del niño porque los mosquitos no tienen sangre.” Entonces el niño que había seguido atento lo que sucedía corrobora lo dicho por el padre con el acento de los que lo han vivido todo: “Ah, sí. La sangre se me salió por el mosco”.
¿Cualquiera puede coordinar un taller literario para niños y jóvenes?
No. Sólo un surrealista, alguien como Cortázar, pero que era demasiado grande para estas tareas y con sus descomunales manos hubiera espantado a los niños, por eso jugaba con animales muertos y con juguetes de cuerda. Un taller literario para niños y jóvenes solo puede ser coordinado por alguien de mediana estatura, de palabras desordenadas que a veces se unen al azar de la belleza, como en la poesía de Vallejo y de Rimbaud que enterraba a sus muertos en su vientre. Alguien que, al contrario del granjero del cuento del joven Julián Rodríguez no quiera que las cosas vuelvan a la normalidad: “El granjero ya estaba cansado de ordeñar a la gallina, recoger los huevos del perro y castrar el pato. El quería que las cosas fuesen normal...” Alguien que no tenga los ojos demasiado separados y que algún día termine de crecer para que no espante a los niños y nos tengamos que conformar con verlos en el horizonte transponiendo la cordillera…
¿Se saca algún producto de los talleres literarios en las escuelas públicas?
Sí, la alegría de los niños. “Hoy fue todo un goce”, “pasamos muy rico” y si se les pregunta que han leído dicen que ese cuento en el que un señor tiene unas alas muy grandes, otro en el que un hombre le pedía deseos a una pata de mono y menciona a Claus el rico peleando con Claus el pobre y matando a sus caballos para vender su piel como duendes y ganar una fanega de oro. La alegría y la naturalidad al hablar de la literatura son los mejores resultados de estos talleres en los que todos los niños ganan.
¿Se pueden masificar los talleres literarios?
Sí
Medellín, mayo 30/2007