Dolor de lluvia
Claudia abrió la sesión extraordinaria de Socios de su empresa, a las nueve en punto de la mañana, del sábado dos de mayo. Eran ya las seis de la tarde y no llegaban a ninguna conclusión. Claudia recibió una llamada. Se puso de pie de un salto, algo molesta.
—Lo siento, les dijo. Tengo que retirarme ahora mismo de la reunión. Debo atender un asunto personal. Salió corriendo hacia el estacionamiento, sin despedirse siquiera. Los socios también se pusieron de pie.
Aquella misma noche, fue a parar a los Cerros de Caramanta, a tres horas y media de la ciudad, detrás de su hombre, al que tenía que enfrentar antes del amanecer, para impedir que se casara con otra.
Llovía endiabladamente cuando llegó al pueblo. Preguntó por él en cada garito que encontró abierto y a todos los que vio en la calle a esa hora, mojados igual que ella. Hasta se atrevió a ir al “Rumbón”, creyendo que él podría haber ido allí en busca de solaz, para camuflar su miedo. Pero, no.
A media noche decidió regresar a Valparaíso, el pueblo que había cruzado antes, justo antes de empezar el ascenso hacia las cumbres. Ya de camino, había reservado habitación, en el único hotel que había disponible.
Aún no se sentía vencida.
El descenso fue oscuro y vertiginoso. Los abismos del lado derecho de la carretera, se iluminaban hasta las simas, a cada rayo que caía. Tronaba con abuso, y cada chipotazo resonaba en su estómago. Las llantas del carro no rodaban, sino que resbalaban en el pantano gredoso que bajaba con las corrientes. Aguzaba la vista para no desviarse ni un centímetro de la carretera. Templaba sus oídos para escuchar el asfalto bajo las ruedas. Se aferraba al miedo para no morir.
Al fin amainó la tormenta. Ya no se veían bailar los trasgos en las chispas de los relámpagos. Los faros del coche alumbraron más. Se divisaban algunas luces. Se acabó la pendiente.
Estaba empapada. Las gotas de llanto que rodaban por sus mejillas se mezclaron con el dolor de la lluvia en el parabrisas del carro.
Al llegar a la primera cantina, en las afueras de Valparaíso, lo vio recostado en la puerta, con una cerveza en la mano y un cigarrillo barato entre los dedos.
¡Lo encontró! La rechazó. La empujó suavemente fuera del cobertizo. Claudia se quedó derecha bajo la llovizna, lo miró a los ojos y lo desafió:
— ¡Mario Jiménez: Cásate conmigo esta misma noche! Tengo un notario esperando en nuestra casa de Medellín.
Él la miró sin verla, más allá de la oscuridad Y:
— ¡Imposible Claudia! —dijo desdeñoso. —Los hermanos de la chica juraron matarme, si no me caso mañana con ella y reconozco al niño que está esperando.
— Si amaneces casado conmigo, no podrán obligarte — contestó Claudia inocente. Entre los dos responderemos por el niño, si es que te importa tanto.
—Me importa y mucho. Es mi primer hijo. —Adujo Mario, con un deje de angustia en la voz.
A Claudia le conmovió la respuesta y se interesó en ese bebé, desde entonces.
— ¡Inténtalo siquiera, a ver qué pasa!
— ¡Imposible, te repito! Mi madre también está amenazada de muerte.
— Pero todavía me amas, ¿verdad?
— ¡Cállate, más bien! —Ordenó Mario. —Y antes de que te resfríes, ve a secarte. En Valparaíso también hay “Rumbón”, si quieres nos vemos allí.
Claudia frunció los labios con disgusto; dio media vuelta y se subió al carro. Hizo chirriar las llantas con rabia, para echarle en la cara todo el lodo que había arrastrado por su culpa. Lo salpicó tanto, que Mario quedó irreconocible. Le gustó verlo así. Desconocido. Sonrió. Luego desapareció a toda velocidad, en la oscuridad de la calle que la llevaba al hotel.
Antes de acostarse, echó sales en la bañera y se sumergió a esperar que el agua tibia y perfumada cobijara su cuerpo desnudo. Intentó complacerse con el rumor del chorro que la acariciaba, pero no encontró ningún elixir que pudiera ayudarla a salir de ese momento interminable. Se tiró en la cama, estaba exhausta. Llegó Mario.
Al despertar el domingo, Claudia se hundió en una gran desilusión. Mario ya no estaba. Había marchado antes del amanecer, tratando de burlar el peligro al que se había arriesgado, con tal de decirle adiós, pegado a ella, en un éxtasis sin fin.
Claudia se quedó en vilo un rato. Esperaba que sonaran las campanas de la boda. Pero en lugar de la marcha de Meldenson, por los altavoces de la iglesia, sonaron las notas fúnebres del grandioso Réquiem de Mozart.
— ¿No se casó? Suspiró Claudia casi con alivio.
Más tarde doblaron las campanas. Se puso tensa. Se sobresaltó. Lo intuyó. No tuvo ninguna duda. Lloró.
Se levantó frenética. Se vistió. Cogió el bolso, se lo puso al hombro. Sonó el teléfono; era de portería. No quería cogerlo. Sin embargo descolgó el auricular:
—Doña Claudia —le anunció el conserje— aquí hay una chica en embarazo que quiere verla. Dice que usted sabe quién es ella y que será muy breve.
—Si viene sola, tráigala a mi habitación por favor. Que no hable con nadie.
Media hora más tarde salieron juntas del hotel, a la carrera, cogieron el carro y escaparon. Ninguna de las dos pronunció palabra en todo el trayecto. Claudia entró en una especie de ausencia y condujo automáticamente hasta llegar a su casa. Estaba segura de mantener vivo el recuerdo de Mario, al tener a su hijo con ella.
El lunes a las nueve de la mañana, Claudia entró al salón de juntas de su empresa, ceñida de negro, con zapatos rojos de tacón muy alto. Elegante, esbelta y cabizbaja.
Los socios la estaban esperando. Se pusieron de pie. Los miró sin verlos, levantó la cabeza y saludó muy corto. De nuevo pidió excusas, por haber salido tan de prisa, la semana anterior. Antes de empezar la reunión, se acercó al ventanal, clamó en silencio por el alma de Mario en medio de una lágrima, mirando arriba, hacia el cielo nubarrón.