Dasso Saldívar regresó a su tierra natal en compañía de su amigo, el también escritor René Jaramillo Valdés. Este hace una crónica de ese viaje a la entraña de las montañas antioqueñas en donde les hicieron un merecido homenaje.
Por: René Jaramillo Valdés
A veces pienso que un viaje no es más que un llamado que nos hace la memoria para mostrarnos, quizá por última vez, algo que agoniza en ella. Los viajes asumidos de esta manera se vuelven una reconquista, una búsqueda impelida por recuerdos, apenas sostenida por retazos de la historia nuestra que aquella guardó para conservarnos la posibilidad del regreso. Con esta convicción viajé a Guadalupe en compañía de Dasso Saldívar y Alejandro Maya. Nos convertimos en tres Mascadores de Luna, como aquellos narrados por Miguel Ángel Asturias en Leyenda de las tablillas que cantan, que debíamos estar dispuestos a la intensa jornada de fin de semana si queríamos observar todas las tonalidades del camino y detener el tiempo en nuestra mente, algo así como un eclipse que tardaría décadas en volver a repetirse.
El sábado treinta de agosto me desperté a las cinco de la mañana. De inmediato los recuerdos borraron las distancias, comenzaron a sincronizar tiempos y parajes donde celosamente se escondía la historia, espacio a donde llevamos a refrescar las sombras para protegerlas de la noche y de la envidia del presente. Pensé en mi padre Luis Jaramillo Hincapié, en la manera natural como asociaba ser humano y libertad, en lo grandiosa que esta se volvía en boca de él y en lo fácil que se pierde cuando no se tiene por patria el mundo entero.
Dasso Saldívar, Alejandro y yo, íbamos invitados por la Alcaldía, y el honorable Concejo Municipal, para recibir un reconocimiento cultural por los aportes literarios hechos al país, y al mundo. En la Terminal de Transporte Norte, Berenice, mi esposa, y yo abordamos la camioneta donde venían Dasso, Alejandro, La Pacha y Gustavo, el conductor. El encuentro, a ciento catorce kilómetros de nuestra tierra natal, nos llevó a recordar los primeros paisajes que la memoria no se atrevía a revelar por temor a perderlos para siempre y que aseguraban nuestra vuelta al terruño. Dasso había llegado de la ciudad de Lima, Perú, desde comienzos de agosto. Allí habló de la biografía del premio Nobel de literatura Gabriel García Márquez y de su primera novela Los soles de Amalfi. Alejo y yo estábamos dispuestos a aprovechar su compañía para conocer otros secretos de la vida del hijo del telegrafista y oír de boca del escritor la manera como las historias del Cañón de San Julián se juntaron hasta arrullar con sus voces las páginas de Los soles de Amalfi y el corazón de los lectores.
Mientras la camioneta rodaba sobre el pavimento de la autopista norte, adentro de ella se escuchaban risas. Le hablé a Dasso de lo frescas que eran las imágenes y las palabras en el inicio de su novela, de lo natural que aparecía Anatolia, familiar lejana mía, personaje central, quien caminaba entre montañas como si todo fuera un sueño que en cualquier instante desbarataría el viento. “Leyendo las primeras páginas recordé a Juan Rulfo y su cuento Luvina”, dije. Dasso asintió. Les conté que suspendí la lectura en el cruce de Guanteros, justo donde narraban cómo Anatolia custodiaba el pozo de agua que la mayoría de viajeros visitaban para poder continuar sus travesías por el cañón. “El pozo es Mileto, cruce de culturas”, dije. El escritor sonrió. Luego explicó que por la vereda Guanteros pasaban los campesinos que venían a vender sus cosechas a Guadalupe, El Salto o Carolina del Príncipe; los que subían de San Julián o de San Juan y quienes iban para Malabrigo, Chamuscados y Anorí. Con esta explicación se le dieron las llaves a Alejo para que expusiera mucha parte de la Cátedra Municipal, desarrollada durante el período en que fue alcalde popular de Guadalupe. En su memoria los personajes y leyendas se resistían al olvido. “Llevo más de veinticinco años investigando la historia de mi pueblo y me falta por conocer más de la mitad de su pasado”, dijo el exalcalde. Del corregimiento de El Hatillo en adelante acompañamos con sonrisas sus anécdotas y hallazgos. Alejo narró las historias de Fabriciano Zapata, combatiente de la guerra de Los Mil Días, quien murió a la edad de 105 años; la del carguero Felix Mañas; la Vírgen María y el Niño Jesús de Travesías. Habló de Chenga, Manasés Restrepo, de los conflictos que le generó con los sacerdotes de turno el haber renunciado a la fe católica y convertirse en luterano. Aquel fue el Cisma de Guadalupe.
La recién construida carretera que transitábamos borró de mi memoria el Municipio de Barbosa, me hizo pensar de nuevo en que los viajes tienen algo de agonía y en que los vacíos que dejan los paisajes que guardamos de la infancia no los puede llenar sino la tristeza. Con la nueva vía ya no tendríamos que pasar por Barbosa, ni sentiríamos el olor a piña, cuando fuéramos para Guadalupe. Llegamos a las partidas para el Valle del Nus, cruzamos Puente Gabino y después de una corta llanura iniciamos el ascenso a Gómez Plata, desde donde podíamos empezar a sentir la brisa de la represa. Alejo habló de los inicios de la planta eléctrica Guadalupe uno. La Cátedra Municipal siguió hasta el instante en que llamaron al conductor y le preguntaron qué dónde iba. “Estamos saliendo de Gómez Plata, papá”, contestó el joven Gustavo. Cortó la comunicación y nos contó que estábamos retrasados, que en el pueblo esperaban nuestra llegada para las doce del día, porque a esa hora comenzaba el homenaje. Convinimos en tomar la vía antigua para no entrar a Carolina del Príncipe y ahorrarnos doce kilómetros de carretera. Los pinos pátula sembrados por las Empresas Públicas de Medellín, desde las orillas guiaban la ruta. Apareció la represa de Troneras, observamos sus orillas desnudas debido al cambio climático, acuarelas que intentamos complementar con los recuerdos de infancia cuando recorríamos sus riveras y lanzábamos la imaginación al agua pegada de un anzuelo; pocas veces se quedó en el fondo y cuando esto ocurrió aquella no murió. Las lecturas de las novelas de Julio Verne, hechas en la juventud, me recordarían que en el fondo de la represa reposaba parte de mí, una gota extraña que solo se dejaba ver en las orillas cuando estuviera en apuros literarios. Sin retirar la mirada seccionada por los pinos pátula, pensé en la sabiduría de la naturaleza, en la manera como esta se camufla para no perder el rumbo y siempre conservar el regreso de quienes lo desean y quieren acortar distancias. El pueblo de Carolina del Príncipe quedó atrás, no pasamos por él, desapareció, mas no el recuerdo de las noches cuando mi padre, y los miembros de la Junta Administradora de Guadalupe, tenían que huir como ladrones por calles y trochas. Ladrones que solo buscaban el reconocimiento y la libertad de su pueblo.
Dejamos El Salto. Faltaban quince minutos de viaje. Gustavo había contestado varias veces el teléfono celular, le indicó a su padre por dónde iba y lo tranquilizaba diciéndole que no había inconvenientes. Los paisajes se desnudaban para que pudiéramos ver las tonalidades y las imágenes de tiempos remotos. Cruzamos cañadas que partían la carretera y que en época de invierno la hacían intransitable, peligrosa. Alejo contó que ese tramo de vía, hasta Guadalupe, había tardado para construirse más de treinta años por negligencia de las distintas administraciones locales y departamentales. Cuando avistamos los charcos de El Cañal, vino a mi mente el temible rebuznar entrecortado del burro de Pascasio Gil, que comenzaba en la madrugada y se había vuelto el reloj de la mayoría de los pueblerinos. Alejo contó la vez en que nos subimos a un árbol de guayabo, que estaba encima de corral, desde donde íbamos a ver las bestias aparearse. En medio de carcajadas contó que cuando los animales estaban en toda su faena uno de nosotros se cayó del árbol y hasta el dueño de las bestias echó a correr. Nos reímos mucho de aquella escena traviesa y quijotesca. La imponente montaña de Mamá Pacha nos cortó el aliento e invitó al silencio. Recordamos a la matrona Ana Francisca Álvarez, cuya casa colonial, de tapia y macana, sirvió como posada de arrieros.
Ver la virgen de la entrada al pueblo me dio ganas de cantar. Tantas expectativas habían templado la nostalgia. Saber que las calles de la infancia han conservado huellas que solo descubren los recuerdos pone sobre las cuerdas cualquier letra que el corazón no duda entonar. Para mí canté y di créditos sinceros a César Miró, autor del vals que rebosaba mis entrañas. “Todos vuelven a la tierra en nacieron, al embrujo incomparable de su sol, todos vuelven al rincón donde vivieron, donde acaso floreció más de un amor”. Cada verso apretujaba mi garganta y apenas cuando bebía más versos podía fluir la respiración. “Nos dice su voz misteriosa, de nardo y de rosa, de luna y de miel, que es santo el amor de la tierra, que es triste la ausencia que deja el ayer”. Terminé de cantar en silencio y me reafirmé en pensar que la infancia tiene el privilegio de guardarnos los espacios felices porque eran tiempos donde la vida crecía a la par del asombro. Concluí que el hombre encontraba en los primeros años todas las direcciones que debía seguir para no verse golpeado por el destino en tierra extraña.
En el recinto del Concejo Municipal escuchamos las palabras del señor Alcalde y de los concejales. Reiteraron el compromiso con sus gobernados, especialmente con la atención a los campesinos. Luego de la lectura del Acuerdo Municipal, nos dirigimos a la institución educativa Luis López de Mesa, lugar donde se oficiaría el homenaje. Estudiantes, profesores, exalcaldes y amantes de la cultura, nos esperaban para conocer como habíamos cumplido algunos de nuestros sueños y darnos un aplauso por ello. Subimos al estrado. A la derecha del señor alcalde, César Augusto Agudelo, conformamos la mesa principal Dasso Saldívar, Alejandro Maya, Juan Fernando (el poeta del pueblo) y Yo. Después de escuchar los himnos leyeron la biografía de cada escritor, las cuales complementaba la profesora de español y literatura, de la institución, con la lectura de apartes de nuestras obras literarias. Luz Ángela leyó fragmentos de El viaje a la semilla, Agridulces, El amor, un sueño romántico y El color de la madrugada. Recibimos el reconocimiento y los aplausos sellaron para siempre una alianza cultural, de sangre y huella. Fue un encuentro que conmemoraba los cincuenta años de municipalidad y reafirmaba el supremo derecho de todo ser humano a la educación y a la cultura.
Dasso recibió la placa de vidrio y dijo al público asistente que más que hablar de su obra quería responder preguntas, porque a eso había venido. Hizo un breve recuento de su pasión por Cien años de soledad, de sus andanzas por tierras macondianas y de la preguntadera que ni el propio Gabo pudo calmarle. Contó que el desconocimiento que el mundo tenía del autor, aun después de recibir el Nobel de literatura en el año 1982, lo hizo entender que más que preguntas él tenía muchas respuestas para los lectores del hijo de Aracataca. Alejandro volvió a referirse al tiempo que llevaba investigando la historia de Guadalupe. Mencionó con nostalgia y admiración a Octaviano Jaramillo Lopera, educador polifacético y humanista que marcó generaciones con el amor que inculcó por las artes y en especial por la literatura clásica. Continuó su Cátedra Municipal con recuento de personajes inolvidables. Hizo énfasis en la manera sutil como narró las bellezas naturales que había encontrado Manuel Uribe Ángel cuando trasegó por el Cañón de San Julián. Se refería a la cascada, la Mona, como la conocían los campesinos, a la estampa incomparable que formaba la caída de sus aguas, a las nubes blancas y envolventes que se elevaban para arañar las peñas. Juan Fernando agradeció a todo el pueblo por la acogida que le había dado a su libro de poemas, e instó a los jóvenes a no dejar de estudiar, puso su vida como ejemplo de superación y deseos de triunfar. Llegó mi turno y más que hablar preferí leer. Me guié por las palabras con las que el dramaturgo granadino Federico García Lorca inauguró, en septiembre de 1931, la biblioteca pública de Fuente Vaqueros, su pueblo natal, discurso que tituló “Dime qué lees y te diré quién eres”. De esta presentación leí los dos párrafos iniciales. Después abrí mi libreta de apuntes y compartí con los asistentes los fragmentos que me había dictado la memoria, para corroborar que la reconquista estaba en marcha. “Cuando se educa se enciende en el interior de cada uno la llama perpetua de la búsqueda, aquella que no apaga ningún tiempo ni distancia”. Luego hablé de la educación como el canal que conduce a la sabiduría y del sabio como aquel puente que aunque viejo y deteriorado siempre es la mejor opción para cruzar los abismos. “Por eso no permitan que a los ancestros, a nuestros viejos, a quienes forjaron la cultura y la libertad, se les apaguen “Los soles de Amalfi”, menos “esta inmensa luz entre montañas”. El encuentro en la institución educativa terminó con la presentación de los grupos de danza y música, del municipio.
Mientras almorzábamos Dasso cambio los planes y me dijo que iba a postergar para el domingo la visita a su hermano Óscar, en Puente Acacias. Él quería pasar por la Vereda Guanteros, en el Cañón de San Juan. Le respondí que era la mejor opción. Alejandro, Berenice y yo nos comprometimos a acompañarlo hasta la casa de su hermano. Eran las cuatro de la tarde en el reloj de la iglesia cuando partimos para el Cañón de San Juan, queríamos ver el atardecer, los caminos reales, los parajes y a lo lejos la cordillera que formaba el Cañón de San Julián. Hablamos de la Manga del padre Arango, de las cuevas de piedra donde crecieron muchos de nuestros miedos de infancia, del monte El Tesoro y los caminos interminables que recorría Suso Palustre cuando viajaba a Segovia y Zaragoza a cambiar discos de acetato y zapatos, por oro. El itinerario daba ganas de seguir cantando. El azul del firmamento se iba hundiendo en el abismo, la camioneta se bamboleaba por los canalones y apenas los versos nos sostenían en el empeño de llegar hasta la Vereda Malabrigo. “Camino viejo de mi vereda por donde tantas veces pasé/ llevando al hombro mi taleguera/ con mis cuadernos y mi pizarra/ rumbo a la escuela de doña Inés”. Recordé los tiempos en que salía de la finca del Cañón de San Julián a las cinco de la mañana, a oscuras, con rumbo a la escuela del pueblo y la manera como cada paso entre las tinieblas, por la Loma de los Chorros, llevaba al encuentro con la luz; esta apenas conquistada cuando sin aire asomaba en la Piedra Plancha. Dasso no paraba de admirar paisajes, colores y lo vivas que eran aún aquellas trochas y veredas para cada recuerdo. Él miraba por la ventanilla, observaba las fachadas de las casas derruidas del borde del camino y continuaba con el recuento de los habitantes que vieron crecer la vereda Guanteros y pasar muladas para Anorí, Guadalupe y Carolina. Arrieros que diseñaron trochas que no lograba esconder la noche porque estaban trazadas con alma y casco de mula. Allí llegaban a descansar, a tomarse unos aguardientes para que a la escasa lumbre de la nostalgia arrimaran los recuerdos y les permitiera que los arropara el sueño.
En Guanteros el sol se negaba a ocultarse, se aferraba al filo de las montañas para ponerle límite a la tarde que crecía en sombras gigantes. Algunos rayos encendían ramajes y troncos que se interponían a la profundidad del cañón. Uno que otro techo de cinc jugaba a no dejarse apagar por la oscuridad y se convertían en solitarios y diminutos faros que envidiaban las estrellas. Con las sombras apareció la neblina, nos siguió hasta la Vereda Malabrigo y por unos minutos nos permitió ver la cordillera limítrofe con el Municipio de Anorí. Un ron con agua, en fonda caminera, sirvió para blindarme contra la neblina. Esta me sacaba en los sueños de infancia, me ponía a cabalgar en Alazán, el caballo preferido de mi padre, y en su lomo me llevaba a recorrer el monte El Tesoro, donde los niños se perdían si pasaban cerca cuando subía la neblina y nacían todos los fantasmas. Malabrigo pronto nos rodeó de blancura movediza, quizá para que la ausencia de casas y caminos no doliera y la distancia se redujera a los olores de las flores silvestres. El olor a caballeriza, cerdo, cagajón, boñiga y fragancias de flores nocturnas, hallaron la ecuación perfecta que lograba cerrar la travesía. Comprendimos que habíamos llegado al punto exacto donde florecieron nuestras vidas. Las miradas indagadoras se iban hundiendo en el abismo que la neblina hacía pasar desapercibido. Las palabras humildes y sencillas de los campesinos nos hicieron entender que por aquellas tierras habíamos sembrado huellas y que nuestra presencia no era más que el redescubrimiento de voces y senderos que el tiempo siempre había conservado.
Mientras la oscuridad se hacía más densa en el fondo del cañón y la neblina tendía su manto entre las faldas, el sol se arrinconaba en las crestas de las montañas. El Cañón de San Juan se había reducido a tenues faros de luz que agonizaban corneados por la noche, y que apenas sosteníamos con nuestro asombro. Los pájaros cantaban desesperados, como si la oscuridad ya se hubiera apoderado de sus nidos. A veinte metros de distancia ya no se distinguía la carretera, los troncos de los árboles se habían ido al abismo, las ramas intentaban esconder rayos de sol que se fugaban para iluminar el camino del viajero. “Allá estaba el Cristo Milagroso de Malabrigo”, dijo Alejandro y señaló en dirección a Anorí, así lo imaginé porque ya no se veía la carretera. Eran las seis de la tarde. Acordamos dejar la vereda de Malabrigo y regresar al pueblo. Sobraron ruegos para que nos quedáramos un rato más, pero ya teníamos otro compromiso y era un deber cumplirlo. A las siete ya estábamos en el hotel. Después de comer salimos a la plaza a encontrarnos con los concejales.
A las cinco y treinta de la mañana sonaron las campanas de la iglesia, llamaban para la eucaristía de las seis. Fue un sonido único, justo para despertar a quienes han dormido plácidamente. Seguí expectante los toques, recordé al animero que recorría las calles en el mes de los difuntos, las veces en que me enrollaba en la cobija para no escuchar los toques de la campanilla y en los tantos días que dejé de transitar por la calle del cementerio. Me tranquilicé cuando rememoré las madrugadas cuando subía a estudiar y oía las campanas que sosegaban el espíritu y ya no sentía el ascenso de la Loma de los Chorros. Para Berenice, Alejandro y yo, quedaba el último día del viaje. Debíamos acompañar a Dasso a visitar a su hermano Óscar, en el Cañón de San Julián. César Augusto, el alcalde, nos transportó hasta el teleférico. El operador nos informó que la bajada iba a ser lenta porque el teleférico tenía una falla, a lo que no vimos inconveniente. Los campesinos que abordaron con nosotros guardaban silencio, desviaban la mirada hacia los paisajes que admirábamos y luego cerraban los ojos como si estuvieran descubriendo colores y parajes nuevos. Después de la torre, momento en que la cabina entra en el vacío, se escuchó la voz de Dasso: “Uno nunca termina de acostumbrarse a esto”. Asentimos y continuamos observando la cordillera que se alzaba como una anaconda que se preparaba para envolver y triturar su presa. La nube de vapor que apareció al lado de la cascada hizo recordar a Alejandro la pregunta hecha por la estudiante de la institución Luis López de Mesa, sobre a qué jurisdicción pertenecía la cascada. El exalcalde había dicho que “tuvimos que entregar parte del territorio para poder independizarnos de Carolina del Príncipe”. La respuesta derrumbó la mirada de la estudiante y lo llevó a recalcar en lo positivo que había resultado la separación. El paisaje que se veía al fondo parecía indicarnos que aún seguíamos en el Cañón de San Juan, que habíamos amanecido allí y ahora descendíamos hasta su lecho. Alejandro volvió a mencionar la crónica escrita por el médico, geógrafo y científico antioqueño, Manuel Uribe Ángel (Envigado 1822- Medellín 1904). Contó, además, que el malacate usado por los campesinos para transportar sus productos agrícolas se había reventado, cayó al otro lado del río, y que el único sobreviviente fue un gallo de pelea que hallaron cantando sobre una roca en medio de la corriente.
Salimos de la cabina. Con las cámaras enfocamos peñas, faldas, la cascada, el malacate, la corriente del río; capturamos el alma del paisaje. El río se oía agonizante y las grandes rocas que denunciaban el exiguo arroyo emitían estertores de un espíritu colectivo que marchaba en busca de otros tiempos y caminos, de aquella época cuando los murmullos del agua despertaban el humo de las casas de bahareque y tapia y los frutos de los cafetales maduraban para dejarse acariciar por la mano ruda del hombre; cuando los pájaros orquestaban cantos para un amanecer único, de vivas, hasta enaltecer el espíritu y luego entonaban sus cantos de especie para entrar en comunicación con sus pares. El estridular de las chicharras se oía en la lejanía, en la mitad de la montaña. Sin el río, sin la música que la naturaleza había construido con los siglos, nada sobreviviría. Abordamos el automóvil de Óscar. Pasamos por la vereda El Machete y desde la ventanilla miré la escuela rural El Machete, que lleva el nombre de mi padre. Estaba silente, sin almas. Quise escuchar voces juveniles, palabras de la profesora que se opusieran a la nostalgia y al ver el rastrojo que amenazaba con cerrar su entrada me dije que quizá la naturaleza crecía para proteger el espacio de quienes querían aprender y saber muchos de los interrogantes que les planteaba la existencia.
Desde el mirador de la casa de Óscar, hombre sereno, amable, conocedor del cañón y dispuesto a compartir todo con los amigos de su hermano, contemplamos el puente de cemento y hierro, sin sangre, que había perdido su gracia. Ya no dominaba la corriente, apenas sentía el vibrar de las aguas que pasaban entubadas. Era una mole que ataba dos orillas de un seco abismo que se agigantaba con los recuerdos que teníamos de Puente Acacias. Habíamos llegado donde la sinfonía quedaba inconclusa. La nostalgia sufre cuando la estiran hacia arriba. A esto ayudaba la tonalidad de los paisajes del otro lado del río que ahora se querían retirar del puente y acercarse al firmamento. El olor del almuerzo me volvió los pensamientos a tierra de ancestros, me hizo recordar la huerta detrás de la casa, sitio que mamá cuidaba con esmero porque en él guardaba el sabor que dignificaba los alimentos que cocinaba. Por los cuartos de la casa se combinaban olor a yuca, papa y gallina criolla. Las frases amables, humildes, de la esposa de Óscar, aquellas que todo lo quieren compartir, nos llenaron de regocijo. “Está muy buena, Óscar la puso a madurar desde el martes”, nos dijo ella al ofrecernos trozos de papaya como aperitivo para el almuerzo. Las palabras ayudaron a que profesara de nuevo mi amor por el campo, lugar donde aprendí que los primeros pasos que da el hombre, sus huellas originales, son llamas eternas que no apaga ninguna tormenta. Después del almuerzo Dasso y yo nos sentamos en el comedor a conversar de literatura, de su obra y sus planes para el lunes en la mañana, ya que él debía regresar a Medellín para cumplir compromisos. Iba a viajar con La Pacha a Amalfi a saludar amigos y a comparar los soles encendidos en su infancia con los que había descrito en su primera novela, quería saber si no los había apagado la soledad. Le dije que la verdadera pasión por la literatura comenzaba con Los soles de Amalfi y que este nuevo paso realzaría aún más lo realizado en Viaje a la semilla, la biografía de Gabo, nuestro premio Nobel.
Después del mediodía nos despedimos. Dasso tomó las últimas fotografías de la estadía nuestra en el Cañón de San Julián. Regresamos a Medellín confiados de que habíamos llevado recuerdos a Guadalupe, a las veredas que sabían de nuestra infancia, para completar su historia. Sembramos certezas para confirmar regresos.
Medellín, septiembre de 2014.
Foto cedida por el autor: de izquierda a derecha: John Sepúlveda, Alejandro Maya, Dasso Saldívar y René Jaramillo Valdés
«Pensé en mi padre Luis Jaramillo Hincapié, en la manera natural como asociaba ser humano y libertad, en lo grandiosa que esta se volvía en boca de él y en lo fácil que se pierde cuando no se tiene por patria el mundo entero».
Montañas de Guadalupe, Antioquia, foto de René Jaramillo V.
«Dasso recibió la placa de vidrio y dijo al público asistente que más que hablar de su obra quería responder preguntas, porque a eso había venido. Hizo un breve recuento de su pasión por Cien años de soledad, de sus andanzas por tierras macondianas y de la preguntadera que ni el propio Gabo pudo calmarle».
Llegada de la noche en el cañón de San Juan, foto de René Jaramillo V.
«En Guanteros el sol se negaba a ocultarse, se aferraba al filo de las montañas para ponerle límite a la tarde que crecía en sombras gigantes. Algunos rayos encendían ramajes y troncos que se interponían a la profundidad del cañón. Uno que otro techo de cinc jugaba a no dejarse apagar por la oscuridad y se convertían en solitarios y diminutos faros que envidiaban las estrellas».
La belleza de la cordillera al norte de Antioquia, foto René Jaramillo Valdés
«El operador nos informó que la bajada iba a ser lenta porque el teleférico tenía una falla, a lo que no vimos inconveniente. Los campesinos que abordaron con nosotros guardaban silencio, desviaban la mirada hacia los paisajes que admirábamos y luego cerraban los ojos como si estuvieran descubriendo colores y parajes nuevos. Después de la torre, momento en que la cabina entra en el vacío, se escuchó la voz de Dasso: “Uno nunca termina de acostumbrarse a esto”».
Foto de René Jaramillo Valdés
«Después del mediodía nos despedimos. Dasso tomó las últimas fotografías de la estadía nuestra en el Cañón de San Julián. Regresamos a Medellín confiados de que habíamos llevado recuerdos a Guadalupe, a las veredas que sabían de nuestra infancia, para completar su historia. Sembramos certezas para confirmar regresos».