El autor de esta crónica nos muestra la ciudad amable, que reconcilia a los seres con los espacios públicos y nos enseña esa tradición de los medellinenses de entablar una amistad con el primer desconocido que se encuentran en torno a los gustos comunes.
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La inagotable magia de los libros
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Siempre he creído que los viajes son libros inéditos dispuestos a cambiar o a repetir historias con tal de que no nos quedemos a mitad de camino. Por esta razón los impostergables viajes en Metro, los sábados, me suscitan una nueva lectura de la ciudad, me llenan de mesura y alejan los afanes que conllevan las madrugadas cuando se deben cumplir compromisos laborales.
La mañana estaba gris. La neblina tenía aplazado el saludo que el Cristo del Cerro El Picacho daba a los barrios altos. A las diez Medellín parecía no haber despertado. El silencio en la Terminal de Transporte hacía pensar que nadie quería partir quizá porque la quietud no es buena consejera cuando a su lado permanece la ansiedad, pero esa no era mi situación. Avancé por el viaducto, miré el paisaje nublado del cañón que se abría hacia el norte del valle, recordé mi tierra natal, llamada luz entre montañas, seguí el tren que estiraba la ciudad hacia el sur hasta perderlo más allá de la Universidad de Antioquia. Crucé el torniquete y a los cinco minutos abordé el tren. Algunos pasajeros estaban absortos, otros dormidos, los demás tenían puestos audífonos y vociferaban intentando seguir los ritmos con movimientos de pies. Me ubiqué en la parte final del vagón, reparé el cambio ambiental que recibía la colina del antiguo basurero municipal y las últimas miradas a lo largo del río las robaron las canoas hechas con trozos de madera que parecían atracadas de por vida por el olor putrefacto de la corriente. Abrí el morral manos libres y extraje el libro que releía por tercera vez. Me dejé llevar por la historia fraterna que habían construido Jorge Luis Borges y Norman Thomas di Giovanni, este periodista norteamericano contratado por el periódico The New Yorker, por casi una década para que tradujera al inglés las obras del escritor argentino. Amistad que habían construido con el sello eterno de la pasión por la literatura y que para mi formación su encuentro ayudó a descifrar algunos de los misterios que aun me escondía su obra. Por instantes Norman me hizo sentir que ambos habíamos caminado al lado del escritor por senderos vedados a otros lectores y que nos correspondía ratificar esa especie de milagro que era la literatura. Quizá, pensé, estábamos convocados para dejar al Borges ciego en medio de nuestras miradas. El asombro me llevó a retirar la mirada de la página y buscar un lugar, fuera del vagón, dónde detenerme para intentar ver desde la lejanía la vasta llanura que había crecido con aquellas anécdotas narradas en La Lección del Maestro. «Próxima estación, Prado. Estación con...». Volví los ojos a la página, releí los renglones anteriores y llegué a preguntarme por qué hechos tan dispares y distantes, con sorpresa, terminaban deletreando en una hoja de papel el destino del ser humano. «La señora del bebé, aquí hay un puesto», dijeron en un costado del vagón. «Siéntese, por favor», concluyó la voz y escuché las infinitas gracias que exhaló la madre.
El hombre de unos sesenta años de edad, que había cedido el puesto a la madre, se acomodó las gafas de lentes gruesos, tomó el maletín de tela con su mano derecha y lo subió hasta su cintura. Después dio un paso adelante y se detuvo a mi lado.
─Perdone, señor, ¿qué libro lee? ─me preguntó.
─La Lección del Maestro ─dije después de mirarlo al rostro─. Se trata de la vida de Jorge Luis Borges.
─¡Borges! Excelente escritor. ¿Cómo le parece su obra?
«Próxima estación, Parque Berrío. Estación cercana al...».
─Señor, me quedo en esta estación ─dije y le vi fruncir los labios.
─Lo acompaño unos minutos..., después sigo mi ruta.
Recordé que para mí los libros siempre encierran magia, que esta la potencian los viajes y los encuentros. Antes de que se abrieran las puertas, acepté su compañía.
«Recordamos a los pasajeros que no deben permanecer en la plataforma...»
Por los altoparlantes seguían informando que no debíamos permanecer en la plataforma sino hasta el arribo del próximo tren. El hombre de las gafas me recordó que le debía una respuesta.
─Me llamo Leonardo, con mucho gusto.
─René, es un placer. Para servirle.
Dedicamos unos segundos a contemplar los afanes de las personas que se desplazaban por la calle Boyacá y a construir mentalmente la parte siguiente del diálogo. De la carrera Bolívar subían voces con ofertas de tenis, bluyines, morrales para la temporada escolar y de vendedores de chicles, tinto, jugos y cigarrillos, algarabía que solo espantó el pito estridente del tren que iba con dirección norte.
«Señor pasajero, recuerde que debe permanecer detrás de la línea amarilla hasta que el tren se detenga por completo».
Cuando el tren partió, las tórtolas bajaron de nuevo a la carrilera, unas a buscar paja para hacer sus nidos y otras a buscar qué comer.
─La obra de Borges me parece magistral ─dije para contestar la pregunta que estaba pendiente─. Pero me gustan más sus cuentos.
Leonardo subió un poco sus gafas con el índice, como a la espera de una respuesta más concreta.
─Prefiero su prosa ─continué─, por ejemplo cuentos como “El hombre de la esquina rosada”, “El Jardín de senderos que se bifurcan”, “El Aleph”, “El otro”, “Funes, el memorioso.”
─¡Excelente! Nadie más que él, en su época, mereció el premio Nobel de literatura, ¿Verdad?
─¡Es verdad! ─dije. Me había contagiado de su euforia─. Creo que cometió el error de hablar en contra de la Academia Sueca. También defendió la dictadura del general Pinochet.
─No sabía que él defendió la dictadura de Pinochet.
─Esta posición política lo alejó del club de los Nobel.
─Pero, se lo mereció más que muchos de los consagrados en octubre por la Academia.
─Seguro que sí.
Leonardo me pidió que le mostrara el libro. Observó la carátula, le llamó la atención la figura en blanco y negro del Maestro y del autor de la obra. Leyó en voz baja el título, dio un vistazo a las solapas, a la letra menuda de la contraportada y lo abrió para oler sus páginas. Cuando escuchamos el tren que él debía abordar, me lo devolvió.
El tren se detuvo. Las tórtolas se habían refugiado entre las cerchas del techo. Las campanas de la iglesia La Candelaria dieron las diez y treinta minutos, la misma hora que señalaba el reloj de la estación.
─Yo leo todos los días ─dijo Leonardo después de que el tren partió─. En el maletín siempre llevo un libro. Los libros son una maravilla. Le doy gracias a mi madre porque me inculcó el amor por la lectura.
Leonardo abrió su maletín. De él salió un olor a cuero recién cortado y mostró la caratula del libro que estaba terminando de leer.
─Leer es lo que me alegra la vida, René.
─Hay pequeñas cosas que uno se encuentra y en el fondo guardan grandes tesoros que si se saben valorar le dan otro significado a la vida. Eso es quizá un libro.
─¡Cómo no! ─Exclamó Leonardo.
Los dos policías bachilleres que estaban encargados de la vigilancia de las zonas de abordaje, se hicieron señas para alertarse de nuestra permanencia en la plataforma.
─No tenemos tiempo ─habló Leonardo, sin perder de vista al policía que nos seguía de cerca─, para contarle mi historia. Como le dije, gracias a mi madre, aprendí a buscar educación en los libros, sin tener que asistir a la escuela. Ella una vez me dijo: «como en la vejez se duerme poco no hay un mejor amigo que un buen libro».
─Ella tiene toda la razón, Leonardo. Quien toma el libro como su amigo mantiene su espíritu rejuvenecido y predispuesto a las sorpresas.
Leonardo estaba ansioso por hablar más de libros y de su vida. Rebujó su maletín, lo volteó, hurgó hasta cuando pudo sacar una cartulina tamaño tarjeta personal, donde le escribí mi número de celular y el link de mi blog literario.
─Hasta hace trece años fui drogadicto ─dijo mientras ordenaba los artículos de cuero que fabricaba y vendía para obtener el sustento diario─. Sufrí un vacío afectivo que dio un giro completo a mi existencia.
Leonardo terminó de ajustar el cierre de su maletín. Lo oí dar gracias a esa fuerza divina que lo había iluminado y lo tenía transitando un camino menos oscuro y lleno de alegría. Puso su mano en el pecho, en la boca, en su frente y dijo que siempre se bendecía de corazón, palabra y pensamiento.
─Perdí al ser que más quise, después de mi madre─. Sentenció con voz sincera.
Leonardo hablaba con rapidez, quería agotar hasta el último segundo que nos quedaba para compartir. El policía estaba a dos pasos de nosotros; esperaba impaciente que termináramos la conversación. Hicimos el intento de abandonar la estación y volvimos a detenernos. El vacío de vida que le había dejado el consumo de drogas lo estaba llenando lentamente, vivía, se sanaba al saber que recuperaba el tiempo perdido.
─René, ahora trabajo para sacar adelante este joven ─Leonardo me mostró en la pantalla de su celular la imagen del joven que motivaba su vida─. A los tres días de él haber nacido lo tuve en mis brazos y el brillo de sus ojos me iluminó. Ese niño dio un nuevo significado a mi existencia. Hoy disfruto cada minuto, trabajo para compensarlo y ayudarlo a salir adelante.
No quise interrumpir la confesión que siguió haciendo Leonardo. Pensé en la magia que esconden los libros, en su calor, olor, en sus colores y en lo que estos han significado para el desarrollo del ser humano. Él guardó la tarjeta de cartulina en un lugar privilegiado de su maletín. Me pregunté sí ese encuentro se habría llevado a cabo si en lugar de un libro en formato de papel tuviera en mis manos uno electrónico y respondí que no, que su frialdad no hubiera permitido el acercamiento, la primera pregunta y mucho menos tan grata compañía.
El policía bachiller se arrimó y preguntó qué si íbamos a abordar el próximo tren. Le respondí que él sí, señalé a Leonardo, y que yo no, que ya iba a salir de la estación. No le escuché el reproche que hizo porque habíamos infringido el reglamento del Metro. Me despedí de mano de Leonardo. El tren ya estaba en plataforma. Abrió sus puertas. Quedamos comprometidos con un nuevo encuentro, ahora no fortuito, sin afanes, para hablar de libros, de la lectura, quizá hasta llegar a la conclusión de que la vida posee páginas que cuando se saben comprender dan nuevas oportunidades, así estemos al borde del abismo.
26 de enero de 2013
Así es la vida, hijo, unos se van y otros vuelven
Hoy sábado dos de junio visitar a mamá es motivo suficiente para olvidar la extenuante semana. Sus noventa y un años de edad y una lucidez que impresiona, la hacen centro de peregrinación, culto, a donde sus hijos llegamos con la intención de pescar entre sus conversaciones frases que lleven a conocer los secretos que ha atesorado a lo largo de su vida. Como un riachuelo que corre sin rumbo definido, pero con la esperanza de terminar en apacibles aguas, salgo de casa al encuentro con la semilla que el tiempo intenta secar y el poder misterioso de su savia blinda, porque son muchos los retoños que buscan abrirse paso entre la enmarañada sociedad, a esa donde poco llega el sol de la sabiduría, donde abunda el conocimiento y escasean los ingeniosos caminos que conducen a la luz del espíritu.
Mamá vive en el barrio Caunces de Oriente, en el lado oriental del río Medellín, en la parte alta de la ladera; donde en las tardes se derraman los vientos fríos de Santa Elena. Caunces fue fundado en la década de 1980 por el sistema de autoconstrucción utilizado por la corporación Corvisol, entidad que comprometía a las familias interesadas en adquirir vivienda al aporte de mano de obra para el proyecto. La distribución de las viviendas fue realizada en el orden de cumplimiento de las obligaciones del interesado, además de acreditar la asistencia a las charlas impartidas por la corporación sobre convivencia y sentido de pertenencia. Sentido de pertenencia y valores comunales que lograron sostenerse, por escaso lustro, hasta cuando el boom del narcotráfico permeó las laderas y rincones de la sociedad medellinense.
Antes de cruzar la carrera 65 me detuve a observar la puerta metálica del Cementerio Universal diseñada por el maestro Pedro Nel Gómez y a ver moler tallos de caña de azúcar en un pequeño molino eléctrico. Mientras dejaba rodar sorbos de guarapo por mi garganta recordaba las largas moliendas en la finca de mi padre, cuando teníamos que suspender la escuela y no se podían apagar los motores porque se enfriaban y no volvían a encender. Aquellos años de duras labores agrícolas, la lejanía de la cabecera municipal, los cortes que las hojas dejaban en la piel y las pelusas de la caña llenaron mi cuerpo de una picazón comparable a la nostalgia en tierras extrañas. El único remedio para ahuyentar los recuerdos de la infancia fue entregarme a los ventarrones dejados por los autobuses de las rutas del noroccidente de la ciudad.
Dejé atrás el cementerio Universal, el anfiteatro municipal y me dispuse a cruzar la autopista por el puente peatonal, que a esa hora de la mañana ya albergaba a indígenas, mendigos y vendedores estacionarios, a quienes no se les escapaba ningún espacio para exhibir desde periódicos, accesorios para celulares, gorras, calcetines, gomas de mascar, cordones y demás cachivaches que sólo se consiguen en las misceláneas callejeras.
Entré a la terminal de transportes norte y me dispuse a tomar el Metro con dirección a Itagüí. Una señora golpeó mi hombro, sin volver la cara pidió disculpas porque iba a llegar tarde a la oficina. “Disculpe”, gritó, y sostuvo la mano derecha abierta y levantaba hasta perderse entre los peatones. El Metro apareció raudo y alcancé a verla hacer la fila para comprar el tiquete. “La invito”, le dije. Ella salió de la fila, esperó que pusiera la tarjeta sobre el recuadro de la máquina, pasó y corrió por la plataforma contraria a la mía. Su taconeo generó alarma entre los empleados de la estación, quienes se tranquilizaron cuando la vieron entrar al primer vagón. Desde el interior del Metro alcanzó a hacerme adiós con su mano, ahora más sosegada. Abordé el segundo vagón para bajarme frente a las escalas. Una joven llamó mi atención, sus gestos me hicieron sonreír. Ella terminaba de acicalarse, se maquillaba. En el espejo circular, que apenas le cabía en la palma de la mano, buscaba la parte del rostro que faltaba embellecer, repetía gestos que por momentos desdecían de su belleza. Con agilidad ordenó sus cejas, delineó sus ojos y después de pintar sus labios los saboreó con un beso egoísta. Ella me vio reír e intentó taparme con su mano para no suspender el ritual.
Cinco minutos más tarde bajé del Metro, descendí por las escalas de la estación Parque Berrío y busqué la manera de descifrar parte de la algarabía que intentaba desterrar los cantos sagrados que salían de la iglesia La Candelaria. Escuché al predicador bíblico anunciar el reino de Dios y di por terminada la estadía en el parque cuando aquél elevó la voz para increpar al hombre en silla de ruedas que le pidió que se callara, porque no dejaba oír la música de parranda que sonaba al lado de la estatua del político Pedro Justo Berrío. «El que quiera oír que oiga», le contestó el predicador y continuó con sus anuncios apocalípticos que, según él, ya se estaban cumpliendo. «Por incrédulo es que no te paras de esa silla» le replicó en las veces que el inválido quiso interrumpir su discurso. Cuatro palomas cruzaron el parque, volaron hasta el techo de la iglesia y giraron en la esquina de la calle Colombia. Tres palomas volvieron a descansar debajo del tejado de la estación, la otra se paró en la cabeza de la estatua del político. «Se olvidan de la palabra sagrada, de la palabra que sana y da vida», lo oí decir cuando salí con rumbo al Parque San Ignacio, para abordar la buseta de la ruta La V, 097, que me llevaría a la parte alta de la ciudad, a disfrutar del clima fresco, benévolo, del barrio Caunces de Oriente. Antes de partir del parque tuve que someterme a la perorata de los vendedores de caramelos, gomas dulces, chocolates y galletas. «Cada una le vale doscientos y para mayor economía lleve las tres por quinientos». Todos argumentaban que la falta de oportunidades de empleo los obligaba a utilizar el transporte urbano como medio para solventar las necesidades cotidianas. «Gracias al señor conductor, nosotros no llegamos a la casa con las manos vacías, no se les olvide una les cuesta doscientos y las tres quinientos, para su mayor economía». «Por favor no tiren las envolturas al piso para que el señor conductor nos siga dejando trabajar», dijo el último de los vendedores que se apeó una cuadra más arriba del paraninfo de la Universidad de Antioquia.
La joven que se sentó a mi lado contaba a su amiga que su novio estaba de guardia en el Batallón de Artillería número cuatro y pronto lo iban a trasladar para la capital de la República. Lo van a mandar para los Llanos Orientales a perseguir guerrilleros, le dijo. «Parcera, lo van a calentar», la alarmó la compañera. Las jóvenes se miraron entre sorprendidas. «Me van a calentar es a mí, parcera». Ellas siguieron conversando de los celos obsesivos del soldado, quien llevaba dos meses prestando servicio militar, de las advertencias que le había hecho de que no pensara que por estar lejos no se le podía aparecer en el barrio en cualquier momento. «Es la última visita, parcera, y no sé con qué me va a salir hoy; tengo miedo», concluyó. Su amiga, mayor que ella, la animó a esperarlo, a relajarse, a esperar malas noticias, a no faltarle con las llamadas al celular y a escribirle algunas cartas. «Parcera, las cartas escritas a mano llegan más al corazón y le dan tranquilidad». La novia movió los labios en un gesto incrédulo. Cuando llegamos al Batallón de Artillería las muchachas accionaron el timbre y se bajaron por la puerta de atrás. Además de la sonora voz de la novia, de ellas me quedó en la memoria el oportuno olor a pollo caliente que salía de la bolsa plástica y el perfume con el cual esperaban adormecer los celos del centinela.
Las arriesgadas nubes comenzaban a aparecer por los despeñaderos de Santa Elena. El frío se acentuaba con el ascenso por la empinada calle principal, la que tantas veces yo había caminado cuando aún estaba sin asfaltar. Mamá estaba sentada en el balcón, su lugar preferido de la casa. Desde el rincón observaba las aves que llegaban al cebadero. Ese pájaro es nuevo, vino ayer, dice después de saludarme y señala el azulejo que picoteaba el plátano maduro. Ya vinieron a comer, dice cuando le pregunto por los demás pájaros y sus ojos le brillan cuando cuenta que hoy han llegado otras aves que nunca habían venido al cebadero.
En menos de una hora mamá y yo vimos arrimar aves de todos los tamaños y colores. Entre las ramas del naranjo y el aguacate seguimos los afanes de los visitantes y las disputas entre las tórtolas que recogían los granos de arroz del piso. No sé por qué pelean, si para todos hay, dice mamá, uno no debería trabajar tanto, porque Dios siempre provee el alimento. Luego hace mención a las aves porque siempre encuentran qué comer. Los pájaros nunca se van al nido con el buche vacío, dice y señala los que están en las ramas arreglándose ya las plumas para comenzar el vuelo de regreso al monte.
Mamá distingue a lo lejos el chillido del gavilán y recuerda el canto de muchas aves. Cuando siente que el gavilán se esconde entre las ramas de los árboles, al otro lado de la calle, se levanta del banco de madera para vigilarlo. Se desespera y olvida que no hace mucho le hicieron cirugía de cadera. Cojea, bordea el muro y trata de bajar las escalas para atisbar mejor el cebadero. El gavilán ya se ha comido varias tórtolas, hay que espantarlo, dice. La tranquilizo, le digo que las aves saben defenderse de los depredadores. Ella se enoja y dice que todos los días mata sus tórtolas. Al cabo de un rato de consejos y de escucharla contar lo que ocurría a sus gallinas y polluelos en la finca de San Julián, cuando aparecía el gavilán, logramos volverla a sentar en su banco. Más tranquila cuenta que han llegado cucaracheros, pinches, carpinteros, toches, azulejos, pechirrojos, colibríes, mirlas y otras especies de las que ya olvidó su nombre. Son muchas las aves que hay por los lados de la quebrada, dice y nos repite que todos los días llegan pájaros muy bonitos en busca de plátano maduro y arroz.
Es mediodía. Mamá no se cansa de vigilar sus tórtolas, porque le recuerdan los momentos aciagos cuando en la finca no había carne para el almuerzo y mis hermanos mayores llegaban con decenas de tórtolas en un costal. Hacíamos albóndigas, dice. Ella comenta que ahora las quiere a todas vivas porque le alegran los días, la vuelven al pasado, cuando la vida no tenía tantos afanes y cuando el sol era más apacible y bondadoso, cuando maduraba los frutos de café y avisaba con exactitud el tiempo de recolección de las cosechas. Señala la montaña que comienza a reverdecer tras el paso de las nubes. Así se veía el cañón de San Julián, verde y brillante, sólo falta el teleférico, dice y deja su mirada anclada en la loma. La tarde del domingo no corría, mijo; y su papá no aparecía por ningún lado, no eran tiempos buenos para nadie. Le pregunto que cuáles tiempos son buenos y me responde, entre risas, que ninguno. A mamá debemos hablarle y esperar que responda cuando quiera, cuando tenga algo que decir. Ya no habla para que la escuchen, habla para dejar testimonio. Ninguno, mijo, hasta para las aves se acabaron los tiempos buenos, contesta y señala la puerta de la casa para que pase a la mesa y almuerce; madrugué a hacerlo para usted. Ella sigue con su mirada fija en las tórtolas que recogen los últimos granos de arroz que cayeron al sendero de cemento.
Son las cuatro de la tarde. Mientras regresan las aves al cebadero, mamá se ha distraído con dos niños que han desplazado a los gallinazos del basurero. Los vemos abrir las bolsas de la basura y separar lo que van a echar a sus costales. Esos niños no deben trabajar, dice ella, qué pesar que no puedan disfrutar de su infancia ni estudiar. Me quedo en silencio. Prefiero que los siga observando y la acompaño hasta la llegada de los primeros pájaros de la tarde. Las aves no entran de inmediato al cebadero, dice cuando las ve avanzar entre las ramas. También ha chillado el gavilán junto a la iglesia. Mamá se fija en cada una de sus tórtolas, las señala con su índice, para saber a cuál de todas extrañará mañana.
Emprendo el regreso a casa con la sensación de haber disfrutado un día más de los recuerdos de mamá y de la nitidez con la que aún los guarda en su memoria. Todo parece haber tomado un nuevo sentido. El sonido de la quebrada, que poco escuché en la mañana, llega a mis oídos con una cadencia que anuncia la retirada de un lugar prodigioso, lleno de armonía natural, donde comienza el límite de la ciudad: el bullicio. El conductor de la buseta va a llegar tarde al puesto de control, va caído de tiempo, reniega porque un perro le hace frenar en seco y porque otro vehículo se le atraviesa. Él maldice su suerte y discute con una señora que timbra junto a la cancha de cemento del Vergel, mucho antes del punto de control. Ella le canceló el pasaje con un billete de veinte mil pesos, reclama el cambio y le recuerda que va para el culto y tiene afán. «¡Y yo no!», le responde. «¡Vida hijueputa la mía!», murmura mientras busca en una bolsa de tela billetes para ajustar la devuelta. Gracias, señor, le dice ella cuando recibe los billetes en desorden y arrugados, que no le caben en su mano.
En el Metro vuelve a mi memoria la mujer que en la mañana maquillaba su rostro. Sonrío. A la salida del viaducto, entre ventas de fresas y gomas de mascar, se oyen las voces de pregoneros que ofrecen tiquetes en autobús para Bogotá, Ibagué, Pereira y demás destinos nacionales. El puente peatonal está más concurrido de mendigos, indígenas y vendedores. A estos se suma un nuevo vendedor de cachivaches que, en medio del escaso humo del alijo de marihuana, pide que le compren porque su mercancía es muy barata y de buena calidad. Las quince personas que se rebuscan los pocos pesos de los escasos peatones, no tienen en sus voces la misma fuerza de la mañana, pero no se van porque las mejores horas para mendigar y vender son las de la tarde, cuando los trabajadores vuelven a casa.
El final de un día que empezó con altas dosis de silencio, de quietud y de recuerdos, terminó con un bullicio de cornetas y pitos de motocicletas en la esquina del Cementerio Universal. El tráfico está interrumpido en dirección norte –sur. Los motociclistas aceleran en contravía, frenan hasta sacar humo a las llantas, hacen malabares y gritan consignas como último aliento a quien van a entregar de una vez por todas a la tierra. El equipo de sonido que llevan en la parte de atrás de la camioneta que comanda el cortejo, suena con toda su potencia, quizá para ahuyentar el silencio que invade la última morada. «Nadie es eterno en el mundo, ni teniendo un corazón», repiten la canción popular y los duelos la entonan a manera de himno. La algarabía es ensordecedora, por instantes arrincona el silencio que reina al otro lado de los muros, en la casa de todos. Cuando todos han entrado con el nuevo inquilino, han silenciado las bocinas, apuro los pasos y llego a casa a pensar en el gran puente que tienden los recuerdos de mamá entre los años cuando vivíamos en la finca y ese refugio que hoy es el barrio Caunces de Oriente.
Antes de acostarme llamo a mamá, le pregunto por las tórtolas y me dice que el gavilán se había llevado una grande, que ya la conocía porque varias veces se había asentado en el balcón para refugiarse del gavilán. Se lamenta, dice que la va a extrañar porque nunca le tuvo miedo a ella. Luego su ánimo cambia al acordarse de que al comedero ha vuelto un picamadero que hacía muchos días que no veía. Dice que el pájaro le recordó el tronco seco del frente de la casa, en la finca, a donde decenas de ellos volvían con el tiempo a construir sus nidos cuando iban a tener sus crías. Así es la vida, hijo, unos se van y otros vuelven.
Me despedí de mamá y volvió a mi memoria el cortejo fúnebre y la paz que se fue imponiendo detrás del extenso muro del Cementerio Universal. Antes de acostarme a dormir recordé que mamá en la tarde decía que espantáramos al gavilán porque sus garras se parecían a las de la muerte.
Medellín, julio 2 de 2012
Norman Thomas Di Giovanni
La lección
del Maestro