Un día no señalado por tierras de Balandú
Por René Jaramillo Valdés
«Había venido de lejos, todos lo sabíamos por su mirada»,
de El forastero, cuento de Manuel Mejía Vallejo
Aquellos viajes que se emprenden con pocas expectativas, pero donde abunda el deseo de conocer, y dejarse envolver por el asombro, convierten al viajero en una especie de personaje invocado. No se me ocurre otra palabra distinta a invocado porque muchas veces se la escuché decir a Manuel Mejía Vallejo, cuando asistía los miércoles al taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto y porque justo el viaje que iniciamos el veintiuno de diciembre, por los pueblos del suroeste antioqueño, nos llevaba a pasar la noche más larga del año en la hacienda Balandú, en las afueras del municipio de Jardín.
La ciudad de Medellín, en pleno solsticio, con sus montañas grises confirmaba la lejanía del sol y lo corto que iba a ser el día. Muchos días como este había descrito el maestro en sus novelas y cuentos. La variedad de paisajes que empezaron a marcar la ruta hacia el cañón del río Cauca daba la sensación de que nos acercábamos al corazón de su creación, cuando el canto de los pájaros, el rumor de las aguas y la coloración de las plantas hacían comprender que cuando el espíritu del viajero se olvidaba de su destino cualquier lugar servía de albergue. Soportamos el clima sofocante de Bolombolo, cruzamos el puente sobre el río, bordeamos el cauce hasta cuando la magia de las curvas y pendientes de la troncal del café fue descubriendo el camino secreto que conducía a Balandú. Mientras la corriente se iba convirtiendo en un delgado hilo amarillo, las blancas montañas ampliaban el horizonte y parecían decir que ninguna distancia se hace más larga que aquella trajinada con afán y ambición. Habíamos sido atrapados por el espíritu de los pueblos del suroeste y convertidos en foráneos que nos llevábamos cuanto veíamos a lado y lado del cañón. El recuerdo del cuento “El forastero”, del maestro Manuel Mejía, me llenó de nostalgia, trajo a la memoria los miércoles cuando llegaba a dirigir el taller de escritores en el auditorio de la biblioteca y cómo su aparición hacía olvidar la ciudad y los alrededores. Manuel era los límites de Balandú, hombre capaz de borrar con sus palabras poblaciones enteras para luego reconstruirlas con intervenciones memorísticas que a él mismo asombraban.
Dicen que el tiempo guarda la luz de los caminos y que solo la revela a quienes atienden sin prejuicios la música de las palabras. El sitio de encuentro, de revelación, era el auditorio. Los Mascalunas, como los poetas (mascadores de luna) en “La leyenda de las tablillas que cantan”, del escritor Miguel Ángel Asturias, atendíamos la convocatoria del maestro Manuel. Por lo general enjuiciaba duramente los textos recibidos y que había leído en la semana. Sus reconvenciones eran avisos para aleccionar sobre lo que no se debía hacer en literatura. Pedía pulcritud en la palabra y ponía cada sonido en medio de dos eternidades para saber si sobreviviría entre la nada. Quienes esperábamos los juicios del maestro nos frotábamos las manos, las apretábamos y mirábamos a todas partes con la intención de tirar por las ventanas la vergüenza. Él no escatimaba palabras para decir que con los adefesios que estábamos escribiendo lo contagiábamos y hasta le hacíamos perder el hilo de lo que estaba escribiendo. En esas tardes de miércoles nos dolíamos con él, pero dos o tres días después de haber releído los textos, en el silencio penoso de los párrafos, dábamos las gracias al maestro por dedicarse con tanta vocación a la lectura de nuestras imperfectas creaciones. Al miércoles siguiente Manuel aparecía en el auditorio, veíamos su asombro al vernos allí de nuevo y dispuestos a recibir sus regaños. Sonreía y no dejaba pasar la oportunidad para hablar de la novela “Los invocados”, que estaba escribiendo.
A las seis de la tarde salíamos del auditorio. A escasas cuadras de este nos esperaba la tienda de Rembrandt, negocio de misceláneas en cuyas paredes no se veía ni un cuadro del corazón de Jesús. Allí comenzaba la noche de bohemia, versos; una extensión de la tertulia iniciada con los últimos rayos de la tarde, donde compartíamos logros y fracasos de nuestras creaciones literarias. La noche no alcanzaba a ahogar la magia de las letras. Como poetas derrotados partíamos con la intención de cruzar el umbral de nuestras casas antes de que llegara la hora cero, nos encontrara con los ojos abiertos y perdiéramos el asombro que había recuperado el sol en el otro hemisferio. Lográbamos dormir y nos levantábamos con nuevas misiones, dispuestos a enfrentar el papel en blanco y a esperar el regreso del maestro de las tierras del suroeste. Pero Manuel se perdió por los caminos de Ziruma.
El maestro murió el jueves 23 de julio de 1998. Contaron que se llevó la luz y las últimas tablillas nuestras. El viernes en el auditorio sus discípulos Mascalunas, César, Everardo, Alejandro y yo, nos reunimos alrededor de la ausencia y el silencio que el féretro no logró comprimir. Al vernos sonreímos para no olvidarlo a él. Durante la acostumbrada velada del miércoles habíamos discutido y en medio de tragos disolvimos la amistad que ya había fraccionado la enfermedad del maestro. Al despedirme les dije: “creo que no nos volveremos a ver”. Esta vez me abstuve de pronunciar la frase que me ponía camino a casa y a la cual no hacían repulsa: “Me voy porque soy cojo y vivo lejos”. A las sonrisas pudo la nostalgia, la melancolía de no poder oír su voz. La amalgama de la tristeza enmendó la larga camaradería fundada en las palabras y nos dimos, como en “las tablillas que cantan”, otra oportunidad, esta vez el veredicto no se iba a hacer público, sería rodeado por el respeto y admiración que le debíamos al maestro. Aun hoy, confiados en los avances tecnológicos y en la lealtad jurada durante la despedida, la revista Mascaluna nos convoca, la alimentamos con cada acto literario conjunto y con la de aquellos que creen en los caminos secretos que la vida guarda a quienes piensan que la belleza hace esguinces insospechados, atajos que llevan al goce y propician la contemplación. Desde la despedida de Manuel Mejía Vallejo me hice a la idea de que su llamado para cada uno de nosotros sería individual, que quizá el auditorio no sería el de los miércoles de taller literario sino cualquiera de los escenarios donde discurrían los personajes de sus cuentos y novelas. A los Mascalunas nos quedaba la satisfacción de haber filmado al maestro, pocas semanas atrás, en sus últimos momentos de lucidez, un puente que nos dejó conectados con su mundo creativo. En el video habló de la vida, el amor, sus creencias, la muerte, mientras conjuraba con su vaso de ron los espíritus que seguían sus huellas y querían retenerle las palabras.
Con la convicción de participar de una invocación continué el viaje con la familia de mi esposa. Atrás habían quedado las poblaciones de Caldas, Amaga, Bolombolo, Hispania. Los techos humeantes se volvían referentes en la carretera. Las casitas de bahareque en las colinas y el ganado reunido en las laderas señalaban la ruta que llevaba a “La casa de las dos palmas”, el terruño de la saga maldita de los Herreros. Por esos parajes se llegaba a Balandú, tierras que salían al encuentro del viajero, pero que también se perdían en la bruma cuando al caminante lo invadía el temor o lo abandonaba la perseverancia.
El sol aparecía tímido y su olvido del cañón del Cauca nos ocultó el municipio de Andes. Las montañas silentes se convertían en letras congeladas que impedían al firmamento leer lo que ocurría en los pueblos antioqueños. Cada vez más me sentía un forastero que daba lustre a los paisajes, pero que a la vez desaparecía cuanto dejaba atrás, porque olvidaba. Una densa niebla cubría las casas y calles del municipio de Jardín. La buseta rasgó la soledad de las esquinas y, como alma extraviada que buscaba el diablo, se internó en la hacienda Balandú, lugar reservado solo a quienes la teníamos en la memoria. Ese era nuestro caso.
A las tres de la tarde empezaron a instalarnos en las habitaciones. Mis suegros, los homenajeados, ocuparon la habitación 106, al lado de la suite presidencial. A mi esposa y a mí nos correspondió la 201. Por los grandes ventanales observé el paisaje, la imponente cordillera, los extensos pastizales, gallinetas en parejas que merodeaban la puerta de la entrada principal, el pavo real que lentamente recorría los alrededores de la fuente de agua y exhibía su plumaje a los nuevos inquilinos, pretendiendo robar el protagonismo a la vegetación. Después de reparar en las comodidades de la habitación me sentí extraño, un personaje creado por Agatha Christie, alguien capaz de abstraer del aire el olor de un acecho irrefrenable. La hamaca que colgaba en el balcón sospechosamente invitaba a un plácido descanso. La neblina que se deslizaba cubriendo el verde de la vegetación advertía consecuencias inimaginables, que después de su paso nada volvería a ser igual. Avisté en las alturas un parapente multicolor que envolvía en círculos el pueblo, buscaba tocar tierra y dar apertura a una función que debía iniciarse antes de que la cordillera tendiera sus sombras sobre Balandú.
Pensé que todas aquellas señales eran artilugios diseñados por una mano prodigiosa y capaz de congregar a quienes habíamos descubierto el camino de la fantasía. Recordé que para el goce estético solo se necesita observar cada movimiento y ubicarlo en un plano donde la memoria lo ponga al servicio de todos. Este goce quizá era otra coincidencia en lo que a mí concernía.
Pasadas las cuatro de la tarde decidí pasear por el interior del hotel, quería conocer el escenario con la intención de hallar senderos que pudieran brindar refugios o salida a mi imaginación. Un hombre de más de ochenta años reía a carcajadas porque dio un tropezón contra una de las sillas del zaguán, y continuó con la risa porque la mujer adulta que iba a su lado lo recriminó al decirle que otras cosas sí las veía. El hombre se detuvo y exclamó: “¡A las muchachas las veo borrosas y a las viejas no las veo!”. Esta vez lo acompañamos con risas que lo hicieron correr detrás de ella.
El sonido de las bolas de billar me llamó la atención. Subí las escaleras. Descubrí la firma del maestro en uno de los retablos que pendían del muro y me detuve a leer la descripción que, en sus novelas, hizo del lugar favorito de sus personajes. “…si notas que el amor te hiere y se estanca en el corazón olvidado, eso es Balandú; si detrás de unos altos muros blancos sale un rezo coral de convento, ese es Balandú. Si oyes canciones trasnochadas delante de unas ojeras de prostíbulo pobre, ese es Balandú. Si antes de llegar alcanzas a ver enormes tejados que anuncian calles grises y solares verdes, ese es Balandú; si a medianoche escuchas un sollozo vecino de un retrato, estás en Balandú… ”.
Terminé de leer el fragmento y me uní a la celebración de la novena de navidad, sexto día. Con devoción escuché la oración para todos los días. Canté villancicos. Después de la sesión de fotografía me dispuse a contemplar el paisaje que estaba más allá de la población. La mirada se deslizaba imparable sobre la belleza de la naturaleza y solo parecía detenerla el recuerdo sorpresivo del maestro que pedía no adentrarnos en los territorios que rodean a Balandú. Acepté la interrupción y decidí volver a la habitación a recostarme.
Después de las cinco y treinta empecé a notar dentro de la hacienda la presencia de policías, hombres del ejército y de seguridad privada que daban vueltas por cuanto rincón veían. Luego se arrimaron a inspeccionar la habitación donde se hospedaban los homenajeados. Sentados en la banca de madera custodiaron la entrada a la suite presidencial y al rato se desplazaron por los exteriores de la edificación. Cuando me dijeron que en el hotel iba a amanecer un hombre vestido de campesino, al que sería muy difícil identificar, pensé en los duendes, en aquellos seres que Manuel describía en sus novelas. Lo recordé en el auditorio hablando de ellos y riendo a carcajadas con las travesuras que estos hacían a los campesinos. Manuel no soltaba el vaso con ron, lo mantenía a la altura de su hombro mientras narrada las historias de los seres imaginarios que ponían aventura y humor a sus libros. Pensé en sus “Cuentos de zona tórrida”, en “Otras historias de Balandú”, en sus novelas pobladas de brujas, en las extensas conversaciones cargadas de sabiduría que sosteníamos en el taller de escritores y concluí que estaba viviendo un día especial, solsticio de invierno, el sol en el trópico de capricornio, y en lo corto que había sido el día.
El frío había elegido a Balandú para dar sosiego a las palabras y aligerar los pensamientos. La fogata que los empleados encendieron a las 8:30, enfrente de la fonda, nos hizo rememorar las noches que pasamos de niños en la finca de mi padre, en el cañón de San Julián. Tierras donde la luz de la luna desterraba las sombras que cambiaban la dirección de los caminos y perdía el rumbo a los labriegos. Después de disfrutar del fuego subimos al auditorio a culminar el homenaje que tenían preparado al nonagenario padre mi esposa. El video que los nietos realizaron para mostrar la ramificación de la familia fue otro eslabón más que invitó a esperar sorpresas. Hijos, nietos y hasta los mismos viejos se asombraron con las fotografías de seres que habían fallecido y cuyos recuerdos no tardaron segundos para hacerlos presentes. Los bambucos que sirvieron de fondo musical buscaron llevarse la tristeza, pero esta se anclaba en serenos lamentos que no se atrevían a salir del recinto, quizá porque afuera los espiaba el frío que recomendaba silencio y respeto por la tradición. Fueron noventa años de imágenes, de una raíz que comenzó a crecer entre montañas, de destellos dispersos que ahora eran invocados para completar una noche mágica y cuyo otro personaje principal todavía no se hacía presente. Como partícipes de una obra puesta en escena a intervalos volvimos a las habitaciones a aguardar que la noche distribuyera nuevos papeles, eficiencia de la cual dependería la culminación exitosa de la representación y la consiguiente consagración de los actores.
Atravesé el patio interior, me detuve a escuchar el chorro incesante del agua que no paraba de espantar el silencio. Subí las escaleras, corrí las cortinas del cuarto y me concentré largo rato en los ruidos exteriores con la firme intención de abstraer de ellos el papel que tendría que representar al día siguiente. Afuera solo ocurría la noche. Recordé el cuento “Dios no es el asesino” que presenté a Manuel Mejía una tarde de taller literario, donde al personaje principal le entregaban correspondencia por debajo de la puerta del hotel Celeste y no logré conciliar el sueño hasta pasada la media noche cuando escuché vehículos y avanzada de hombres que lentamente entraban al escenario, esta vez listos a tomar sitio para el momento culminante de la obra. Agucé los oídos. Seguí los pasos de los hombres por los zaguanes, el estruendo de los carros que parecían volver a la carretera para resguardarse en el frío. Solo cuando oí ajustar las puertas cercanas a la habitación de los homenajeados llegó el sueño reparador que me iba a poner a tono para que al amanecer diera comienzo a la escena final.
Me desperté a las seis de la mañana. Antes de ir a la ducha corrí las cortinas para ver que “el forastero”, del cuento del maestro, no se hubiera llevado el paisaje y nos tuviera congelados en aquella larga, fría y lluviosa noche de diciembre. Ya había escampado. Las montañas tenían colores nítidos que hacían pensar en que estábamos al otro lado de la realidad, desde donde se podían ver las cosas con la limpidez original. Nada en los alrededores me sacaba del aturdimiento. Las vidrieras habían pasado a formar parte de la naturaleza, de los ojos del forastero que parecía vigilarnos desde lo más alto de la cordillera. Llegué a pensar que aquél se había detenido para ver mi reacción y luego daría media vuelta para llevarse en su mirada el escenario de una vez por todas. Berenice volteó su cuerpo para olvidarse de lo que me ocurría y continuar inmersa en su sueño, no en el del personaje que yo me imaginaba. Pensé en que nada apabullaba más que despertar invadidos por la incertidumbre que producía la noche cuando quería rebelarse contra el día. Las nubes estaban fijas, parecían celosos telones que ocultaban la desnudez del firmamento. Después de quince minutos de contemplación de aquella quietud, de sentir las vidrieras como lentes de una cámara que se niega a tomar la foto siguiente, escuché el ruido de vehículos que ingresaban a la hacienda. Vi las gallinetas huir por el parqueadero y refugiarse en la zona verde, detrás de mi habitación. Recordé que debía ir al restaurante por el jugo de naranja, prepararme para aprovechar la mañana porque a las tres de la tarde debíamos entregar la habitación y salir de Balandú.
Los comentarios en el restaurante confirmaron mis sospechas de que un personaje de la vida pública nos había acompañado en el sueño de la noche más larga del año. Se acababa de completar el reparto. Me sentí tentado a poner en movimiento la parte final de la obra. Por unos instantes pensé en la manera como el cuento “El forastero” se había vinculado al viaje, nos vigilaba desde la cordillera como otro duende. “Nunca en mi vida había dormido tan seguro, tan custodiado”, dijo uno de los huéspedes que se encontraba tomando café en el restaurante. “Desde que supe que iba a amanecer en Balandú se me espantó el sueño”, dijo otro hombre, que vestía chaqueta, gorra de paño y pantalón de pliegues. Entendí que sin saberlo estaban caracterizando el personaje para ubicarlo en la escena. En ese momento deseé que el empleado tardara más en prepararme el jugo de naranja que me había prometido traer en cinco minutos. Los oí hablar hasta cuando revelaron el nombre del ilustre personaje: Álvaro Uribe Vélez. De inmediato salí al pasillo a observar los vehículos que se encontraban en el parqueadero. Tuve certeza de que los hombres que tomaban el café tenían identificado al personaje y querían verlo salir, cuando menos. El expresidente de la república era el último de los invocados, el que no podía faltar en Balandú. En él recaía todo el clímax de la representación teatral, quien debía bajar el telón para que el maestro pudiera descansar tranquilo al ver habitado su pueblo fuera de los libros.
El hombre de unos treinta y cinco años, piel trigueña, cabeza rapada, y ataviado con chaleco negro y elementos de comunicación, fue el encargado de responderme la pregunta que confirmaría las sospechas mágicas surgidas desde la llegada a la hacienda Balandú. Lo saludé, le dije que sabía que el expresidente Álvaro Uribe había amanecido en Balandú y que deseaba regalarle un libro.
—¡Cómo no, señor! Con mucho gusto— respondió con amabilidad—. Soy el jefe de seguridad de él y puedo ayudarle.
La cordialidad del hombre me llenó de confianza y le conté que la novela trataba de la vida del presidente de los Estados Unidos, JFK, muerto en Dallas. Volvió a decir que con mucho gusto le iba a pedir que me atendiera. Después me preguntó la hora.
—Son las 6:42, señor.
Con la misma amabilidad y sin dejar de mirarme a los ojos me dijo que estuviera pendiente antes de las ocho de la mañana, que me haría una seña cuando fueran a salir con él. Luego señaló el extremo del patio donde también quedaba la habitación de los homenajeados y se despidió.
Cuando el jefe de seguridad desapareció, con él el escuadrón de policía y la camioneta con los soldados, me llegó la decepción. Me consolé al pensar que estaban en todo el deber de proteger al hombre público más amenazado de Colombia, que se encontraba bajo su responsabilidad, y acepté que me hubiera engañado. Sentí nostalgia porque la obra tenía intrigas de estado, de poder, suspenso, situaciones que al propio personaje le había tocado vivir y que iba a sentir como propias. Ya había autografiado la novela, pero me negué a darme por vencido y no perdí de vista los parqueaderos ni el extremo de la edificación que el jefe de seguridad me había señalado.
El pavo real paseaba por los parqueaderos y fue a parar junto a la fuente de agua del patio. Los huéspedes aprovecharon el momento para fotografiarlo y acercársele, pero el ave con paso definido bajó los escalones y salió con rumbo a la cancha de fútbol. Fui a recibir el desayuno con el libro bajo el brazo. Mientras degustaba la arepa de chócolo con huevo, quesito fresco y chocolate, me regresó el alma al cuerpo al ver a compañeros del jefe de seguridad del expresidente sentarse a desayunar junto a nosotros. Como pude terminé de comer un buñuelo y salí a pararme en el zaguán. De pie, recostado en la columna de adobes pulidos, pensé en que no había mayor aventura que, después de una noche inesperadamente larga, estar a punto de conocer a quien tantos habíamos imaginado.
El movimiento en el interior del hotel de los agentes de seguridad, y escoltas, me pusieron alerta. No perdí de vista al hombre que amablemente se había comprometido a conseguir que su jefe me atendiera unos segundos. Dejar la novela en sus manos era la culminación de una obra puesta en escena por aquella noche de solsticio y azar, era abrir la puerta que el destino mantenía cerrada, lograr abandonar a Balandú con la conciencia tranquila por el deber cumplido y permitir que los demás invocados continuaran dando vida a la obra del maestro Manuel.
El expresidente caminó por el pasillo izquierdo que daba al restaurante, se detuvo, recibió el teléfono celular que le entregó uno de los agentes de seguridad y se quitó el sombrero de labriego caficultor para contestar la llamada. El jefe de seguridad me hizo señas para que me arrimara a su jefe. Lo escuché hablar de dos sillas de montar para regalar, preguntó que si eran de buena calidad, pidió al capitán que le trajera la billetera, entregó el celular y nos mostró la imagen del Beato Juan Pablo Segundo y exclamó: “no tengas miedo”. “Compatriotas”, nos dijo a Óscar y a mí, y después de acomodar su chaqueta azul, nos puso la mano en el hombro. Le entregué el libro, le mencioné de qué trataba la novela “Fronteras del destino” y le dije que se iba a identificar con muchas de las situaciones vividas por JFK, presidente número 35 de los Estados Unidos de América.
—Lo voy a leer con mucho gusto —dijo el expresidente—. ¿A qué te dedicas? ¿Cuál es tu profesión?
—Soy docente y escritor— le respondí.
—¿En qué colegio trabajas?
—En el colegio Fontán, de Envigado.
—¡Qué bien, hombre! Pero te voy a pedir un favor, dame una manito con los profesores que son muy izquierdistas y no me quieren mucho.
Las risas no se hicieron esperar, sonaron como un coro del teatro griego. Luego el expresidente expuso brevemente su propuesta educativa, una de tantas con la que aspiraba a hacerse elegir como congresista de la república: la jornada escolar completa, dos comidas diarias para los niños y con énfasis en la investigación. Nos habló de un buen aumento en el salario mínimo. Los huéspedes que se encontraban en el restaurante, al escuchar su voz, salieron a nuestro encuentro, lo aplaudieron y enfilaron celulares y cámaras para fotografiarlo. Después de oír quejas contra Colpensiones por la demora en la liquidación de las mesadas, preguntas sobre el nuevo aire que había tomado su pelea con el presidente Juan Manuel Santos y reclamos por la mala calidad de la educación colombiana, él aprovechó la oportunidad para exponer sus propuestas de campaña. Repitió su propuesta de una revolución educativa e hizo énfasis en la “pensión para los soldados profesionales de la patria” y un auxilio de vivienda para los trabajadores. Quise preguntarle por la veracidad de las informaciones publicadas en el periódico estadounidense The Washington Post sobre la ayuda que los Estados Unidos hicieron durante su gobierno, para ubicar y bombardear campamentos guerrilleros, pero ya estaba terminando de tomarse el café que le habían brindado las empleadas de Comfenalco. “¿Ustedes se van a quedar hoy aquí?”, nos preguntó. Le respondimos que no, que debíamos salir a las tres de la tarde. Dio unos pasos hacia el interior del restaurante para observar el paisaje a través de los ventanales y caminó por el pasillo llevándose tras de sí todo un pueblo y la mirada de quienes aún no podíamos abandonar el escenario.
El expresidente Álvaro Uribe Vélez se había convertido en “El Forastero” que emergió en la noche, descendió de la cordillera para poner en marcha el final del drama, bajar el telón de los invocados que atendieron la plegaria del azar y llevarse en sus manos el libro “Fronteras del destino”, que confirmaba su paso por Balandú. Nos habíamos encontrado en la frontera de la imaginación, entre la densa niebla que custodia el sur antioqueño. Quedé pendiente de la otra invocación del maestro Manuel Mejía Vallejo para que no dejáramos morir en soledad a Balandú y regresar a recibir el veredicto de la lectura de mi novela. Cuando vi que el último vehículo desapareció al tomar la carretera pensé en que quizá el próximo “Forastero” sería yo, si en el regreso a casa no se aparecía otro duende y me extraviaba entre las brumas del páramo.
Diciembre de 2013
«Dicen que el tiempo guarda la luz de los caminos y que solo la revela a quienes atienden sin prejuicios la música de las palabras».
El escritor René Jaramillo Valdés en Balandú
«Los techos humeantes se volvían referentes en la carretera. Las casitas de bahareque en las colinas y el ganado reunido en las laderas señalaban la ruta que llevaba a “La casa de las dos palmas”, el terruño de la saga maldita de los Herreros».
«Me desperté a las seis de la mañana. Antes de ir a la ducha corrí las cortinas para ver que “el forastero”, del cuento del maestro, no se hubiera llevado el paisaje y nos tuviera congelados en aquella larga, fría y lluviosa noche de diciembre».
El expresidente Álvaro Uribe Vélez se había convertido en “El Forastero” que emergió en la noche, descendió de la cordillera para poner en marcha el final del drama, bajar el telón de los invocados que atendieron la plegaria del azar y llevarse en sus manos el libro “Fronteras del destino”, que confirmaba su paso por Balandú.