La silla de la resignación
Jorki decide después de verse muerto, quedarse cinco días sentado en su silla de trabajo, indiferente, fingiendo trabajar con las hojas de papel en las manos a la altura de los ojos; ésta es su última corrección y se queda leyéndola en la ingrimidad de su oficina, vientre de donde no se vomita la noticia inmediata de una muerte no anunciada, muerte de resignación. Jorki se da cuenta de que está muerto y solo, sin apurar los trámites finales, sin corregir el tono de las lamentaciones de las plañideras que desde hace tiempo pagó; sin revisar la ortografía de su nombre en los carteles fúnebres.
Se ha quedado en la silla de trabajo, aunque empieza a maltratarlo como una piedra helada, pegada a su único pantalón de cuero, que ha guardado al corrector por muchos veranos, en que engulló todas las donas y hamburguesas que aparecieron en promoción, al alcance de su salario.
El ambiente del cubículo de Jorki está cargado por la temperatura del computador que, asomado al exterior, se asombra de ver al corrector absolutamente quieto, con la camisa siempre blanca ahora sudada y las mangas desabotonadas y manchadas de salsas. No ha vuelto a chatear con aquella navegante que se encontró una de esas tardes de apetito; ella, secretaria de una sala de velación, hacía su orden de papas a la francesa, sus pedidos se cruzaron y a él le llegó una página de internet donde ella ofrece los servicios de su funeraria y enseña sus senos postizos y colgados como pamplemusas insípidas, una sonrisa en su boca como la puerta de un estadio, generosa y transitada y enseña unas manos garfiadas para chatear palabras obscenas.
El computador curioso se pregunta, ¿Por qué Jorki no ha vuelto a comer donas? ¿Ni ha vuelto a eructar coca-cola? Y, además, ¿por qué en tantos días este gordo no ha soltado una sola carcajada harinosa sobre el teclado?
Las barras de chocolate se han ido derritiendo sobre el disco que Jorki conserva de los Beatles y los zapatos hinchados en los juguetes siguen esperándolo en un cajón del escritorio, como el saco que decidió ahorcarse después de pasar su tiempo abandonado en una lavandería de segunda.
¿Por qué se abandonó así? Dejó ir casi todo, perdió su reloj cuando escribió su único y primer verso, perdió la dirección de su cuarto alquilado, cuando soñó escribir otros versos y sin darse cuenta de su alrededor se quedó así, sin la gente, sin el mar, sin poder volver a hacer versos, enterrado en una selva de papeles.
Peter, el del cubículo doce, pega su nariz recta y sudorosa a la celosía entreabierta del trece, para robar las tiqueteras de salidas y entradas; cortésmente las toma y se retira inhalando y expeliendo el aire, repitiéndose satisfecho nunca me había parecido tan sencillo robarlas como hoy.
Hace varios años que el corrector comenzó la estadía forzosa en la silla de la resignación, no ha vuelto a recoger la prensa porque no quiere leer malas noticias.
El jefe de Jorki nunca llama al corrector de decesos del número trece, se la pasa sentado sobre su escritorio, con expresión sensual, mostrándole fotografías a Helen. Ella pregunta: ¿y el número trece quien es?. El jefe no se da por enterado y le dice: lo más importante aquí es que todo marcha sobre los rieles del tiempo.
Jorki olvidó el traje de domingo y la motocicleta en la autopista sur, no compró muchas máquinas de afeitar, consiguió un buen cojín en una subasta y no volvió a escribir su nombre porque no tenía cheques para la firmar; se sentó para quedarse una sola tarde, cerró la persiana, se alistó para la llegada del gran poema y se quedó sin abrirle la puerta a la vida.
David, el más joven y popular de los correctores, va por todo el salón de trabajo, sin encontrar lo que busca con tanto apremio, hasta que, finalmente, tiene que entrar en la oficina trece; muy molesto y a gritos pide un clip, busca por todos los cajones, vacía el porta lapiceros, patea la papelera, gatea por debajo del escritorio, esculca en los bolsillos rotos del saco de Jorki y dice a punto de llorar: mierda ¿no hay tampoco aquí un maldito clip? Me va a dar un infarto, necesito un clip. ¡Mira, tú! ¡Tienes uno ahí, dámelo, suéltalo, pareces un cadáver!
¿Por qué esas hamburguesas nadie se las ha comido?
Están llenas de hormigas y ya huelen muy mal.
Nació en Santa Rosa de Osos, reside en el municipio de Envigado, dedicada en los últimos años a la literatura, pertenece al Taller Mascaluna.