La ventisca
Día a día escucho unos pasos lentos y arrastrados como bulteando los años. Son los de doña Clara, la dueña de este caserón con sabor a desencanto.
Carga en su piel memorias apiladas en arrugas; su hermosura serena deja ver un pasado oxidado.
Hoy sus pasos suenan distinto; taconean la baldosa avisando una urgencia, cada vez más cerca, sí. Viene camino al armario. En su cuello carga la cinta de satín morada con la llave de cobre. Su casa está siempre a oscuras; la recorre sin problema por la costumbre de vivir allí siempre. Ubica los muebles palpando en la penumbra, para no tropezar. Abre la cerradura y con su vejestoria mano me encuentra entre bolsos y abrigos.
He estado encerrado tanto tiempo, que ya me acostumbré a la oscuridad total, al lenguaje de las tablas crujientes; madera oscura tallada con calados góticos donde se siente un frío húmedo. El olor guardado emana como aliento viejo de una boca seca cuando abren la puerta; espero con ansiedad la oleada de aire fresco en las esporádicas ocasiones en que me rescatan de mi letargo.
“Vamos” dice; “es día de cumplir con el precepto y quizás te necesite”.
Al salir de la casa, doña Clara cierra el portón con fuerza, tanta que no parece ella.
Los vitrales tiemblan, se estremecen, sólo se sostienen por la estructura de madera que forma el marco; da vuelta a la llave asegurando la tranca.
Ella es pequeña de cuerpo, sólo de cuerpo. La bata gris desteñida huele a falta de uso.
Caminamos despacio por aceras desgastadas; me utiliza como soporte, voy de cabeza al piso; sus piernas flacas de venas inflamadas parecen no sostenerla. Me acomodo a sus dedos, a su andar, a su vida.
Llegamos al atrio y ella me suelta de su mano sudorosa; se afloja el amarre que me ata; sin ruido estiro las varillas entumidas que se van desplegando en un lento desarrugamiento. El aire entra y recorre mis rincones, sacudiendo el polvo que con naturalidad se aposentó en los pliegues, volátil ahora en el recinto religioso. Detrás del aire entra la luz a curiosear.
Doña Clara levanta sus ojos que hasta ahora había mantenido bajos; la entusiasma el brillo de los objetos sagrados y las imágenes de dolor sonriente de Cristo y María Santísima. Sus ojos son claros, líquidos. De córnea amarillenta con párpados seniles y que al igual que sus manos parecen esconderse.
Me quedo en el piso frente al confesionario y ella va a sentarse a la tercera banca, lugar que ha sido su puesto preferido por años. Empieza la misa dominical, doña Clara se entrega al monótono rosario. Las veladoras se consumen con lentitud, sin la atención suficiente de sus clientas devotas.
De repente, la mano del viento comienza a arrastrarme, me gira sobre mí mismo; me deslizo de un lado a otro, no puedo evitarlo, me empuja, me mece, me saca de la iglesia, caigo de escalón en escalón hasta llegar al atrio. Ella continúa ensimismada en la oración.
La voz del sacerdote se confunde con su sordera; no oye el vendaval.
Se quiebran mis varillas y al doblarse sin forma, se voltea la tela; el temporal me maneja a su antojo. La tormenta trae murallas de agua gris que se funden en el cielo.
Atravieso las calles, un parque, las aceras… recorro la ciudad, me pierdo en la ventisca. De pronto, como vino la tormenta se calma; a mí me detiene un poste de alumbrado público.
Un perro callejero husmea en la basura y le ladra a la tela enredada en el poste. La anciana aturdida por la pérdida, ha regresado sola a casa.
Reconozco la acera, la esquina de nuestro barrio, el ventanal de la sala. Doña Clara camina entre los muebles manchados por el descuido de un cigarrillo olvidado; solo espera que una noche llegue y de repente le cierre los ojos. La soledad en la que vive acaba por untar a sus escasos parientes.
Camina hacia el comedor al descuido del deseo. Se detiene en la ventana con la mirada vaga; quizás está buscándome… pero no, no me ve. Paso desapercibido, pues aunque siempre usa sus anteojos para comer, hoy ya nada le interesa, hoy no los tiene puestos.
Otraparte. Julio 2007.