Columna: Publicada en El Mundo de Medellín (dic. 2002)
DESDE NOD
Los que nacimos de La Piloto
Por Alejandro García Gómez
Fuimos entrando, una tarde de miércoles, por las puertas de La Piloto, empujados por intereses disímiles, pero movidos por el mismo motor: adueñarnos de los secretos de la magia de escribir. En la gran silla, con su eterno vaso de ron con coca cola, se hallaba el maestro, que dejaba oír su voz entre los sorbos de su vaso y el humo de una o dos cajetillas de Marlboro.
Fui conociendo a algunos de los iniciados: a César Herrera, con su amplia e inteligente frente, aún sin la brillantez actual; Marcial Berrío y sus historias de ajedrez; al enigmático Jorge Corredor, que para entonces ya había rehecho por varias veces su novela que aún sigue rescribiendo; la caballerosidad proverbial de René Jaramillo en contraposición de la audacia de Luque, un verdadero “Ángel Negro”, como su primero y único libro de poemas que le publicó la misma Piloto; las historias verdaderas, pero increíbles en esta vida, de Juan Crisóstomo Perdizco, el discípulo más amado por el maestro Manuel, el mismo que una tarde de miércoles murió, según los comentarios que llegaron al taller, pero que a los tres años resucitó en una borrachera de esas que sólo él podía pegarse; la Mona Luz Helena que nos hacía conocer sus primeros poemas; Olga Helena, la adelantada estudiante de Medicina que, desde ese tiempo, buscaba el sigilo del seudónimo Palas Atenea, una incógnita que todos conocíamos; la hilera de las señoras y señoritas de primera fila frente al maestro, Herminia Albán, Teresita Vásquez, Magnolia Molina de Hoyos, Libia y otras que ahora se me escapan, que se turnaban en un riguroso desorden para hacer preguntas, certeras y extraviadas, al maestro y para mantener su vaso lleno; el sigilo de Teresita Yánez de Cuberos, que buscando los pasos perdidos de Juan Manuel Cuberos, su hijo y nuestro amigo asesinado por las balas del narcotráfico en una trágica y fatal equivocación, usual en esos tiempos, se quedó enredada para siempre entre las palabras de los libros y en los laberintos de los escaparates de la Biblioteca.
Finalizada la charla con el escritor Manuel Mejía Vallejo, la mayoría salíamos, como un cambio de clase escolar, al aula del otro maestro, ante las pulcras y corteses maneras del poeta Jaime Jaramillo Escobar, X-504, que nos llenaba cada semana con abrebocas de fotocopias de poetas desconocidos, de los que luego buscábamos sus obras. La tarde de miércoles finalizaba en la reunión de la noche, en la revueltería del barrio Carlos E. Restrepo, donde sentados sobre los cajones de la cerveza que nos íbamos bebiendo, descubrimos que la escritura literaria no se enseña sino que se aprende; que si quieres aprender a escribir, antes debes aprender a leer; que si no escribes, no aprendes a escribir; que nunca terminarás de aprender y que aunque todo está dicho entre el cielo y la tierra, tu propia mirada, sobre tu cielo y bajo el sol que te cubre, siempre será nueva. Cada miércoles se repitió el sagrado ritual de nuestra liga desligada, hasta que cada cual torció por su propia esquina. Hoy volvemos a ella, como a la casa de la madre, porque sabemos que sigue siendo de los que nacimos en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, y seguirá siendo de los que diariamente nacen ahí.
Sigue siendo nuestra, así tenga cincuenta años como hoy. Deseamos larga vida para ella, y que ojalá a ningún otro ministro, por muy neoliberal o muy neoconservador o por muy Santos que sea, se le antoje agredirla como al anterior. Larga vida para La Piloto. 5.XII.02.
«Contra la muerte, coros de alegría». Manuel Mejía Vallejo cita a Porfirio Barba Jacob. Dice de Raúl Gómez Jattin que «un poeta no tiene por qué cobrar tan cara su poesía».
Habla del amor y del divorcio.