2011 - 26 de abril. Discurso de Incorporación del 

Dr. Antonio Raúl de los Santos, Promoción 1958, como Miembro Académico de la Academia Nacional de Medicina

 Discurso de Incorporación del Académico Antonio Raúl de los Santos                26 de abril de 2011

Señor Presidente de la Academia Nacional de Medicina

Señores Académicos

Autoridades presentes

Señoras y señores:

                                      Agradezco las generosas palabras del Señor Vice Presidente Académico José Antonio Navia y la afectuosa recepción que me ha brindado el Profesor Manuel Luís Martí, inspirada más que en mis méritos personales en la prolongada amistad que nos une a lo largo de muchos años. También deseo expresar mi agradecimiento a los señores académicos de esta  corporación por haberme invitado a formar parte de ella; es para mí un honor que acepto con responsabilidad y plena conciencia de  su significado.

Este momento trascendente de mi vida es propicio para rememorar y expresar también mi agradecimiento a quienes me acompañaron en este ya largo camino: a  mis padres, mi esposa, mis hijos y todos los miembros de mi familia pasados y presentes, a quienes con afecto abrazo entre los extremos de mi último nieto de 20 días y mi tía de 106 años, presente en esta sala;   a los amigos que cada etapa me fue brindando y a todos quienes me enseñaron a aprender, a los que es imposible nombrar porque quizá sean infinitos.

Recuerdo en este momento a algunos maestros de la escuela primaria,  profesores del colegio secundario y docentes de la Facultad de Medicina.

Tanto mi colegio secundario, el Nacional Reconquista como la Unidad Hospitalaria del Policlínico San Martín eran instituciones de reciente creación. Hoy pienso que esa coincidencia de juventud institucional quizá explicara el entusiasmo con que ambas recibían a cada camada de alumnos, a los que les dedicaban sus esfuerzos denodados, con la vivificante gratificación de ver crecer a grupos de jóvenes que en cortos lapsos alcanzaban niveles de maduración extraordinarios.

En mi colegio nacional a pesar de su corta vida y de hallarse en un barrio periférico de la ciudad de Buenos Aires enseñaban profesores de muy buen nivel académico. Uno de ellos, el Dr Amadeo Ferri médico, era un profundo conocedor de sus materias específicas Anatomía General,  Neuroanatomía desarrollada a lo largo de todo el cuarto año e Higiene;  pero más allá de lo esperado de un docente médico se distinguía por su gran cultura humanística y su ética activa, que sorprendía y cautivaba a los alumnos, que por sus edades estaban más cerca de las estudiantinas que de la filosofía. No me cabe duda que la figura del Dr. Ferri tuvo un papel decisivo en el gran número de egresados del Reconquista que siguieron la carrera de medicina.

Me he permitido esta digresión con el propósito de enfatizar la importancia del colegio secundario en la formación de los futuros ciudadanos, tema que me preocupa y nos ocupa a un grupo de bachilleres de los años 50 con quienes estamos trabajando para recuperar algo, que al perderse constituye uno de los factores determinantes de la lamentable situación actual.

La década de los 60 fue una época de ilusiones que movían a la acción. El ciclo biomédico ofrecía conocimientos de gran interés y reciente adquisición. En el Departamento de Biología Celular admirábamos al Profesor Eduardo De Robertis que nos mostraba un mundo nuevo con su microscopio electrónico.

Siendo alumnos no nos explicábamos cómo no distinguían con el Premio Nóbel a De Robertis, quien además de identificar una enzima importante del metabolismo tiroideo había descubierto las vesículas sinápticas, base estructural de la transmisión nerviosa.

 Pero la medicina, la medicina que yo deseaba alcanzar desde muy joven  estaba en el Hospital. A los 21 años, siendo conscripto llegué al Policlínico San Martín,  una gran institución erigida en la afueras de la ciudad de Buenos Aires; con una vasta área de influencia pero dotada de  recursos  técnicos relativamente escasos. Para los jóvenes de hoy resulta inimaginable asistir pacientes sin ecografía, sin tomografía computarizada ni resonancia; sin medicina nuclear, sin citometría de flujo, Estas limitaciones en los recursos transformadas en virtud fueron quizá un buen acicate para que el plantel asistencial extremara sus habilidades de razonamiento, utilizando con parsimonia los medios disponibles.  

Todavía me asombra la capacidad diagnóstica y terapéutica que todos los días veíamos en las salas de internación, guardias de emergencia y ateneos. Sin duda las conductas médicas aprendidas en aquellos tiempos del pregrado y de la residencia han cambiado diametralmente; muchas de las normas de aquella época hoy serían vistas como absurdas e incluso peligrosas. Sin embargo lo imperecedero de nuestra formación inicial es el compromiso irrenunciable de actuar en beneficio del paciente, a pesar de las limitaciones de los medios, de la insuficiencia de los conocimientos de la ciencia y de la propia ignorancia. 

Como símbolo y síntesis de esa etapa evoco la figura del Profesor Antonio Ernesto Alzugaray, mi primer maestro en la clínica, acompañado por un numeroso grupo de inteligentes y dedicados docentes de diversas especialidades médicas y quirúrgicas (varios de ellos presentes en esta sala), nos recibieron en 1962 en una Unidad Hospitalaria de alto nivel médico y humano, con una perfección organizativa que nunca volví a ver y con un compromiso en la tarea que fue un ejemplo, en dichos y en hechos que me ayudó a decidir mis caminos futuros.

Las actividades iniciales al ingresar al hospital se desarrollaban en el Servicio de Clínica Médica. Es curioso y quizá sea significativo que la nomenclatura administrativa actual habla de departamentos, divisiones, secciones y ha hecho desaparecer la denominación de servicio, que describía mejor la esencia del quehacer médico.

Por último pero no menos importante deseo agradecer a mis alumnos, un colectivo de magnitud desconocida.  En toda mi vida médica me ha interesado activamente la docencia, quizá como una herencia o un rasgo adquirido en el seno de mi familia. Hoy reconozco que en esa tarea he recibido más que lo que he dado. Junto al  desafío que implican los problemas de ineludible resolución que nos plantean los pacientes, el mayor incentivo para promover el estudio y la reflexión de un médico es el contacto con los jóvenes en actitud de aprender. No sólo la obligación  de saber para trasmitir conocimientos sino el diálogo cotidiano con los alumnos, nos propone perspectivas más amplias,      que nunca alcanzaríamos en la soledad de la biblioteca o en el sólo ejercicio de la profesión  Una de las mayores satisfacciones a que podemos aspirar es ver los logros de aquellos jóvenes a quienes acompañamos en los primeros pasos del camino.  Fueron muchas las camadas de alumnos que desde 1973 hasta la fecha acompañamos en sus primeros pasos en la medicina en el Hospital de Clínicas.

Siempre me ha maravillado el fenómeno de ver como estudiantes de medicina casi adolescentes, provenientes del ciclo biomédico ingresan al hospital con temor y la más absoluta inexperiencia y en sólo tres años se transforman en médicos, con todas las connotaciones que ese título encierra.

No puedo dejar de mencionar la Experiencia Curricular de Enseñanza Integrada de la Carrera de Medicina que dirigimos junto con la Profesora Diana Perriard y los Profesores Ferreira y Mendoza, iniciada en 1995 en el Hospital de Clínicas. Se trataba de una propuesta de excelencia ofrecida a alumnos dispuestos a esforzarse en el estudio y en el trabajo de aprender. Lamentablemente el gen letal que a veces se expresa en la vida universitaria argentina pudo más y el ensayo fue cancelado a los pocos años de exitoso funcionamiento.

La Academia Nacional de Medicina tiene un lugar destacado en mi memoria y en mis afectos. Desde el Policlínico de San Martín, los estudiantes de medicina y los jóvenes médicos veíamos a la Academia como un faro que irradiaba luz por sus recursos diagnósticos y terapéuticos y por la conjunción de clínicos e investigadores que constituían su plantel. Recuerdo que durante mi residencia en varias ocasiones traje a la Academia  problemas de pacientes con anemias de difícil diagnóstico,  leucemias o trastornos de la hemostasia.

También consultábamos asiduamente al Hospital Instituto de Cardiología de la  Fundación Hermenegilda  Pombo de Rodríguez.

En la década de los 60 fueron sus directores los Académicos Juan José Beretervide y León de Soldati. Junto a los cardiólogos brillaban en lo que sintéticamente llamábamos la Pombo las figuras de Víctor Raúl Miatello, Luis Moledo y el actual académico de esta casa Dr. Oscar Morelli, acompañados por un gran cortejo de discípulos que en conjunto sentaron las bases de la nefrología en la Argentina.

En época más reciente me conmueve recordar al Profesor José Emilio Burucúa, el querido maestro del Hospital de Clínicas quien ya jubilado en la Universidad pero activo  en la Pombo, siendo yo medico del Hospital Belgrano de la Provincia de Buenos Aires me recibió y aceptó la derivación desde aquella institución  de  una joven paciente indigente, para ser operada sin cargo alguno de un mixoma de aurícula que ya le había provocado una lesión cerebral embólica. Y digo que el recuerdo me conmueve porque la respuesta de Burucúa fue inmediata y sin restricciones,  interesándose personalmente por los aspectos clínicos y humanos de la paciente. Burucúa me señaló que su decisión se fundaba  en la expresa cláusula testamentaria de la señora Pombo de Rodríguez de “levantar un hospital para la atención gratuita de enfermos menesterosos”.

Esto que puede parecer una simple anécdota debe ser entendido como el testimonio de la calidad de los maestros que nos guiaron en el camino que hoy transitamos. 

El poeta americano-británico  T. S.  Eliot se pregunta en una de sus poesías más conocidas  Where is the life we have lost in living? ¿Dónde está la vida que perdimos ganándonos la vida?

Yo nunca he perdido vida tratando de ganarme la vida. Aunque siempre he vivido de mi trabajo como médico en cada lugar en que tuve ocasión de actuar pude aprender y crecer profesionalmente, en parte porque la esencia de la vida del clínico es el contacto con pacientes considerados integralmente como personas y eso se puede hacer en centros de alta complejidad o en áreas de atención primaria.

En cada institución y fueron varias,  pude aprender según las circunstancias, las particularidades propias del lugar y los progresos que la ciencia y la tecnología iban alcanzando año a año.

El 24 de noviembre de 1994, el Plenario de la Academia Nacional de Medicina resolvió por unanimidad, asignar a cada sitial el nombre de un académico ilustre que en el pasado lo hubiera ocupado. 

Quiere la suerte,  y valga la polisemia de la palabra suerte, que me toca ocupar el sitial Nº 16, posición supernumeraria en la constitución inicial de la Academia, creada para homenaje  permanente a Bernardino Rivadavia, quien aplicó su inteligencia y su poder político para crear una institución necesaria para la nación naciente. Desde 1994 el sitial Nº 16 lleva el nombre del Académico Profesor Doctor Osvaldo Loudet.

Me antecede en el sitial Nº 16 el académico  Mario  Alejandro Copello, farmacéutico, bioquímico, doctor en Química y Farmacia quien desarrolló durante mas de 40 años sus actividades de docencia e investigación en la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires donde fue Jefe de trabajos prácticos, Profesor adjunto y luego Titular de Química Analítica Cuantitativa, Consejero Titular Secretario Académico y  Decano en el período 1977-1979.  .          

Sus tratados de Química Analítica Cuantiativa y de Iniciación Experimental a la Quimica Analitica Cuantitativa escritos junto con el Profesor Santiago Celsi editados por El Ateneo en 1954, fueron obras clásicas con varias reediciones, consideradas como bibliografía recomendada en numerosas facultades de bioquímica de nuestro país y del extranjero.

Entrevistas con quienes lo conocieron y trataron me permiten imaginar su personalidad, por encima de los méritos académicos específicos.                        Tenía un carácter sereno, nunca perdía los estribos; era estricto y cuidadoso de las formas y del fondo de los temas considerados, atributos esenciales para la tarea docente y para el desempeño de funciones directivas. Con su ejemplo y perseverancia logró imponer la puntualidad en el comienzo y terminación de las actividades docentes, virtud que todavía escasea en nuestro medio.

Cuidó de la Facultad de Farmacia en el tiempo que le tocó dirigirla y tuvo la visión y la decisión de tomar medidas que trascendieron su gestión. La dedicación completa a sus funciones de decano le permitió  conocer al detalle todos los expedientes en curso. Resulta interesante citar una de sus decisiones, hoy de vigencia  obvia pero resistida en su momento, tal como que las aulas no eran  propiedad privada de los profesores sino de la  Facultad, cuyas autoridades debían asignarlas a cada cátedra según las necesidades, de acuerdo con el principio de la distribución racional de los recursos.

Por su iniciativa  se inició la residencia de bioquímica en el Hospital de Clínicas y se creó el espacio de la farmacia clínica como especialidad, lo que sin duda respondía a sus ideas sobre la integración multidisciplinaria del equipo de salud.

Fuera del ámbito universitario desempeñó importantes funciones tales como la Dirección del Instituto Nacional de Farmacología y Bromatología del Ministerio de Salud de la Nación, la Dirección Nacional de Química e integró la Comisión de  la Farmacopea Argentina. Como reconocimiento de su inteligencia y su dedicación académica recibió numerosas distinciones, fue presidente del Primer Congreso Argentino de Psicotropos  y fue honrado  con la designación de miembro de la Real Academia de Farmacia de Madrid.

Pero así como los próceres de la Independencia no eran de bronce, tampoco era de bronce el  Dr. Copello. Varios testimonios, entre otros el de su Secretario Académico, el  Profesor Emérito Dr. Ramón de Torres, nos informan de las frecuentes escapadas del Dr. Copello para degustar platos nada dietéticos en restaurantes próximos a la Facultad, en horario intermedio entre la tareas de la mañana y de la tarde.

Vayamos por unos minutos al encuentro de la historia,  con la seguridad de encontrar en ella algunas claves para nuestro  futuro.

Antecedió al Académico Copello el Profesor Dr. Osvaldo Loudet, otra figura destacada, que trascendió en su larga vida el campo de la profesión  médica, para marcar su impronta en otros ámbitos de nuestra sociedad.

El Dr. Loudet nació en 1890 y se graduó de médico en la Universidad de Buenos Aires en 1916 con una tesis titulada La Pasión en el Delito, que ya evidenciaba su interés por la psiquiatría, que en ese momento de gran desarrollo como especialidad tejía vínculos con la psicología, la sociología, la criminología, el arte y en particular la literatura, todas estas disciplinas a las que Loudet dedicó estudio y producción científica. Ya desde sus épocas de estudiante tuvo una destacada actuación política;  fue como presidente del Centro de Estudiantes de Medicina,  uno de los fundadores y primer presidente de la Federación Universitaria Argentina y lideró en Buenos Aires la Reforma Universitaria iniciada en 1918 en la Universidad de Córdoba y luego extendida al resto de la Argentina y a América.

Es interesante releer lo que Loudet dijo en su libro Problemas de Pedagogía Universitaria, prologado por Gregorio Araoz Alfaro. Cito textualmente: la Federación Universitaria Argentina es una corporación de estudiantes para defender ideales e intereses de estudiantes. El espíritu universitario no está en las leyes ni estatutos; está en los maestros y en los discípulos; cuando los primeros tienen la vocación de la enseñanza en su alta jerarquía y cuando los segundos aúnan la sabiduría en sus dimensiones simples y profundas.

La juventud universitaria debe contribuir a la elevación moral e intelectual de las clases secundarias. No basta tener la independencia geográfica e histórica; es necesario también tener independencia moral y esa independencia moral se conquista elevando al pueblo.

En un país donde existe sufragio universal debe existir la cultura universal. 

Perfecta definición del concepto, fundamento y razón de la extensión universitaria, una de las banderas de la reforma del 18, que conserva hasta la actualidad completa vigencia.

Simultáneamente  con el desarrollo profesional siguiendo la estela de José Ingenieros en cátedras de Psiquiatría y de Psicología en Facultades de Medicina y Filosofía y Letras de Buenos Aires y La Plata y en hospitales psiquiátricos,  Loudet tuvo una actuación destacada en el Consejo Directivo de la Facultad de Medicina donde fue representante de los alumnos y años después del claustro de profesores. En esas posiciones obtuvo la aprobación de muchas iniciativas y proyectos. Su lema era que en la Universidad deben tratarse problemas universitarios con espíritu universitario para estudiar las cuestiones desde alturas que permitan ver horizontes más dilatados y recibir las luces más lejanas. No se trabaja para la breve hora que pasa ni para el efímero hombre que vive, sino para el tiempo de todos los tiempos y para los hombres de muchas generaciones.

Uno de sus logros más preciados fue la aprobación del proyecto elaborado juntamente con el Dr. Juan Antonio Sánchez de creación del doctorado en Bioquímica y Farmacia, que según se señala en los fundamentos se proponía para elevar la consideración científica de los egresados de esas carreras.

En 1940 como hoy, existía la conciencia que era necesario actualizar al ritmo de los tiempos la enseñanza teórica y sobre todo la práctica en la escuela de Medicina. Estaba vigente un plan de estudios conformado sobre el proyecto presentado por Gregorio Aráoz Alfaro en 1919.  El Consejo Directivo aprobó una propuesta de Loudet para estudiar una actualización curricular para lo que se designó una comisión  presidida por el Profesor Bachmann e integrada por los Profesores Houssay, Castex, Ahumada y el mismo Loudet (todos ellos Profesores de la Facultad de Medicina y miembros de la Academia Nacional de Medicina), quienes elaboraron una encuesta  que pretendía conocer las opiniones de profesores y ex profesores de Medicina, de la Academia de Medicina, de asociaciones médicas de carácter científico, de los colegios médicos y de los centros de estudiantes,  en la seguridad que colaborarían con patriótico empeño, aportando a la consulta sus observaciones, sus conocimientos y su experiencia.

La ejecución de la encuesta encontró numerosas dificultades y en última instancia  no produjo ningún fruto porque a pesar de la jerarquía científica de los integrantes  de la comisión nunca se pudo llevar a cabo. La historia que es maestra de la vida nos consuela mostrándonos que los dificultades que hoy tenemos para actualizar la enseñanza tiene estrictas semejanzas con las de otras épocas.

A partir de 1950 Loudet ya jubilado en la Universidad continuó con las actividades   docentes que tuvo durante toda su vida, desde la Academia Nacional de Ciencias,  la Academia Argentina de Letras y naturalmente en nuestra Academia Nacional de Medicina.

Loudet consiguió concretar nuevamente la antigua consigna de la extensión universitaria como presidente del Instituto Popular de Conferencias del diario La Prensa, tribuna abierta para distinguidos conferenciantes que exponían para el público general temas variados de las ciencias, las artes, la filosofía y el humanismo.

Siendo estudiante secundario yo solía concurrir a las conferencias de los días viernes a las 18 horas en el Instituto; allí conocí personalmente a Loudet, aunque en ese momento ignoraba su trayectoria y su jerarquía intelectual.         

Creo que esta breve semblanza es suficiente para evidenciar la justicia de la denominación Profesor Dr. Osvaldo Loudet del sitial Nº 16 de esta Academia.

Antes del Dr. Osvaldo Loudet ocupó el sitial Nº16 el Académico Profesor Dr. Nicasio Etchepareborda, médico que además cursó la carrera de Odontología en la Escuela Dental de Paris donde se graduó en 1882.

Por iniciativa del Decano de Medicina, Dr. Mauricio González Catán se creó en nuestro país en 1891 la primera Cátedra de Odontología. El Profesor Etchepareborda fue su organizador y primer catedrático.

 Los cursos comenzaron al año siguiente con la presencia de cinco alumnos inscriptos.

La formación de los odontólogos siguió haciéndose en el ámbito de la Facultad de  Medicina hasta que en 1946 el Poder Ejecutivo promulgó la ley del Congreso por la que se creaba la Facultad de Odontología. El aula magna de esa casa de estudios lleva hoy el nombre de Profesor Dr. Nicasio Etchepareborda.

Más atrás en la historia encontramos en el sitial 16 la figura del Académico Profesor Dr. Horacio Gregorio Piñero. Nacido en Buenos Aires 1869, fue practicante interno del Hospital de Clínicas y se graduó en 1892, con una tesis sobre “Observaciones clínicas y el estudio práctico de la semiología y el diagnóstico”.  Viajó a Francia donde realizó estudios en el Instituto Pasteur, en el cual fue designado Jefe de Laboratorio y Profesor Suplente. Mientras tanto se especializó en el conocimiento de la fisiología y la psicología experimental. Hacia 1899 regresó al país y dos años más tarde ingresó al plantel docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde comenzó a dictar cursos de psicología experimental, que serían los primeros en el país. Piñero creó un laboratorio, el segundo en Sudamérica, especializado en la investigación y en la enseñanza del método experimental de Wilhlem Wundt y William James. En 1903 el Profesor Piñero fue invitado a dar conferencias en la Sociedad de Psicología de Paris. Fundó junto a Ingenieros y  Veyga, la Sociedad de Psicología de Buenos Aires de la que fue el primer presidente.

Antecedieron al Dr. Piñero varios académicos, los Dres Martín Spuch, Bartolomé Marenco y Manuel Salvadores que se vieron sometidos a los vaivenes de las luchas políticas que caracterizaron nuestra organización nacional y a las intermitencias en el funcionamiento de la Academia. En 1864 se firmó un contrato de vigencia efímera entre la Sociedad de Farmacia Nacional Argentina fundada en 1856 por iniciativa del Inspector de Farmacia el Académico don  Bartolomé Marenco y la Facultad de  Medicina para que esa Sociedad se hiciera cargo del dictado de las asignaturas Farmacología e Historia natural. Al poco tiempo fue designado profesor de Farmacia  el estudiante de 6to año de Medicina  Martín Spuch,  quien en algunos años llegó a ser miembro de número de nuestra Academia.  Estos cursos a pesar de su precariedad tienen importancia porque trasuntaban el interés de hacer de la Farmacia una actividad científica y además porque constituyen el antecedente de la Facultad de Farmacia y Bioquímica que recién en 1957.fue creada formalmente, como una institución separada de la Facultad de Medicina.

Y así llegamos a la etapa fundacional de la Academia Nacional de Medicina y en ella  encontramos a la figura egregia de Bernardino Rivadavia.

Rivadavia nació en Buenos Aires en 1780,  2 años después que San Martín y 10 años después que Belgrano. A pesar de no haber concluido el ciclo formal de educación ocupó lugares descollantes en nuestra historia.  Después de haber participado como oficial en la defensa de Buenos Aires en las Invasiones Inglesas su primer cargo importante fue el de secretario del Primer Triunvirato.

La incertidumbre sobre el destino de la revolución, los conflictos políticos entre el Triunvirato y el Directorio y la amenaza del resurgimiento de las coronas europeas después de la derrota de Napoleón en 1815, decidieron al Director Supremo Gervasio Antonio de Posadas a enviar a Francia, Inglaterra y España una delegación compuesta por Manuel Belgrano, Manuel de Sarratea y Bernardino Rivadavia con la consigna de ganar con la diplomacia lo que a las armas les era azaroso.

La misión no obtuvo los frutos esperados; Rivadavia permaneció en Europa durante 6 años, lapso largo y penoso, alejado de esposa e hijos y apremiado por estrecheces económicas. En las cancillerías se lo trataba con respeto por su equilibrada personalidad, pero nada más. Demasiado enredada estaba la política en Europa para que las potencias prestaran atención a los problemas de una lejana y rebelde colonia de América del Sur. Sin embargo, a pesar de las dificultades  y quizá por ellas Rivadavia redoblaba sus esfuerzos para captar todo lo que podría ser útil en el futuro para la patria lejana. Frecuentó a personalidades de la cultura, de la política y de las ciencias; aprendió de los filósofos utilitaristas Bentham, Buren,  Destutt de Tracy, el abate Pradt.

Estudiaba para ser gobierno; en esto imitaba a Belgrano iniciado en economía en España en la escuela de Pedro Rodríguez, Conde de Campomanes y era el heraldo de lo que sería el futuro Sarmiento en Europa  y los Estados Unidos.                                                                                         

Los tres tuvieron una extensa e intensa experiencia en el extranjero y trajeron  a estas tierras la llama del desarrollo.

Rivadavia regresó a Buenos Aires en 1821. En palabras de Mitre: “Encontró una nación desquiciada, una revolución sin gobierno, una democracia embrionaria sin principios orgánicos; una sociedad enervada por el dolor, sin formas de derecho individual, sin armas de trabajo y con la fuerza brutal de los mandones triunfantes por todas partes en las luchas fratricidas”.

En esas circunstancias el Brigadier General Martín Rodríguez y  fundamentalmente su ministro de gobierno Rivadavia, el verdadero cerebro del gobierno, tomaron medidas trascendentes: se proclamó la llamada Ley del Olvido, se suprimieron los cabildos, resabios del régimen colonial y en su lugar surgió el régimen municipal, con las juntas de representantes con características de parlamento, elegidos por la población mediante sufragio libre y universal.     

Se planificó la urbanización de la ciudad de Buenos Aires, se planeó la construcción del puerto, la instalación de obras sanitarias y la construcción de nuevas viviendas en la zona sur de la ciudad. Se establecieron las bases del régimen de enfiteusis con la intención de repartir las tierras públicas en forma productiva.                                               

Se organizó la justicia de primera instancia en el campo y en la ciudad y se comenzó la redacción de códigos; se crearon la Sociedad de Beneficencia, el Archivo General, el Museo Público, la Bolsa Mercantil, la Caja de Ahorro. En un anticipo alberdiano se invitó  a sesenta familias de pescadores a radicarse en la Patagonia. 

En línea  con las memorias anuales de Manuel Belgrano a fines del siglo XVIII como secretario permanente del Consulado se introdujeron en el país ovejas merino y leonesas y caballos frisones  para mejorar los ganados. Se reorganizó el ejército para dar solución a la situación desesperante de muchos veteranos de las guerras de la Independencia y se reformularon las relaciones con la Iglesia.

En materia de educación pública ningún nivel fue ajeno a las preocupaciones rivadavianas: se fundaron  16 escuelas primarias, se reorganizó el Colegio de Ciencia Morales, la Escuela Normal y la Escuela de Niñas Huérfanas.

En el nivel superior nacen en 1821 la Universidad de Buenos Aires  y en 1822 la Academia Nacional de Medicina que no fueron el fruto repentino de una mente impetuosa sino la concreción de necesidades largamente sentidas, que requerían la decisión de un hombre de ideas claras, visión de futuro y poder político suficiente.

La Universidad de  Buenos Aires con su carrera de medicina, la primera en nuestro territorio, institucionalizó la enseñanza de las materias básicas y clínicas, lo que desde principios de siglo hacían  entre otros Miguel Gorman, el primer protomédico del Río de la Plata, José de Capdevila, Agustin Fabre y Cosme Argerich.

 La primera mención de una Academia de Medicina en el Plata surgió en Montevideo, de labios de Miguel Gorman en 1783, pero ese proyecto expresión clara de un espíritu visionario se limitó a esa solicitud al Virrey Vértiz. Desde entonces la idea durmió hasta que hombres y circunstancias la hicieron posible.

La Academia de Medicina fundada recién en 1822 tenía el claro propósito de organizar las prácticas vinculadas con la salud: el ejercicio de la medicina, la educación continua de los médicos, las prácticas de farmacia y la higiene pública.

La designación junto a los 15 académicos iniciales de miembros correspondientes extranjeros evidencia la percepción de la necesidad de nutrir a los profesionales locales mediante el contacto con los centros generadores de conocimientos. Uno de esos miembros externos de la Academia naciente fue el investigador francés Francois Magendie, el creador del primer laboratorio europeo de fisiología experimental y el futuro maestro de Claude Bernard.

El gobierno de Martín Rodríguez y su ministro Rivadavia donde se materializaron tantas reformas, se conoce en la historia argentina como “la feliz experiencia de Buenos Aires”, como la denominó años después el General Gregorio de Las Heras. Durante ese período se acarició la ilusión de que el país todo estaba en condiciones de unificarse bajo las consignas de la paz y la libertad.

Todos los hombres que hacen y hacen mucho corren el riesgo de cometer errores que son propios de la humana condición. Es fundamental en la apreciación histórica tener en cuenta las circunstancias de las personas y los hechos.  Eric Hochsbaum  señala que quizá los historiadores han hecho más daño con los anacronismos que con las mentiras.

Como San Martín, Moreno, Belgrano, Sarmiento, Rosas y Alberdi  Rivadavia tuvo y tiene encendidos detractores. Sin embargo el juicio sereno de la historia, aún reconociéndole equivocaciones, lo guarda en el altar cívico de sus próceres.

La Universidad de Buenos Aires y la Academia Nacional de Medicina son dos de sus logros más trascendentes creados con visión de futuro en circunstancias críticas, en medio de las zozobras de las luchas todavía humeantes contra la corona española y el reacomodamiento político de los estados europeos, las relaciones conflictivas entre Buenos Aires y el interior y la guerra contra el Imperio del Brasil por la posesión de la Banda Oriental.

Para concluir ruego se me admita una última reflexión. Al comienzo de esta exposición señalé el honor que significa pertenecer a la Academia Nacional de Medicina.

Deseo ahora aclarar el sentido profundo de esta distinción.                                                                                

El Diccionario de la Real Academia Española de Letras: en su primera acepción define al honor como la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo. El honor es primero una demanda moral y luego un halago.                                                         

El decreto de Rivadavia de creación de la Academia de Medicina se tituló “Arreglo en la Medicina”; Sin duda esa necesidad de componer algo que en la Medicina estaba desarreglado persiste con nuevos rostros en nuestros días y continúa siendo un imperativo para la Academia Nacional de Medicina junto al resto de la sociedad argentina.                                     

Responder a ese imperativo debe ser nuestro compromiso y nuestro honor.

Muchas gracias.