EL PRIORATO DE SION Y OTROS MITOS DE EL CÓDIGO DA VINCI *
Lo primero que quisiera dejar claro de mi exposición, es que la misma no será un análisis profundo o una crítica literaria de la novela tan de moda de El Código da Vinci. Ni de ésta, ni de ninguna otra novela con planteamientos como son la pseudohistoria eclesiástica, el neopaganismo, el feminismo radical y la new age. Alguien dijo que «la ficción es la mejor forma de educar a las masas, y disfrazada de ciencia (historia del arte y de las religiones en este caso) engaña mejor a los lectores».
Y mi exposición no analizará o comentará la novela de El Código da Vinci en profundidad, porque entre otras cosas no tengo pudor alguno en reconocer que no terminé de leerla entera. Confieso que el thriller con pretensiones pseudohistóricas no es un género que personalmente me atraiga. Puestos a elegir, prefiero un ensayo o una novela de ficción, según desee entregarme al estudio o al relax, que híbridos tendentes a confundir al lector, pues entiendo que no es un método saludable para la literatura que una obra se base en mezclar verdades con mentiras, siendo además éstas últimas claramente tendenciosas. Ya sé que en una sociedad relativista en que se nos pretende inculcar que «tolerancia» equivale a «todo vale», cuando precisamente son conceptos antagónicos, este pensamiento puede no resultar políticamente correcto. Sin embargo, no es bueno el «todo vale», porque las estadísticas demuestran que la mayor parte de los lectores, salvo que sean especialistas o estén bien formados, no saben luego discernir la realidad de lo que es un producto de la imaginación, la verdad de la mentira; no saben, en definitiva, separar el grano de la paja, y al final todo cae en el mismo saco de lo creíble y de lo posible.
Tras leer por curiosidad una buena parte de la novela, decidí renunciar a ella cuando detecté tantas elucubraciones y errores de bulto, que el peso de éstos terminaron centrando mi atención por encima del interés que pudiera tener la trama. Es decir, sin entrar a enjuiciar el valor literario de la obra, que no soy literato para hacerlo, lo cierto es que cuando una novela se formula sobre pretenciosidades y falsedades tendenciosas, para mí pierde todo su interés, y en lugar de entrener termina por aburrir.
Sé que muchos pensarán que esto es sacar de quicio las cosas, porque una novela al fin y al cabo no es más que una novela, aunque haya vendido más de 30 millones de ejemplares en todo el mundo y haya sido traducida a 30 idiomas [las cifras difieren según la fuente]. Pero claro, quienes piensen eso lo hacen porque únicamente se fijan en lo superficial de este fenómeno propio de la moderna cultura de masas.
Subyace de fondo un peligro en estas publicaciones, y es que hoy día, en los momentos álgidos de su difusión, se leen más que la Biblia —por poner un ejemplo de obra universal— y son muchísimas personas con escasa formación o con convicciones poco consolidadas, que precisamente terminan tomando una novela como si fuera la Biblia (y quien dice la Biblia dice un mera tesis histórica)
En definitiva, que no es cosa baladí lo que señalamos, pues bien cierto es que personas con un mínimo de preparación intelectual y espiritual (porque estas obras cuestionan no sólo fundamentos históricos, también religiosos), no dejarán de tomar la novela como lo que es: una mezcla de realidad con un mucho de imaginación; mas no lo tomarán así personas más influenciables.
Veía hace poco en una encuesta de Internet, que un 66% de los votantes de la misma indicaban que la lectura de El Código da Vinci les había hecho variar su concepción del cristianismo. Y en este frío dato estadístico podemos entender que no estamos ante algo inocuo o irrelevante, sino ante algo más grave de lo que podamos imaginar.
Ya vemos que una novela, que se supone que es para entretener, hace replantearse cuestiones trascendentales a los lectores, cual es su concepción espiritual —aunque para muchos sólo habrá cuestionamientos de tipo historicista—. Pero lo que no vemos tan claro es que esos replanteamientos sean beneficiosos, por cuanto se formulan sobre una buena cantidad de especulaciones, errores e infundios. Y en este caso además, lo más grave es que existen intencionalidades oscuras por parte de un autor que plasma en forma de novela toda una serie de condicionantes ideológicos radicales, cual es por ejemplo su manifiesto odio al catolicismo.
No reparamos en el hecho de que vivimos en una sociedad de mercaderes, y a los mercaderes lo único que les importa es vender; vender lo que sea y como sea. Y si encima pueden hacerlo adoctrinando, ya sea manifiesta o subliminalmente, mejor que mejor. Y este es el caso de Dan Brown y de otros autores de su misma cuerda ideológica, si es que alguien que demuestra ser tan inescrupuloso tiene alguna otra idea distinta a la de vender al precio que sea… Por consiguiente, podemos fácilmente deducir que un escritor, cuando se convierte en un mercader más, lo que busca es vender, no formar, divulgar, entretener o hacer que sus lectores se replanteen las cosas para ser más libres, instruidos y felices.
No queremos pensar que existen toda una serie de intereses ocultos detrás de estos cuentistas, porque de entrar en ello podríamos incurrir en su mismo pecado: la especulación. Sin embargo, sí que personalmente pienso que esta tendencia moderna a vulgarizar el cristianismo no es casual…
El problema es más serio de lo que podamos suponer, repito, pues para muchas personas influenciables lo que este tipo de novelas-basura generan son una ilusoria y provisional complacencia evasiva (el tiempo que dura la lectura), y un profundo vacío espiritual o desazón después, cuando sienten que muchos de sus esquemas se derrumban. Y si los esquemas ideológicos y espirituales de una persona se derrumbasen por el estudio de una fuente tradicional valiosa, por el hallazgo de un nuevo abrevadero doctrinal desconocido hasta el momento, bien estaría, pero que lo haga por la lectura de la inventiva de un mercader de la literatura, no deja de ser algo muy grave y lamentable.
Supongo también que, después de estas consideraciones tan aceradas, habrá entre el público personas, admiradores y defensores de la novela que hemos puesto como ejemplo, que se echarán las manos a la cabeza indignados, seguramente porque a ella (a la cabeza) les habrá venido un montón de argumentos con los que rebatir mi opinión y mi pensamiento. Pues bien, a ellos les digo que no se desconcierten y que no se molesten, no soy en modo alguno uno de esos detractores que no tienen mejor cosa que hacer que andar denostando una novela por haber osado ofender arraigadas creencias. Sólo a alguien que tenga algún tipo de interés en el fenómeno (como esos mercaderes de la literatura a la que me he referido), se le podría ocurrir algo tan ridículo. Soy un ciudadano más que expresa su valoración sobre la cuestión de fondo; y ya he dicho al principio que mi crítica no va contra el valor literario de la obra, que simplemente no cuestiono, va contra el peligro que encierran lecturas en apariencia inofensivas, lecturas que no han sido precisamente escritas para entretener y formar, como hemos dicho, sino para comerciar (en primer lugar) y para contribuir a desculturizar y desacralizar la sociedad (que no es precisamente lo mismo que remover las conciencias) Y tampoco quiero, como también he dicho, entrar a analizar las intencionalidades que puedan subyacer bajo estas estrategias difusorias de los bestsellers anglo-americanos de ficción con millonarias inversiones en marketing…
Antes de entrar en el tema que me ocupará brevemente y que sirve de base a la novela de El Código da Vinci —y antes que a ella a innumerables ensayos novelescos con pretensiones de obra de investigación—, voy a señalar algunas de las elucubraciones sin fundamento y errores más notorios. Lo hago para que nadie pueda pensar que mi crítica es gratuita o condicionada por mi pensamiento. Simplemente se trata de dejar bien claro que, una cosa son los hechos objetivos y otra muy distinta las interpretaciones o especulaciones que sobre ellos, y sobre sus aparentes contradicciones, hagamos.
- Para empezar, ya en el preámbulo de su novela Dan Brown afirma que las descripciones de los lugares y de las obras de arte que aparecen en su relato, así como los documentos que se citan, son fidedignos, pretendiendo con ello otorgar un valor histórico a su obra de ficción literaria. Y ante esta pretenciosidad recurrente por parte del autor, cabe dejar bien claro que no se puede dar la misma credibilidad a unas descripciones de lugares y obras de arte que a los supuestos documentos que dice tener la moderna asociación que se hace llamar Priorato de Sión, de la que luego hablaremos.
- Plantea El Código da Vinci que el Concilio de Nicea reformuló el legado espiritual del cristianismo primitivo, de forma tan radical que supuso crear una nueva religión: el catolicismo. Entre otras cosas, se basa el autor (a través de sus personajes) en que la condición de Jesús como «Hijo de Dios», que es algo inconcebible y blasfemo para le religión judía, fue introducida en el Concilio de Nicea y que sobre ello la Iglesia cimentó su dogma. Pues bien: Al menos desde el siglo II está documentada en diversas fuentes doctrinales cristianas la condición de Jesús como «Hijo de Dios», por lo que no fue una idea novedosa o un invento introducido en Nicea. Sin ir más lejos, en el propio Evangelio de San Juan, Jesús aparece claramente definido como encarnación del Logos de la Trinidad, lo que equivale al Dios Hijo. Por todo ello, debemos concluir que la opinión mantenida por Dan Brown en su novela, a través de personajes que se presentan como especialistas en religión, es absurda y absolutamente errónea. Y lo más grave es que Dan Brown se ha empeñado en sostener que su fallo es una realidad histórica.
- Tanto la versión alternativa de la historia de Jesús que se propone en la novela (de carácter exclusivamente político-revolucionario, en la línea de autores ateos y anticristianos como el historiador Hugh Schonfield o el masón Robert Ambelain), como las fuentes que se citan para sostener sus tesis, carecen de base histórica. En la novela se nos presenta a un Jesús cuya vida no es otra cosa que la persecución de un objetivo político en el sentido moderno, limitando dicho objetivo a la pretensión de ocupar el trono de Israel. Entre otras cosas, Brown (sus «especialistas») no caen en cuenta de un detalle fundamental, y es que en la figura del Mesías judío la misión espiritual y la política son inseparables. De hecho, a pesar de que el episodio del Domingo de Ramos, en que Jesús entra en Jerusalén montado en un asno, tiene una connotación política incuestionable, ello no significa que Jesús aspirara al trono de Israel, pues aun habiendo asumido el papel de Mesías y de Hijo del Hombre, lo que asume no es la imagen de un rey triunfante o de un caudillo militar victorioso, sino la condición de siervo sufriente que viene a redimir los pecados del pueblo, tal como fue profetizado (Isaías 52, 13 a 53). Y aunque sus seguidores mantuvieran expectativas más terrenales que espirituales con relación al Mesiás, lo cierto es que Jesús interpretaba también la profecía veterotestamentaria de Zacarías (12, 10), como bien demuestra el hecho de que sus discípulos a menudo no le comprendían. Es decir, no comprendían el sentido de unas palabras de elevadísima espiritualidad.
- En un pasaje de la novela aparece un «monje» del Opus Dei como un asesino que mata para impedir que el «secreto de María Magdalena» salga a la luz. Este error garrafal demuestra, por un lado la falta de rigurosidad de Dan Brown, que no sabe que los miembros del Opus Dei ni son monjes ni visten hábitos, y por otro lado demuestra también la obsesión anticatólica del autor. Con semejantes condicionantes: el de la falta de metodología y el de su ideología radical, parece que todo está dicho… Sin embargo no lo está, pues el Opus Dei aparece en la trama como una organización tradicionalista radical en la línea de los tridentinos, presentándola como hostil al Concilio Vaticano II y a las tendencias modernizadoras de la Iglesia, cuando fue precisamente su fundador, el español recientemente canonizado san José María Escrivá de Balaguer, uno de los precursores del mensaje del Vaticano II.
Para no extendernos demasiado entresacando más errores y especulaciones tendenciosas que demuestran que en la novela de Brown no hay tantas «claves» ni tanta «realidad» como algunos (él mismo el primero) pretenden hacernos ver, diremos, antes de entrar en materia, que gran parte de los culpables de que lo que son meras fantasías y falseamientos se presenten como hipótesis dignas de consideración —y hasta de representar un verdadero cuestionamiento histórico y teológico—, son en gran medida los defensores que surgen como hongos dentro del mundo de divulgación —que no por casualidad son una auténtica constelación de «mendigos» de la literatura y de periodistas amarillistas que tratan de subirse a todos los «carros» de la moda—. En este sórdido mundillo carente de la más mínima ética y decencia, hay quienes «argumentan» que el éxito de El Código da Vinci radica en que «evoca arquetipos muy poderosos», entre otras cursilerías… Porque vamos, ya es mucho llamar «arquetipos muy poderosos» a toda una serie de complots extravagantes, o a planteamientos absolutamente pedestres, como es decir que el Santo Grial material no sería el cáliz de la Última Cena, sino los restos de María Magdalena, basándose en una muy «sesuda» y rebuscada deducción: «sangre de rey» = «sangre real» = «sang real» = «santo grial». Es decir, que el arquetipo cristiano y universal de la búsqueda griálica no es la búsqueda de una reliquia sagrada, ni tampoco es una búsqueda metafísica o espiritual, sino que es una búsqueda de los restos de unos restos necrológicos (santos restos, eso sí)... Sin comentarios…
Más que evocar arquetipos muy poderosos, lo que hacen estos autores, Brown y compañía, es vulgarizarlos en grado sumo… Y todo para buscar su propio «santo grial»: la «clave del éxito» (esto es en su concepción puramente mercantilista vender lo que sea y como sea); es decir, recurren a temas que interesan a muchas personas y producen morbo (los entresijos vaticanos, la vida oculta de Jesús, los «heréticos» templarios, las sociedades secretas, el Opus Dei o las teorías conspiranoicas de toda índole…) y los despojan de su real sentido a base de elucubraciones y burdos sensacionalismos. Obviamente, no todos dan con la «clave del éxito» tan ansiada, más bien son pocos los que lo consiguen, y eso es lo que resulta al final más frustrante para todos los «mendigos» de la literatura a los que me he referido, que se ufanan en seguir la estela del éxito a base de alimentar la impostura vertiendo en torno a la misma más y más elubraciones, más y más sensacionalismos, más y más morralla…
No obstante, si algo cabría «agradecer» a El Código da Vinci, y con esto termino lo que tengo que decir sobre esta novela, es que a muchas personas las ha llevado a interesarse por temas que antes desconocían y en los que, a poco que se tomen la molestia de profundizar a través de lecturas serias y ciertamente reveladoras, descubrirán claves en verdad trascendentes para saber y conocer, que no son precisamente esas «claves ocultas y ocultistas» que, aprovechando la estela comercial de El Código, otros mercaderes de la literatura nos pretenden también vender en forma de secuelas alusivas, artículos sensacionalistas, refritos impresentables o republicaciones de obras que pasaron por el mercado editorial sin más pena que gloria.
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Gran parte de la trama de la novela de El Código da Vinci se basa en tres presumibles enigmas históricos que, ni son tan enigmáticos (en el sentido profano que le otorgan Brown y otros autores antes y después que él), ni son nada originales.
Se habla mucho de claves misteriosas, de símbolos esotéricos, de secretos trascendentales no revelados, para al final llevar al lector a una conclusión bastante prosaica y que, en síntesis, nos viene a decir que la arquetípica y universal búsqueda del Santo Grial culmina al descubrir que Jesús estaba casado con María Magdalena, que tuvo hijos y que sus descendientes son los aspirantes al trono de Francia…
Y tanto rollo macabeo —y merovingio— para esto…
Realmente cuesta trabajo, para alguien que lleva años estudiando en profundidad la historia y los aspectos doctrinales del cristianismo y de la Tradición universal, entender cómo es posible que la gente se trague sin más, sólo porque lo dicen unos autores de bestsellers, tanta patraña y tanta sandez, que en algunos puntos supera en cuanto a fantasiosidad a las novelas de Tolkien, que por otra parte son magníficas —y ello sin necesidad de recurrir a pretenciosidades pseudohistóricas—.
Ya dije que no iba a entrar a analizar en profundidad la novela de El Código da Vinci, entre otras cosas porque ésta no es en realidad más que el exponente final, el canto de cisne, de un género especulativo y una moda pasajera que da sus últimos estertores.
No me equivocaré al afirmar, y de hecho pude comprobarlo en un artículo aparecido recientemente en una de esas revistas paracientíficas en las que escriben, entre escasos autores de calidad mucho «mendigo» de la divulgación, que el siguiente paso será presentarnos un sinfín de nuevos descubrimientos desmitificadores.
Como digo, lo he podido ver, meses después de que yo mismo desmitificara algo en una breve entrevista concedida para la revista QUO, en un artículo que venía a decir que el tan traído y llevado Priorato de Sión renunciaba a sus orígenes míticos, y en el título de una conferencia que impartía por ahí uno de los omnipresentes «mendigos» periodístico-literarios, que lo mismo se sube al «carro» de los OVNIS (cuando estaban de moda) que al de los «expertos en templarios» (ahora que es lo que «priva»).
Pues bien, estos oportunistas de la pluma, que antes alimentaron el fenómeno del Priorato de Sión y de sus presuntos descendientes de Jesús dando pábulo y cancha a las especulaciones, con el único fin de llevarse unos cuartillos al bolsillo escribiendo y conferenciando, resulta que ahora, cuando la farsa comienza a resultar insostenible, son los «primeros» —pretenden serlo a pesar de que cada vez más personas les ven el plumero— en correr a desmitificar…
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El Priorato de Sión es una sociedad secreta fundada en 1099 en Jerusalén, a la que han pertenecido conocidos personajes históricos. Esto es lo que se dice en El Código da Vinci. Con esta mentira comienza la novela.
El Priorato de Sión es una sociedad moderna fundada sobre mitos y mucha desvergüenza, que nació con pretensiones de corte nacionalista (chovinista para ser más exactos) y legitimista de la monarquía francesa, y que ha derivado en un vulgar entramado editorial. Ese es todo el «misterio» que rodea al «misterioso» Priorato de Sión.
Muy resumidamente, la pretensión del Priorato de Sión es que hubo un tiempo en que dicha orden y la Orden del Temple eran una misma organización, y que en un momento determinado de la historia se escinden, escenificando dicha escisión con la tala de un olmo milenario en las proximidades del castillo de Gisors, histórico lugar de reunión de los reyes ingleses y franceses.
Sobre este novelesco mito, se monta un entramado a base de hilvanar, con más fantasía que otra cosa, acontecimientos y personajes históricos, para venir a decir que el Priorato de Sión es el depositario de un secreto que derribaría los cimientos de la Cristiandad: nada menos que Jesús estaba casado con María Magdalena, y que cuando ésta huyó al sur de Francia lo hizo embarazada… Y aún hay más: que los descendientes de Jesús habrían emparentado con los reyes merovingios, y que esa dinastía, protegida por el Priorato de Sión, sería hoy la heredera del trono de Francia, y ya puestos de la Cristiandad entera. Porque claro, la obsesión que padecen todos los ultranacionalistas es que se creen que su nación —o pseudo-nación en algunos casos— es el ombligo del mundo, obsesión tras la que en realidad subyace una profunda frustración y enorme complejo de inferioridad. Por supuesto, el último eslabón de esa cadena de despropósitos, el descendiente directo de Jesucristo, no sería otro que el embaucador Pierre Plantard, del que ahora hablaremos.
El Priorato de Sión también se pretende guardián de la verdadera fe en Jesús y María Magdalena, basada en la teoría del sagrado femenino (una teoría gnóstica de equilibrio entre lo sagrado masculino y femenino), sosteniendo que entre sus filas contaron como grandes maestres a Newton, Botticelli, Leonardo da Vinci, etcétera —Curiosamente, ninguna mujer—.
Y sobre esta historia tan disparatada, que cabría tomar a guasa si no fuera porque ha cambiado concepciones sobre el cristianismo a mucho crédulo y enriquecido a costa de ello a mucho inescrupuloso, se han ido tejiendo toda clase de conjeturas encaminadas a emparentar a diversas familias regias y nobiliarias europeas en una rama del linaje sagrado davídico de cuya existencia no hay la más mínima base histórica.
Para empezar, diremos que el Priorato de Sión no tiene absolutamente nada que ver con la mal llamada «Orden de Santa María del Monte Sión», que no es en realidad otra cosa que la Orden del Santo Sepulcro fundada en Jerusalén hace 900 años por Godofredo de Bouillon, sino que es una asociación fundada en 1956 por un caradura con delirios de grandeza: Pierre Plantard, alias Pierre Plantard de Saint-Clair, que fue, entre otras cosas, un adivino y astrólogo condenado por fraude y estafa… Aunque éste, antiguo militante de organizaciones fascistoides, gaullistas y contrarrevolucionarias francesas, no sería más que un peón en el tablero de ajedrez…
Su primer apellido, Plantard, le acreditaría supuestamente como heredero directo del último gran monarca merovingio, cuyo descendiente secreto, a decir del Priorato de Sión, fue conocido como el «Retoño Ardiente» (Plant Ard), de donde vendría el apellido familiar. El caso es que la mayoría de los historiadores sostienen que dicho monarca habría muerto sin hijos varones.
En cuanto a su segundo apellido, Saint-Clair, que no es su apellido materno, resulta que corresponde a los parientes franceses de los Sinclair escoceses, familia noble que tuvo miembros en la Orden del Temple y en la antigua francmasonería escocesa.
Sin embargo, ningún especialista en genealogía ha encontrado indicio alguno de la existencia de matrimonios entre los Plantard y los Saint-Clair, que justifique la razón del añadido que Pierre Plantard hacía a su apellido legal, lo cual desmonta todo el relato de este individuo sobre sus presuntos antepasados.
Las primeras manifestaciones de quienes se presentan como dirigentes del moderno Priorato de Sión tienen mucho que ver con el presunto tesoro (de reliquias y documentos históricos comprometedores) que habría encontrado el párroco Berenguer Saunière en Rennes-le-Château, un pueblecito situado al nordeste de los Pirineos, a finales del siglo XIX, historia que, junto con la del castillo de Gisors, dio a conocer al gran público hace cuatro décadas el periodista sensacionalista y corrupto Gérard de Sède, quien curiosamente contó con la colaboración de dos modernos dirigentes del Priorato de Sión: el marqués Phillippe de Chérisey y Pierre Plantard, el presunto descendiente de los merovingios, y de Jesús de Galilea…
Sin embargo, tras este misterio de Rennes-le-Château no parece haber otra cosa que un sacerdote simoniaco que percibió pingües beneficios con la venta de misas fuera de su diócesis, así como una recompensa a su activismo monárquico: una herencia por parte de una condesa de la casa de los Habsburgo-Lorena, cuyo difunto marido fue pretendiente a la corona francesa. Tal vez por ello, más tarde recibió también el pago de una fuerte suma de dinero por parte del archiduque austrohúngaro Juan de Habsburgo, a cambio de unos documentos en poder de Saunière y que el archiduque entendió le servirían para sus pretensiones dinásticas: nada menos que restablecer un imperio europeo, a partir de su derecho al trono de Francia.
La cantante Emma Calvé, con la que el cura trabó una amistad muy íntima, introdujo a Sauniére en los vicios de los círculos más selectos de la sociedad parisina, y también en las sociedades ocultistas a las que la cantante pertenecía desde que fue iniciada por su antiguo amante el periodista Jules Bois. También a estas sociedades, y en concreto a la conocida Orden del Templo de la Rosacruz Católica, fundada por Josephin Péladan, Sauniére vendió sus servicios religiosos.
Aparte de lo que desevela la investigación llevada a cabo por el arzobispado de Carcasona, resulta evidente que Saunière no encontró ningún tesoro material en la iglesia de Rennes-le-Château (más allá de algunos documentos genealógicos), en el hecho de que su holgura económica llegó a su fin tras una serie de dispendios.
Varias décadas después, a partir de los años sesenta, aparecen en Francia una serie de artículos, libros y documentos relacionados con este enigma, promovidos por una sociedad llamada Priorato de Sión. La del amigo Plantard.
Y en 1975, en la Biblioteca Nacional de París, aparecen los denominados Dossiers secrets, unos documentos (fotocopias de árboles genealógicos, recortes de prensa, etc.), que alguien ha colocado allí, que eran modificados a menudo por quienes consultaban en la biblioteca y que sirven para urdir una compleja trama con la que el Priorato de Sión trata de legitimar sus aspiraciones.
Dos periodistas: Michael Baigent y Richard Leigh, en colaboración con el productor de TV Henry Lincoln, que había dado a conocer en Inglaterra el misterio de Rennes-le-Château a través de unos documentales realizados para la BBC, publican un novelesco en forma de ensayo de investigación, en que hilvanan, con una habilidad casi jesuítica, toda una serie de acontecimientos históricos reales con diversas imposturas y especulaciones. Nace así el primer bestseller de la trama editorial: el libro titulado El enigma sagrado.
Tras él su secuela, El legado mesiánico, y así se van sumando al negocio, con mayor o menor éxito, hasta más de medio millar de libros dedicados al misterio de Rennes-le-Château, la criptodinastía merovingia, las herejías magdalenienses y el Priorato de Sión…
Cabe destacar entre estos libros que han alimentado esta novelesca aventura, los publicados por el profano con mandil Robert Ambelain, donde, tomando ideas del ateo Schonfield, viene a decir que Jesús fue un líder teocrático judío que acaudilló una revuelta violenta, y que fue San Pablo el verdadero forjador y fundador de la doctrina cristiana… Sostenía también que los templarios habrían conocido este secreto (su perdición), y que por eso menospreciaban la imagen del Cristo crucificado… Curiosamente —y desde luego no casualmente—, este masón de alto grado, obsesionado en sus obras por despojar a Jesucristo de su dimensión trascendente y sobrehumana, resulta que había colaborado en su momento con el joven Plantard y fue como él miembro de la orden ocultista-nacionalista Alpha Galates, conexión que evidencia bien a las claras la clase de trama que hay detrás de estas «heterodoxas visiones», por llamarlas de alguna forma…
A partir de los años 80, la trama comienza a ser desmontada, y Plantard termina dimitiendo en 1984, cediendo su puesto de gran maestre del Priorato de Sión a su amigo Chérisey, quien lo lega a un personaje desconocido, para retomarlo luego de nuevo Plantard, quien a su vez lo traspasa en 1989 a su hijo Thomas… En ese año, Pierre Plantard hace pública una declaración en la que él mismo echa por tierra la mítica trama urdida, en la que habla de unos nuevos documentos encontrados en Barcelona, y en la que si algo queda de manifiesto es que esa versión paralela de la historia que él y sus «compinches» (los de El enigma sagrado, el de Jesús o el secreto mortal de los templarios y compañía) han forjado, no es más que una colosal patraña.
Sin embargo, agotados los ensayos de «investigación» (de «encaje de bolillos» pseudohistórico cabría decir mejor), la última secuela viene en forma de novela, El Código da Vinci, que, por increíble que parezca no supone la decadencia del mito, sino su canto de cisne. Es decir: su epitafio.
Eso esperamos, por el bien de una figura eterna a la que ninguna farsa, por muy elaborada que esté, podrá desmitificar, vulgarizar y despojar de su profunda dimensión espiritual y trascendente: la figura de Jesús el Cristo.