Romulo

Lo primero que hizo el nuevo y primer monarca de Roma fue fortificar el monte Palatino, en el cual había sido criado.

Reunió en asamblea a todo el pueblo y le dictó normas jurídicas y religiosas, porque sólo la fuerza de las leyes podía convertir a esa multitud en una nación; y pensando que aquellos hombres agrestes habrían de mirarlas como sagradas si él mismo realzaba su autoridad con las insignias del mando, no sólo se rodeó de mayor pompa, sino que se hizo acompañar por doce lictores. Estos funcionarios llevaban las fasces, haces de varas atadas y sobre las cuales sobresalía un hacha, que cumplían la función de abrir el paso al rey, acompañarle en los discursos, llamar a la puerta cuando iba a alguna casa, apresar a quien les indicara.

Crecía entretanto la ciudad abrazando dentro de sus murallas ora estos, ora aquellos lugares vecinos, atendiendo más a las esperanzas de población futura que al número de los individuos que a la sazón vivían en ella. Luego, con el objeto de aumentar el número de habitantes, puso por obra una antigua práctica de los fundadores de ciudades, y abrió un asilo en la vertiente del monte Capitolino. Allí acudió de todos los pueblos comarcanos una turba formada de hombres libres y esclavos, gente ávida de novedades. Satisfecho de las fuerzas reunidas y queriendo someterlas a una dirección, creo cien senadores (llamados también padres), formando un consejo de ancianos y dividió al pueblo entre los notables de nacimiento, elogiados por sus virtudes y considerados ricos, que ya tenían hijos, y los pobres, humildes y oscuros. A los primeros llamó patricios y a los otros plebeyos.

Era ya Roma lo suficientemente fuerte para enfrentarse en la guerra con los pueblos limítrofes; más, por la carencia de mujeres, toda aquella grandeza sólo podía mantenerse durante una generación. Entonces Rómulo envió mensajeros a los países comarcanos, a fin de solicitar alianza y mujeres para el nuevo pueblo. En ninguna parte fue oída con benevolencia esta embajada, y cuando se retiraban los enviados les preguntaban por qué no habían abierto también un asilo para las mujeres. La juventud romana llevó a mal este agravio y no pudo dudarse de que el negocio pronto entraría en vías de violencia. Y a fin de preparar la ocasión y el lugar oportunos para ponerla en práctica, Rómulo, disimulando su resentimiento, preparó al efecto en honor de Neptuno ecuestre unos juegos solemnes, a los que dio el nombre de Consuales. Mandó luego anunciar a lo pueblos circunvecinos este espectáculo. Multitud de personas acudieron desde las ciudades próximas, en especial se acercó a Roma el pueblo completo de los sabinos con mujeres e hijos. Cuando llegó el día de la fiesta, y ojos y espíritus estaban completamente absortos en ella, surgió el ataque, conforme a lo convenido, y a una señal la juventud romana se precipitó a apoderarse de las doncellas.

Rómulo fundador

Rev. de un denario de Antonino Pío.

El rapto de las sabinas

Rev. de un denario del 89 a.C.

El rapto de las sabinas

Las más fueron robadas al acaso, según se las tropezaban los raptores; algunas, que sobresalían por su hermosura y estaban destinadas a lo más selecto de los senadores. Todavía hoy se conserva la costumbre de que la novia no atraviese por su propio pie el umbral a la habitación, sino que entre volandas, porque también entonces fueron llevadas por la fuerza. Perturbada la fiesta por el temor, huyeron los entristecidos padres de las jóvenes, acusando a los romanos de haber violado las leyes de la hospitalidad. No era menor el miedo y la indignación de las raptadas. Pero el propio Rómulo iba de una en otra, haciéndolas ver que la culpable de todo era la soberbia de sus padres, que se habían negado a casarlas con sus colindantes, mientras que ahora iban a disfrutar de los derechos del matrimonio, de la comunión de todos los bienes, de la ciudadanía y de algo más estimado que nada por el género humano: los hijos; que moderasen por tanto su cólera y entregasen su afecto a quienes el azar había hecho dueños de sus cuerpos. A estas palabras se unían las caricias de los raptores, que exculpaban su acción en nombre de un amor ardiente; ¿y qué ruegos obran más eficazmente sobre los corazones femeninos?

Estaban ya serenados los espíritus de las raptadas, pero sus padres más irritados que nunca, vestidos de luto sublevaban a los pueblos circunvecinos. Y lejos de contener su ira en el recinto de sus ciudades, acudían de todas partes a Tito Tacio, rey de los Sabinos. Ceninenses, crustuminos y antemnates eran los pueblos a quienes más afectaba el agravio; los cuales, pareciéndoles que Tacio y los sabinos obraban con excesiva lentitud, se dispusieron unidos a la guerra. Pero atacaron por separado y muy debilitados fueron aplastados por los romanos. De la batalla contra el primero de los pueblos mencionados, Rómulo trajo a Roma los despojos del capitán enemigo, muerto en combate contra él. Subió al Capitolio y habiéndolos depositado junto a una encina, los dedicó a Júpiter y trazó el recinto de un templo que consagró a este dios, invocándolo con un nuevo sobrenombre: "Oh Júpiter Feretrio - dijo -, yo el vencedor rey Rómulo te traigo estas regias armas y levanto en tu honor en este recinto, que en espíritu he delimitado, un templo que sea memoria de los despojos opimos arrebatados a reyes y jefes enemigos, que mis sucesores vendrán a ofrecerte siguiendo mi ejemplo." Posteriormente sólo dos veces en el curso de tantos años y de guerras tan frecuentes se llevaron al templo de Júpiter Feretrio despojos opimos.

La última guerra fue la de los sabinos y también la más enconada, porque este pueblo no se dejó arrastrar por la ira ni por el deseo de entrar pronto en batallas. A la prudencia vino a sumarse además la astucia. Espurio Tarpeyo mandaba la fortaleza romana, en el monte Capitolino. Su joven hija, seducida por Tacio a fuerza de oro, prometió entregar aquélla al enemigo armado, y así lo hizo, saliendo como por casualidad fuera de las murallas a buscar agua para los sacrificios. Se le había prometido recibir lo que ellos llevaban en sus brazos izquierdos. Naturalmente esperó las pulseras doradas que traían, en cambio fue aplastada hasta la muerte entre sus escudos, que también llevaban en esos brazos. Su cuerpo fue enterrado en lo alto de un precipicio del Capitolio, dándole su nombre. Desde allí se despeñaban los delincuentes y traidores.

Tarpeya es muerta por los sabinos

Rev. de un denario del 89 a.C.

La roca Tarpeya

Los sabinos ocuparon la fortaleza, y al día siguiente, habiendo el ejército contrario, dispuesto en orden de batalla, ocupado toda la llanura que se extiende entre los montes Palatino y Capitolino, no bajaron a su encuentro sino cuando los romanos, estimulados por la ira y el deseo de recuperar el alcázar, se lanzaron hacia las alturas. La batalla comenzó con gran estruendo y se desarrollaba para ambos bandos con igualdad, cuando uno de los jefes romanos, Hostio Hostilio, cayó moribundo y hasta el mismo Rómulo, arrastrado por la turbamulta de los fugitivos, levantando al cielo sus armas: "Oh Júpiter - dijo -, siguiendo las órdenes de tus auspicios, eché aquí en el Palatino los primeros cimientos de una ciudad. Ya los Sabinos poseen la fortaleza comprada con un crimen y desde ella se dirigen hacia acá, después de cruzar el centro del valle; mas tú, padre de los dioses y de los hombres, rechaza de este lugar por lo menos al enemigo, libra del terror a los romanos y detenlos en su feroz fuga. Yo te consagraré aquí bajo el nombre de Júpiter Estator, un templo, que sea testimonio para la posteridad de que gracias a tu eficaz ayuda logró salvarse la ciudad." Hecha esta súplica y como si estuviera seguro de que sus preces habían sido oídas, añadió: "Romanos, Júpiter Óptimo Máximo os manda resistir y reanudar el combate."

Se detuvieron los romanos, como si una voz divina lo hubiese ordenado, y Rómulo corrió a las primeras filas. La batalla se entabló con más furia y encono. Metio Curcio, general sabino, había bajado a la carrera desde la ciudadela y había rechazado a los romanos en desbandada por toda la extensión que ocupa el Foro. No estaba ya lejos de la puerta del Palatino y gritaba: "Hemos vencido a estos pérfidos huéspedes, a estos cobardes enemigos; ahora saben ya que una cosa es raptar muchachas y otra muy distinta pelear con hombres." Mientras fanfarroneaba de este modo, Rómulo se lanzó contra el con un grupo de jóvenes de los más intrépidos. Casualmente, en es momento, Metio combatía a caballo; por ello, fue más fácil rechazarlo. Los romanos lo acosan en su retirada, y el resto del ejército romano, enardecido por la audacia de su rey, derrotó a los sabinos. Metio se precipitó en una marisma, al espantarse el caballo con el tumulto de los perseguidores. Rómulo, al verlo caer al lago con sus armas, supuso que el hombre perecería rápidamente (pues era imposible que escapase por el barro y la cantidad de agua), y se volvió contra los restantes sabinos. Pero Curcio, superando muchas penalidades, después de un tiempo se salvó del lago con sus armas y regresó al campamento. Ese lugar fue más tarde desecado y se llamó por aquel suceso lago Curcio, que estuvo ubicado en el medio del Foro y cuyos restos son hoy visibles.

Metio Curcio cayendo al lago con su caballo

El lago Curcio, conocido en la antigüedad como el Lacus Curtius, en el Foro Romano

En eso estaban cuando las sabinas, con el cabello suelto y desgarradas las vestiduras, se atrevieron a aventurarse entre las flechas y a separar, atacando de flanco, a los encarnizados ejércitos e iracundos guerreros, suplicando de un lado a sus padres y de otro a sus maridos, que pues eran suegros y yernos, no se manchasen con su sangre no quisieran mancillar con ella a sus hijos, nietos de los unos e hijos de los otros. "Si este parentesco, si este matrimonio os repugnan, volved contra nosotras vuestra cólera, ya que somos la causa de la guerra, de las heridas y de las muertes de esposo y padres. Mejor perecemos que vivir viudas o huérfanas" Estas palabras conmovieron tanto a la multitud como a los jefes; cesaron los gritos de guerra y sobrevino la calma; los dos reyes se adelantaron para firmar un tratado, en virtud del cual se pactó no sólo la paz, sino la reunión en una de ambas naciones; quedó unificada la autoridad real y establecida en Roma la capital del imperio. Ahora la ciudad poseía dos monarcas: Rómulo y Tito Tacio.

Pocos años después, unos parientes de Tacio maltrataron a unos legados de la ciudad de Lavinio, y como los de este pueblo hubiesen pedido satisfacción con arreglo al derecho de gentes, la influencia y los ruegos de sus allegados pudieron más cerca del monarca. El resultado fue que éste atrajo sobre si el castigo que los agresores merecían; pues habiéndose trasladado a Lavinio para asistir a los sacrificios anuales, halló la muerte en un tumulto. De este modo volvió todo el poder a Rómulo.

La casa de Rómulo, en el Palatino

Más tarde, y luego de una paz inesperada, se envolvió en dos guerras casi en las puertas de la misma Roma. Primero fue contra el pueblo de Fidenas, y, aplastados éstos, contra los de Veyos, ambas ciudades etruscas.

Roma adquirió tanto poder durante el reinado de Rómulo, que pudo disfrutar de segura paz en los cuarenta años siguientes. El monarca fue más querido para el pueblo que para los senadores, pero por encima de todos lo adoraban sus soldados; trescientos armados, a los que llamó céleres, tuvo siempre, no sólo en tiempos de guerra, sino de paz, para guarda de su persona.

Habiendo realizado estas grandiosas obras, celebraba cierto día una reunión en el campo de Marte, junto a la laguna de La Cabra, cuando desencadenándose súbitamente una tempestad, con gran fragor y truenos, cubrió al rey con una tan espesa nube que lo sustrajo a la vista. Desde entonces no se lo vio más sobre la tierra. Algunos, en secreto, acusaban a los senadores de haber dado muerte a Rómulo, descuartizándolo y llevando entre sus vestiduras las partes del difunto monarca. Sin embargo, terminaron por aceptar la versión de los padres, que afirmaban que había sido arrebatado por la tempestad. Se cuenta además que la declaración de un solo ciudadano vino a robustecerla. En efecto, cuando la ciudad se hallaba angustiada por la pérdida de su rey, Próculo Julio, personaje de gran autoridad, se presentó en la asamblea y dijo: "Rómulo, oh quirites, padre de esta ciudad, se me apareció al amanecer de hoy, descendiendo repentinamente del cielo. Sobrecogido de terror quedé inmóvil en actitud de venerarlo, pidiéndole en mis ruegos que me permitiese mirarlo al rostro; y entonces él, "ve, me dijo, y anuncia a los romanos que los dioses han decidido que un día la ciudad de Roma sea la cabeza del mundo; cultiven por tanto el arte militar, y sepan y así lo transmitan a su descendencia, que ningún poder humano podrá resistir a sus armas. Yo seré para ustedes un dios favorable, Quirino. Dijo, y se elevó en los aires." Fue entonces saludado como un dios, hijo de otro dios,Rómulo Quirino, rey y padre de la ciudad de Roma. Había reinado sobre ella durante treinta y siete años, y murió a la edad de cincuenta y cinco, sin dejar descendencia alguna de su esposa Hersilia.

Según algunos fue enterrado en lo que fuera el Comicio, donde hoy se ve una piedra negra, el Lapis Niger. En vez de esto pudo haber sido sepultado allí Fáustulo, que lo educó y fue su padrastro. O según otros Hostio Hostilio, abuelo de Tulo Hostilio, rey de los Romanos.

Rómulo Quirino

Anv. de un denario del 56 a.C.; en el rev., Ceres.

El Lapis Niger, la tumba de Rómulo