La ley agraria

Confederación latina. Coriolano.

La primera ley agraria. Espurio Casio.

Luchas intestinas. Guerra con volscos, ecuos y veyentes.

Los trescientos seis Fabios.

La ley agraria provoca nuevos disturbios. Volerón Publilio.

Guerra con volscos, ecuos y sabinos.

Vía de compromiso para la cuestión agraria.

Confederación latina. Coriolano.

Durante la retirada de los plebeyos al monte Sacro comenzaron su consulado Espurio Casio y Póstumo Cominio. Bajo su gobierno se ajustó un tratado con los latinos. Uno de los cónsules permaneció en Roma para celebrarlo; el otro, enviado contra los volscos, los derrotó y tomó la ciudad de Longula. Inmediatamente después se hizo dueño de Polusca y atacó con gran ímpetu aCoriolos. Se encontraba entonces en el campamento, entre los jóvenes principales, un cierto Cneo Marcio, mancebo de buen juicio y pronto en el obrar. Sitiaba de improviso el ejército romano la ciudad de Coriolos y presionaba en el interior a los habitantes encerrados dentro de los muros, cuando las legiones volscas lo atacaron, mientras el enemigo hacía una salida desde dentro de la plaza. Quiso la casualidad que a la sazón se hallase de guardia Cneo Marcio, quien, con escogida tropa, no sólo rechazó el ataque de los que irrumpían de la ciudad, sino precipitándose impetuosamente por la puerta abierta, sembró la matanza en los lugares próximos a la misma y comenzó a incendiar los edificios cercanos. Los gritos de los habitantes infundieron alientos a los romanos y sembraron el desconcierto en las filas de los volscos. Así fueron derrotados los volscos y tomada la plaza de Coriolos. Y Cneo Marcio, héroe de la jornada, fue apodado de allí en más como Coriolano.

Este mismo año murió Menenio Agripa, hombre amado por patricios y plebeyos, y mucho más por estos últimos, después de su retirada al Monte Sacro.

Los cónsules siguientes fueron Tito Geganio y Publio Minucio. Este año, cuando ninguna guerra amenazaba en el exterior y reinaba la concordia en el interior, la carestía de víveres oprimió al pueblo. Como los campos habían quedado sin cultivar por la retirada de la plebe, el hambre se cernió sobre las clases pobre y los esclavos, y hubieran muerto muchos si los cónsules no hubiesen tomado las mediadas oportunas y enviado a diversas partes en busca de trigo. Llegó, al fin, de Etruria gran cantidad de granos que fueron repartidos entre la plebe.

Habiendo llegado de Sicilia gran cantidad de trigo al año siguiente durante el consulado de Marco Minucio y de Aulo Sempronio, se trató en el Senado del precio a que había de venderse al pueblo. Muchos pensaban que era hora de recuperar los derechos arrancados al Senado por medio de su retirada y de la violencia. Primero que nadie, Marcio Coriolano, enemigo del poder tribunicio, dijo: "Si quieren los víveres al precio de antes, devuelvan al Senado sus antiguos derechos. ¿He de ver con estos ojos las magistraturas en poder de gente plebeya? ¿Sufriré que sometido al yugo me rescate una caterva de ladrones? Quien no habría tolerado al rey Tarquinio, ¿tendrá que sufrir a un Sicinio omnipotente, tribuno de la plebe? Váyase hoy mismo; lleve consigo la plebe; abierto tiene el camino al Monte Sacro."

Esta opinión pareció a la asamblea excesivamente dura, y casi puso las armas en manos de los indignados plebeyos. Y habrían atacado a Coriolano a la salida de la Curia, si los tribunos no lo hubiesen llamado a comparecer ante el pueblo. Marcio oía despectivamente las amenazas de los tribunos, mas era tal la indignación de la plebe, que los patricios se vieron obligados a dejarlo a la merced del vulgo. Pero como Coriolano no comparecía el día prefijado, el pueblo lo condenó en rebeldía. Con la amenaza en la boca y el odio en el fondo de su corazón, buscó refugio entre los volscos, quienes lo recibieron con benevolencia. Una vez instalado en la casa de Atio Tulio, personaje principal entre ese pueblo, comenzó a tramar junto con éste una guerra contra Roma.

Por entonces, se celebraban en Roma unos juegos solemnísimos, a los cuales, por instigación de Atio Tulio, concurrieron los volscos en gran número. Antes que las fiestas comenzasen, Tulio se llegó hasta los cónsules y les pidió una entrevista. Una vez concedida, comenzó a acusar a sus conciudadanos de preparar una revuelta durante los juegos. Dichas estas palabras se marchó de la ciudad. Una vez que los cónsules dieron cuenta al Senado de la situación, movió a la asamblea a tomar precauciones y promulgó un senadoconsulto para que los volscos saliesen de la ciudad. Tremendo miedo sobrecogió a los interesados, que se dieron prisa en marcharse; y ya en marcha, se llenaron de ira, viéndose tratados como criminales, y expulsados como gente impura de los juegos.

Marchaban los volscos en larga fila, mientras que Tulio iba abordando a los de mayor relieve con expresiones de queja y de indignación, que encendían la ira en sus corazones. Irritados ya de por sí y excitados por sus discursos, regresaron a sus hogares y, soliviantando cada uno de ellos a sus compatriotas, lograron provocar una sublevación general de los volscos.

Para dirigir la guerra fueron elegidos de común acuerdo Atio Tulio y Cneo Marcio, el desterrado romano, en cuya actuación se cifraban aún mayores esperanzas. Coriolano, marchando contra Circeyos, expulsó primeramente a los colonos y luego a los romanos, y entregó libre la ciudad a los volscos. A continuación se apoderó de Sátrico, Lóngula, Polusca, Coriolos, Mugila y Lavinio. Entonces, ganando la vía Latina por caminos transversales, se adueñó sucesivamente de Corbión, Vetelia, Trebio, Labicos y Pedo. Desde aquí marchó a Roma, y después de acampar a cinco millas de la ciudad, devastó el campo romano. Habían sido ya nombrados cónsules Espurio Naucio y Sexto Furio, antes de los cuales habían desarrollado esa magistratura Cayo Julio y Publio Pinario, y el año anterior Quinto Sulpicio y Espurio Larcio. El Senado ponía exclusivamente en las armas sus esperanzas, mientras que la plebe todo lo prefería a la guerra. Y prevaleció al fin el pueblo, y los senadores se vieron obligados a enviar emisarios al campamento de los volscos. Coriolano dio como respuesta que sólo si Roma devolvía a los volscos sus territorios podría tratarse la paz. Una nueva embajada ni siquiera fue admitida. Los sacerdotes, revestidos con sus insignias, se dirigieron suplicantes a las tiendas enemigas sin que lograsen tampoco quebrantar la decisión de Coriolano.

Entonces las matronas acudieron en tropel a Veturia, madre del general enemigo, y a su esposa Volumna; y consiguieron que ambas se trasladasen con ellas al campamento volsco, con los dos pequeños hijos del desterrado. Cuando hubieron llegado a su destino, llorando y con los cabellos sueltos, no fueron recibidas por Coriolano, hasta que descubrió entre las mujeres a su madre y a su esposa. Precipitandose como loco, fue al encuentro de su progenitora para abrazarla, pero ella, pasando de los ruegos a la cólera, le dijo: "No, antes quiero saber si he venido al campamento de un hijo o de un enemigo; si me hallo aquí en calidad de cautiva o de madre. Mi larga vida y mi desventurada ancianidad, ¿me tenían acaso reservado verte en el destierro y en actitud hostil para con tu patria? ¿Cómo has podido arrasar una tierra que te dio el ser y que te alimentó? ¿Acaso, por duras y amenazadoras que fueran las intenciones con que llegaste hasta aquí, no se apagó en tu corazón la ira al poner el pie en nuestro suelo? Cuando Roma se ofreció a tus ojos, ¿no pensaste que dentro de esos muros estaban tu casa y tus penates, tu madre, tu esposa y tus hijos? ¡De modo que si yo no te hubiese parido, Roma no se vería sitiada! ¿Si no hubiese tenido un hijo, habría muerto libre en una patria libre! Nada puedo ya sufrir ni más vergonzoso para ti, ni para mí más miserable; la desgraciadísima soy, pero no he de durar mucho tiempo en esta situación. Mira, en cambio, estos seres que te rodean, y a los que aguarda una muerte prematura o una prolongada servidumbre si persistes en tu empeño." Lo abrazaron luego su mujer y sus hijos, mientras la turba mujeril prorrumpía en lágrimas, manifestaciones de dolor que acabaron por quebrantar la energía de Coriolano. El cual, después de abrazar a los suyos, los despidió, y habiendo a continuación retirado sus legiones del campo romano, falleció según unos víctima del odio que su conducta le había granjeado. Otros dicen que vivió hasta la vejez en el destierro, sobre esto no están concordes los escritores.

Coriolano frente a su madre, esposa, hijos y las matronas romanas

Volvieron más tarde los volscos, aliados con los ecuos. Pero estos últimos se rehusaron a obedecer la jefatura de Atio Tulio, lo que dio motivo a una sedición y luego a duro combate. Los dos ejércitos se perdieron en una lucha encarnizada, para buena fortuna de Roma.

Consulado de Tito Sicinio y Cayo Aquilio. El primero se encargó de la guerra contra los volscos y el segundo contra lo hérnicos. En aquel año se venció completamente a este pueblo, mientras que la lucha contra los volscos quedó indecisa.

La ley primera ley agraria. Espurio Casio.

Dos cuestores junto a unas espigas de trigo

Rev. de un denario del 100 a.C.; en el anv., Saturno

Espurio Casio y Próculo Verginio fueron luego nombrados cónsules. Se concluyó un tratado contra los hérnicos y se anexionaron dos terceras partes de su territorio. El cónsul Casio se proponía entregar la mitad de esas tierras a los latinos y la otra mitad a la plebe. Este proyecto sembró el terror entre muchos de los patricios que, como poseedores, se veían amenazados con la pérdida de sus bienes, y desde el punto de vista oficial, se sentían intranquilos por la popularidad que se estaba granjeando Casio. Entonces se promulgó por vez primera la ley agraria. El otro cónsul se oponía a esta propuesta, apoyado por los patricios y por una parte de la plebe que veía que la prerrogativa estaba extendida también a pueblos confederados. Verginio acusaba a Casio de querer alzarse con la monarquía, y que había comenzado por entregar dádivas al pueblo. Ambos cónsules rivalizaron luego a porfía en favorecer a la plebe: Verginio declaraba que él consentiría el reparto de las tierras, siempre y cuando éstas fueran a manos romanas solamente; Casio, que cifraba su popularidad entre los aliados, trató de reconquistar la estimación de sus conciudadanos al disponer el reintegro del dinero procedente del trigo siciliano. Pero la plebe, juzgando iba a servirle al cónsul de medio para instalarse en el trono, lo rehusó. Por eso es cosa averiguada que así cesó en el cargo, fue condenado y ejecutado. Según algunos autores, pereció a manos de su propio padre; según otros fue acusado de alta traición por los cuestores Cesón Fabio y Lucio Valerio, en el juicio el pueblo lo condenó e hizo destruir su casa. En cualquier caso, lo seguro es que la condena tuvo lugar durante el consulado deServio Cornelio y de Quinto Fabio.

Luchas intestinas. Guerra con volscos, ecuos y veyentes.

La animadversión del pueblo contra Casio no duró mucho tiempo. Las ventajas de la ley agraria se imponían por sí mismas a los espíritus; a lo que se añadió la mezquindad del Senado, que habiendo vencido aquel año a los volscos y a los ecuos, privó del botín a los soldados, y que el cónsul Fabio hizo vender cuanto se había obtenido del enemigo y lo destinó al erario público. Aunque la estirpe de los Fabios era antipática a la plebe, dada la conducta del cónsul que acabamos de mencionar, consiguieron los senadores que fuesen elegidos para la primera magistraturaCesón Fabio y Lucio Emilio. La plebe, indignada, provocó mediante una sedición doméstica la guerra con el exterior. El peligro hizo que se apaciguasen las discordias civiles; patricios y plebeyos lucharon por igual, y vencieron a los rebeldes ecuos y volscos, bajo el mando de Emilio. El quince de julio del mismo año fue consagrado el templo ofrecido a Cástor y Pólux durante la guerra latina por el dictador Postumio: celebró la ceremonia su hijo.

Columnas del Templo de Cástor

También este año se dejó seducir la plebe por las ventajas de la ley agraria; mas triunfó el partido contrario, del cual eran jefes los cónsules. Y no sólo vencieron de momento, sino asimismo en los comicios del año siguiente, en los cuales resultaron elegidos Marco Fabio y Lucio Valerio. La lucha contra los tribunos y su ley se continuó durante este año. El linaje de los Fabios debió su grandeza a estos tres consulados sucesivos, durante los cuales hizo frente a los ataques tribunicios. Estalló luego la guerra contra los veyentes y se reanudaron las hostilidades del lado de los volscos; mas como a los romanos les sobraban fuerzas con que combatir a los enemigos de fuera, habían mal uso de ellas en sus luchas intestinas.

A continuación fueron nombrados cónsules Quinto Fabio y Cayo Julio. Durante el año de su magistratura las luchas intestinas no cedieron en su intensidad y las exteriores fueron aún mas encarnizadas: los ecuos tomaron las armas, y los veyentes invadieron y saquearon los arrabales mismos de Roma. Al otro año fueron cónsules Cesón Fabio y Espurio Furio. Ortona, ciudad del Lacio, sufría el asedio de los ecuos; los de Veyos, ahítos de botín, amenazaban con atacar a la ciudad. Sin embargo, estos peligros, lejos de refrenar la insolencia de la plebe, no hicieron más que aumentarla; renacía su aversión al servicio militar, por obra del tribuno Espurio Licinio, el cual, viendo en aquellas circunstancias apremiantes ocasión propicia para imponer a los patricios la ley agraria, se propuso malograr los preparativos para la guerra. Todo el odio, empero, que despertaba el poder tribunicio se volvió contra Espurio; le atacaron los cónsules con no menor animosidad que sus propios colegas, y, con auxilio de éstos, llevaron a cabo los primeros magistrados el reclutamiento. Se dio a Fabio el mando del ejército contra los ecuos, y a Furio el del destinado a combatir a los veyentes. Contra estos últimos no se hizo nada digno de mención, en cuanto a los ecuos, dieron menos trabajo que los propios soldados romanos. La caballería del cónsul había desbaratado al enemigo, pero la infantería se negó a perseguirlo, desoyendo las exhortaciones del odiado jefe. En plena indisciplina volvieron las enseñas, y descorazonados regresaron al campamento, maldiciendo a su general y al accionar de los jinetes. Volvió el cónsul a Roma sin gloria, pero con todo el odio de los soldados sobre sí. A pesar de todo, consiguieron los patricios que la familia Fabia conservase el consulado: resultó electo Marco Fabio, el cual tuvo por colega a Cneo Manlio.

El el transcurso de este año presentó un tribuno la ley agraria: se llamaba Tito Pontificio. Asustados otra vez los patricios, declaró Apio Claudio lo fácil que era vencer el poder tribunicio gracias a sí mismo, recordándoles que el veto de sólo un colega de Tito Pontificio anulaba toda propuesta suya. Así fue como, aleccionados por las palabras de Apio, comenzaron los senadores a granjearse la amistad de los otros tribunos, logrando que los resortes del resortes del poder tribunicio se pusieran a su servicio; y habiendo conseguido el apoyo de cuatro de los tribunos contra el único que obstaculizaba el interés común, llevaron a cabo el reclutamiento que impedía Pontificio.

Comenzó entonces la campaña contra Veyos, donde se habían reunido tropas auxiliares de toda Etruria. Los cónsules, temerosos de sediciones en su propio ejército, recordando el pésimo ejemplo de la guerra pasada, no entraban en acción y permanecían en el campamento. Los enemigos, veyentes y etruscos, se daban por lo mismo mayor prisa; provocaban el combate cabalgando por delante de los reales, insultando a los cónsules y a la soldadesca, llamándoles cobardes y echándoles en cara verdades y mentiras tocantes al origen reciente de su estirpe. Venían a gritar estos insultos a las puertas mismas del campamento, no sin complacencia de los cónsules; cuando en el ejército terminó por vencer el odio a los enemigos que a los patricios. En tropel se precipitaron al pretorio, pidiendo pelea. Los cónsules se juntaron en consejo como para deliberar y confirieron largamente, pensando que así aumentaría el coraje de sus hombres. Su respuesta fue que aún no había llegado el momento oportuno para la batalla. Así fue como, escuchada esta noticia, les aumentó tanto más el deseo de combatir, cuanto que creían ser verdadera la aparente oposición de los cónsules a sus deseos. A lo que se añadió, para inflamarlos más aún, la actitud insolente asumida por el enemigo. Los romanos, naturalmente, ya no pudieron sobrellevar por más tiempo tal cúmulo de afrentas: todos corrían en busca de los cónsules, vociferando al mismo tiempo su deseo de entablar combate. Por fin Fabio, cuado ya su colega se disponía a ceder, mandó guardar silencio y pronunció un discurso en el cual declaró que no iba a dar señal de batalla hasta que no juraran por los dioses volver triunfantes. Todos al punto prometen volver victoriosos ante Júpiter, Marte y los demás dioses.

Establecido el frente, ni los veyentes ni las legiones etruscas rehuyeron al encuentro. Estaban casi seguras de que los soldados se rebelarían y no combatirían. En triste error cayeron al pensar eso. Los soldados entraron en combate con mayor brío que en ninguna otra guerra anterior. La familia Fabia, en primera línea, ofrecía a sus compatriotas un espectáculo ejemplar. A uno de sus miembros, Quinto Fabio, cónsul dos años antes, un guerrero etrusco le hundió la espada por el pecho, y al sacarla cayó sobre el suelo el moribundo Quinto. Ambos ejércitos se quedaron sobrecogidos ante la muerte de un solo hombre, y ya el romano comenzaba a retroceder, cuando Marco Fabio, saltando por encima del cadáver, gritó: "¿Jurasteis acaso volver fugitivos al campamento? ¿Luego teméis más a ese cobardísimo enemigo que a Júpiter y a Marte, por quienes empeñasteis vuestra palabra? ¡Yo, que no me ligué con ningún juramento, o regresaré victorioso o caeré luchando aquí mismo junto a ti, Quinto Fabio!" Le respondió entonces Cesón Fabio, el consul del año anterior: "¿Crees que con esas palabras conseguirás que luchen, hermano? Lo lograron los dioses, testigos de su juramento. Por lo que a nosotros hace, nuestro deber de jefes y el honor de nuestro nombre exigen que con hechos, más que con palabras, inflamemos el espíritu de los soldados." Y al punto ambos hermanos corrieron a la primera fila blandiendo sus lanzas y arrastrando detrás de sí a todo el ejército.

Restablecida la situación en una de las alas, el cónsul Cneo Manlio combatía con no menos valor; persiguiendo en persona al enemigo, poco menos que derrotado ya, cuando, heridogravemente, tuvo que retirarse. Los suyos, creyéndole muerto, retrocedieron, y hubiesen abandonado sus puestos, de no haber acudido al galope el otro cónsul anunciando que su colega vivía, y que él venía victorioso a ayudarles después de haber derrotado la otra ala. En aquellos momentos se hallaba considerablemente debilitada la vanguardia de los enemigos, porque éstos, fiados de su superioridad numérica, habían retirado tropas de reserva y las habían enviado a atacar el campamento. Este fue tomado por asalto sin gran resistencia, pero mientras los vencedores se dedicaba al pillaje, los romanos pensaban en un contraataque. El cónsul Manlio, reconducido al campamento, mandó ocupar todas las puertas a fin de cortar la retirada de los contrarios, mientras que los triarios romanos que no habían podido resistir el primer ataque de los enemigos, tomaban la iniciativa dentro del campamento. La desespera posición en que se hallaban produjo en los etruscos un estado de ánimo de rabia, y formando una masa compacta se lanzaron contra el cónsul. Los hombres que rodeaban al jefe romano pararon los primeros golpes, pero no pudieron seguir resistiendo la acometida; cayó Manlio herido de muerte. Creció la astucia de los de Etruria, mientras que el terror empujaba en desorden a los romanos de un lado a otro del campamento; y la situación se habría tornado crítica, de no haber abierto una de las puertas para dar salida al enemigo. Este se precipitó por ella, pero su tropa en desorden tropezó al huir con el otro cónsul vencedor, y fuedestrozada y dispersa por todas partes. Tan brillante victoria se vio opacada por la muerte de dos hombres tan ilustres. Por eso el cónsul, cuando el Senado decretó el triunfo, se negó rotundamente, alegando el duelo público y privado que ensombrecía cualquier laurel que pudiera recibir. Esta renuncia fue más brillante de lo que hubiese sido el triunfo mismo. Más tarde dispuso Fabio los dos funerales, el de su colega y el de su hermano, e hizo curar a los heridos en casa de los patricios, en especial en las de la familia Fabia. De entonces data la popularidad de los Fabios, conquistada exclusivamente con sus servicios al Estado.

Los trescientos seis Fabios.

Así pues, fue elegido cónsul Cesón Fabio, que tuvo por colega a Tito Verginio. Fabio propuso al Senado, antes que ningún tribuno lo hiciera, el reparto con equidad entre la plebe de los territorios conquistados. Los senadores rechazaron la propuesta, negativa que no causó nuevos disturbios debido a que los ecuos molestaban con sus incursiones a los latinos. Enviado Cesón al frente de un ejército, saqueó el propio territorio de los atacantes. Se retiraron éstos a sus fortalezas, sin desarrollarse guerra alguna.

Los veyentes, en cambio, infringieron una derrota por la temeridad del otro cónsul, cuyo ejército hubiera sufrido una verdadera catástrofe, de no haber Cesón Fabio acudido oportunamente en su ayuda. A partir de entonces no hubo con los de Veyos ni paz ni guerra; las hostilidades degeneraron casi por completo en actos de bandidaje; al acoso de las legiones romanas se refugiaban en su ciudad, y luego que se daban cuenta de la retirada de las huestes, hacían correrías por las campiñas romanas. Estas acciones agotaban a los soldados de Roma, y los mantenía en acción cuando en cualquier momento podía aparecer una verdadera amenaza de parte de ecuos, volscos, sabinos y toda la Etruria. Entonces la familia de los Fabios se presentó en el Senado y el cónsul, tomando la palabra en su nombre, dijo: "La guerra contra los veyentes, padres conscriptos, necesita, más que gran cantidad de soldados, una actividad ininterrumpida. Dadnos ese enemigo. Nosotros respondemos de que el honor del pueblo romanos saldrá indemne de la prueba; y es nuestra intención sufragar los gastos de esta campaña como si se tratase de un asunto familiar." Después de recibir expresivas muestras de gratitud, salió el cónsul del Senado y se reunió con todos los Fabios que esperaban afuera. Allí les dio la orden de presentarse al otro día en su casa, armados y listos para la guerra.

La noticia no tardó en difundirse por la ciudad, ni los Fabios en verse exaltados hasta las nubes con unánimes alabanzas. Al día siguiente tomaron las armas, según se les había mandado, y acudieron al lugar de la cita. Salió el cónsul al vestíbulo, pasó revista y dio la orden de partida. Trescientos seis combatientes, todos patricios, todos de una única familia, marchaban amenazadores contra el enemigo. Los seguía una multitud, muda de admiración y de asombro, que los despidieron deseándoles que el resultado iguale a las intenciones. Y al pasar por delante del Capitolio y de los demás templos, rogaban a cuantos dioses se ofrecían a sus ojos que concediesen a aquel ejército una marcha feliz y próspera. ¡Inútil ruego! Funesto fue el camino que les llevó a través de la puerta Carmental hasta el río Crémera, lugar que les pareció a propósito para acampar.

Entretanto fueron nombrados cónsules Lucio Emilio y Cayo Servilio. Mientras la campaña se limitó a correrías por ambas partes, los Fabios bastaron para proteger su campamento y la zona lindante entre el territorio romano y el etrusco. Por entonces, los de Veyos hicieron venir de Etruria un gran ejército, con el cual combatieron contra las legiones romanas conducidas por el cónsul Emilio. Fueron derrotadas las huestes etruscas y refugiadas en su campamento, suplicaron la paz. Sólo que, después de obtenida, se arrepintieron aquellas gentes inconstantes, aún antes de evacuar los refuerzos romanos su campamento de Crémera.

De nuevo, volvían a encontrarse los Fabios en lucha con el pueblo de Veyos, ya no por simples incursiones por los campos, sino que a veces se llegaba a combates en toda regla. Fue entonces cuando los veyentes decidieron hacer caer en una emboscada a tan feroz enemigo. Poniendo por obra su proyecto, llevaban consigo, cuando salían en busca de botín, rebaños que daban la sensación de hallarse como por casualidad en aquellos parajes; otras veces, veían los Fabios como destacamentos armados etruscos se retiraban presas de un horror más fingido que real. Tal fue entonces la temeridad y el desprecio con que los jefes romanos miraron al enemigo, que llegaron a creerlo incapaz de resistir sus invencibles armas. Esta confianza les animó atacar un rebaño lejos de Crémera, a pesar de la presencia de algunos veyentes armados. Y cuando sin recelo andaban de aquí por allá en persecución de los animales, salió de pronto el enemigo de su escondite y rodearon a los Fabios por todas partes. Primero les infundió espanto el griterío que todo lo llenaba; luego comenzó a caer una lluvia de flechas; al punto los etruscos, avanzando concéntricamente, encerraron en un círculo a sus contrincantes, los cuales se veían obligados a concentrarse en lugar cada vez más reducido. Renunciando entonces al combate que habían sostenido con iguales fuerzas y valor, concentraron en un solo punto todos sus ataque, y lograron, formados en cuña, abrirse camino. Llegaron así a una suave colina, en la cual se detuvieron,respiraron y recobraron fuerzas; y habrían de seguro obtenido una brillante victoria por las ventajas del terreno, si los veyentes, rodeándoles por las alturas, no se hubieran apoderado de la cima del monte, con lo que quedaron otra vez en posición dominante. Perecieron los Fabios sin excepción, y su campamento fue tomado por asalto. Se está de acuerdo en que murieron trescientos seis, que quedó sólo uno que no había llegado del todo a la edad adulta, destinado a perpetuar la estirpe de los Fabios.

Cuando este desastre tuvo lugar, un 18 de julio, el mismo día que años más tarde se produciría el desastre del Alia, eran ya cónsules Cayo Horacio y Tito Menenio. Este último fue enviado inmediatamente contra los etruscos ensoberbecidos por su victoria. Tampoco entonces acompañó la fortuna a las armas romanas; el Janículo fue ocupado por el enemigo, y éste habría sitiado la misma Roma, si no se hubiese ordenado al cónsul Horacio regresar del territorio de los volscos. Esta guerra amenazó de cerca los muros de la ciudad: la batalla tuvo lugar junto a la puerta Colina y la suerte se inclinó a favor de los romanos.

Aulo Verginio y Espurio Servilio fueron nombrados cónsules. Los veyentes, después de su derrota, se abstuvieron de combatir y se dedicaron al pillaje, lo que no les era difícil, porque saliendo del Janículo como de una fortaleza, podían irrumpir en los campos romanos. Pero a la postre cayeron en idéntica trampa que los Fabios, pues al perseguir unos rebaños fueron a dar en unaemboscada. La matanza fue grande, y los vencidos volvieron al Janículo. Desde allí intentaron atacar por la noche el campamento del cónsul Servilio, pero fueron rechazados y perseguidos hasta el monte. Pasó inmediatamente el propio Servilio el Tíber, y se fortificó al pie del Janículo. Al día siguiente lanzó temerariamente a su ejército monte arriba contra los reales enemigos; pero sufrió unaderrota vergonzosa y gracias a la ayuda de su colega logró evitar su propia pérdida y la de sus tropas. Los etruscos, tomados entre dos frentes, fueron exterminados por completo, concluyendo así la guerra contra los veyentes.

La ley agraria provoca nuevos disturbios. Volerón Publilio.

Al renacer la paz volvió Roma a encontrar la abundancia; mas esa abundancia y tranquilidad despertaron de nuevo las turbulencias internas. Los tribunos soliviantaban a la plebe con su veneno acostumbrado, la ley agraria, provocando disturbios con los patricios. Así fue llamado a comparecer frente al pueblo Tito Menenio, bajo la acusación de haber dejado que se perdiese el campamento. Gracias al apoyo del Senado y el recuerdo de su padre Agripa, fue sólo condenado a una multa de dos mil ases y no a pena de muerte, como se pedía en un primer momento. Esta condena, empero, le costó la vida, porque incapaz de soportar el dolor y la vergüenza, cayó gravemente enfermo y murió.

Un segundo reo fue Espurio Servilio; al cesar en el consulado, y durante la magistratura de Cayo Naucio y de Publio Valerio, fue acusado por los tribunos Lucio Cedicio y Tito Estacio. Motivo de la acusación era el combate contra los etruscos; mas su valor y elocuencia, y el recuerdo de la muerte de Menenio, lo salvaron de la condena.

Terminaron las luchas y recomenzó la guerra contra los veyentes, ahora aliados con los sabinos. El enemigo fue fácilmente aplastado por el cónsul Valerio, y su campamento fue dado alsaqueo. Mientras esto sucedía en Veyos, los volscos y ecuos habían acampado en terreno latino y arrasado la comarca, pero los latinos mismos, con ayuda de los hérnicos, los expulsaron del campo. No obstante esto, fue enviado desde Roma contra los volscos el cónsul Cayo Naucio, mas los enemigos se negaron a presentar batalla.

Siguió el consulado de Lucio Furio y de Cayo Manlio. Se acordó una tregua con Veyos de cuarenta años, después de exigirles un tributo. Apenas restablecida la paz en el exterior, resurgieron las discordias civiles: el aguijón de la ley agraria servía a los tribunos para enfurecer a la plebe. Los cónsules, sin dejarse influir por la condena de Menenio ni por el peligro a que se viera expuesto Servilio, se resistieron por todos los medios. Cneo Genucio, tribuno de la plebe, los llevó por la fuerza a la cárcel al cesar en su mandato.

Comenzaron a la sazón el suyo Lucio Emilio y Opiter Verginio; aunque en lugar de éste algunos anales hacen figurar a Vopisco Julio. En este año, hayan sido quienes fueran sus cónsules, Furio y Manlio, acusados ante el pueblo, comenzaron a solicitar a los jóvenes patricios, aconsejándoles que se apartasen de las magistraturas porque éstas eran sólo un camino para la prisión y lamuerte, sometidas totalmente al poder tribunicio. Inflamados por estas palabras, comenzaron los patricios a celebrar reuniones privadas, en busca de una solución, legal o no. Así pues, el día del juicio, congregada la plebe en el foro y llena de expectación, se asombró de la gran tardanza del tribuno. Cuando ya todos pensaban que no llegaría nunca, quizás sobornado por los patricios, llegó la noticia de que había sido encontrado muerto. Y así que el rumor de lo acontecido se hubo propalado por la asamblea, sus miembros se dispersaron cada uno por su lado. Los más aterrorizados eran los tribunos, advertidos por el asesinato de su colega de que ningún auxilio podían esperar de las Leyes Sagradas. Los patricios, por su parte, no ocultaban su regocijo.

Bajo la impresión de esta victoria que tan funesto ejemplo entrañaba, se decretó un reclutamiento, y como los tribunos estaban llenos de miedo, se llevó a cabo sin la menor oposición. La plebe se encendió de indignación, diciendo que se había vuelto al antiguo estado, que con Genucio había muerto también el poder tribunicio y que había llegado la hora de defenderse por sí sola. Habiéndose excitado unos a otros con estas razones, sucedió que los cónsules enviaron a un lictor en busca de cierto plebeyo llamado Volerón Publilio, quien por haber mandado una curia alegaba que no se podía reclutar como soldado raso. Volerón hizo un llamamiento a los tribunos, mas como nadie acudiese en su auxilio, los cónsules mandaron desnudar al hombre y prepara ellátigo. "Apelo al pueblo" exclamó entonces el infeliz, pero cuanto más gritaba, con tanto mayor encarnizamiento desgarraba el lictor sus ropas. Entonces Volerón, hombre forzudo, ayudado por algunos circunstantes, tras rechazar al lictor, se refugió en medio de la multitud gritando: "Apelo al pueblo e imploro su lealtad. ¡Socorredme, ciudadanos!" Las gentes, presas de excitación, se preparaban como para entablar batalla. Y habiéndose aventurado los cónsules a resistir aquélla tempestad, fueron atropellados fácilmente sus lictores y los mismos magistrados fueron rechazados desde el foro hasta la curia. Calmado luego el tumulto y convocado el Senado por los cónsules, se quejaron del atropello y de las afrentas recibidas, mas los senadores decidieron no poner frente a frente la violencia del Senado a la temeridad de la plebe.

A propuesta de ésta fue Volerón designado en los comicios inmediatos para ejercer el cargo de tribuno durante el mismo año que tuvo por cónsules a Lucio Pinario y a Publio Furio. El nuevo tribuno, contra la creencia general de que haría uso ilimitado de sus atributos, posponiendo al interés público sus agravios personales, no pronunció siquiera una palabra contra los ex funcionarios, pero presentó un proyecto de ley que reservaba a los comicios por tribus la elección de los magistrados populares. Proyecto no poco importante, que aparecía bajo un nombre a primera vista inofensivo, pero que se encaminaba a arrebatar a los patricios toda posibilidad de nombrar tribuno a quien quisieran, valiéndose al efecto de los votos de sus clientes. Y como los patricios se rehusasen con todas sus fuerzas a aceptar una ley tan agradable a la plebe, las discusiones sobre un problema de tanta monta se prolongaron durante todo el año. Volerón fue reelegido tribuno; y los patricios, previendo que las hostilidades iban a llegar hasta sus últimas consecuencias, designaron cónsul a Apio Claudio, hijo de Apio, individuo a quien la plebe odiaba y consideraba su enemigo desde la época de las luchas con su padre. Se le dio por colega a Tito Quincio.

Desde el comienzo del año no se trató de otra cosa que de la ley agraria. Pero si la iniciativa de ésta la había tomado Volerón, fue su colega Letorio quien la defendió con gran impulso. Lleno de orgullo por la fama de sus acciones guerreras, Letorio comenzó su actuación atacando a Apio y a su familia de haber tratado al pueblo romano con excesiva soberbia y crueldad, y a los patricios de haber nombrado, más que un cónsul, un verdugo. Y ante el pueblo, exclamó: "Aunque no soy elocuente, cuando prometo una cosa, quirites, la cumplo. Venid aquí mañana, que yo, o moriré ante vuestros ojos, o haré aprobar la ley." Al día siguiente ocuparon los tribunos el campo de los comicios; cónsules y patricios se reunieron por su parte, decidios a frustrar el intento de Letorio. Mandó éste que se retirasen cuantos no tenían derecho a votar; pero como los jóvenes patricios seguían en sus puestos, dispuso el tribuno la detención de algunos de ellos. Tomando entonces la palabra Apio, exclamó que un tribuno tenía derecho sólo sobre los plebeyos, y que no era un magistrado del pueblo, sino de la plebe. Indignado Letorio por estas palabras, le mandó a Apio unujier, mientras que el cónsul despachaba a su encuentro un lictor, mientras gritaba colérico; peligraba la inmunidad de Letorio cuando la asamblea entera, amenazadora, tomó partido en su favor y contra el cónsul. Y como Apio se obstinaba en hacer frente a la tempestad, hubiese de seguro sobrevenido un sangriento combate, de no haber Quincio, el otro cónsul, encargado a los consulares que alejasen del foro a su colega, en tanto él apaciguaba a la alborotada plebe, y rogaba a los tribunos que levantasen la sesión.

Si difícil le fue a Quincio tranquilizar los ánimos del pueblo, no fue menor el trabajo que costó a los senadores llevar la calma al otro cónsul. Disuelta la asamblea popular, los magistrados supremos convocaron al Senado; donde, luego de irse poco a poco calmando los espíritus belicosos, se llegó al acuerdo de permanecer en paz y tranquilidad. Apio afirmó en su respuesta, poniendo por testigos a los dioses y a los hombres, que la traición y abandono de que se hacía víctima al interés público, sólo eran obra de la cobardía; que el apoyo del cónsul nunca había faltado al Senado, y que las condiciones que ahora se dictaban eran más duras que las impuestas en el Monte Sagrado. Convencido, empero, por la unanimidad de los senadores, se sentó, y la ley fue aprobada sin discusión.

Guerra con volscos, ecuos y sabinos.

Entonces se nombraron por primera vez los tribunos en los comicios por tribus. Su número primitvio se aumentó al de cinco.

Coincidiendo con la sedición romana, iniciaron una guerra los volscos y los ecuos, quienes arrasaron los campos con la mira de ofrecer asilo a la plebe, si ésta llegaba a salir de la ciudad; pero al ver restablecida la calma se retiraron. Apio Claudio fue enviado a combatir los volscos, y a Quincio tocó en suerte la campaña contra los ecuos. Procedía el primero con igual rigor en el ejército que en Roma, y aun con mayor violencia, libre de las cortapisas del tribunado. Odiaba a la plebe más que la había detestado su padre. Se sentía vencido por ella. El resentimiento y la indignación estimulaban a este hombre de carácter violento a echar todo el peso de su autoridad inflexible sobre sus tropas. Pero éstas no cumplían ninguna de las órdenes de su jefe, sino que hacían todo lo contrario a lo que las mandaba. Lo insultaban por debajo y lo aborrecían más que a ninguno.

Como los volscos no ignoraban nada de esto, aumentaban su agresividad con la esperanza de que surgiese en las filas romanas algún tipo de sedición. Supuesto acertado el de los enemigos, dado que las huestes de Apio habían decidido no sólo rehusarse a vencer, sino procurarse verse vencidas. Y fue así como, entablado el combate, los romanos huyeron vergonzosamente al campamento, sin detenerse hasta ver que el enemigo llegaba a las fortificaciones y que en la retaguardia era espantosa la carnicería. Entonces se vieron obligados a valerse de todas sus fuerzas para combatir al adversario y rechazarlo, victorioso ya, de la empaladiza. Nada de esto alcanzó a quebrantar el orgulloso corazón de Apio, sino que dispuesto a emplear el máximo rigor, convocó una asamblea; acudieron entonces a él los ayudantes de campo y los tribunos militares, advirtiéndole que no quisiera poner en juego su autoridad y aconsejándole retirarse inmediatamente del territorio volsco antes de que una catástrofe ocurriera. Convencido al fin, dio Apio la señal de retirada. Mas no bien se había iniciado ésta, cuando los volscos, como si obedecieran a la misma señal, se echaron sobre la retaguardia, sembrando el terror en todo el ejército. Comenzaron a huir en desorden los que pudieron, pasando entre montones de cadáveres y de armas, mientras el cónsul trataba de detenerlos. Por fin, restablecido el orden, Apio acampó en territorio amigo y mandó decapitar a aquellos que fueran encontrados desarmados, a los abanderados que no llevaran sus estandartes y a los soldados con doble sueldo; del resto hizo dar suplicio a uno entre cada diez.

En cambio, en la lucha contra los ecuos rivalizaron el cónsul y sus soldados en compañerismo y buen proceder. El enemigo, no atreviéndose a hacer frente a tan gran armonía entre el general y sus soldados, dejó que los romanos arrasasen su territorio.

Con varia fortuna bélica y atroz discordia dentro y fuera de la ciudad transcurrió aquel año. Al siguiente fueron elegidos cónsules Lucio Valerio y Tito Emilio; y fue un año de graves alteraciones, ya a causa de las luchas de clase en torno a la ley agraria, ya con motivo del proceso contra Apio Claudio. Era éste acérrimo adversario de la ley en cuestión, y cuando, como si fuese tercer cónsul, comenzó a defender a los usurpadores del campo público, fue citado a juicio. Nunca una persona tan odiada por el pueblo había sido llamada a comparecer, ni tampoco nunca nadie había sido defendido tan acérrimamente por los patricios. Éstos le suplicaban a Apio que cambiara su tono y su expresión, que se presentara suplicante. Mas no lograron convencerle. La expresión del rostro, el gesto altivo y la fogosidad oratoria siguieron siendo los mismos, hasta el punto de que gran parte de la plebe temblaba al oírlo. Tanto fue el asombro que con su entereza produjo a los tribunos, que aplazaron el proceso. Pero, llegado el tiempo, éste no pudo ser recomenzado porque Apio Claudio había muerto de enfermedad.

En el transcurso del mismo año marchó el cónsul Valerio con un ejército contra los ecuos, los cuales no presentaron batalla. Se disponían los romanos a atacar el campamento enemigo, cuando una fuerte tempestad con granizo hizo desistir en el proyecto. Emilio, el otro cónsul, llevó la guerra al país de los sabinos, mas como éstos permaneciesen al abrigo de sus murallas, arrasó sus campos. Esto provocó la salida de los enemigos, que presentaron batalla que terminó con resultado incierto. El cónsul, viendo que dejaba a los sabinos como vencidos, se dio por contento y regresó a Roma.

Durante estos sucesos y en plena agitación, ocuparon el consulado Tito Numicio Prisco y Aulo Verginio. Era evidente que la plebe no toleraría más aplazamientos de la ley agraria, cuando losvolscos incursionaron en territorio romano. Esta contingencia reprimió la sedición que estaba a punto de estallar. Los cónsules salieron de la ciudad con poderoso ejército, mientras que los volscos se retiraban a marchas forzadas. Numicio se dirigió a Ancio contra los volscos, y Verginio contra los ecuos. Una emboscada estuvo a punto de causar a este último un gran desastre, pero el valor de sus soldados restableció la situación. La lucha contra los volscos estuvo mejor dirigida: el enemigo fue derrotado en el primer encuentro y obligado a refugiarse en la ciudad de Ancio. El general romano, no atreviéndose a atacarla, arrebato a los acíates la plaza de Cenón. Mientras esto ocurría, llegaban los sabinos en sus depredaciones hasta las puertas de la ciudad; pero pocos días después eran perseguidos por los cónsules, que les infligieron graves daños.

A fines del año renació la paz, enturbiada por la rivalidad entre patricios y plebeyos. Encolerizados estos últimos se negaron a intervenir en los comicios consulares; entonces los patricios y sus clientes eligieron a Tito Quincio y Quinto Servilio. Estos magistrados tuvieron un año semejante al anterior. Los sabinos fueron rechazados cerca de la puerta Colina y perseguidos por Servilio, que si bien no desarrolló una batalla contra los enemigos, sí devastó su territorio. La guerra con los volscos tuvo resultados felices, una batalla decisiva fue ganada por poco, y ambos ejércitos se dieron una tácita tregua. Mediaron varios días, en los que llegaron al campamento de los volscos grandes refuerzos, con los que intentaron atacar los reales romanos durante la noche, con la creencia de que los enemigos los abandonarían. Quincio, después de calmar el tumulto originado por esta súbita amenaza, colocó delante de los reales la cohorte de los hérnicos a modo de guardia, y ordenó que cornetas y trompeteros montasen a caballo y tocasen sus instrumentos al pie de las fortificaciones y sembraran el desasosiego en las filas enemigas. Abandonaron éstas su propósito y el resto de la noche fue tranquilo.

Cuando amaneció, los romanos aplastaron a un enemigo cansado por la larga vigilia, y lo desbarataron al primer empuje. Los volscos se retiraron a una posición alta y favorable, hecho por el cual el cónsul decidió no seguirlos. Mas los soldados pedían a gritos terminar de rematar la victoria, y mientras el cónsul vacilaba, gritaron todos "¡a ellos!", y dejando sus armas arrojadizas, corrieron colina arriba. Los volscos se defendieron con todo lo que pudieron, y estuvieron a punto de destrozar el ala izquierda romana, a no ser por los gritos del cónsul, que inflamaron el pecho de sus soldados. Así, fueron rechazados y tomado su campamento. Los supervivientes se refugiaron en Ancio, rindiéndose a los pocos días de asedio.

Vía de compromiso para la cuestión agraria.

Tras la toma de Ancio son nombrados cónsules Tito Emilio y Quinto Fabio. Era éste el único que había sobrevivido al exterminio de su familia en Crémera. Emilio ya durante su anterior consulado se había mostrado partidario de repartir tierras a la plebe; por ello, también durante su segundo consulado se avivaron las esperanzas de los agraristas de conseguir la ley. Entretanto, los patricios enfurecidos, se quejaban de que una de las cabezas del Estado se estaba lanzando a una política propia de tribunos y se granjeaba la popularidad a base de repartir bienes ajenos. Se hubiera producido un durísimo enfrentamiento, si Fabio no hubiese encontrado una salida que no resultaba hiriente para ninguna de las dos partes: habían una porción considerable de terreno tomado a los volscos el año anterior; se pdoía enviar una colonia a Ancio, ciudad cercana; de esta forma la plebe tendría acceso a la tierra sin quejas por parte de los que eran propietarios de hecho, y el Estado estaría en paz. Esta propuesta suya fue aceptada, y fueron repartidas las tierras.