La rebelión de la plebe

Aparición del problema de las deudas. Reacción de la plebe.

Guerra con volscos, sabinos y auruncos. Reaparece el problema de las deudas.

Tres frentes de batalla: ecuos, volscos y sabinos.

Problemas internos, retirada de la plebe al monte Sacro.

Aparición del problema de las deudas. Reacción de la plebe.

Era ya inminente la guerra con los volscos; en el interior de la ciudad reinaba la discordia, a causa sobre todo de los esclavizados por deudas. Se lamentaban de que en el exterior tenían que luchar por la libertad y el predominio, y que dentro de la patria eran eran esclavizados y cargados de cadenas por los ciudadanos, y añadían que la libertad del pueblo estaba más segura en la guerra que en la paz. Aquel odio estalló ante la vista de una de las víctimas. Un anciano, con todas las señales externas de sus desgracias, se precipitó en el foro. Su vestido estaba lleno de miseria y era horrible el aspecto de su cuerpo extenuado y cubierto de palidez. La barba crecida y los cabellos revueltos le daban la apariencia de una fiera. En otro tiempo había sido centurión, y con orgullo mostraba sus cicatrices, testigos de honrosos combates, recibidas de cara al enemigo en distintas ocasiones. Preguntado por la causa de aquel aspecto, respondió que mientras militaba contra los sabinos, el enemigo había devastado sus tierras, privándole de todo fruto, quemado su granja, saqueado sus bienes y robado su ganado. Y que por si esto era poco, obligado en tan difíciles momentos a pagar el impuesto de guerra, había tenido que contraer deudas. Éstas fueron creciendo debido a los intereses, y fue desprovisto primero del campo de sus padres y abuelos, luego de sus restantes bienes, hasta que la consunción llegó a su propio cuerpo; arrastrado por su acreedor, se vio en la esclavitud. Y mostró luego la espalda desfigurada por las recientes huellas de azotes. Se alzó un terrible griterío al contemplar tal espectáculo. Los condenados por deudas que aún permanecían libres se lanzaron por doquiera, solicitando la ayuda de sus conciudadanos. Todas las calles se llenaron de grupos que marchaban al foro dando gritos. Los senadores que se encontraban en ese lugar corrían grave riesgo y habrían caído en manos de la plebe de no ser de la rápida intervención de los cónsules Publio Servilio y Apio Claudio. La muchedumbre, volviéndose hacia ellos, mostraba sus cadenas y las demás señales de su sufrimiento; y reclamaban más con amenazas que con súplicas que se reuniese el Senado. Tardaron los senadores en acercarse a la Curia, poniendo en peligro la misma vida de los máximos magistrados. Pero al fin se obtuvo con exceso el número necesario, sin embargo la discusión era acalorada y no podían ponerse de acuerdo. Apio, hombre de condición vehemente, quería hacer uso de la autoridad consular y apresar a uno o dos para que los demás se aquietasen; mientras que Servilio, inclinado a procedimientos más suaves, juzgaba no sólo más eficaz sino más fácil dulcificar que doblegar los excitados ánimos.

Entretanto sobrevino otro motivo más grande de terror: enviados latinos llegaron con la noticia de que los volscos se disponían a sitiar Roma, y ya se acercaban con formidable ejército. Los plebeyos tomaron esta nueva con alegría, diciendo que los dioses castigaban la soberbia de los nobles y que se negarían a reclutarse, prefiriendo perecer todos que ellos solos. Por su parte el Senado, triste y abatido por el doble temor de las luchas internas y externas, rogó al cónsul Servilio que salvase a la República. Entonces el cónsul levantó la sesión y se dirigió a la asamblea del pueblo asegurando que en ese momento no se podía discutir el asunto de las deudas, teniendo una guerra en las puertas mismas de Roma. Corroboró luego lo que había dicho con un decreto, en el que ordenaba que nadie retuviese preso a un ciudadano romano, ni se atreviese a vender los bienes de un soldado mientras éste estuviera en campaña. En cuanto este edicto se hizo público, los detenidos que estaban presentes se apresuraron a alistarse, igual que un gran concurso de gente. Se formó así un poderoso cuerpo de ejército, que el cónsul sacó inmediatamente, y puso su campamento muy cerca del que poseían los enemigos en territorio romano.

Guerra con volscos, sabinos y auruncos. Reaparece el problema de las deudas.

A la noche siguiente los volscos, confiando en la discordia de los romanos, se acercaron a su campamento con la intención de tomarlo, pero gracias a la rápida advertencia de los centinelas, fue rechazado el intento. Al día siguiente los adversarios cegaron los fosos y atacaron empaladiza. Las defensas habían sido ya arrancadas por todas partes, cuando el cónsul, demorándose un poco a fin de poner a prueba el valor de los soldados, mandó dar por fin la señal de ataque. Al primer choque fue rechazado el enemigo, tomado su campamento y conquistada Suesa Pomecia, ciudad en la que se habían guarecido los volscos. El cónsul, cubierto de gloria, recondujo a Roma su ejército victorioso.

No tardaron los sabinos en alarmar a Roma, cuando se supo en la ciudad que un ejército sabino había llegado a orillas del Anio. Al punto se envió contra él, con toda la caballería, a Aulo Postumio, el anterior dictador, seguido de el cónsul Servilio con escogidas tropas de a pie. Rodearon los jinetas al enemigo que vagaba sin orden, y cuando llegó la infantería, el ejército sabino no pudo hacerle frente.

La guerra sabina comenzó y se terminó en el espacio de una noche. Al día siguiente, cuando todos esperaban con fundamento haberse conseguido la paz, se presentaron al Senado embajadores auruncos amenazando con romper las hostilidades, si los romanos no evacuaban el territorio volsco. El ejército de los auruncos salió de sus dominios al mismo tiempo que los emisarios, y al saberse que había sido visto no lejos de Aricia, fue tal el tumulto entre los romanos que despidieron a los enviados y mandaron un ejército a marchas forzadas contra el enemigo. Lo encontraron no lejos de la ciudad de Aricia, donde fueron aplastados por los romanos en una sola acción.

Derrotados los auruncos, los romanos, tantas veces vencedores en el espacio de pocos días, estaban pendientes de las promesas del cónsul, cuando Apio, con su innata soberbia, se puso asentenciar en los procesos por deudas con la mayor dureza que pudo. Todos apelaban a Servilio, y le recordaban sus ofrecimientos. Los soldados acudían en tropel a verle, a exponer sus méritos de guerra y sus cicatrices. Lo conmovían al cónsul estos ruegos, pero las circunstancias le obligaban a dar largas al asunto. Así que, mostrándose neutral, ni evitó el odio de la plebe ni consiguió la adhesión de los senadores. Mientras tanto, el pueblo se mostraba cada vez más hostil, no permitían que se realizaran juicios por deudas y en su violencia atacaban a los acreedores. A lo que se añadía el peligro de la guerra con los sabinos; ordenando un reclutamiento, nadie dio su nombre; por lo que encolerizado Apio acusaba de ambición a su colega, que con guardar silencio trataba de conquistar la voluntad del pueblo, y que no contento con abstenerse de juzgar los procesos por deudas, ni siquiera llevaba a efecto una leva. Sin embargo, el solo se proponía salvar su prestigio y el del Senado. Mandó, pues, prender a uno de los cabecillas de la sedición, el cual apeló al pueblo. Apio no habría acudido a la apelación a no ser por los consejos y la autoridad del Senado. Entretanto aumentaba el mal día en día, no sólo con protestas, sino ya con apartados cabildeos y secretas conversaciones. Llegaron por fin los cónsules, odiosos a la plebe, al término de su magistratura.

Comenzó luego el consulado de Aulo Vergilio y Tito Vetusio. Entonces el pueblo, incierto respecto a la conducta que habían de observar los nuevos magistrados, celebraba nocturnas reuniones. Juzgando los cónsules perniciosa aquella actitud, la pusieron en conocimiento del Senado; sin embargo los senadores se indignaron y acusaron a los magistrados de cobardes por hacer recaer el grave problema y la odiosidad de la plebe sobre ellos. Les ordenaron realizar rigurosamente el reclutamiento. Los cónsules, levantada la sesión, subieron a su tribunal y citaron nominalmente a los jóvenes. Como nadie hubiese respondido al llamado, la multitud declaró que ya no era posible seguir engañar al pueblo por más tiempo, que ni un solo soldado se alistaría. El Senado volvió a deliberar, y por instigación deApio Claudio, nombró un dictador; sin prestar atención a las otras propuestas de perdonar las deudas individualmente o la de toda la plebe en su conjunto. Poco faltó para que fuese nombrado dictador el mismo Apio, pero los cónsules y los senadores de más ancianos cuidaron de conferir a un hombre de carácter conciliador una magistratura ocasionada a la violencia por su mismo poder. Y así nombraron a Marco Valerio, hermano de Publícola. Aunque la plebe se daba cuenta de que aquella medida iba contra ella, nada perjudicial ni arbitrario temía de parte de la familia del nuevo funcionario. El edicto promulgado luego por el dictador, concebido casi en los mismos términos que el del cónsul Servilio, tranquilizó los ánimos y la plebe dejó de resistir y se inscribieron. Se formó así un ejército numerosísimo, a las órdenes del dictador.

Tres frentes de batalla: ecuos, volscos y sabinos.

La guerra no podía diferirse por más tiempo. Los ecuos habían invadido el territorio de los latinos. Embajadores de éstos pedían ayuda al Senado, que envió al cónsul Vetusio. El magistrado puso fin a las depredaciones del enemigo, que se retiraron a los desfiladeros de los montes cercanos. El otro cónsul marchó al encuentro de los volscos, arrasando su territorio y obligando a los adversarios a acampar más cerca y a presentar batalla. Los volscos, algo superiores en número, iniciaron el combate desordenados y en actitud despreciativa. El cónsul romano, ni hizo avanzar a los suyos, ni consintió que gritasen, ordenándoles estar a pie firme y que cuando el enemigo estuviese al alcance de sus manos, se arrojasen con todo ímpetu y recurrieran a las espadas. Cuando los volscos, fatigados por la carrera y el clamoreo, llegaron a la presencia de los romanos y vieron relucir ante sus ojos las espadas, como caídos en una emboscada, volvieron las espaldas espantados; y cansados y sin las suficientes fuerzas, se lanzaron a la huída. Los romanos, llenos de vigor corporal fácilmente alcanzaron a los agotados enemigos, tomaron su campamento y los persiguieron hasta Velitras, en la que entraron revueltos vencedores y vencidos; allí la matanza fue mayor que en la misma batalla.

Mientras esto ocurría con los volscos, derrotó el dictador e hizo huir a los sabinos, con los cuales la guerra había sido mucho más dura, y se apoderó de su campamento. Poniendo en acción la caballería, introdujo el desorden en el centro del ejército, porque el enemigo, al desplegar las alas, dejó indefensas sus filas interiores; y así la infantería romana se arrojó sobre su adversario en desorden, y de un solo asalto tomó el campamento y puso fin a la guerra. El dictador fue llevado en triunfo a la ciudad. Poco después se lucho contra los ecuos. Los romanos, con un terreno totalmente desventajoso, obtuvieron una brillante victoria en las colinas.

Problemas internos, retirada de la plebe al monte Sacro.

A pesar del triple éxito conseguido en la guerra, ni patricios ni plebeyos echaban en olvido la solución de sus diferencias domésticas: los acreedores habían conseguido engañar no sólo a la plebe sino también al dictador. Pues como Valerio hubiese considerado que la primera obligación de los senadores era tratar de la suerte del pueblo victorioso, y presentando una propuesta acerca de lo que debía de hacerse en el asunto de los deudores insolventes, viendo rechazada su iniciativa, renunció a su envestidura. "No quiero - exclamó - engañar más tiempo a mis conciudadanos, ni ser inútilmente dictador. Prefiero presenciar la sedición mas como hombre privado que como máximo magistrado de la República." Y saliendo del Senado, hizo abdicación de su cargo. Se dio cuenta la plebe de que la causa de su renuncia era el disgusto con que Valerio veía que se la tratase de aquel modo, entonces lo acompañó a su casa entre alabanzas y felicitaciones.

Temieron entonces los senadores que, si se licenciaba el ejército, volviesen a celebrarse reuniones secretas y conspiraciones; y juzgando que aunque la recluta había sido hecha por el dictador, los soldados en realidad habían prestado juramento ante los cónsules y se hallaban ligados y sujetos por el vínculo sagrado, con pretexto de haberse renovado la guerra con los ecuos, mandaron sacar las legiones de la ciudad. Esta medida precipitó la sedición. Pensaron los soldados en matar a los cónsules para desligarse del juramento, pero que sabedores de que ningún lazo sagrado podía desatarse con un crimen, aconsejados por un cierto Sicinio, se retiraron al Monte Sacro, a la otra orillas del Anio, seguidos de gran parte del pueblo. Allí fortificaron su campamentoy permanecieron algunos días ni provocados ni provocadores. Gran terror se apoderó de la ciudad; los plebeyos, abandonados por los suyos, temían la violencia de los patricios, y éstos se recelaban de la plebe que había permanecido en Roma. El Senado se reunió rápidamente y se acordó mandar un embajador al monte. El elegido fue Menenio Agripa, hombre elocuente y querido del pueblo. Introducido en el campamento, es fama que pronunció el siguiente discurso: "Cuando los diversas partes del organismo humano no se acordaban armónicamente como ahora, sino que cada miembro tenía su propio pensamiento y lenguaje, no tolerando las demás partes que su cuidado, trabajo y ministerio estuviesen al servicio del estómago, mientras que éste, muy tranquilo en medio del cuerpo, se limitaba a disfrutar de los placeres recibidos, tramaron una conjuración. Así fue como las manos no llevaron los alimentos a la boca, ni ésta los aceptaba ni los dientes los trituraban; y mientras en su resentimiento querían sojuzgar por hambre al estómago, todos los miembros y el cuerpo entero vinieron a dar en la mayor extenuación. Se vio entonces que el papel del estómago no era estar inerte, y que si era alimentado por los demás miembros, él también los alimentaba, enviando a todas partes del cuerpo la sangre que es fuente de nuestra vida y vigor, y repartiéndola por igual en las venas, después de haberla elaborado por medio de la digestión." Haciendo ver con este apólogo cuán semejante a la sedición intestina del cuerpo a la indignación de la plebe con los patricios, logró doblegar los ánimos de aquellos hombres.

Al tratarse luego del modo mejor de obtener la concordia, se llegó al acuerdo de crear una magistratura especial para la plebe, protectora de sus intereses y defensora de los ataques de los patricios. Además se ajustó de que sólo los plebeyos pudiesen desempeñar estas funciones. Se nombraron así dos tribunos de la plebe: Cayo Licinio y Lucio Albino. Estos designaron a su vez tres colegas, entre los cuales estaba Sicinio, promotor de la sedición; aunque algunos autores dicen que en el Monte Sacro sólo se crearon dos tribunos, y que allí se promulgó también la ley sagrada. Ésta dice lo siguiente: "Que nadie obligue a un tribuno de la plebe a hacer algo contra su voluntas, como si se tratara de una persona cualquiera, ni lo golpee, ni ordene a otro que lo haga, ni lo mate ni ordene matarlo. Si alguno viola alguna de estas prohibiciones, sea expulsado como impío y sus bienes consagrados a Ceres; y el que mate a alguno de los que realicen estos actos, quede libre de culpa." Se ordenó luego que todos los romanos jurasen sobre las víctimas de los sacrificios observar siempre la ley, tanto ellos como sus descendientes. Las atribuciones que se le dieron a la magistratura plebeya fueron las de prestar ayuda (auxilium) a cualquier ciudadano y rescatarlo de manos de un magistrado que intentara arrestarlo o castigarlo, vetar cualquier disposición de los magistrados, convocar y consultar al Senado, pedir que éste promulgara leyes (senadoconsultos, senatum consultum), reunir la asamblea del pueblo y proponer plebiscitos.

Después de votar esto, levantaron en la cima de la montaña un altar en honor a Júpiter. Tras ofrecer sacrificios en su honor, volvieron a la ciudad en compañía del embajador. Tras ofrecer sacrificios de acción de gracias a los dioses de la ciudad, intentaron convencer a los patricios para que sancionaran con su voto la magistratura. Cuando lo consiguieron, todavía pidieron al Senado que les permitiera designar cada año a dos hombres de la plebe para que ayudaran a los tribunos en lo que les pidieran, para juzgar las causas que éstos les encomendaran y para que se encargaran de los lugares públicas y sagrados y del buen abastecimiento del mercado. Obtenida también esta concesión del Senado, eligieron a unos hombres a los que llamaron ediles.

Los senadores deliberando