La proposición terentilia

Guerra contra los ecuos y volscos. Peste.

La proposición Terentilia.

Cesón Quincio, proceso y exilio.

Exiliados y esclavos ocupan el Capitolio.

Lucio Quincio Cincinato, cónsul.

Batallas contra los ecuos y volscos. Tensiones internas.

Lucio Quincio Cincinato, dictador.

Guerra con ecuos y sabinos. Tensiones por la ley. El hambre y la peste.

Guerra contra los ecuos y volscos. Peste.

Los ecuos pidieron la paz a Quinto Fabio, que al frente de su ejército había entrado en su país, y ellos mismos la dejaron sin efecto al hacer una incursión repentina en territorio latino.

Al año siguiente, Quinto Servilio, que fue cónsul juntamente con Espurio Postumio, fue puesto al cargo de la campaña contra los ecuos y estableció un campamento permanente en territorio latino. La guerra se prolongó dos años, hasta el consulado de Quinto Fabio y Tito Quincio. Le fue encomendada a Fabio, quien partió convencido de su pronta victoria, y envió una legación a la asamblea de los enemigos con instrucciones de comunicarles que el cónsul Quinto Fabio les hacía saber que él había llevado la paz de los ecuos a Roma, y de Roma traía a los ecuos la guerra; que los dioses eran testigos y vengadores de quienes eran los responsables de semejante deslealtad y perjurio; que él, no obstante, prefería un arrepentimiento espontáneo antes de tomarlos como enemigos; y que si así lo hacían experimentarían la clemencia del pueblo romano, y que si no se arrepentían, más que con un enemigo iban a entrar en guerra con la cólera de los dioses. El efecto de estas palabras fue nulo, fueron despedidos casi violentamente los embajadores, y se envió un ejército al monte Álgido contra los romanos. Sabido esto en Roma, provocó gran indignación, por lo que se mandó al otro cónsul. Y así los dos ejércitos consulares derrotaron a los ecuos en batalla regular. Pero los vencidos, en lugar de mostrar una actitud más proclive a la paz, dejando una guarnición en el campamento, hicieron una salida internándose en territorio romano, llevando el pánico hasta la propia Roma. Allí el revuelo fue mayúsculo, porque lo último que se podía temer era que un enemigo vencido y casi acorralado en su campamento fuese a pensar en una operación de saqueo. Se pensaba lo peor; los campesinos que asustados llegaban a la ciudad, contribuían al temor general, exagerándolo todo. Casualmente, el cónsul Quincio había regresado a Roma: esto supuso el remedio contra el miedo. Quincio dispuso la suspensión de la administración de la justicia, puso centinelas en las puertas, dejó a Servilio como prefecto de la ciudad, y salió al campo en busca del enemigo, que no encontró. El otro cónsul, sabiendo por donde pasarían los ecuos, atacó a la columna que pasaba cargada con botín, dejando a pocos con vida. El regreso a Roma del cónsul Quincio puso fin al cierre de los tribunales, y todo regresó a la normalidad.

Se realizó, a continuación, el censo y Quincio procedió al cierre del lustro. Fueron cónsules Aulo Postumio Albo y Espurio Furio Fusco. En este año los ecuos se unieron a los volscos de Écetra, preparando una guerra contra Roma, a la que se adhirió traicioneramente la colonia de Ancio. Espurio Furio marchó contra los ecuos, a los que encontró saqueando territorio de los hérnicos; y sin saber con qué efectivos contaba, cometió la imprudencia de lanzar al combate sus tropas inferiores en número. Rechazado al primer choque, se retiró al interior del campamento, que fue asediado y atacado con tal violencia que ni siquiera un mensajero se pudo enviar a Roma. Los hérnicos, aliados de la ciudad, dieron la noticia y aterrorizaron intensamente a los senadores, que encomendaron al otro cónsul la defensa de la patria. Postumio permaneció en Roma alistando a todos los que podían llevar armas, mientras que enviaba como legado a Tito Quincio al mando de un ejército de aliados, en auxilio del campamento.

Mientras esto sucedía, en el campamento resistían y hasta se habían aventurado a atacar al enemigo desprevenido, pero el intento fue infructuoso y tuvo como resultado la muerte del hermano del cónsul, y graves heridas en él mismo. La situación se hubiese visto comprometida , de no haber venido en su ayuda Tito Quincio, que cayó por la espalda sobre los ecuos. Éstos, que sólo prestaban atención al campamento y paseaban orgullosos con la cabeza del hermano de Furio, fueron atrapados entre dos ejércitos, ya que simultáneamente se lanzó otro ataque desde el campamento. Sus bajas fueron de menor consideración, pero su huida fue más a la desbandada en territorio romano; sobre ellos lanzó un ataque Postumio desde diversos puntos en los que había situado destacamentos. Cuando huían sin orden, fueron a encontrarse con Quincio que volvía vencedor, y allí mismo fueron aplastados.

A continuación se celebraron los comicios. Fueron elegidos cónsules Lucio Ebucio y Publio Servilio. Hacía un tiempo malsano y coincidió un año de epidemia en la ciudad y en el campo, tanto entre los hombre como entre el ganado, viéndose, además, incrementada la virulencia de la enfermedad al dar acogida en la ciudad a hombres y animales por temor al pillaje. Aquella confusión de seres atormentaba con su olor desacostumbrado a los habitantes de la ciudad, y a los campesinos apretujados en angostos alojamientos los atormentaba el calor y el insomnio, los cuidados mutuos y el propio contacto propagaban la enfermedad.

Mientras a duras penas podían soportar los males que pesaban sobre ellos, súbitamente unos emisarios hérnicos comunicaron que los ecuos y los volscos, reunidas sus fuerzas, habían acampado en su territorio. El Senado les dio una triste respuesta: que los hérnicos y los latinos defendiesen lo suyo, que Roma era asolada por una peste y que no podía prestar la acostumbradaayuda. Los enemigos abandonaron prontamente el territorio latino, para desplazarse hacia el romano. En la ciudad había muerto el cónsul Ebucio; su colega Servilio alentaba pocas esperanzas de vida. Los ediles plebeyos supervisaban las guardias y rondas, éstos habían asumido la autoridad consular.

Sumido todo en el abandono, sin jefe, sin fuerzas, la salvación se debió a la protección de los dioses y a la Fortuna de Roma, que dio a los volscos y a los ecuos una mentalidad de saqueadoresmás que de conquistadores. Pero como no encontraron absolutamente nada en los campos, y temerosos de atacar las murallas de Roma, regresaron a su país. Los aliados, avergonzados de no oponer resistencia a un enemigo común que se dirigía a Roma en son de guerra ni prestar ayuda a unos aliados asediados por la peste y por un ejército enemigo, persiguieron a los ecuos y volscos hasta Túsculo, donde los encontraron y presentaron batalla. La lucha que hubo allí fue muy desigual, y su lealtad resultó poco afortunada. La derrota de los aliados no fue menor que lo estragos de la enfermedad en la ciudad: murió el otro cónsul y personajes importantes. Comenzaron, entonces, grandes ruegos públicos en los templos de los dioses, implorando el perdón y el fin de lapeste.

A partir de entonces, paulatinamente, los cuerpos afectados por la enfermedad empezaron a recuperar la salud; vueltos ya los ánimos hacia los asuntos públicos, después de transcurrir varios interregnos Publio Valerio Publícola, dos días después de haber entrado en funciones de interrex, proclama cónsules a Lucio Lucrecio Tricipitino y Tito Veturio Gémino. Los hérnicos comunicaron que nuevamente el enemigo había invadido su territorio. Se alistaron dos ejércitos consulares: Veturio tomó la ofensiva contra los volscos y Tricipitino se encargó de alejar el pillaje del territorio aliado. Veturio derrotó y puso en fuga al enemigo, pero Lucrecio fue burlado por una columna de saqueadores, que saqueó los campos de Preneste y de Gabios y se dirigió hacia Roma. Mas su temor a la ciudad los hizo regresar, y como se desplazaban sin mucho cuidado, fueron sorprendidos y aplastados por Lucrecio. El cónsul vencedor unió su campamento junto con el de Veturio, y los volscos y los ecuos juntaron sus malparadas fuerzas. Se libró la última batalla con gran coraje, dejando por vencedores a los romanos que tomaron su campamento.

La proposición Terentilia.

De esta manera la situación de Roma volvió a ser la misma que antes, y los éxitos bélicos reavivaron de inmediato la agitación interna. Cayo Terentilio Harsa era tribuno de la plebe aquel año. Pensando que la ausencia de cónsules dejaba campo a la actuación de los tribunos, atacó el orgullo de los patricios; la tomó, sobre todo, con el poder de los cónsules, tachándolo de excesivo e intolerable en un Estado libre, de ser únicamente de nombre menos odioso, pero en la práctica casi más duro que el poder de los reyes: realmente tenían dos amos en ligar de uno, con un poder incontrolado, ilimitado. Propuso, entonces, una ley para que se nombrase una comisión de cinco personas encargada de regular el poder consular: los cónsules harían uso de los derechos que el pueblo les concediese sobre sí mismo, en lugar de tener ellos por ley su propio capricho y arbitrariedad. Quinto Fabio, prefecto de la ciudad por ausencia de los dos cónsules, convocó rápidamente al senado y lanzó unas invectivas durísimas contra la proposición y contra el propio autor de la misma, además de hacer un llamado a la buena voluntad de los colegas de Terentilio en el tribunado. Los tribunos trataron la cuestión junto con él; la discusión fue aparentemente aplazada, en realidad suprimida; y se hizo venir inmediatamente a los cónsules.

Lucrecio regresó llenó de gloria y con un gran botín, que expuso en el Campo de Marte, para que durante tres días pudiese cada uno reconocer y retirar lo que fuera suyo. El resto fue vendido. Según opinión unánime se le debía el triunfo al cónsul, pero fue aplazado al volver a tratar el tribuno sobre el proyecto de ley. El tema fue discutido por varios días en el Senado y en la asamblea del pueblo; al fin el tribuno cedió a la dignidad consular y retiró el proyecto. Se le rindieron entonces al general y a su ejército los honores que les debían; mientras que al otro cónsul se le concedió la ovación, homenaje inferior al del triunfo.

Fueron cónsules Publio Volumnio y Servio Servilio, que se vieron atacados por la ley Terentilia, presentada colegiadamente por todos los tribunos. Se dice que ese año se vieron grandes prodigios: ardió el cielo, la tierra fue sacudida por un tremendo temblor, una vaca habló y hubo una lluvia de carne. Los libros sibilinos fueron consultados por los duunviros sagrados; presagiaron peligros provenientes de un grupo de extranjeros, ataques contra los puntos más elevados de Roma y muertes a continuación; entre otras cosas advirtieron que se evitasen las sediciones. Los tribunos decían en tono acusatorio que aquello era un montaje para obstaculizar la ley. Los hérnicos llegaron con la noticia de que ecuos y volscos preparaban nueva guerra. Se decretó, entonces, una leva para formar dos ejércitos consulares. Los tribunos gritaban abiertamente en el foro que era comedia lo de la guerra de los volscos, coléricos e indignados decían que era sólo otro truco para derrotar la proposición de la ley.

Pero, por el bando opuesto, los cónsules, con sus sillas colocadas a la vista de los tribunos, efectuaban el alistamiento. Los tribunos corrieron hacia allí y arrastraron consigo a los reunidos en asamblea. Se llamó por su nombre a unos cuantos e inmediatamente estalló la violencia. Cada vez que el lictor, por orden del cónsul, echaba mano de alguien, el tribuno ordenaba soltarlo. Nadie se mantenía dentro de los límites de su derecho.

Igual que habían actuado los tribunos para obstaculizar el alistamiento, actuaban los patricios para obstaculizar la ley, que era presentada todos los días de comicios. Comenzaba el alboroto cuando los tribunos ordenaban que el pueblo se repartiese por tribus, porque los patricios no consentían en moverse de su sitio.

Cesón Quincio, proceso y exilio.

Había un joven, Cesón Quincio, orgulloso tanto de la nobleza de su apellido como de su estatura y de su fuerza, a las que se añadía una gran facilidad oratoria. De pie, en medio del grupo de los patricios, se bastaba él solo para hacer frentes a los ataques de los ataques de los tribunos y a las tormentas populares. Con él a la cabeza, los suyos a menudo expulsaron a los tribunos del foro y obligaron a la plebe a dispersarse y salir huyendo; el que caía magullado y sin vestimenta, de forma que estaba suficientemente claro que, si se permitía que se actuase de aquel modo, la proposición de la ley estaba derrotada. Entonces, Aulo Virginio, estando ya los demás tribunos abatidos, él solo de todo el colegio presenta una acusación capital contra Cesón. Con ello, en lugar de asustar, lo que hizo fue inflamar aquel carácter irreductible; por ello se oponía a la ley con mayor ardor. El acusador dejaba que el acusado se fuese hundiendo, diese pábulo al odio y proporcionase materia para las acusaciones; presentaba, entretanto, la proposición de la ley, no tanto por confiar en hacerla aprobar como por instigar el comportamiento de Cesón.

Se acercaba ya el día del juicio y era evidente que todo el mundo estaba en la idea de que de la condena de Cesón dependía su libertad. Al fin se vio forzado a humillarse profundamente y rebajarse a saludar a unos y a otros secundado por sus parientes, lo más relevante de la ciudad. Fue muy elogiado y sus virtudes civiles y militares fueron destacadas por Tito Quincio Capitolino, cónsul tres veces; por Espurio Furio; y por Lucio Lucrecio, cónsul el año anterior. En medio de los que lo alababan, el padre, Lucio Quincio Cincinato, sin mostrarse reiterativo en los elogios para no aumentar el odio, sino pidiendo indulgencia para un extravío juvenil, rogaba que le dejasen a su hijo a él que no había hecho daño a nadie. Pero unos se mostraban sordos a las súplicas por vergüenza o por miedo; otros, quejándose de haber recibido malos tratos.

Aparte del odio generalizado, pesaba sobre el acusado un único cargo: Marco Volscio Píctor, tribuno dos años antes, había venido a testificar se había él encontrado con con un grupo de jóvenes que se divertían en el barrio conocido como Subura; que se había organizado entonces una reyerta, y que su hermano mayor, todavía no recuperado de la peste que se había desarrollado en Roma por entonces, había caído derribado por un puñetazo de Cesón. Más tarde murió, según Volscio, a consecuencias del golpe. Cuando el ex tribuno pronunciaba a gritos esta declaración, la gente se soliviantó de tal modo que faltó poco para que Cesón fuese muerto allí mismo. Virginio dio la orden de apresarlo hasta el día del juicio, pero los patricios rechazan la fuerza con la fuerza. Recurrieron a los tribunos, quienes se opusieron a que sea encarcelado; dictaminaron que el acusado comparezca y entregue una fianza en caso de que no se presente. Una vez que se le permitió abandonar el foro, Cesón, la noche siguiente, se exilió a Etruria. Al padre se le exigió el dinero de la fianza con todo rigor, de forma que, después de vender todos sus bienes, vivió algún tiempo al otro lado del Tíber como relegado en una choza apartada.

Los tribunos, en plan de vencedores, creían que, al estar abatidos los patricios por el exilio de Cesón, la ley estaba prácticamente aprobada; pero los patricios más jóvenes, si bien moderaron sus ímpetus, no se desanimaron. Cuando por primera vez después del exilio de Cesón se presentó la proposición de la ley, ordenados y dispuestos con el enorme ejército de sus clientes cayeron sobre los tribunos, y la ley no se pudo aprobar. De allí en más, los jóvenes trataron a los plebeyos con suma cortesía y amabilidad, y dejaron actuar sin problemas a los tribunos, salvo cuando se intentaba tratar la ley Terentilia. Maniobrando de esta forma a lo largo de todo el año se eludió la ley.

Los cónsules Cayo Claudio, hijo de Apio, y Publio Valerio Publícola se encuentran con una ciudad más tranquila. Nada nuevo aportó el nuevo año: la ciudad estaba dominada por la preocupación de proponer o aceptar la ley. Los tribunos atacaban la buena voluntad de los jóvenes patricios, diciendo que todo era un complot para masacrar la plebe y desterrar la potestad tribunicia.

Exiliados y esclavos ocupan el Capitolio.

Se temía, además, de parte de volscos y ecuos la guerra ya habitual. Pero de improviso surgió, más cerca aún, otro peligro sin precedentes: exiliados y esclavos, unos dos mil quinientos hombre, capitaneados por el sabino Apio Herdonio, ocuparon durante la noche el Capitolio y la ciudadela. En el foro se oían gritos de: "¡A las armas!" y "¡El enemigo está dentro de la ciudad!"

Los cónsules tenían miedo de armar a la plebe y, a la vez dejarla desarmada, al no saber qué calamidad repentina se había abatido sobre la ciudad. Entregan armas, no obstante, pero no a todo el mundo, sólo las necesarias. El resto de la noche lo pasaron colocando guardias en puntos estratégicos. Por fin el alba puso al descubierto de qué guerra se trataba y quién era su general. Apio Herdonio desde lo alto del Capitolio llamaba a los esclavos a la libertad.

El miedo se cernió sobre la ciudad y más sobre el Senado, que deliberaba teniendo en mente la posibilidad de una conjuración conjunta de los sabinos y veyentes, a los que se sumarían con seguridad ecuos y volscos. A todo esto vino a sumarse el odio de los tribunos, quienes acusaban a los patricios de haber armado un gran simulacro para desviar la atención de la plebe de la preocupación por la ley. Convocan pues, asamblea para votar la ley, después de hacer que el pueblo deponga las armas.

Cuando se comunicó este hecho, Publio Valerio, mientras su colega mantiene reunido al Senado, se lanza fuera de la curia y se dirige acto seguido a los tribunos, al lugar sagrado de la asamblea. "¿Qué significa esto? - dice -. ¿Vais a echar abajo la República siguiendo las ordenes y los auspicios de Apio Herdonio? ¿Tanto éxito ha tenido en corromperos el que no fue capaz de levantar a los esclavos? Cuando el enemigo está sobre nuestras cabezas, ¿os parece procedente que se depongan las armas y se propongan leyes?" A continuación dirigió sus palabras a la multitud: "Si no os preocupáis en absoluto, ciudadanos, por Roma ni por vosotros mismos, al menos respetad a vuestros dioses, prisioneros del enemigo. Júpiter Óptimo Máximo, Juno Reina, Minerva y los demás dioses y diosas están sitiados; un campamento de esclavos tiene retenidos a vuestros penates patrios. ¿Os parece ésta una política de un pueblo en sus cabales? Hay una gran cantidad de enemigos no sólo murallas adentro, sino en la ciudadela, dominando el foro y la curia, y mientras tanto se celebra asamblea en el foro, el Senado se encuentra en la curia; ¡como en plena paz, los senadores exponen sus pareceres, los demás ciudadanos votan! ¿No era nuestro deber, el de patricios y plebeyos, cónsules, tribunos, dioses y hombres, todos con las armas en mano prestar ayuda, correr al Capitolio, liberar y pacificar aquélla augustísima morada de Júpiter Óptimo Máximo? Padre Rómulo, infunde a tu estirpe ese valor tuyo con el que, en otro tiempo, recuperaste de manos de estos mismos sabinos la ciudadela que había sido conquistada con dinero; hazle tomar el mismo camino que tomaste tú como general, que tomó tu ejército. Mira, yo el primero, yo el cónsul te seguiré a ti y seguiré tus huellas, en la medida en que, siendo un mortal, puedo seguir a un dios." Terminó su discurso diciendo que él empuñaba las armas; que llamaba a a las armas a todos; que si alguien se oponía, quienquiera que fuese y dondequiera que estuviese, lo trataría como a un enemigo. Parecía que se iba a desencadenar una violencia extrema y que se iba a dar al enemigo el espectáculo de una sedición en Roma. Sin embargo, la noche terminó con cualquier tipo de acto que pudiera desarrollarse.

Aquella misma noche llegan también a Túsculo las noticias de la situación en Roma. Era entonces, dictador en Túsculo Lucio Mamilio. Convocó al Senado y acordó con éste el envío de tropas en ayuda de tan poderosa aliada, que se veía oprimida por esclavos y extranjeros. Al llegar a Roma al rayar el alba, desde lejos se los tomó por enemigos: se creyó que llegaban los ecuos o los volscos; después, cuando la falsa alarma se disipó, son recibidos en la ciudad y conducidos hasta el foro. Allí formaba ya las tropas en orden de combate Publio Valerio, habiendo dejado a su colega al frente de las guardias de las puertas. Fiel a sus antepasados y a su sobrenombre, y a gracias a la promesa de que terminado el peligro no pondría obstáculos a la reunión de la asamblea de la plebe; Publio había logrado reunir y armar a la juventud romana. Siguiendo sus órdenes, resultando inútiles las protestas a voz en grito de los tribunos, ascienden en formación la pendiente del Capitolio; se les une la legión de Túsculo. Cunde entonces el desconcierto entre los enemigos y en nada depositan suficiente confianza, salvo en su posición; en plena confusión, los atacan los romanos y los aliados. Ya se habían abierto paso hasta el vestíbulo del templo, cuando Publio Valerio, que animaba el combate en primera fila, es muerto. En el calor del ataque los soldados no se aperciben de tan trascendental acontecimiento: obtienen la victoria antes de enterarse de que combatían sin general. Muchos exiliados cayeron muertos, muchos fueron hechos prisioneros, Herdonio fue muerto. De esta forma fue recuperado el Capitolio- Se le dieron las gracias a Túsculo, el Capitolio fue limpiado y purificado. Cuentan que los plebeyos fueron a casa del cónsul a depositar un cuarto de as cada uno para que sus funerales tuviesen mayor pompa.

Júpiter Óptimo Máximo

Medallón de oro de Diocleciano

La Tríada Capitolina: Júpiter, Juno y Minerva

Rev. de un denario del 112 a.C.

Juno Reina (IVNO REGINA)

Rev. de áureo de Julia Soemias

Sacrificio frente al Templo de Júpiter Capitolino

Lucio Quincio Cincinato, cónsul.

Restablecida la paz, los tribunos presionaban a Cayo Claudio para que cumpliese la palabra dada por Publio Valerio, que librase del perjurio a los dioses manes de su colega, y permitiesedebatir la ley. El cónsul decía que, antes de nombrar un sustituto a su colega, no consentiría que se discutiese la ley. Su empeño y el de todos los patricios obtuvo buenos frutos, ya que Lucio Quincio Cincinato, padre de Cesón, es elegido cónsul para ocupar el cargo inmediatamente. Estaba abatida la plebe, pues iba a contar con un cónsul lleno de resentimiento, fuerte por el apoyo de los patricios, por su propia valía y por sus tres hijos. Desde el momento en que entró en funciones, tomó asiduamente la palabra desde lo alto del tribunal, mostrándose tan enérgico en contener a la plebe como en reprender al Senado, estamento a cuya dejadez se debía, según él, el que los tribunos de la plebe reinasen por su lengua y sus calumnias. "El famoso Aulo Virginio - decía -,¿merece acaso, por no haber ocupado el Capitolio, menor castigo que Apio Herdonio? Bastante mayor, por Hércules, si queremos valorar las cosas como es debido. Herdonio al menos, al declararse enemigo, prácticamente os avisó que empuñaseis las armas; este otro, diciendo que no había guerra, os quitó las armas y os arrojó indefensos en manos de vuestros esclavos y de los exiliados. Y vosotros (que mis palabras no ofendan a Cayo Claudio y al difunto Publio Valerio), ¿atacasteis la colina del Capitolio antes de echar del foro a estos enemigos? Da vergüenza ante los dioses y ante los hombres. Cuando los enemigos estaban en la ciudadela, en el Capitolio, cuando una cabecillas de desterrados y de esclavos, profanándolo todo, moraba en el santuario de Júpiter Óptimo Máximo, se tomaron las armas en Túsculo antes que en Roma; no quedó claro si quien libraba la ciudadela romana era Lucio Mamilio, el general tusculano, o Publio Valerio y Cayo Claudio, los cónsules; ¡nosotros, que anteriormente no consentimos que los latinos tocasen las armas ni siquiera para defenderse a sí mismos cuanto tenían al enemigo dentro de sus fronteras, ahora, si los latinos no hubiesen tomado las armas por propia iniciativa, estaríamos sometidos y destruidos! ¿En esto consiste, tribunos, la defensa de la plebe, en entregarla inerme al enemigo para que la masacre? ¿Así que, si uno de los hombres de vuestra querida plebe de la que habéis hecho, después de desgajarla en cierto modo del resto del pueblo, vuestra patria y vuestra República particular, si uno de ellos os dijese que su casa estaba sitiada por sus esclavos armados, no estimaríais que había de prestarle ayuda? ¿Y Júpiter Óptimo Máximo, cercado por desterrados y esclavos armados, no era merecedor de ayuda humana alguna? ¿Y quieren ser tenidos por sagrados e inviolables éstos, para los cuales los propios dioses no son ni sagrados ni inviolables? Y, sin embargo, cubiertos como estáis de sacrilegios y de crímenes, andáis repartiendo que vosotros haréis votar la ley este año. En caso de que la propusierais, ¿por Hércules!, el día en que yo fui elegido cónsul tuvo lugar una desgracia para el Estado, mucho peor que cuando murió el cónsul Publio Valerio... Ahora, antes de nada, ciudadanos - dijo -, mi colega y yo tenemos pensado marchar al frente de las legiones contra los volscos y los ecuos. Yo no sé por qué fatalidad tenemos a los dioses más en favor cuando estamos en guerra que cuando estamos en paz. La gravedad del peligro en que nos hubieran puesto esos pueblos, de haber sabido que el Capitolio estaba ocupado por los exiliados, más vale conjeturarla como cosa pasada que experimentarla realmente."

El discurso del cónsul había hecho efecto en la plebe, a pesar de que los tribunos se burlasen preguntando cómo se iban a arreglar los cónsules para sacar al ejército, dado que nadie les iba a consentir que realizasen el alistamiento. Nuevamente el ingenio de Quincio los superó. Dijo que no tenían necesidad alguna de alistamiento porque los soldados aún permanecían bajo el juramentoprestado ante Publio Valerio. Los citó para que se presentasen armados al día siguiente en el lago Regilo. Los tribunos, aterrados, intentan por todos los medios de detener al pueblo. El temor les aumentó cuando Quincio afirmó que no iba a llamar a elecciones consulares, porque la gravedad de la situación requería de una autoridad inapelable, requería de un dictador.

El Senado estaba el Capitolio; los tribunos acudieron allí seguidos por la alterada plebe. La masa pedía en un inmenso clamor unas veces la protección de los cónsules, otras la de los senadores; pero no consiguieron que el cónsul cambiase de parecer, hasta que los tribunos prometieron que acatarían la decisión del Senado. Éste decreta que ni los tribunos propondrán la ley aquel año, ni los cónsules sacarán al ejército de la ciudad; que, para el futuro, el Senado declaró anticonstitucional la prórroga de magistraturas y la reelección de los tribunos. A pesar de esto, los tribunos fueron reelegidos. Los patricios, para no ceder en nada a la plebe, querían también ellos reelegir cónsul a Lucio Quincio, pero éste se opuso terminantemente.

Batallas contra los ecuos y volscos. Tensiones internas.

Fueron elegidos cónsules, entonces, Quinto Fabio Vibulano por tercera vez y Lucio Cornelio Maluginense. Aquel año se realizó el censo; se consideró contrario a la religión hacer el sacrificio de cierra del mismo, a causa de la toma del Capitolio y de la muerte del cónsul

Nada más comenzar el año la situación cobró turbulencia: los tribunos instigaban a la plebe, latinos y hérnicos anunciaban una guerra por parte de volscos y ecuos; las legiones de los volscos estaban ya, según ellos, en Ancio. Costó trabajo conseguir que los tribunos consintiesen en dar prioridad a la guerra. Entonces, los cónsules se repartieron las tareas: a Fabio se le encargó conducir las legiones a Ancio, a Cornelio defender Roma. Con un ejército romano y aliado Fabio establece campamento a corta distancia de la ciudad de Ancio. Como los volscos no se decidían a librar batalla, porque todavía no había llegado el ejército de los ecuos, Fabio formó en torno a la empaladiza enemiga tres frentes por separado: los aliados hérnicos por un lado, él con las tropas romanas en el centro, y los latinos por el otro lado. De esta forma, atacando al campamento por tres sitios, lo rodeó y, presionando por todas partes, desalojó de la empaladiza a los volscos y echó fuera del campamento al aterrado tropel que se había concentrado en un solo punto. Cuando huían en desbandada, la caballería tomó parte en la victoria matando a los que huían aterrados. Lamatanza fue considerable, pero el botín fue aún mayor.

Mientras esto tenía lugar en Ancio, los ecuos enviaron por delante lo más escogido de su juventud, apoderándose, de improviso, por la noche, de la ciudadela de Túsculo. Esta noticia, llevada a Roma y desde allí al campamento de Ancio, provocó en los romanos la misma reacción que si se anunciase la toma del Capitolio. Dejándolo todo, Fabio trasladó rápidamente el botín a Ancio, dejó allí una pequeña guarnición y corrió a Túsculo en marchas forzadas. La guerra duró varios meses en Túsculo. El cónsul asediaba el campamento de los ecuos con una parte de sus fuerzas, y con la otra asistía a los tusculanos en la recuperación de su ciudadela. Nunca se pudo llegar hasta ella por la fuerza; al fin, el hambre obligó a los enemigos a salir de allí: fueron obligados por los tusculanos a pasar todos bajo el yugo sin armas. Cuando se retiraban en vergonzosa huída, el cónsul romano les dio alcance en el Álgido y les dio muerte sin dejar ni uno. El otro cónsul, una vez que las murallas de Roma habían dejado de correr peligro, salió también él de la ciudad. Así, los cónsules penetrando en territorio enemigo, devastan en porfía, por una parte, el territorio volsco y, por otra, el ecuo.

Aquel mismo año, Ancio se pasó al enemigo; el cónsul Lucio Cornelio dirigió esta guerra y tomó la plaza. Terminada esta campaña, la guerra intestina provocada por los tribunos atemorizaba al Senado. Gritan que se mantiene al ejército en campaña con mala intención; que se trata de una estratagema para escamotear la ley. Había surgido, además, un nuevo motivo de agitación. Los cuestores Aulo Cornelio y Quinto Servilio habían demandado a Marco Volscio por haber testificado en falso en contra de Cesón Quincio. Se desprendía, en efecto, de una multitud de pruebas que el hermano de Volscio desde el momento en que había caído enfermo no había sido visto en público hasta que falleció después de largos meses; y, por otra parte, Cesón no se encontraba por aquel tiempo en Roma, asegurando sus compañeros de armas que estaba presente en el ejército sin disfrutar de permiso alguno. Si Volscio decía que no era así, muchos le proponían acudir ante el juez a título particular. Como no se atrevía a acudir a la justicia, todos aquellos datos coincidentes hacían tan segura la condena de Volscio, como lo había sido la de Cesón. Los tribunos retrasabanel asunto, diciendo que no permitirían que los cuestores reuniesen a la asamblea para el juicio si antes no se reunían para la ley. Se alargaron así ambos temas hasta la llegada de los cónsules, que hicieron su entrada en Roma con su ejército victorioso. El resto del año no se habló de la ley, todos pensaban que los tribunos estaban desmoralizados, pero éstos se presentaron candidatos al tribunado por cuarta vez, convirtiendo polémica acerca de la ley en discusión sobre las elecciones. Y, a pesar de que los cónsules se opusieron a la continuidad en el tribunado con mucho empeño, la victoria de aquel enfrentamiento estuvo de parte de los tribunos.

Los cónsules nombrados a continuación, Lucio Minucio y Lucio Naucio, afrontaron las dos cuestiones que quedaban pendientes del año anterior. Los cónsules obstaculizaban la ley de la misma manera que los tribunos el juicio de Volscio. Pero los nuevos cuestores tenían más energía y mayor ascendiente: eran Marco Valerio, hijo de Manio y nieto de Voleso, y Tito Quincio Capitolino, que había sido cónsul por tres veces; éstos persiguieron en guerra justa y legítima al falso testigo que había dejado a un inocente sin la posibilidad de defenderse. Entre los tribunos, Virginio era el que más se ocupaba de la proposición de la ley, y se les concedió a los cónsules un plazo de dos meses para que estudiaran el proyecto. La concesión de este plazo logró que latranquilidad reinara en Roma.

Pero los ecuos no permitieron una calma duradera: rompiendo el tratado de paz firmado el año anterior con los romanos, entregaron el mando a Graco Clelio y se dirigieron al territorio de Labicos, para pasar de allí al de Túsculo; y cargados de botín acamparon en el Álgido. A este campamento acuden Quinto Fabio, Publio Volumnio y Aulo Postumio emisarios de Roma para quejarse de los daños y reclamar los bienes. El general de los ecuos les dijo que los encargos que traigan del Senado romano se lo comuniquen a una encina, que el entretanto tenía otras cosas que hacer. La encina era un árbol enorme que dominaba el pretorio. Entonces, uno de los emisarios dijo al marchar: "Que esta encina sagrada y cuantos dioses hay se enteren de que el tratado ha sido roto por vosotros y que se pongan de parte de nuestras quejas ahora y de nuestras armas después, cuando castiguemos la violación de los derechos de los dioses y de los hombres." Cuando la legación regresó a roma, el Senado dispuso que uno de los cónsul llevase su ejército al Álgido y, al otro, le encomendó la misión de saquear el territorio de los ecuos. Los tribunos se opusieronbravamente al reclutamiento y, tal vez, se hubieran opuesto hasta el final, pero sobrevino súbitamente una nueva amenaza.

Una enorme cantidad de sabinos se llegó casi hasta las murallas de Roma saqueando duramente. Entonces la plebe tomó las armas de buena gana; en medio de las protestas de los tribunos se alistaron dos grandes ejércitos. Con uno marchó Naucio contra los sabinos y, después de acampar junto a Ereto y a base de expediciones nocturnas, causó mucha mayor devastación en el territorio sabino de la que había sufrido el romano. Minucio no tuvo la misma suerte ni la misma energía en el cumplimiento de su misión; en efecto, después de acampar a corta distancia del enemigo, sin haber sufrido ningún revés permanecía lleno de miedo en el interior del campamento. Al darse cuente de ello el enemigo, el miedo del contrario acrecentó su audacia y, después de atacar por la noche el campamento, como la lucha abierta le había dado poco resultado, al día siguiente lo rodean de fortificaciones. Antes de que éstas fueran terminadas, unos emisarios pudieronescabullirse y llevar la noticia a Roma.

Lucio Quincio Cincinato, dictador.

Nada pudo ocurrir más imprevisto ni más inesperado. Por eso el terror y el desconcierto fueron acusados como si el enemigo sitiase Roma y no el campamento. Se hizo venir al cónsul Naucio. Pero como parecía que éste representaba una protección insuficiente y se decidió nombrar un dictador para restablecer la apurada situación, Lucio Quincio Cincinato fue nombrado por acuerdo unánime.

Merece la pena que presten atención los que menosprecian todo lo humano, a excepción de las riquezas, y creen que no hay cabida para un gran honor ni para el valor, a no ser allí donde las riquezas corren a raudales. Lucio Quincio Cincinato, única esperanza del imperio del pueblo romano, cultivaba al otro lado del Tíber un campo de cuatro yugadas. Allí estaba cavando un hoyo hincando con todas sus fuerzas la azada o bien arando; lo cierto es que estaba atareado en una faena agrícola; una delegación, después del intercambio de saludos, le rogó que, para bien suyo y del Estado, vistiese latoga para escuchar las instrucciones del Senado. Sorprendido, pregunta varias veces: "¿Ocurre algo grave?", y manda a su esposa Racilia que traiga enseguida la toga de su choza. Tan pronto como se acercó vestido con ella después de limpiarse el polvo y el sudor, los legados lo saludan como dictador felicitándolo, le dicen que vaya a la ciudad, y lo informan del pánico que reina en el ejército. Por mandato oficial había una embarcación a disposición de Quincio y, después de cruzar al otro lado, lo reciben sus tres hijos que habían salido a su encuentro, luego otros allegados y amigos y, por fin, los senadores en su mayoría. Rodeado por toda aquella concurrencia, precedido por los lictores, fue acompañado hasta su casa. Hubo también una enorme afluencia de plebeyos, pero éstos no experimentaron en absoluto alegría al ver a Quincio, pues consideraban excesivo el poder dictatorial y a aquel hombre lo consideraban más riguroso aún que la propia forma de poder. Durante aquella noche hubo en Roma un servicio de guardia sin más.

Cincinato arando su campo, cuando se presenta la delegación enviada desde Roma

Lucio Quincio Cincinato trabajando en su campo, cuando los emisarios le comunican que ha sido nombrado dictador. Al fondo, a la izquierda, se ve a su mujer Racilia; y a la derecha, a Roma y al río Tíber.

Al día siguiente el dictador, después de acudir al foro antes del amanecer, nombra jefe de la caballería a Lucio Tarquicio. Acompañado por éste acude a la asamblea, proclama la clausura de los tribunales ordena que se cierren las tiendas, prohíbe que nadie realice negocio privado alguno; ordenó que los que estuviesen en edad militar se presentasen en el Campo de Marte armados y preparados para la guerra al amanecer del día siguiente. Todos se presentaron prontamente de acuerdo con las órdenes del dictador. A continuación, formadas las tropas en orden de combate, el propio dictador se pone a la cabeza de las legiones y el jefe de la caballería a la cabeza de sus jinetes. Parten así hacia el campamento romano asediado, al que llegan a media noche.

Entonces el dictador dio una vuelta a caballo e inspeccionó las dimensiones y la forma del campamento y, después, ordenó a los tribunos militares que mandaran a los soldados volver a formar las filas. Se cumplieron sus órdenes. Entonces despliega todo el ejército en una larga línea en torno al campamento enemigo y ordena que, cuando se dé la señal, todos a la vez lancen el grito de guerra; dado el grito, que cada uno cave una trinchera delante de sí y levante una estacada. Transmitida la orden, siguió la señal. Los soldados cumplen lo dispuesto; el grito de guerra resuena en torno al enemigo, sobrepasa su campamento y llega hasta el campamento del cónsul, provocando en unos pánico y en los otros una enorme alegría. El cónsul, sin perder tiempo, se lanza alcombate contra sus asediadores, pensando que el dictador ya habría hecho lo suyo con la parte exterior del campamento enemigo. Los ecuos, cuando se disponían a no permitir que el dictador losrodease con una empaladiza, abandona su propósito y combate contra el cónsul hasta el amanecer. Al rayar el alba, estaban ya cercados por el dictador y a duras penas podían sostener lucha contra un solo ejército. Entonces el ejército de Quincio, que nada más terminar los trabajos volvió a tomar las armas, ataca su atrincheramiento. Acosados por la doble amenaza, los ecuos pasaron de la lucha a las súplicas rogando a los romanos que no cifrasen la victoria en la masacre, que les dejasen marchar desarmados. El dictador accedió a los ruegos, pero quiso además deshonrarlos: manda que le traigan encadenados a su general Graco Clelio y a los mandos superiores restantes y que le entragen la plaza de Corbión; por último, los hace pasar bajo un yugo, formado con las tres lanzas, dos clavadas en tierra y una horizontal atada sobre ellas.

Dueño de su campamento, entregó todo el botín exclusivamente a sus soldados; al ejército consular y al propio cónsul los increpó recordándoles su cobardía y el peligro de que casi fueron presas. Dimite Minucio del consulado y permanece en el ejército recibiendo órdenes. A pesar de esto, aquel ejército dio su voto a una corona de oro para el dictador y, al marchar, lo saludó con el título de Protector. En Roma el Senado dispuso que Quincio entrase triunfalmente a la ciudad con las tropas en columna tal como venían. Después del triunfo, el dictador hubiera dejado el cargo de inmediato, de no haberle retenido los comicios para juzgar a Marco Volscio por falso testimonio. El miedo al dictador impidió que los tribunos pusieran trabas; Volscio fue condenado y se exilió en Lanucio. Lucio Quincio Cincinato abandonó, al cabo de dieciséis días, la dictadura que había recibido por seis meses, y regresó a cultivar su campo.

Otra imagen de Cincinato recibiendo la noticia de que había sido nombrado dictador, mientras trabajaba en su campo

Durante aquellos días el cónsul Naucio consigue una brillante victoria sobre los sabinos en Ereto. Fabio fue enviado al Álgido. Fabio fue enviado al Álgido para reemplazar a Minucio. A últimos de año los tribunos movieron la proposición de ley; pero, como estaban fuera los dos ejércitos, los senadores consiguieron que no hubiese ningún debate público; la plebe logró reelegirpor quinta vez a los mismos tribunos. Ese mismo año se purificó el Capitolio, porque habían sido visto lobos a los que hicieron huir los perros.

Guerra con ecuos y sabinos. Tensiones por la ley. El hambre y la peste.

Los cónsules siguientes son Quinto Minucio y Marco Horacio Pulvilo. A principios de este año, mientras en el exterior reinaba la tranquilidad, en el interior creaban conflictos los mimos tribunos y la misma proposición de ley; las cosas hubiesen ido más lejos, de no ser porque se anunció que, en un ataque nocturno de los ecuos, se había perdido la guarnición de Corbión. Inmediatamente se llama a toda la juventud para alistarse, sin embargo nuevamente los tribunos se oponen con gran resistencia. Cuando la situación parecía no avanzar, sobreviene una nuevaamenaza: un ejército sabino había bajado a saquear los campos romanos y de allí se dirigía a Roma. El miedo a este peligro impulsó a los tribunos a permitir el alistamiento de tropas, no sin haber puesto como condición que se creasen en adelante diez tribunos de la plebe. La necesidad arrancó esta concesión a los patricios, poniendo únicamente una restricción: que no volviesen a ver a los mismos tribunos. Los comicios para elegir tribunos se celebraron de inmediato, para evitar que también este acuerdo quedara sin efecto después de la guerra. Treinta y seis años después de la creación del tribunado fue elevado a diez su número. Hechas a continuación las levas, Minucio marchó contra los sabinos y no encontró al enemigo. Horacio, como los ecuos habían tomado ya también Ortona, libra batalla en el Álgido; da muerte a muchos; hace huir al enemigo no sólo del Álgido sino de Corbión y de Ortona.

Seguidamente fueron nombrados cónsules Marco Valerio y Espurio Virginio. Hubo tranquilidad en el interior y en el exterior. Al año siguiente, durante el consulado de Tito Romilio y Cayo Veturio, los tribunos comenzaron nuevamente su defensa de la proposición de ley. Cuando mayor actividad estaban desplegando en esta campaña, llegan temblorosos unos mensajeros deTúsculo a comunicar que los ecuos se encuentran en su territorio. Rápidamente se mandan a los dos cónsules al Álgido, donde libran batalla. Obtienen una brillante victoria y un abundante botín, que es vendido debido a la escasez del erario. Sin embargo, esta medida fue mal vista por los soldados, y proporcionó a los tribunos una base para acusar a los cónsules ante la plebe.

Como consecuencia de ello, cuando abandonaron el cargo, siendo cónsules Espurio Tarpeyo y Aulo Aternio, fueron demandados y condenados: Romilio a una multa de dos mil ases y Veturio de quince mil. A pesar de este revés para los patricios, la proposición Terentilia no podía ser votada. Abandonando entonces la ley cuyo texto expuesto al público se había hecho viejo, los tribunos hicieron a los patricios una propuesta más moderada: que pusiesen por fin término a los enfrentamientos; ya que las leyes propuestas por la plebe no eran de su agrado, al menos que consintiesen en la creación en común de unos legisladores, tanto plebeyos como patricios, para que redactasen leyes para ambos estamentos y que sirviesen para asegurar a unos y otros el mismo grado de libertad. Los patricios no desdeñaban la propuesta, pero decían que no podría redactar leyes nadie que no fuese patricio. Se envió, por tanto, una legación a Atenas integrada por Espurio Postumio Albo, Aulo Manlio y Publio Sulpicio Camerino, y se les encargó que copiasen las famosas leyes de Solón y tomasen conocimientos de las instituciones, costumbres y leyes de otras ciudades de Grecia.

Fue aquel año tranquilo en guerras del exterior, y más tranquilo aún el siguiente, en que fueron cónsules Publio Curiacio y Sexto Quintilio, con un silencio permanente por parte de los tribunos, propiciado, en primer lugar, porque se estaba en expectativa de la legación que había ido a Atenas y, en segundo lugar, porque sobrevinieron dos tremendas , el hambre y la peste, funestas para las personas y el ganado. Los campos quedaron desolados, y muchos hombres ilustres murieron, entre ellos el flamen de Quirino, un augur y el propio cónsul Quintilio.

Después fueron cónsules Cayo Menenio y Publio Sestio. Tampoco aquel año hubo guerra exterior alguna, pero en el interior estallaron los conflictos. Había vuelto ya la legación con las leyes áticas. Por ello, los tribunos presionaban con mayor insistencia para que se diese comienzo, por fin, a la redacción de las leyes. Se decreta la creación de un decenvirato cuyas decisiones seríaninapelables, y que durante aquel año no hubiese ningún otro magistrado. Se discutió algún tiempo si serían los integrantes también los plebeyos; al fin se dejó en manos de los patricios, con la condición de que la ley Icilia referente al Aventino y las demás leyes sagradas no fuesen abrogadas.