¿Quién es quién… quién es qué?

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¿Quién es quién… quién es qué?©

Angela Togeiro

Antología Poemas Y Relatos desde el Sur

Ediciones Carena Iberoamérica.

Certamen Internacional de Poemas y Relatos del

Proyecto Cultural Sur – Barcelona/ES

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En el invierno oscurece temprano. Gabriel se enfadaba con eso. El frío y el mal tiempo iban a estropear sus planes de ir a nadar a casa de Dalila. Había planeado aquel encuentro hacía diez días y ahora… Bueno, no podía saber que el tiempo cambiaría de forma repentina. La llamó por teléfono y quedaron en verse para ir al cine. Apenas dejó el auricular, entró su jefe.

“Que suerte que todavía estás aquí. Necesito que alguien vaya a ver la obra de ampliación del manicomio. Sé que trabajar fuera no te va, pero hazlo, rompe el hábito. Justino no volvió aún de Pampulha y necesito alguien allí. Vamos a entregar la obra el lunes. Es sólo para comprobar sito todo está bien.”

“¿Tengo que ser yo quien vaya? Está bien, voy, pero sólo esta vez. Yo en un manicomio…”

Gabriel subió a un taxi y en el momento de entrar su billetera cayó al suelo, lo que descubre a la hora de pagar. Da al taxista la dirección de su escritorio para que vaya el lunes a cobrar. Tocó la campanilla varias veces y nadie contestó. Recorriendo la parte lateral derecha del edificio descubrió un pequeño portón. Probó a abrirlo: no estaba trancado. Sacudió los hombros, miró hacia atrás y entró. Cerró el portón, trató de abrirlo y descubrió que se abría sólo por fuera. “Menos mal, piensa, así no hay peligro de fugas.”

Se dio de cara con un enorme patio lleno de pacientes. Las piernas le temblaron. Recordó la famosa frase: “En Roma actúa como los romanos”, eso es: “En el manicomio como los enfermos”. Apenas pensó, sonó la sirena. Los pacientes se reunieron y uno de ellos se le acercó tomándolo de la mano y diciéndole: “Hola papá, que alegría que vinieras. Ven, vamos a cenar.” Quiso retirar la mano, pero fue inútil. El tipo tenía fuerza y él no deseaba un choque físico. No sabía que clase de enfermo era. Lo adecuado era seguirlo. Entraron en un restaurante. Dos hileras de mesas, de un lado hombres y del otro mujeres. Nunca había visto hombres y mujeres separados. Tan cerca y tan juntos. Y debían estar muy enfermos para comportarse así. Tomó sopa con ellos. Su pretendido hijo levantó el plato y la bebió.

Un enfermero se aproxima, llama la atención del enfermo nombrándolo Virgilio. Mira a Gabriel.

— ¿Usted es nuevo aquí?

— Soy.

— ¿Por dónde entró que no lo vi?

— Por allí – dice Gabriel señalando la puerta, mientras Virgilio comienza a rasgar la hoja de control de la obra.

— Está bien. ¿Quién lo atendió?

— Nadie. Soy ingeniero. Vine a ver la obra.

— No recibí su ficha – dice el enfermero pensando para sus adentros: “Sólo faltaba eso, un ingeniero. Espero que se a el único, si no van a demoler el edificio”.

Gabriel mira a Virgilio que se acaba de comer la hoja. Enfurecido lo agarra del pescuezo sacudiéndolo.

— Eres un desgraciado. Tú has comido la ficha de la obra. ¡Tú la comiste! ¡Eres una mierda! Tú comiste…

El enfermero grita y otros aparecen. Lo reducen a la fuerza. Alguien le aplica un calmante.

El sol le pegó en el rostro molestándole los ojos. Colocó el brazo sobre su cara. La cena le vino a la mente. Se sentó en la cama. Mira la habitación; está en un hospital. Hay otras personas echadas sobre las camas.

Un enfermero, percibiendo sus movimientos, se aproxima, toca la campana y el médico aparece. Habla consigo mismo “Un enfermo internado sin ficha, sin diagnóstico. Era lo único que faltaba para comenzar el turno. No tenía ningún documento salvo un papel escrito: “Dalila, estoy loco por ti”. Nada más. Después de la entrevista el médico se convenció de que era la exquisitez misma. No, un persona normal no podía dar aquel tipo de respuesta. ¿O podía? El tipo casi lo convenció de que era “sano”. Casi. Sólo cuando le nombró la madre y él dijo que no llevaban bien, que detestaba que ella dirigiera su vida, tuvo la certeza de que tenía algún problema. ¿Pero quién lo había internado? ¿Sería la tal Dalila? ¿Sería su madre? ¿Una hermana? ¿La esposa? No, la esposa no, él no llevaba alianza. Estereotipos. No entendía por qué él andaba con la ficha de internación. ¿Sería cleptómano también? Iba a llamar a Virgilio para preguntarle si antes de tragarse la ficha había podido leer algo. Si supiera leer. Pero él no podía hacer nada más, era doctor de medicina general, el psiquíatra no venía hasta el lunes o en caso de emergencia.

El fin de semana terminó. El lunes, Gabriel oye el ruido de la obra. Estaba a salvo. Salió corriendo de la enfermaría a tropezones a causa de los sedantes que le dieran para mantenerlo tranquilo. Él corriendo, los enfermeros detrás tratando de atraparlo. Pierde las fuerzas y cae. Alguien le aplica una inyección. En la semiinconsciencia oye la orden de internarlo en una celda de confinamiento, como a un preso. “Cuidado con el Ángel” oye decir. El Ángel era él, Gabriel, preso en aquel infierno.

En el mundo fuera de los muros podía leerse en los titulares:

“Hijo de un diputado federal desaparece. ¿Secuestro? ¿Venganza?” (pag.7)

El texto, más preocupado en hablar de las actividades poco honestas del padre del muchacho, poco agregaba a la llamada del titular. Él no estaba implicado en las andanzas de su padre, el diputado, conocido en el país y en el exterior por sus pillerías. En el hospital nadie prestó atención a la noticia. Era un secuestro más. Uno más.

Pasaron algunos meses. Los médicos descubrieron que el Ángel no tenía enfermedad alguna. Quitando las secuelas de las dosis masivas de remedios, parecía normal. Continuaba asegurando que era ingeniero. Empezaban a creerle. Lástima que lo abandonaran allí. Nunca había aparecido nadie a visitarlo o a saber cómo estaba. Y ahora era un problema. Ocupaba una cama, el lugar de alguien más necesitado. Pero no podían dejarlo en la calle.

Al poco tiempo se ganó la confianza de todos y andaba por el predio libremente haciendo trabajos de albañilería. Cuidaba de sus colegas, les daba nociones de higiene. Era un tipo interesante. Debía ser muy inteligente. Pero ahora estaba un poco alelado. Un día fue hasta la portería a hacer unas reparaciones y vio un teléfono. Se sintió emocionado. ¡Un teléfono! Lo miró como si fuese el último trozo de pastel que todo el mundo quiere y deja para que lo coman los demás por educación. ¡Ah, cómo deseaba un teléfono! ¡De qué manera! Mira el aparato otra vez. Decide telefonear. Coloca el dedo en el dial. Pero… ¿telefonear a quién? Su cabeza está vacía, sin nombres, sin números. No Hay deseos. La necesidad ya no existía. Todo queda muy lejos. Muy lejos.

Por la noche se tira en la cama pensando en aquello. Precisa telefonear. El rostro de Dalila le viene a la mente. Sí, Dalila. Recuerda el número. Con el tubo de dentífrico lo escribe en el suelo. Se queda dormido. Continuaba loco por ella. Desde pequeño. Quería amarla y ella sólo deseaba su amistad. Él siempre seguía tras ella y nada. “¡Ah Dalila, cómo te amo!”

Soñaba con ella cuando lo despertaron. Era su voz que oía. Abrió los ojos. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Estaba soñando? ¡No! Estaba en su celda del manicomio. Y ella estaba con él. Llorando, tocándole, besándole, diciéndole amor de mi vida. ¿Habría enloquecido de verdad? Recordó el número de teléfono escrito en el suelo. Alguien debía haber llamado a Dalila.

“Gracias a Dios estoy a salvo”.

Quiso gritar, la voz presa en la garganta… las cuerdas vocales le dolieran.

Sintió un dolor, un ardor subiéndole por el pecho y sufocándole. Y llegó la libertad completa, el Ángela está libre.

Al día siguiente el diario escribe un titular:

“El hijo del diputado, desaparecido hace casi un año, muere de un infarto en un manicomio donde estaba internado por erro”. (pag.4)

Una semana después Gabriel estaba olvidado. Dalila volvió al anonimato. Sólo su padre, más bien el diputado, seguía haciendo noticia relevante.

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