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CATALINA DE ARAGÓN, Reina de Inglaterra
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CATALINA DE ARAGÓN, Reina de Inglaterra
EL MATRIMONIO DE ENRIQUE Y CATALINAEnrique VIII y Catalina de Aragón se casaron el 11 de Junio de 1509 en la iglesia franciscana de Greenwich en una ceremonia privada y discreta. Él estaba por cumplir dieciocho años y ella tenía veintitrés. A pesar de sus años de calvario, soledad, frío y enfermedades, Catalina apareció radiante y virginal: vistió de blanco, con el pelo largo y suelto como símbolo de la mujer pura y casta. En el transcurso de la ceremonia, el arzobispo de Canterbury, antes de sellar ante Dios la real unión, dijo lo siguiente: " Ilustrísimo Príncipe, ¿ es vuestra voluntad cumplir el Tratado Matrimonial y, dado que el Papa os ha dispensado a lo referente a esta unión ( con Arturo), tomar a la princesa aquí presente por vuestra legítima esposa? ". Tras el sí del joven monarca, todo estaba en orden. Él, por voluntad propia se casó con Catalina, con la autorización y la bula papal, y sin presión alguna. No hubo celebraciones públicas y, al parecer, tampoco se observó la ceremonia tradicional que consistía en acostar a los recién desposados.
Al describir la noche de bodas que siguió, al rey Enrique le agradaba jactarse de que en realidad había hallado en su esposa “ una doncella ”. La coronación estaba fijada para el día de san Juan Bautista y Enrique deseaba que su esposa compartiera la coronación con él. El día 21 de junio, los reyes y la corte se trasladaron a la Torre de Londres, donde tradicionalmente se alojaban los soberanos antes de ser coronados.
LA CORONACIÓN DE LOS REYES DE INGLATERRAEl rey quiso aprovechar la oportunidad de su boda y de su coronación para congraciarse con su pueblo. Limpió las calles, hizo fiestas, hubo música en cada uno de los barrios y juegos florales. Los colores escarlata y rojo, blanco y verde, los colores de la casa real de los Tudor, engalanaron todos los rincones. El 23 de junio, Londres se llenó de alegría cuando el rey y la reina atravesaron en procesión Cheapside, Temple Bar y el Strand hasta el Palacio de Westminster. En honor de la coronación, los edificios que bordeaban la carrera estaban adornados con tapices y de los caños manaba vino que la gente podía beber sin pagar nada.Enrique cabalgaba debajo de un palio que portaban los barones de los Cinco Puertos, precedido por sus heraldos. Estaba resplandeciente enfundado en un jubón de oro con piedras preciosas engarzadas debajo de un manto de terciopelo carmesí, forrado de armiño, y sobre los hombros un tahalí de rubíes. Catalina, con su abundante y reluciente cabello rubio-rojizo cayéndole por la espalda, vestía de raso blanco bordado y pieles de armiño. Seguía a su esposo en una litera adornada con colgantes de seda blanca y cintas doradas, soportada sobre el lomo de dos palafrenes blancos aderezados con paño blanco de oro. Sus damas, con soberbios trajes de terciopelo azul, la seguían montadas en mansos corceles no menos vistosos.
La abuela de Enrique, Margarita Beaufort, que contemplaba la procesión desde una ventana de Cheapside, lloraba de gozo, impresionada por el espectáculo. Caía ya la tarde cuando el rey y la reina llegaron al Palacio de Westminster. Enrique y Catalina velaron toda la noche antes de la coronación en la capilla de San Esteban.
El 24 de Junio, Enrique y Catalina se trasladaron a Westminster, donde él sería coronado rey y ella reina consorte. El cortejo iba presidido por el rey que vestía un lujoso traje que acentuaba su virilidad. Llevaba una capa de terciopelo carmesí con pieles de armiño. Entre las joyas del monarca destacan varios rubíes, esmeraldas y enormes perlas cosidas a su traje. Iba subido en un corcel engalanado con sedas y ornamentos de damasco. Tras él iban nueve pajes vestidos de gala, con trajes de terciopelo celeste. Los caballos de los efebos iban ataviados con telas negras, donde se habían bordado con primor los escudos de todas las posesiones reales: los de Inglaterra y Francia, Gascuña, Guyena, Normandía, Anjou, Gales, Cornualles e Irlanda.Detrás de los pajes iba Catalina en una litera tirada por dos elegantes caballos mansos. Las blancas crines impedían que resaltase el raso blanco, perfectamente bordado con hilos de oro, de parte del vestido de quien iba a ser coronada reina. Catalina llevaba un traje de seda blanco y sobre su cabeza reposaba una corona de oro en la que se habían engastado seis zafiros y diversas perlas. En una de las manos sujetaba con recio pulso un cetro de oro rematado con una paloma. Tras la reina iban seis caballeros con guarniciones de oro. Un carro situado mucho más atrás conducía a las damas más notables de la corte. Catalina miraba a un lado y al otro de su calesa, exhibiendo la más bella de las sonrisas.
El rey llegó a la Abadía y descendió de su caballo. Con paso lento y seguro, fue caminando por la alfombra repleta de hierbas aromáticas y flores frescas, cogidas esa misma madrugada. La reina detrás, como mandaba el protocolo. Cuando los reyes y nobles traspasaron la puerta, el gentío rompió los cordones de seguridad y destrozó la alfombra. Todos querían guardarse un trozo como recuerdo de tan señalado día.
Mientras el bullicio de Londres esperaba fuera la salida de los reyes de Inglaterra, en la abadía, los cánticos y los coros se sucedían. Enrique fue ungido con el aceite sagrado y juró ante Dios y ante la corona. A continuación el arzobispo Warham procedió a consagrarle con la corona de San Eduardo el Confesor. El coro rompió a cantar Tedeum Laudamus mientras treinta y ocho obispos conducían al monarca recién consagrado hasta su trono para que recibiera el homenaje de sus súbditos principales. Tras la ceremonia de coronación de Enrique VIII, se celebró la investidura de Catalina como reina consorte.En una ceremonia mucho más corta, fue coronada con una pesada diadema de oro engastada con zafiros, perlas y rubíes. Sus ojos brillaban al igual que las joyas; miraba a su marido, sonreía y lloraba de la emoción. Cuando la pareja real salió de la Abadía, el rey llevaba la corona "imperial" o corona arqueada, que era más ligera, y una vestidura de terciopelo de color púrpura forrada con armiño, mientras la multitud profería vítores, sonaban el órgano y las trompetas, atronaban los tambores y replicaban las campanas para señalar que Enrique VIII había sido coronado gloriosamente por el bien del país entero.
A la salida de Westminster el cortejo paseó lento por las calles de Londres. Las campanas repicaban sin cesar. Caía una lluvia de flores. Y se alzaban los vítores de " Larga vida al rey Enrique VIII " y " Dios salve a la Graciosa Reina ". Era un pueblo emocionado, que veía pasar a unos reyes jóvenes también emocionados. Hacía décadas que el pueblo inglés no se volcaba con un acontecimiento regio como ése. Enrique, agradecido, abrió los grifos del vino y regaló tan suculento caldo a todo el que quisiera, en diversas plazas y parques de la ciudad. Pero hay crónicas que muestran otros capítulos de esas fiestas de esponsales y coronación de los reyes de Inglaterra. Dicen que al paso del cortejo por una taberna que llevaba el nombre de Cardinal's Hat ( El sombrero del cardenal), sin previo aviso, empezó a tronar y llover de tal manera que el palio que resguardaba a la reina no pudo impedir que su manto de pieles de armiño se mojara. Muchos han visto en esa imagen una premonición de lo que sucederá en años posteriores.Se gastaron 1500 libras en la coronación de la reina solamente, tres veces la suma que habían costado las celebraciones de la boda en 1501 y apenas 200 libras menos de cuanto se dedicó a la coronación del propio rey. Fueron necesarias alrededor de 1830 metros de tela roja y otros 1500 de tela escarlata superior. Se hicieron cuidadosas listas de aquellos con derecho a lucir la nueva librea diseñada de terciopelo carmesí.
EL BANQUETEDespués de la coronación, los Reyes encabezaron la gran procesión de vuelta a Westminster Hall para el banquete correspondiente, que debía ser " más grande que el que César alguno haya conocido". Una vez se hubieron sentado todos, sonó una fanfarria y el duque de Buckingham y el conde de Shrewsbury entraron en la sala montados a caballo para anunciar la llegada de las suntuosas, excelentes y delicadas viandas en gran abundancia. Cuando hubieron dado cuenta del segundo plato, el Paladín del Rey, sir Robert Dymmocke, se paseó por la sala montado en su corcel antes de arrojar su guantalete con el desafío acostumbrado a quien se atreviese a impugnar el título del rey. Enrique le recompensó con una copa de oro. Para realzar la triunfal coronación, se celebraron justas y torneos en los jardines del palacio de Westminster. Las celebraciones continuaron durante varios días, poniendo fin a los festejos la muerte de Margarita Beaufort el 29 de junio.
Retrato de Catalina de Aragón por Mark SatchwillLOS AÑOS FELICESSir John Russell recordaba a Catalina al llegar a reina como una mujer a la que no era fácil de igualar en belleza. Era pequeña, elegante y delicada, con los movimientos gráciles y rítmicos de una bailarina. Los embajadores opinaron que era encantadora, la corte fue de la misma opinión y Enrique la encontró más encantadora que nadie. Los esposos estaban enamorados el uno del otro como prueban las cartas que se escribieron poco después.Enrique en respuesta a las felicitaciones y agradecimientos de su recién estrenado suegro, le escribió una larga misiva en que, gozosamente, se vanagloriaba de su amor por ella, pasando al tiempo revista a todas las virtudes que en su esposa veía. Había"rechazado a todas las damas del mundo" que le habían sido ofrecidas para casarse con Catalina y no se arrepentía. Sus "eminentes virtudes brillan, afloran y aumentan cada día". Tras seis semanas de matrimonio podía aseverar que, en caso de tener que elegir de nuevo, la escogería "a ella por esposa antes que a todas las demás". A Enrique le gustaba decir a la gente que amaba de verdad a la mujer con la que se había casado.
El rey regaló a su esposa el misal que había pertenecido a su madre Isabel de York, con rosas blancas y otros emblemas yorkistas en él, y en el que escribió una dedicatoria a su amada reina: "If your rememberance of me be through my affection, then I shall not be forgotten in your daily prayers, for I am yours, Henry R., forever". Catalina le respondió escribiendo en el misal: "By daily reverence you shall find me to be both loving and kind"(Por diaria adoración, me encontraréis amorosa y amable) .
En cuanto a Catalina, los autores ingleses hablan de su adoración por su esposo, el joven rey, alto y atlético. Y no era para menos: medía 1'88 metros y su tórax medía un metro de circunferencia, su cintura era de 89 centímetros, tenía buena voz, era alegre, bailarín incansable, componía música y conocía el latín. Para dirigirse a él empleaba fórmulas diversas: "Vuestra Gracia", "esposo mío" o incluso "Enrique mío".Poco después de su boda, el confesor de Catalina dijo de ella que se encontraba en "la mayor alegría y contento que jamás hayan existido". Lo único que faltaba para completar la felicidad de la real pareja y asegurar la sucesión, era un hijo. Enrique VIII la llamaría"mujer de suma dulzura, de suma humildad y afabilidad", a la vez que un enviado flamenco la consideró "dama de natural animado, bondadoso y gracioso", "siempre tenía una sonrisa en el semblante", incluso en la adversidad. La felicidad de Catalina se deja entrever en sus cartas posteriores a la boda. Adoraba a su enérgico, caballeresco y joven marido y seguía reverenciando a un padre que le había permitido "casarse tan bien". En cuanto a su esposo, "entre las razones que me obligan a quererlo más que a mí misma, la más fuerte, aunque es mi marido, es que sea un hijo tan fiel de su alteza", decía a Fernando de Aragón, "con un deseo de mayor obediencia y amor para serviros del que nunca haya tenido un hijo para con su padre".
Los emblemas personales de Catalina, de la granada - que se refería no sólo a su crianza en Granada, sino que era también un símbolo de la fertilidad -, y el haz de flechas, pronto se vieron por doquier en los palacios reales, entrelazadas con las rosas, las coronas y los rastrillos de los Tudor. El lema que adoptó como reina de Inglaterra fue"Humble and Loyal" (Humilde y leal).Las divisas de Catalina también adornaban muchas de las joyas de su inmensa colección, entre las que estaban las joyas oficiales que iban pasando de una reina consorte inglesa a otra. Incluso, algunas tenían fama de poseer poderes sobrenaturales, como un anillo del que se decía que podía curar las convulsiones. Catalina solía vestir con un broche que incluía el símbolo de la fruta de la granada.
En el escudo de Catalina de Aragón como reina consorte de Inglaterra se observa en la parte derecha, las armas de los Reyes Católicos ( castillos, leones rampantes, barras y una granada, que representan a los reinos de Castilla, León, la corona de Aragón y Granada ). En la parte izquierda, las armas de Enrique VIII ( tres leones pasantes sobre un fondo rojo del escudo de Inglaterra y tres flores de lis sobre un fondo azul del escudo de Francia, como reivindicación del trono francés). Como adornos exteriores vemos las figuras de un león rampante en oro coronado con la corona de San Eduardo y el águila de San Juan, adoptada de la heráldica de los Reyes Católicos, sosteniendo el escudo.
Era de acuerdo con la costumbre, que el rey y la reina vivieran en dos casas paralelas con sus propios servidores. Por esta razón la presencia de la reina fue muy bien recibida después de un intervalo de más de seis años, ya que aumentaba sustancialmente la cantidad de puestos disponibles en la corte. Al casarse, Enrique asignó ciento sesenta personas para que a su esposa no le faltara ni un detalle, ni un lujo, ni un servicio. La mayoría eran mujeres, y sólo ocho eran damas de honor de la reina. Muchas de las damas de Catalina iban y venían. Unas se casaban, otras pasaban al servicio de otras reinas o de otras damas de alta alcurnia. Sería interminable mencionar a todas y cada una de las damas que sirvieron a Catalina de Aragón durante su reinado. Lo que sí podemos decir es que fue la esposa de Enrique VIII con menor número de damas de honor.Había sólo ocho españoles en la casa de la reina, entre ellos su secretario Juan de Cuero, sus damas de honor María de Salinas e Inés de Venegas, su apotecario y sus médicos, el humanista Fernando Vitoria y Miguel de la Sá. La mayoría de sus sirvientes españoles ya habían vuelto a España. Dos ingleses devotos, el padre William Forrest y el observante John Forest, estaban entre los capellanes de Catalina. Su confesor desde 1508 era el franciscano castellano fray Diego Fernández. Entre los sirvientes masculinos más importantes estaba Robert Poyntz, que con los años sería ascendido a canciller de la reina; todo lo que sucedía alrededor de Catalina pasaba por sus manos. El primer Lord Chambelán de la reina era el venerable conde de Ormonde, pero en mayo de 1512 su puesto fue ocupado por Lord Mountjoy.
A la reina le encantaban las joyas, los vestidos elegantes, los colores fuertes y llamativos y que todo a su alrededor armonizara con tales inclinaciones. Sus damas las más guapas y las mejor vestidas, sus estancias y tapices los más espléndidos, su servicio el más pulcro y organizado. Catalina exigía mucho a su casa pero era amable y todas las personas que la servían acababan teniéndole mucho cariño. Fue ella quien introdujo en Inglaterra el verdugado español, que eran unas enaguas a las que una serie de aros de caña, ballena o acero daban rigidez. Esta prenda se llevaba debajo del vestido y las sayas y estuvo de moda durante todo el siglo XVI.Solía peinarse de forma sencilla, dejando caer unos mechones de su pelo sobre los hombros, una provocación que le estaba permitida, pues las mujeres casadas debían ir siempre con el pelo recogido y sólo las solteras y las reinas podían dejar que su melena se posara sobre los hombros. Otras veces, en días de invierno o frío, se cubría la cabeza con un gorro veneciano.
Catalina cumplía su función civilizadora en la vida social de la corte, suprimiendo lo vulgar y lo soez. Inculcó unos modales férreos y elegantes que, por lo menos delante de ella, debían ser cumplidos. Así, no podían beberse muchas copas de vino en su presencia y los ademanes en los bailes debían ser divertidos, sin rayar en la indecencia. El galanteo podía existir, e incluso existía, pero siempre respetando la cortesía y la buena educación. Esperaba que sus damas se comportaran tan decorosamente como ella, prohibía todas las diversiones vanas en su casa y daba entrada en su círculo a miembros de la antigua nobleza, que aportaban un contrapeso a los briosos jóvenes que rodeaban al rey.En esos años de la vida de Catalina de Aragón nos encontramos ante una mujer alegre, simpática y amiga de los lujos y de las diversiones, participaba en las fiestas y torneos que se celebraban, casi semanalmente, en la corte. La reina amaba la música y el baile tanto como Enrique y su destreza en ambos era tan notable como la de él. A menudo bailaba con sus damas en la intimidad de su cámara, pero en estos primeros años con frecuencia estaba embarazada, por lo que la pareja habitual de Enrique era su hermana María. En una de sus cartas escribió a su padre: "Aquí las noticias son que estos reinos de Su Alteza, gozan de gran paz y abrigan gran amor al Rey, mi señor, y a mí. Nuestra existencia es una fiesta continua ". Enrique VIII y Catalina de Aragón llevaron un aire fresco, juventud y diversión, a los palacios de Londres.
Amante de los pasatiempos, Catalina se reía de las bufonadas y con los cómicos de su corte, y también sabía apreciar la buena música que sonaba en las fiestas y los bailes de palacio. Nunca faltaban dos entretenimientos: las mascaradas y los torneos. En esos espectáculos la reina tenía un papel pasivo de espectadora, mientras que su marido era uno de los asiduos participantes en justas y comedias. El rey siempre lucía las divisas de Catalina cuando competía en las justas y escribía poemas y canciones para ella. En cada una de las cotas de malla Enrique se hizo bordar con hilos de oro, o troquelar en la pechera o en la coraza, las letras H & K ( Henry and Katheryn ). Pero el pasatiempo favorito del rey era verdaderamente peligroso. Catalina a punto estuvo de ser una viuda del deporte en 1524 cuando Enrique sufrió uno de sus accidentes más graves al dejarse levantada la visera de una nueva armadura.El rey era un amante incondicional de las mascaradas y a veces elegía a algunos de sus cortesanos para disfrazarse y entrar por sorpresa en la cámara de la reina para bailar y divertirse. Las damas de honor, con gritos de sorpresa en un principio, de diversión y alborozo después, se dejaban llevar por esos enmascarados. Catalina, silenciosa pero con la sonrisa en los labios, reconocía en seguida a su marido. Era siempre el más alto de todos, el más corpulento. Por muy frecuentemente que Enrique se disfrazase con vestimentas originales y llamativas, Catalina nunca le decepcionaba. Ni sospechando que era su marido ni dejándose de sorprender totalmente cuando él se daba a conocer. Siempre se sorprendía cuando el joven rey levantaba su máscara y miraba con ojos de recién enamorado a la reina, quien reía y aplaudía la sorprendente fiesta.
Cada una de las fiestas se cerraba o se precedía con un buen banquete. Catalina, como lo hacía su madre en la corte española, supervisaba la cocina y cada uno de los platos que iban a servirse. La reina incluso daba un toque exótico a los banquetes al ofrecer ricos postres de naranjas, una fruta desconocida para los ingleses. A veces la ofrecía en gajos y otras en ricos pasteles. Para Enrique VIII esta fruta era uno de los manjares más deliciosos que había probado. Otra parte del exotismo que ofrecía Catalina a la corte era la música traída de España. Nuevos instrumentos, nuevas y alegres melodías que gustaban a los nobles.Catalina iba siempre allí donde estaba su marido. Uno de los lugares más queridos por la reina era Easthampstead Park, una pequeña casa en los bosques cercanos a Windsor, donde Enrique solía ir a cazar. Posiblemente le gustaba ese recogido palacio por su amor al deporte cinegético y los paseos a caballo. En ocasiones los reyes cabalgaban juntos por los bosques. Ella era una amazona excepcional, cabalgaba sin miedo con tanto atrevimiento como un hombre, aunque no siempre podía seguir el ritmo de los alocados galopes de Enrique. No acostumbraba a salir a cazar con su marido, pues él prefería las batidas de ciervos con perros y arqueros, pero sí gustaba de la cetrería y de los paseos a caballo junto a sus damas. Para sus paseos utilizaba una silla de montar española.
Después del almuerzo era frecuente encontrar a Enrique en los aposentos de la reina, hablando de política, teología o libros, recibiendo visitas o sencillamente "disfrutando como de costumbre con la reina". A menudo cenaba allí y siempre rezaba las vísperas con su esposa. Enrique entrelazaba las iniciales de Catalina con las suyas en todos los rincones de sus estancias y en las mangas de todos sus vestidos. Siempre la estaba buscando para ofrecerle un nuevo regalo, presentarle un nuevo músico, para compartir con ella el último libro de Italia o la última remesa de noticias de sus embajadores. Enrique puso el mundo que poseía a sus pies, ante cualquier cosa que se le ofreciese como fiesta, diversión u obligación, su contestación era siempre la misma: "veremos que opina la reina".En los pensamientos del joven rey estaba siempre su esposa Catalina. Pensaba constantemente en lo que podía agradarle. No sería extraño que la princesa a la que había rescatado y puesto en su trono hubiera sido su primer amor. Juan Vinyol, un español que viajó a la corte inglesa con uno de los embajadores de Fernando al año siguiente de la boda, recordaba más tarde que "el rey quería mucho a la reina ... afirmando públicamente en francés que Su Alteza era feliz porque era dueño de un ángel tan bello y que había conseguido una flor". Una delegación española que se reunió con la pareja real en Winchester en 1512 lo vio alabar abiertamente a su esposa y demostrar su amor por ella. "La abrazaba y la besaba en público, y la trataba con mimo y con cariño", recordaba Hernando López, uno de los miembros de dicha delegación. "Todos los nobles que allí estaban presentes, tanto los prelados como los caballeros, se admiraron del inmenso amor que el rey le profesaba a la reina".
Otro visitante español, Juan de Lanuza, entregó a la reina Catalina una carta de su padre y encontró absolutamente excesivo a Enrique en su adoración. "Esta, al ver que la carta había sido escrita por su padre, la guardó entre el pecho y el vestido", recordaba Lanuza años después. "Cuando el rey de Inglaterra vio la carta escondida en el pecho de la reina, dijo que tenía celos de esa carta, porque estaba en su pecho". Enrique, que a la sazón se mostraba muy fogoso, incluso invitó a Lanuza a dar un buen vistazo a la reina solo para comprobar lo bella que era.
Cuando el rey Enrique decidía hacer el amor con su esposa eran descorridas las cortinas de su cama, se enviaba a buscar su camisón o bata, lo ayudaban a ponérselo y se llamaba a una escolta de pajes o servidores del dormitorio para que lo acompañaran con antorchas por el pasillo, que debía de estar limpio y despejado, a la cámara de la reina. La evidencia indica que Enrique tomaba esa ruta conyugal con gran regularidad. El rey necesitaba herederos, por lo cual tenía todas las razones para hacer asiduamente el amor con su esposa. En el caso de Enrique VIII, dado su afecto original por Catalina y el hecho de que ella no fuera ni vieja ni fea ni carente de encantos, era un deber de estado pero también agradable. Como no tardaron en descubrir, Catalina tampoco tenía problemas para concebir. En los primeros días de sus embarazos, que eran proclives a accidentes, los espacios que los separaban eran de tan sólo dos meses. El regocijo y la alegría, por tanto, eran abundantes.A la reina le gustaba pasar diversos momentos del día en sus estancias privadas con sus damas. Allí bordaban y cosían, además de leer pasajes de la Biblia y de la vida y obra de los santos fundadores de la Iglesia. Tendrá a gala bordar y cuidar personalmente de la ropa del rey, bordaba en blanco y negro que eran los colores de Castilla. También bordaba manteles de altar y vestiduras de clérigos. Supervisaba la dirección de la casa real, administraba sus propiedades, presidía los Consejos que celebraban sus funcionarios principales y atendía a las obras de caridad que le granjearon el amor del pueblo inglés. Infatigable lectora, organizará sus bibliotecas de Greenwich y Richmond con la inestimable ayuda del joven John Leland.
Catalina cuidaba de su Casa. Regalaba ropa y, siguiendo el ejemplo de su suegra, copias de libros de horas hermosamente iluminados para sus damas. "Considero las oraciones de un amigo las más aceptables", escribió Catalina en el interior de un libro de horas de un admirador," y puesto que os considero un amigo mío... os ruego que me recordéis en las vuestras." No solo pagaba salarios, sino que a menudo ayudaba a los miembros de su Casa a conseguir segundos ingresos de su marido o a obtener valiosas licencias para la exportación de lana o cerveza.
Enrique VIII encontró en Catalina a la perfecta reina: consejera, amiga y esposa. El rey tenía a su lado a una mujer con carácter, con un verdadero espíritu de independencia y con decisión para poder influir en cada momento en la vida social y cultural. La reina tenía una cabeza clara y equilibrada, nunca demasiado turbada por ningún tipo de dudas. Durante sus siete años de viudez había aprendido a confiar en sí misma, a tomar sus propias decisiones, a atenerse a su propia opinión. En los primeros tiempos del reinado de Enrique, ella era una de las pocas personas en las que él podía confiar para pedir consejo. Tenía aún la inseguridad de un niño que ha visto poco mundo, en cambio a ella las vicisitudes le habían hecho madurar muy por encima de su edad y además amaba a su esposo. Él la necesitaba para que alimentara su autoestima, para que, viviendo para él, pudiera dar más firmeza y raíces a su vida. Enrique hacía que su esposa participara de las graves decisiones del gobierno, buscaba su beneplácito como garantía para no errar: "la reina tiene que escuchar esto",son sus respuestas a los más inmediatos consejeros. Ella le allanaba el camino. Hacía todo tan sin forzar las cosas y con tanto tacto que parecía como si el propio Enrique las estuviera haciendo.
La mejor prueba de que su tacto allanaba las cosas, está en el campo de los asuntos exteriores. Cuando Catalina se casó con Enrique estaba acreditada como embajadora de su padre en la corte inglesa y Fernando confiaba en ella tanto como jamás había confiado en nadie. Y ella tenía, gracias a las cartas e instrucciones confidenciales de su padre, un cierto conocimiento de sus verdaderos puntos de vista, de sus objetivos inmediatos. Durante los cinco años posteriores a su matrimonio, Catalina continuó siendo el verdadero agente sobre el terreno de la política española y durante todo ese tiempo, el gobierno de Enrique VIII siguió con precisión los pasos marcados por Fernando en España. Sin embargo, aunque uno o dos de los más agudos miembros del Consejo inglés y el atento embajador veneciano atisbaban algo de la extensión real de la influencia de Catalina, esta se ejercía con tan poca ostentación que incluso el embajador oficial español que llegó a comienzos de 1510, no se percató de ella.
Copa de Brindis HowardA Enrique le obsesionaban los relojes y los barcos. De los primeros tenía una colección inmensa e hizo que la reina se aficionara al apasionante mundo del paso del tiempo. Catalina decoró la mayoría de las salas de su palacio con bellos relojes de excelente maquinaria. El que más apreciaba era uno regalado por su marido y que tenía la forma de un libro. Era de color dorado y solía estar colocado en una de las mesitas de la sala de audiencias de la reina. A pesar de su belleza no era la pieza más valiosa, pues allí se encontraba la Copa de Brindis Howard. Un elegante cáliz formado por un cuenco de marfil y plata dorada adornado con piedras preciosas que Catalina había heredado.
En 1520, Catalina y Enrique poseían copas doradas con sus nombres grabados en los bordes, un salero de oro con las iniciales H y K grabadas y rosas esmaltadas, y un aguamanil de oro con rosas blancas y rojas esmaltadas que la reina había dado al rey. Las iniciales también fueron cinceladas en ricos candeleros para una capilla. Otro regalo de Catalina a su esposo consistió en un par de buenas jofainas que llevaban grabadas más formalmente las armas de Inglaterra y España.
Enrique VIII se dedicó a reforzar la marina de Inglaterra, invirtiendo importantes recursos y triplicando el número de barcos de guerra. Estaba decidido a hacer lo necesario para que su marina fuese una potencia a la que hubiera que tener en cuenta en los mares del mundo. La reina Catalina siguió gustosamente el ambicioso programa naval de su marido para proporcionar a Inglaterra una armada permanente. En junio de 1514, Enrique botó el mayor de los barcos construidos hasta entonces, elHenry Grace à Dieu, al que se daría en llamar Great Harry. El rey y la reina, acompañados por la hermana del monarca, la princesa María, varios embajadores y la corte entera, fueron en sus falúas de ceremonia desde Greenwich hasta Erith, donde se encontraba el gran barco de guerra. Testigos presenciales afirmaron que fue el mayor espectáculo jamás visto en el río Támesis. Cuando el rey y la corte subieron a bordo del espléndido barco, éste fue bendecido con muchas misas, incluida una misa mayor cantada para la bendición. Luego Enrique enseñó el barco a todos.
El 29 de octubre de 1515, la reina Catalina contribuyó a instaurar la vieja tradición inglesa por la cual las mujeres de la monarquía botan barcos de la armada como el poderosoPrincess Mary, una enorme nave de cuatro mástiles repleta de bronce y cañones de hierro. La envergadura del barco, que transportaba hasta 207 piezas de artillería y era impulsada por 120 remeros, triplicaba la de las mejores galeras de Venecia. La botadura no sólo incluyó una cena formal, sino también una misa oficiada en cubierta, sobre la cual se esparció una capa de grava para la ocasión. A los franceses les preocupaba tanto el barco que Wolsey al final dijo a su embajador que no había sido construido para atacarlos, sino simplemente "para procurar placer y un pasatiempo a la reina y a su hermana, la reina María".
La pasión compartida por los barcos pronto llevaría a Enrique a encargar la construcción del que podríamos considerar el primer yate real de Inglaterra. La bricbarca, con unos camarotes especialmente panelados y amueblados para la pareja real, se terminó en 1518 y fue bautizada -en honor a su esposa- como Katherine Pleasaunce.
Catalina también apreciaba los animales domésticos. Los perros hacían compañía a las damas, pero la reina, al parecer, prefirió la de un animal mucho más exótico que fue la diversión de la corte durante unos años. Un mono. La corte era todo un zoológico. Al mono de la reina y los cachorros de las damas había que añadir los canarios y ruiseñores que gustaban al rey, que los cuidaba con un celo y mimo extraordinario.El rey poseía una cuadra magnífica de hasta doscientos caballos. Sus favoritos eran los ágiles corceles beréberes o los ligeros corceles napolitanos, que importaba de Europa con un coste de hasta 40 libras cada uno. Varios de ellos eran regalos de príncipes que pretendían ganarse su amistad. En 1509, la reina Catalina pidió a su padre que “enviase al rey mi señor tres caballos, una jaca española, un caballo de Nápoles y uno de Sicilia, pues mucho los desea y me ha pedido que se los suplicara a Vuestra Alteza, y también que ordenéis que se envíen por el primer mensajero que venga aquí ”.
Catalina, a pesar de las diversiones de la corte, seguía siendo una mujer devota y religiosa, como lo fue en sus años de desolada viudedad y como lo será en años venideros. La educación religiosa que recibió de su madre, de sus maestros, pervivía en sus hábitos de misas y confesiones. Hizo decorar su capilla privada con un crucifijo que había traído desde España y con dos imágenes de dos santas a las que veneraba: Santa Catalina y Santa Margarita. En su capilla no había reclinatorio ni cojines. Tenía la costumbre de orar siempre hincando sus rodillas en el frío y duro suelo, y pasaba horas entregada a sus devociones.Se levantaba a medianoche para rezar los maitines y de nuevo al amanecer para oír misa y ayunaba todos los viernes y sábados, en las vigilias de los días de los santos y durante la cuaresma. Luis Caroz, embajador del rey Fernando durante los primeros años del reinado de Enrique VIII, afirmó que todos estos ayunos hicieron que Catalina sufriera períodos irregulares y es casi seguro que tuvieron algún efecto en su historial obstétrico. La reina confesaba sus pecados todas las semanas y recibía la eucaristía los domingos. Hizo varias peregrinaciones a Nuestra Señora de Walsingham, Nuestra Señora de Caversham y otros santuarios. Tenía especial devoción a los franciscanos. En años posteriores, llevaba el hábito de sarga de la Tercera Orden Secular de San Francisco debajo de sus vestiduras reales.
PRIMER EMBARAZOCatalina no tardó en quedarse embarazada. Era una de las mejores noticias, pero hasta los cuatro meses de gestación no se anunció oficialmente. Enrique VIII le comunicó la noticia por carta a su suegro, el rey Fernando de Aragón, diciéndole no sólo que la reina estaba en estado de buena esperanza sino que el niño en su vientre estaba vivo. Y en la misma carta, Catalina quiso que esa buena noticia llegara hasta su hermana, la reina Juana, recluida en Tordesillas.Enrique se mostró muy impaciente durante los meses de gestación. No faltaba día que no estuviera en las salas de la reina preguntando por su salud, interrogando a médicos y damas sobre el desarrollo del regio y fantástico embarazo. Gastó parte de su tesoro en comprar nuevos útiles para el heredero que estaba por venir. El 31 de enero de 1510, la reina tuvo las primeras contracciones. Algo no iba bien. No se habían cumplido los nueve meses. Catalina sólo llevaba siete meses de embarazo. Con nerviosismo y preocupación se prepararon las alcobas para que la reina alumbrara. Entre gritos de dolor, Catalina prometió que si todo salía bien donaría su tocado al santuario de San Pedro Mártir. El rey se mantuvo durante horas inquieto, incluso irritado. La niña nació muerta. Fue un duro golpe para el matrimonio real.
Según afirman algunos historiadores, a pesar de que Catalina había perdido al bebé que esperaba, su abdomen quedó redondeado y comenzó a aumentar de tamaño. Lo que llevó a su médico a creer que se trataba de un embarazo gemelar. Quedaba el otro gemelo por nacer. Los Reyes, apenados por la muerte de su hija, se aferraron a esta esperanza incluso cuando Catalina comenzó a menstruar de nuevo. Lamentablemente, el vientre de la reina disminuyó de volumen. Catalina no estaba embarazada después de todo. Había sido un embarazo fantasma.Por algún tiempo la pobre Catalina no le comunicó a su padre que su primera hija había nacido muerta y cuando lo hizo, le pidió que no se enfadara con ella, pues había sido la voluntad de Dios. Fernando de Aragón le había dado muchos buenos consejos para el embarazo, incluida la necesidad de desistir de escribirle a él con su propia mano. Para su padre fue ésta una muy mala noticia, que se unía a la de la muerte, el año anterior, del hijo que había tenido con su segunda esposa Germana de Foix. En todo caso, para el momento en que Catalina le dio la noticia, el 27 de mayo, ya hacía siete semanas que estaba embarazada de nuevo aunque, según la costumbre de la época, era demasiado pronto para mencionar el hecho.
EL NACIMIENTO DEL PRÍNCIPE ENRIQUENada más terminar las celebraciones de año nuevo, la reina Catalina empezó a sentirse mal. Unos dolores en el vientre hacían entrever el inminente parto. Antes de entrar en la sala, Catalina pidió que todo su pueblo rezase para que Dios le concediera buena suerte. Entró en su alcoba y la acompañaron sus damas, sólo mujeres estaban con ella, pues ningún hombre tenía permiso para estar presente en tan delicado momento. Catalina prefirió dar a luz en su cama y se vistió con una bata holandesa y unas enaguas. El 2 de enero de 1511, la reina dio a luz un príncipe, lo que llenó de júbilo al rey y la corte. Era un niño rubio de ojos azul intenso y de mofletes regordetes y muy sonrojados. Su aspecto era saludable. Los cañones de la Torre de Londres dispararon salvas de honor. Las campanas de toda Inglaterra repicaron durante horas. En todas las capillas se oía el Te Deum como rezo de agradecimiento y hubo procesiones triunfales por todo Londres.
Con el fin de que sus súbditos pudieran compartir la alegría que le embargaba a causa del nacimiento de su hijo varón y heredero, Enrique VIII ordenó que se encendiesen hogueras en las calles de Londres y que el Lord Mayor tomase las medidas necesarias a fin de que se sirviera a los ciudadanos vino gratuito para brindar por la salud del príncipe. Los correos partieron velozmente para anunciar a toda la Cristiandad la buena fortuna del rey. Los embajadores de Roma, Venecia, España y Francia no tardaron en felicitar a los reyes por la alegre noticia. El recién nacido, para enseñarlo a visitas importantes, lo colocaban en una cuna tapizada de color carmesí y adornada con bordes dorados con el escudo de armas de su padre sobre la cabeza.
La reina se había mudado a una cama de ceremonia instalada en su salón de audiencias, donde, envuelta en un manto de terciopelo carmesí, recibía a los invitados y a las personas que acudían a expresarle sus buenos deseos. Era costumbre que las reinas permanecieran en cama durante un máximo de cuarenta días después del parto, antes de ser purificadas en una ceremonia especial llamada “misa de parida”, después de la cual ya no las consideraban impuras y podían reanudar su vida normal. Las reinas no daban el pecho, para ello se contrataba a un ama de leche, con lo que la real madre quedaba libre para concebir otro heredero para la dinastía.A los cinco días de nacer, el príncipe fue bautizado en Richmond con el nombre deEnrique, recibiendo el título de príncipe de Gales. Sus padrinos fueron el arzobispo Warham, el conde de Surrey y los condes de Devon, a la vez que sus padrinos augustos fueron el rey Luis XII de Francia y Margarita de Austria, ambos enviaron costosos regalos consistentes en vajillas de oro. De vuelta a su aposento, el príncipe fue sometido a un régimen ordenado de acuerdo con las disposiciones de su bisabuela, Margaret Beaufort. Aunque los reyes visitaban a sus hijos, no se encargaban del cuidado diario de los mismos, que se dejaba en manos del servicio del aposento de los niños.El ama del príncipe Enrique supervisaba al ama de leche y al ama seca, a las que ayudaban cuatro camareras llamadas “ mecedoras ”, cuya misión principal era mecer la cuna hasta que el niño se durmiera. El ama de leche tenía que ser una mujer de carácter moral excelente porque “ el niño chupa el vicio de su nodriza con la leche de sus pechos ” y todos los alimentos se probaban para tener la seguridad de que no estuviesen envenenados. Un médico supervisaba siempre la operación de dar el pecho para cerciorarse de que el niño recibía el alimento suficiente y de que no se le daba ningún alimento no autorizado.
El aposento de los niños era muy lujoso, con tapices, ocho alfombras grandes y dos cojines de damasco carmesí y dentro de él se observaba mucha ceremonia. Los hijos de los reyes no solían vivir en la corte, donde el riesgo de infección era demasiado grande, y en vez de ello se les asignaban residencias aparte cuando aún eran muy pequeños. El rey nombró inmediatamente a no menos de cuarenta personas para que sirviesen a su hijo. Pensando en el futuro, también designó una habitación del palacio de Westminster como cámara del consejo del príncipe.
El orgulloso padre partió para visitar el Priorato de Nuestra Señora de Walsingham con el fin de dar gracias por el don de un hijo y heredero. Una vez concluida su peregrinación, Enrique regresó a Richmond. Cuando Catalina se levantó de la cama y una vez purificada, los reyes y toda la corte se trasladaron a Westminster dejando al príncipe en Richmond donde el aire era más sano.
Armadura de Enrique VIIICELEBRACIONESLos días 12 y 13 de febrero, tuvo lugar en Westminster un torneo en honor de la reina, tal vez el más lujoso del reinado. En las tribunas se encontraban la reina Catalina, el cuerpo diplomático y toda la nobleza. El propio rey era el principal contendiente en la justa. Apareció en la liza, siendo anunciado como “ Sir Corazón Leal ” y llevando los colores de su esposa, con otros tres desafiadores en un carro alegórico del que tiraban un león y un antílope falsos, de oro y plata de damasco, que simulaba un bosque con rocas, colinas y valles, en medio había un castillo dorado y delante del castillo había un caballero que confeccionaba una guirnalda de rosas para el príncipe. Al detenerse el carro ante Catalina, los habitantes del bosque que iban en él hicieron sonar sus cuernos y los cuatro desafiadores salieron del castillo montados a caballo: el conde de Devon era “ Buen Valor”, Thomas Knyvet era “Pensamiento Feliz” y Edward Neville era “ Deseo Valiente”. Todos ellos presentaron sus escudos a Catalina.
Al día siguiente aparecieron los contestadores. Charles Brandon llegó a caballo, vestido de ermitaño, y recibió el permiso de la reina para aceptar el desafío. Entonces se quitó el hábito y reveló que iba totalmente armado. Se unieron a él: Henry Guildford, marqués de Dorset, y Thomas Boleyn vestidos como dos peregrinos; sus tabardos, sombreros y capas estaban adornados con conchas doradas y portando báculos de Jacob en la mano, como si acabaran de llegar de Santiago de Compostela. Se celebró un encuentro tras otro.La reina Catalina estuvo sentada con sus damas en un pabellón adornado con colgaduras de paño de oro y terciopelo púrpura en el que aparecían bordadas varias letras H y K, granadas y rosas, sonriendo gratamente mientras el rey atronaba cercando y desmontando una y otra vez a sus oponentes. Catalina se encargó de entregar los premios, hubo grandes aplausos cuando el rey ganó el premio del desafiador. Incluso después de concluir el torneo, Enrique insistió en otro encuentro con Brandon, “ por la dama del rey ”.
La segunda noche se celebró una gran fiesta en la Sala blanca con entremés de los caballeros de su Capilla ante Su Majestad, en honor del príncipe, y un espectáculo, El Jardín del Placer, en el que Enrique volvió a interpretar el papel de “ Corazón Leal ” vestido de raso púrpura adornado con letras H y K de oro. Varias personas, entre ellas el embajador español, no querían creer que fuesen de oro de verdad, así que, durante el baile que hubo a continuación, el rey los invitó a arrancárselas para demostrar que lo eran. Por desgracia, el público, al que se había permitido entrar a presenciar los festejos, creyó erróneamente que era una invitación a despojar al rey y a sus cortesanos de sus atavíos, como muestra de generosidad, y se mezcló con los invitados, agarrando y tirando de todo lo que se encontraba a su alcance.Enrique se quedó vestido sólo con el jubón y las calzas y lo mismo le ocurrió a la mayoría de sus compañeros, a la vez que el pobre Thomas Knyvet perdió toda la ropa y, en cueros vivos, tuvo que trepar por una columna para librarse del peligro. Hasta las damas que habían bailado en el espectáculo se vieron despojadas de forma parecida, por lo que la guardia del rey se presentó de pronto y obligó a la gente a retroceder. Por el excelente humor del rey y lo que se divertía Catalina, todos los apuros se convirtieron en objeto de risa y diversión. La velada concluyó con un banquete en el salón de audiencias al que asistieron todos luciendo lo que quedaba de sus atavíos. A partir de entonces se reforzaron las medidas de seguridad en los actos públicos.
LA MUERTE DEL PEQUEÑO PRÍNCIPEDiez días después de estas celebraciones llegó de Richmond una noticia terrible. El pequeño príncipe había muerto el 23 de febrero. La reina se llevó un gran disgusto y Enrique estaba tan transido de dolor que los embajadores ni siquiera se atrevían a darle el pésame. Pero el rey disimulando su propio dolor, consoló a su esposa. No se echó la culpa al personal encargado de cuidar del niño. El Custodio del Ropero facilitó una recargada carroza fúnebre en la que el diminuto cuerpo fue transportado a Londres; docenas de bujías de cera ardieron día y noche alrededor de la carroza y se organizó una vela de veinticuatro horas a cargo de hombres vestidos de negro en la abadía de Westminster, donde el príncipe fue enterrado a última hora de la noche en una ceremonia iluminada con antorchas.
LA TRAICIÓN DE FERNANDO DE ARAGÓNLas relaciones de Enrique con su suegro Fernando terminaron en desastre, pues una y otra vez el inglés, y no sin motivo, se sintió defraudado. La gota que colmó el vaso de su paciencia fue enterarse que sus aliados Fernando de Aragón y Maximiliano de Austria le habían abandonado en plena preparación bélica y concertado un pacto secreto con el rey francés de un año de duración. Enrique, que era en verdad inocente en política, se sintió desolado al enterarse de su deserción y buscó un chivo expiatorio para hacerle pagar esta traición. La reina tuvo que soportar lo peor de la ira de su esposo y de pronto dejó de ser su consejera de más confianza.Sin duda Fernando contaba con que su hija suavizaría las cosas como había hecho antes. En dos ocasiones había podido cerrar sus ojos a los engaños de su padre y convencerse que podía aceptar sus excusas para poder convencer a Enrique que las aceptara. Esta vez no podía. Hizo que quedara claramente patente la humillación que sentía por la parte que había jugado, su decepción y su indignación. Dijo fríamente al embajador español que no tenía nada que tratar con él, que no le quería ver y que se negaba a interceder de ninguna forma por España. Si escribió algunas líneas a su padre no fueron líneas que su padre se preocupara de conservar.
El embajador Luis Carroz escribió impotente: “ Su confesor ha convencido a la reina que se olvide de España y que se gane el amor de los ingleses ”. La gran amiga de la reina, María de Salinas, se volvió ferozmente pro inglesa y fue también una de las personas que aconsejaron a Catalina que se olvidase de España y fuese reina de Inglaterra ante todo. Sobre esta dama escribió el embajador español al rey Fernando: " María de Salinas ... muestra en esta y en todo, enemiga mortal. Apartan a la reina de todo lo que cumple al servicio de Su Alteza ". Catalina durante cinco años se había entregado de todo corazón a las actividades e intereses de la tierra de su marido; había creado un creciente círculo de amigos ingleses, durante el último año había sentido la emoción de un liderazgo nacional en una crisis y sus súbditos la adoraban. Todavía le gustaba hablar español y escuchar noticias de su tierra natal de vez en cuando. En su séquito no quedaban más que unos pocos españoles. Había creído que los verdaderos intereses de Inglaterra y España eran una sola cosa y que fomentando la alianza entre ellos estaba sirviendo a los dos países. Pero era reina de Inglaterra y no tenía ninguna duda de a quién debía en definitiva su fidelidad. Dentro de ella había un interés real por hacer de Inglaterra una gran potencia, una poderosa y temida nación.
¿ ENRIQUE MALTRATÓ A CATALINA ?
Escribiendo el 31 de diciembre de 1514, Pedro Mártir dice que la reina había abortado recientemente a resultas de una pelea con Enrique que la había censurado porque su padre le había abandonado. No hay ninguna mención de proyectos de divorcio pero la carta se toma como prueba de que la rabia de Enrique hacia Fernando se extendía a Catalina. El aborto que se refiere debe ser el niño nacido muerto a fines de noviembre. Pero el monarca inglés había sabido de la deserción de Fernando en abril y en junio estaba en plenas negociaciones con los franceses (casó a su hermana María con el rey de Francia, matrimonio que apenas duró tres meses). No hubiera esperado hasta el próximo noviembre para atacar a Catalina por la deserción de su padre. Pedro Mártir escribe desde España y evidentemente estaba desinformado como lo estaba con frecuencia sobre este tipo de asuntos en Inglaterra. Las cartas del embajador Carroz no sólo no contienen ninguna referencia a semejante pelea sino que dan a entender claramente que ninguna tuvo lugar y que la reina compartía plenamente los sentimientos de Enrique sobre la conducta de su padre.
RUMORES DE DIVORCIOSe ha sugerido que en ese momento la propia posición de Catalina estaba seriamente en peligro, que durante varios meses Enrique pensó divorciarse de ella y casarse con una francesa. El 15 de Agosto de 1514 un veneciano anónimo escribió desde Paris a Roma que “ el rey de Inglaterra quiere dejar a su mujer porque no puede tener ningún heredero y se casará con una hija del duque de Borbón ”. Si el rumor hubiera tenido algún fundamento deberíamos anticipar en trece años el interés del rey por un divorcio. Pero el rumor debe de haber sido el más infundado de los chismes, nacido de los deseos de los aliados de Francia que temían la influencia pro-española de Catalina y que no sabían que se había negado a ejercerla. En Inglaterra no había ningún síntoma de ruptura entre el rey y la reina.Se dice que la causa del divorcio fue que la reina no dio un heredero al trono pero en el verano de 1514, Catalina estaba esperando otro hijo. Cuando los embajadores franceses vinieron en junio estaba visiblemente embarazada. Pronto se encargaron nuevas cortinas y nueva ropa blanca para la cama de la reina y Enrique comunicó la alegre noticia a todas las cortes de Europa. Se pidió a Luis XII de Francia que fuera el padrino. Suponer que Enrique fuera capaz de planear el divorcio en tales circunstancias es acusarle de una bajeza por encima de cualquier cosa jamás sugerida por su conducta posterior. Y la reina no estaba alarmada.
Hay una entrada en el índice de los Archivos Secretos del Vaticano que hizo Garampi en el siglo XVII bajo el encabezamiento " Inglaterra " y la fecha " 1514 ", que dice: " Original de una carta para ser escrita por el Papa a Enrique, Rey de Inglaterra, sobre la pretendida nulidad de su matrimonio". Por una curiosa coincidencia, el rumor veneciano coincide con la más que probable fecha errónea del índice. Tales errores de archivo son siempre posibles cuando el documento no tiene ninguna fecha, como en este caso. Garampi incurre en estos errores, aunque no con frecuencia. Uno puede conjeturar que, en realidad, la entrada describe el breve de Clemente VII de 1534.
CATALINA PIERDE OTRO HIJOEn noviembre nació un hijo varón que no vivió mucho más. Para Catalina debió ser la más profunda decepción de todo ese sombrío año. Su padre la había traicionado. Su confesor Fray Diego se metió en líos por su conducta imprudente y volvió a España caído en desgracia. Su favorita y amiga María de Salinas – la última de las damas españolas en dejar de estar a su servicio- se había casado con un inglés, Lord Willoughby, y ya no estaba en la corte. Enrique reservaba sus abrazos para Bessie Blount y sus confidencias para Thomas Wolsey. Pero nada de esas cosas le hubiera importado si hubiera podido dar un hijo a su marido.
EL ASCENSO DEL CARDENAL WOLSEYCatalina va quedando retirada de las consultas de Estado que antes por expreso deseo de su esposo compartía. Ella estaba cada vez más alejada de la posibilidad de aconsejarle; esto lo hacía a entera satisfacción del monarca su alter ego Wolsey, quien le decía lo que quería oír. El cardenal, que ya lo era por entonces el antiguo limosnero, intentaba borrar totalmente a la reina de los intereses de Enrique. La devoción y las prácticas caritativas junto a las actividades domésticas y culturales absorberán sus horas. Con la misma graciosa sonrisa seguirá favoreciendo a sus amigos humanistas en una corte en la que se ciernen siniestras y peligrosas realidades. Parecía mantener el secreto de una serenidad inmutable aun sintiéndose estrechamente vigilada por Wolsey y sus confidentes mientras ignoraba con suprema elegancia la ya inveterada infidelidad de su marido.
VIVIENDO EN THE MOREMás de doscientas personas acompañaron a Catalina a su nueva residencia, cincuenta servidores de cámara y treinta damas de honor. Entre ellas figuraban una de sus grandes amigas, María de Salinas – viuda de Lord William Willoughby de Eresby-, Elizabeth Darrell y Jane Seymour. The More era uno de los palacios más bellos de toda Inglaterra. A pesar de estar muy descuidado, por los años de abandono por parte de Wolsey primero y de Enrique después, sus jardines franceses estaban considerados como los más elegantes y los más envidiados de todo Londres.
Parece ser que la llegada de Catalina al destartalado palacio, sirvió para darle vida y luz a las olvidadas estancias. La reina no tardó en preocuparse de cuidar el jardín y cada uno de los salones. Y en diversas ocasiones invitó a los embajadores de Venecia para que le hicieran compañía. Pero pocos cortesanos iban allí a presentarle sus respetos. Catalina se esforzaba en recibir a sus visitas con una sonrisa en los labios, pero el embajador Chapuys estaba alarmado por el cambio que el dolor había causado en ella. Fue por esas fechas cuando las cartas de Catalina a su sobrino adquirieron un tono más triste. Ella todavía seguía pensando que su esposo era un príncipe básicamente bueno y que sus servidores lo llevaban por mal camino, " es una pena que una persona tan buena y virtuosa sea así engañada y extraviada cada día ". Y firmaba: Katherina sin Ventura Regina.
Catalina supo que, tras su marcha o expulsión de la corte, el rey no había tardado ni siquiera veinticuatro horas en darle a Ana Bolena sus aposentos reales. Ana ahora era la dueña y señora del ala de la reina y en breve, si todo seguía así, sería la dueña de la corona de Inglaterra. Al abandonar Catalina la corte, su facción perdió poder.La reina celebró la Navidad en The More y procuró mostrarse alegre en honor de sus damas. Según su costumbre, envió a su esposo un valioso presente, una exquisita copa de oro, que éste ordenó devolvérsela y que no le enviara más regalos. Es más, exige a sus cortesanos que se olviden de la reina e intenta infundir la mayor alegría en los regocijos que ya preside Ana Bolena. Pero el vacío de Catalina y sus damas parecía pesar en la corte y el ambiente en Greenwich estuvo poco animado aquella Navidad.
Bajo los auspicios de Cromwell, el Parlamento introduciría una serie de medidas cuya finalidad era restarle poderes jurídicos y financieros al Papa sobre la Iglesia de Inglaterra, y poner término de forma satisfactoria a la Gran Cuestión. En mayo de 1532 se produce la sumisión del clero. Tomás Moro dimitió de su cargo de Lord Canciller y se retiró de la vida pública.
TRASLADO A AMPTHILLCatalina era trasladada de una residencia a otra. De The More a Bishop’s Hatfield, el palacio del obispo de Ely, y en algún punto se detuvo en Hertford Castle. En la primavera, la reina, que se alojaba en Easthampstead, recibió la orden de mudarse al castillo de Ampthill con una casa reducida. Su fiel amiga María de Salinas había sido despedida meses antes y se le ordenó que no intentara comunicarse con la reina. Fue probablemente en ese momento cuando se ordenó a algunas de las treinta damas de honor de la reina, entre ellas Jane Seymour, que se fueran a sus casas. Ampthill era un castillo imponente situado sobre una colina, en el centro de un atractivo parque bien arbolado, a unas veinte millas de Londres.
LA ENTREGA DE LAS JOYAS DE LA REINAEn la corte se estaba preparando un nuevo viaje del rey a Francia. Enrique VIII quería volver al continente para entrevistarse con Francisco I. Buscaba el apoyo del rey francés para alcanzar su deseada separación matrimonial. Estaba decidido a tener a Ana a su lado durante toda la visita a Francia. El rey exigió a Catalina que entregase las joyas oficiales de las reinas de Inglaterra para que Ana pudiera lucirlas en aquella ocasión. Pero la reina, indignada, declaró que no renunciaría a lo que era legítimamente suyo para adornar a “ una persona que es una deshonra para la cristiandad y está acarreando el escándalo y la desgracia al rey por llevarla a un encuentro como el de Francia ”. Pero Enrique insistió y Catalina no tuvo más remedio que obedecer. Con el fin de aumentarla de categoría y ponerla a la altura de algunas de las damas nobles con las que se relacionaría en Francia, el rey creó par del reino a Ana Bolena y le otorgó el título de marquesa de Pembroke con una renta anual de 1000 libras y varias propiedades.
EL EMBARAZO DE ANA
A principios de enero de 1533, Ana estaba embarazada. Enrique seguía casado con Catalina, el Papa no había anulado el matrimonio y el tema iba para largo. Rodeado de astrólogos y adivinos que le predicen todos sus deseos, el rey espera un hijo varón. Enrique decidió que debían contraer matrimonio en breve y así convertir al niño que Ana guardaba en su seno, en el ansiado príncipe heredero. Enrique no podía volver a tener un hijo bastardo. Ese vástago debía nacer dentro del matrimonio. En la última semana de ese mes, el rey se casó en secreto con Ana Bolena. Con todo descaro había cometido el delito de bigamia, al estar casado con dos mujeres a la vez.
Mientras tanto, había que vigilar a la princesa María y evitar que se comunicara con su madre, porque de ahí, pensaban con razón el rey y su camarilla, provenía su fortaleza. María protestará por aquella medida, pero se seguirá comunicando en secreto con ella. Mucho las ayudaban fieles servidores y amigos en la corte.
VISITA DEL CONSEJO REALLa reina no había terminado de colocar sus pertenencias en su nueva residencia, cuando recibió la visita del Consejo real, encabezado por el duque de Norfolk y el duque de Suffolk, para que en virtud de su deber de fidelidad renunciara al título de reina y se sometiera a la voluntad del rey en la cuestión de su matrimonio, con la promesa de que, a cambio, el rey la proveería más generosamente de lo que ella podía esperar. Catalina respondió como solía, era y seguiría siendo la mujer de Enrique y la reina de Inglaterra. Entonces, hasta que se sometiera, sería una prisionera bajo la custodia de su antiguo chamberlain, Lord Mountjoy. Como no podía utilizar más el título de reina, sus criados debían llamarla princesa viuda y su pensión se reduciría a menos de un cuarto de lo que había recibido hasta ahora.
Catalina manifestó que los que la sirvieran, por muy pocos que fueran, deberían dirigirse a ella tratándola de reina. Declinaba asumir cualquier responsabilidad sobre su casa, estaba a merced de su esposo. Esperaba que le permitiera disponer de lo suficiente para su manutención, su confesor, su médico y dos doncellas que cuidasen de sus habitaciones. Si eso parecía demasiado, iría por los caminos pidiendo limosna. Norfolk le confirmó sus peores temores. Su resistencia, le dijo con cierta delicadeza, era inútil. Enrique se había casado con Ana Bolena. Catalina no derramó ni una lágrima en presencia de los duques pero su rostro fue el reflejo de una derrota.
CATALINA NO QUIERE UNA GUERRAEl embajador imperial Chapuys, lleno de indignación por el segundo matrimonio del rey, pensó que la solución estaba en una acción agresiva por parte del emperador. Una invasión salvaría la religión cristiana en Inglaterra. Dado " el gran daño infligido a la señora, vuestra tía", le escribió a Carlos V, " no podéis evitar hacer la guerra ahora a este rey y este reino". El Papa " debía invocar el brazo secular", es decir, llamar a la guerra. Chapuys también proponía una forma de sanción económica, agregando que los escoceses estaban ansiosos por ayudar, mientras que el rey francés no se movería.La reina Catalina no deseaba ninguna acción semejante, como se apresuró a decírselo a Chapuys. El derramamiento de sangre por ella le resultaba horrible de contemplar. " No pediré la guerra a Su Santidad, moriré antes que provocar una cosa así ". Y así se lo hizo saber a su sobrino el emperador. Su postura estaba muy clara, por ella nadie derramaría una gota de sangre inglesa. No daría ningún paso para escapar de su detención o para ir a un lugar seguro, ni participaría en planes a tales fines. Semejante acción, dijo " sería un pecado contra la ley y contra mi marido legítimo, del que nunca seré culpable". Chapuys debió admitir que Catalina era tan " escrupulosa que se consideraría condenada eternamente si consentía algo que pudiera provocar una guerra ". Carlos actuó como quería su tía. No movió a ningún soldado.
EL MATRIMONIO DE ENRIQUE Y CATALINA ES DECLARADO NULOEn los primeros días de mayo de 1533, el arzobispo Cranmer creó un nuevo tribunal en el pueblo más cercano de donde habitaba la reina Catalina. En la villa de Dunstable se pidió la comparecencia de la reina pero ella nunca acudió. Ignoró a ese tribunal como hizo con el de Blackfriars. Cranmer la declaró en rebeldía. Para el rey y sus seguidores esa actitud contumaz era la idónea para anular su matrimonio y desposeerla del título de reina.
El 28 de mayo de 1533, el complaciente arzobispo dio por válido el matrimonio de Enrique VIII y Ana Bolena, y a su vez anuló el de Catalina de Aragón. La princesa María se convertía en hija ilegítima según las leyes inglesas. En Europa se informaba que la iban a despojar de su título llamándola solamente " Lady Mary ", que el rey la iba a confinar en la Casa de Ana Bolena, que no la casaría fuera del reino y todavía algunos apuntaban que la haría profesar.
Catalina, al conocer la noticia, lloró. En el sitio donde estuvo construido el desaparecido castillo de Ampthill, el conde de Upper Ofory erigió en 1773 un crucero, con las armas de Enrique VIII y de Catalina de Aragón y una inscripción en la base: " puras pero inútiles lágrimas " las que derramó la reina y " ciego celo que la sostuvo en sus años de declive"