Sé que la amo. Ayer la volví a ver. No hay muchacha en todo Nazaret como ella. Su rostro es como una de esas flores blancas que se recuestan en las colinas, cuando es primavera.
Su nombre es María. Estaba con sus amigas, junto al pozo. Escuché su risa; el fondo del pozo la llevó a mis oídos. Su eco me llenó de alegría. Entonces me miró. Es como si el sol me tocara en pleno mediodía.
No supe decirle nada. Soy tan torpe. Mi silencio gritó mi amor y me fui corriendo, deslumbrado de felicidad.
Esta tarde, al salir de mi taller, casi chocamos. Abrí la boca, lleno de asombro y le hubiera querido decir mil cosas. Sólo me salió un "hola".
Ella me sonrió y pronunció una bendición. Yo traté de limpiar mis manos con mi manto y arreglarme un poco. El tiempo se detuvo. Fueron momentos bellísimos. Pero una gritería de niños que la buscaban, nos interrumpió. Y como otra niña más se fue con ellos, saltando llena de vida.
Yo me fui al monte. Me gusta la soledad y el silencio.
Y allí oré, como suelo hacerlo, al Dios de nuestros padres. Le hablé de María y un extraño fuego incendió mi corazón. La puesta del sol reflejó lo que sentía.
Sé que Dios escuchó mi oración.
Con gran paz, lentamente, regresé a mi casa.
Me gustan las noches. Siento que es cuando mejor escucho la voz de Dios, cuando todo el pueblo está en silencio y el viento me susurra palabras inefables. Esta noche el viento habla de María.
Mi atracción hacia María es diferente a la que siento por otras muchachas.
Ya tengo edad para casarme. Toda la fuerza de mi juventud anhela el amor de una esposa. Este sábado, el rabino leyó:
"Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres... Eres jardín cerrado, hermana y novia mía,
fuente cercada, manantial sellado". (cantar de los cantares 4,1 y 12)
Nada mejor para expresar lo que siento por ella: admiración, temor, pureza, profundo respeto, ansia de estar junto a ella, alegría. Jamás he amado tanto como siento que la amo.
Y, sin embargo, es "huerto cerrado, fuente sellada". Lo sé, lo sé.
¡Dios mío! Si algún día ha de ser mía: ¡dímelo!
El viento limpió el cielo de nubes. Me quedé dormido y soñé con una estrella.
Pocos días después la volví a encontrar junto al pozo. Por fin pudimos hablar bajo la sombra del alero de su casa.
Le declaré mi amor. Yahveh me dio fuerzas y lo pude hacer. Hubo un largo silencio. Sólo se escuchaba el zumbido de los insectos entre las flores. Ella me miró. La contemplé, extasiado. Me sonrió.
Después bajó los ojos y me dijo que también me amaba. Pero que sería Dios el que decidiría nuestro matrimonio. Que le diera tiempo para orar y reflexionar.
Entre mis manos ásperas y torpes de artesano le tomé su mano. La sentí tan frágil que le prometí protegerla durante toda mi vida. Que sólo viviría para ella. Que no era mucho lo que le podía ofrecer, pero que todo se lo entregaba: mi trabajo, mi techo, mi amor.
Voló el tiempo. No sé qué más nos dijimos. Pero sobre todo nos comunicamos en silencio, que es el lenguaje de los enamorados.
Hoy, al salir de la sinagoga, corrió a mi encuentro.
Caminamos largo rato. Un ligero rubor cubría su cara. Por fin me dijo que creía que Dios veía complacido nuestro amor. Ella no podría amar a otro hombre sino a mí.
No atinaba a contestarle. María es como el agua cristalina que cualquier brisa puede alterar.
Le prometí esperarla, esperarla siempre. Yo tampoco podría amar a nadie más. Le confesé también que ella me inspiraba cierto temor inexplicable.
Es como un capullo que no atino a tocar con la mano, por temor a romper el misterio. Me basta su perfume.
Pero también le dije que nuestros padres y muchos en el pueblo, se habían dado cuenta de nuestra amistad. Que para evitar murmuraciones, formalizáramos nuestra relación, desposándonos.
Los dos nos quedamos en silencio. Y la luz de Dios se transformó en sonrisa de mujer y, como cuando se pronuncia un poema, ella me dijo que sí.
Me dio un abrazo. Estábamos locos de alegría.
Me retiré para contemplarla y sentí que Yahveh nuestro Dio estaba en ella. Como cuando Moisés se acercó a la zarza ardiendo; estaba en terreno sagrado. Mis ojos se empañaron con lágrimas. Entonces ella me dijo: "José, eres un hombre justo". (justo, en el sentido bíblico, no es sólo el que cumple la Ley, sino también el que percibe la presencia de Dios y su acción en la vida).
Lo meses siguientes fueron muy felices. Tenía yo que trabajar duro para poder ahorrar algo y preparar lo mejor posible la boda y nuestra casa en donde íbamos a vivir. En varias ocasiones tuve que ir hasta la ribera del lago a buscar quién me contratara. Le hacía de todo: reparaba casas, cuidaba ganado, construía arados y barcas. En esos días la extrañaba mucho y sólo pensaba en ella.
Hoy regresé, después de estar más de un mes en Tiberíades. Corrí hacia su casa. Su sonrisa fue mi mejor recompensa. Pero, ahora, más que nunca, la percibí extraña. Muy extraña.
Su mirada estaba envuelta en una luz misteriosa, como si contemplara algo, muy íntimo, dentro de su corazón. Apenas si pronunció palabra.
Yo me quedé mudo. Ella entonces me dijo: "Gracias, José, gracias por tu silencio... ".
Esta tarde llegó una caravana que se dirigía hacia Judea. María, muy agitada, fue a verme.
Me dijo que tenía que ir a Judea a visitar a una familia sacerdotal. Que iba a aprovechar para irse a la mañana siguiente con la caravana.
Que quizá se estaría varios meses. Que confiara en ella.
Contemplé su mirada. Nunca la había visto tan hermosa Y tan feliz.
Y volví a quedarme en silencio. Voy aprendiendo a guardar silencio cuando siento el misterio que me sobrepasa y que no entiendo.
La besé en la frente y ella corrió presurosa. Alguien la conducía. (Lucas 1,39)
-¡Felicidades, carpintero!- me dijo una mujer al pasar junto al pozo.
Alcancé a percibir un tono entre burlón e irónico.
Ayer regresó María. Estuvo tres meses ausente. Se me hizo una eternidad. Apenas si tuve tiempo de hablar con ella. Se veía cansada y lo más prudente fue dejarla en la casa de sus padres para que durmiera.
Ya había que formalizar nuestro desposorio con la boda. Deberíamos hablar largamente. Pero hoy tampoco pude verla. En el pueblo todos me miraban fijamente.
No hay duda. Es evidente. ¡Está embarazada!
Me fui al monte todo el día. Corrí, corrí hasta caer agotado.
No soporté más y solté el llanto. Lloré como jamás lo había hecho. Es desgarrador el silencio de Dios.
Mil ideas atropellan mi pobre cabeza.
Necesito orar largamente.
¡Dios mío, ten misericordia de mí! Soy sólo un pobre hombre. No me pidas más de lo que puedo soportar.
El frío de la noche me obligó a regresar. Las calles de Nazaret estaban desiertas. Pasé por su casa. Una lámpara estaba encendida.
Ella también estará sufriendo mucho. Quise llamar a su puerta. Tuve miedo. y corrí a refugiarme en la oscuridad...
Jamás dudaré de ella. Pero yo tampoco la he tocado. Entonces, ¿qué sucedió?
Llevo varias noches sin dormir. Y no me atrevo a verla.
¿Por qué no me dice nada? Yo comprendería todo.
Dios tampoco habla. A nadie puedo consultar.
Nunca me he sentido tan solo y tan débil.
Sin embargo, estoy seguro, que lo que nos sucede es de Dios; percibo su aroma cuando él está cerca.
Por eso sé que es fuego divino lo que abrasa a María. Y yo soy un pobre pecador, una miserable creatura.
¡No soy digno! Esta noche tomé una decisión: me iré del pueblo, abandonaré a mi familia. No volveré a ver a María. ¡La amo tanto que, precisamente, por eso la dejo!
¡Permite, Dios mío, que por lo menos llore tu silencio y mi silencio... !
Fue una luz clarísima en medio de la noche. La Palabra se hizo luz.
Yo que soy tan ignorante, de pronto comprendí todas las Escrituras.
“No temas aceptar a María como tu esposa, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo.” (Mateo 1,20)
Es que todo iba aclarándose: su pudor y silencio; la paz que inspiraba, el abismo profundo de sus ojos que habían contemplado lo inefable.
No, no es mi hijo, ni de nadie: es el Espíritu Santo quien la ha tocado. No es mi hijo y... ¡lo es! Debo imponerle un nombre, debo de velar por él. Es mi hijo y no lo es.
Y la Palabra me despertó. Frente a ella he aprendido definitivamente que sólo me queda una actitud: el silencio.
Silencio que es aceptación, oración, pureza. Silencio que es amor.
¡Dios mío, cómo te amo! ¡Cómo amo a María! ¡Gracias, gracias infinitas!
Corrí hacia su casa. Apenas apuntaba el alba. Era el hombre más feliz del mundo. Ella me abrió sonriente. Lo entendió todo.
Felices nosotros, porque hemos creído que llegará a cumplirse lo que nos han dicho de parte del Señor. (Lucas 1,45)
Esta mañana el sol naciente iluminó a unos novios que se amaban como ninguna pareja lo haría jamás...
A partir de entonces fui aprendiendo que mi silencio no era ausencia de sonidos, sino capacidad de escuchar. ¡Hay tanto que escuchar!
Mi vida entera sería eso: escuchar.
Cada día María estaba más hermosa. Su silencio no era solamente pudor por el gran misterio que guardaba, era oración. Tiemblo con sólo pensar en la vida que palpita en su vientre.
Los acontecimientos se precipitaron.
La Palabra nos guió a Belén, la ciudad de mis antepasados. Ella fue la primera que propuso el viaje. Nazaret nos asfixiaba. Más que nunca necesitábamos soledad y silencio.
Fue un viaje bellísimo. Lo hicimos con mucha paz y descanso.
Sin prisas. Llevábamos en el corazón una alegría que estallaba en todo momento.
Reímos y cantamos alegremente, llenos de vida y amor. Jóvenes enamorados en los que el Señor ha hecho maravillas.
Hoy por la tarde llegamos a Belén. La posada estaba, como siempre, llena de gente. Nos instalamos en una pequeña cueva. Preparé fuego y comimos un rico caldo que María preparó. Conseguí paja fresca y ella se fue a dormir. Lo único que buscábamos nosotros era paz: la paz que sólo la pobreza y sencillez pueden dar.
Acepto gozoso su designio. Voy aprendiendo a escuchar. Algo me está queriendo decir aquella estrella.
¡La Vida nació! El Amor se hizo carne.
No atino a decir con palabras lo que sucedió. Es tan pequeño, tan desnudo y débil.
María lo envolvió en pañales, y con su calor de mujer virgen, y con su ternura.
Tembloroso, me acerqué. Lo pusimos juntos sobre el pesebre que yo había preparado.
Después María se echó a mis brazos y lloramos de felicidad. En silencio nos dijimos lo mucho que lo amábamos.
Se sumaron a nuestro gozo visitas inesperadas.
Llevaban en su rostro fulgores de estrellas y una enorme paz por saberse amado y elegidos.
Pobres, como nosotros, supieron contemplar, entre la penumbra de la cueva, a su Salvador que dormía profundamente entre los pañales.
Una alegría enorme nos contagió a todos, cuando él abrió los ojitos y con una mueca, nos sonrió.
Cuando se fueron los pastores, nos dejaron algo de comer, unos mantos y un cordero.
María y yo, muy conmovidos, comenzarnos a orar hasta que el sueño nos venció... (Lucas 2, 8-20)
Hoy se cumple una semana del nacimiento. Vino temprano el mohel encargado de circuncidarlo. Traté de ayudar un poco, pero sobre todo de impedir que el niño llorara. Después, solemnemente le puse nombre: "se llamará Salvador, es decir, Yeshú' (Lucas 2,21. En hebreo: Yeshúah, en dialecto galileo: Yeshú).
María lo estrechó en sus brazos, y dulcemente lo llamó por primera vez Jesús.
Acabamos de regresar de Jerusalén. Yo no quería ir. No me gusta la ciudad, el ruido y el tumulto de gente. María, corno siempre, me animó.
Cuando ella subió con otras mujeres a cumplir el rito de la purificación le entregué las dos palomas y me dejó solo con el niño. Se rió por mi torpeza. Todavía no aprendo a cargarlo bien. Nos paseamos un poco por los alrededores del templo.
Después llegó el momento de la presentación del niño. Hoy, como nunca, me dolió la Palabra de Yahveh: "Todo primogénito me está consagrado; me pertenece... tienes que rescatarlo"(Éxodo 13, 1-16). No, ni con los cinco siclos de plata que acabo de entregar, lo rescataría jamás. Es de Dios. Sólo de él. No sé si este pensamiento me causó tristeza.
María intuyó lo que me pasaba. Y nos dispusimos a dejar el Templo.
Pero un anciano salió a nuestro encuentro. Le pidió a María que le diera al niño. Temblé. Él, al ver mi confusión, me sonrió. Accedí y María se lo puso en los brazos.
Su rostro reflejaba un gozo inmenso, característico en algunos ancianos que saben que sus sueños se han realizado y pueden morir en paz.
Nos bendijo y luego se dirigió a María. Le habló de una espada; espada que es la Palabra, que ella con tanto amor escucha y guarda en su corazón.
Palabra que penetra hasta las fronteras más íntimas del ser. Para discernir, cortar, desgarrar; signo de contradicción. Pero también de luz, de conocimiento, de vida. (Lucas 2, 22-38; carta a los Hebreos 4, 12-13; carta a los Efesios 6, 17)
María tomó al niño. Quiso como protegerlo de un destino doloroso.
¿Cómo podría ser él causa de caída y elevación de muchos?
Ni ella ni yo entendimos. Y en silencio regresamos a Belén. Teníamos mucho que meditar en nuestro corazón.
"¡Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye... !" (Mateo 2,13) Apenas nos estábamos instalando y yo medio había construído una casita en Belén. Ya tenía trabajo asegurado para unas semanas. Y ahora, de nuevo, la Palabra.
La Palabra es un torbellino que se levanta hacia horizontes que desconocemos y arrastra todo a su paso.
No sé si sea el silencio de Dios o su Palabra. En todo
caso, no tengo ya otra opción sino escucharla, obedecer y guardar silencio.
Pero qué doloroso fue. El sobresalto de María, el llanto del niño. Tomarlo más necesario y una última mirada al rincón que ya empezábamos a amar. Y huir ¿de quién?, ¿a dónde?, en medio de la noche.
Aprendí que el que está con Jesús sufrirá persecución.
Jesús, ¡qué difícil es vivir contigo! ¡Pero... ya no podría vivir sin ti!
Esta tarde tuve una gran alegría. María salió a recibirme con la noticia de que el niño ya habla, dijo su primera palabra.
Corrí y me lo encontré jugando en el patio. Me vio y se me echó al cuello.
Entonces, balbuceó: a b b á… (Diminutivo cariñoso de Ab, con el que los niños de Israel llamaban a su padre; se puede traducir como: papá)
Emocionado, lo cubrí de besos.
El exilio es duro. Los tres hemos madurado mucho. El hambre, la soledad, la enfermedad, nos han hecho crecer.
Un día que Jesús se cayó, soltó el llanto. Me le acerqué y, con firmeza, le dije que no llorara (no estaba su madre), que aprendiera a soportar en silencio el dolor. Me dolió decírselo, pero siento la obligación de hacerlo todo un hombre. Sólo Dios sabe lo que tendrá que sufrir cuando sea grande.
Cuando tengo tiempo me lo llevo al monte. Ya ama las alturas y la soledad casi como yo. Con frecuencia me pide que lo cargue. Yo lo invito a hacer un esfuerzo más, siempre más.
El sol y el viento van forjando su carácter. Además es muy alegre, travieso y juguetón. Tiene ya varios amigos y se pasa horas en la plaza con ellos. Hoy, en la comida, se quejó de que algunos niños no siguen la corriente de sus juegos.
Lleva varios días lloviendo. Jesús está resfriado y con calentura. Su madre no se separa de su estera. Yo no tengo dinero para pagar un médico y comprar medicinas.
¡Por fin en Nazaret! Decidí venir acá pues le temo a Arquelao que gobierna Judea, dicen que es tan cruel como su padre Herodes. Aquí reina Antipas y hay cierta paz. Además tengo más oportunidades de trabajo y me gusta mucho Galilea. Creo que estaremos bien. (Mateo 2, 19-23)
Los llevé al lago. Fue un día magnífico. María traía bastante comida: los higos para Jesús, pan de trigo -un lujo-, requesón y vino para mí.
Jesús se metió al agua. Le estoy enseñando a nadar y lo hace bien. Nos reímos mucho y casi me ahoga cuando se me echó encima.
Va creciendo. Su cuerpo desnudo va teniendo los rasgos de la pubertad.
Por la noche prendí fuego con pedernal y María cantó a la luz de la fogata. Jesús se quedó profundamente dormido. Mañana temprano regresaremos a Nazaret.
Hoy Jesús me preguntó lo que los muchachos suelen preguntar a sus papás. Cosas de hombres. Yo me turbé un poco, pero le traté de explicar esos misterios de la vida.
"Entonces -siguió interrogándome-, ¿mi Padre no eres tú ...?". Yo temía tanto este momento. Guardé silencio. Creo que Jesús ya sabía esto, pero quería que se lo confirmara.
Me levanté para bajar del monte en donde estábamos. Y él me pidió permiso para quedarse ahí.
Fue la primera noche que pasó en oración. Ni María ni yo pudimos dormir bien.
¡Me alegré cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor... nuestros pies ya pisan tus umbrales, Jerusalén! (Salmo 122, 1-2)
Con cuánto gozo cantamos los tres este salmo. Realmente estábamos emocionados. Aunque sigue sin gustarme la ciudad, prefiero el monte y el lago, tengo especial gusto de traer a mi hijo este año, antes de su Bar-Mitswa (Ceremonia judía en la que los muchachos, al cumplir trece años, se convierten oficialmente en miembros del Pueblo de Israel), pues, cuando tenga trece años ya será todo un varón israelita.
Jesús no cesaba de hacernos preguntas. María le iba descubriendo todos los misterios que el Templo de Yahveh guardaba.
Cada día admiro y amo más a mi esposa. Me siento tan orgulloso de ella. ¿De dónde sacará tanta sabiduría?
Las fiestas pascuales duran siete días, pero yo no tenía dinero suficiente para estar tanto tiempo.
Decidimos quedarnos sólo dos días. Noté en Jesús un ligero malestar. María me dijo que era la edad...
Nunca sospechamos la tormenta interior que estaba experimentando Jesús.
Siempre le hemos demostrado absoluta confianza, y pronto se separó de nosotros con unos amigos. Yo me fui a ver a unos parientes y María se quedó en el atrio de las mujeres.
La caravana en la que veníamos de regreso acampó en El-Bireh. Busqué a María. No puedo vivir sin ella. Pero en ese momento un presentimiento fatal cruzó por mi mente. ¡¿Y el muchacho?! Ella me hizo la misma pregunta.
Al principio no nos preocupamos tanto. Pero al llegar la noche nuestro dolor fue enorme. Creo que fueron las horas más negras de mi vida.
Y no sólo sufría por mí, sino por María. No sabía cómo consolarla. En cuanto amaneció regresamos a Jerusalén. Sólo Dios sabe lo que sufrimos ese día. La garganta se me secó de tanto preguntar.
El cuerpo entero me ardía de dolor. Apenas si probamos alimento.
La ciudad era un hervidero de gente. Lo que más me angustiaba era ver las caravanas que venían de Persia y de Grecia: se dedicaban a raptar muchachos.
Dios me había confiado una misión y ahora yo le fallaba. No pude ya soportar tanta pena y en una calle oscura solté el llanto. Una mano acarició mi cabeza: María estaba junto a mi sonriendo dulcemente. Nos abrazamos. -"No temas José, mañana temprano iremos al templo a orar". Estábamos agotados. Sólo podíamos ya recurrir a la misericordia divina.
-¿Porqué me buscaban?- dijo Jesús.
¡Como que por qué! La pregunta acabó de derrumbarme, y volví a llorar como un chiquillo. María al verme, intervino:
-Tu padre y yo estabamos muy angustiados.
Y entonces sucedió: se me quedó mirando profundamente, llegó a lo más íntimo de mi ser. Y lentamente dijo:
-¿Mi Padre? José, recuerda que tú no eres mi padre. Recuerden que debo ocuparme en las cosas de mi Padre...
Me desplomé confundido, no entendí nada.
Después Jesús tuvo un gesto, como cuando era niño, me tomó de la mano y nos pidió que lo lleváramos de regreso a casa ...
Voy aprendiendo a guardar silencio ... (Lucas 2,41-52).
Desde aquel acontecimiento han pasado varios años. Los más felices de mi vida.
Sí, he sido el hombre más feliz de la tierra. María es la vida en mi vida. Admiro su prudencia, bondad, servicialidad. Cada día la amo más. Sólo sufro cuando la veo muy cansada y enferma.
Y Jesús es mi gran alegría. Somos grandes amigos. Nos entendemos sin palabras. Le he transmitido todo lo que sé.
Cuando teníamos ovejas las llegó a conocer muy bien y les puso nombre a cada una. Se pasaba las mañanas con ellas y por las tardes iba a guardarlas al corral del pueblo. Un día llegó muy golpeado y herido; había tenido un encuentro con una manada de lobos, por defenderlas. Mientras su madre lo curaba y regañaba, le dijo con una gran sonrisa, sin darle importancia al asunto, que sería capaz de dar la vida por sus ovejas. (Juan 10, 7-16)
Con frecuencia íbamos al lago de Tiberíades. A los dos nos gustaban mucho estas excursiones. Me ganaba ya en subir a los montes y en correr. Es todo un hombre.
Cada día estoy más orgulloso de él. Ama la libertad, odia la hipocresía, le apasiona la justicia.
Es además extremadamente sensible ante el dolor. Ama entrañablemente a los más pobres y enfermos.
Con frecuencia llega sin dinero. Me confiesa que su jornal lo entregó a una familia más pobre que nosotros.
Un día lo encontré en el taller haciendo un yugo, con gran esmero lo pulía. Le pregunté la razón y me contestó que le gustaría hacer siempre yugos suaves. (Mateo 11,28-30)
Últimamente me he sentido muy cansado. Ayer Jesús me invitó al monte. No pude ir con él. María sospecha algo. Ojalá este dolor sea pasajero.
Hoy en la mañana, mientras María estaba en el pozo para recoger agua, Jesús se me acercó. Traía paja fresca para suavizar mi estera.
Me dijo que me quería mucho, que estaba muy agradecido con todo lo que yo había hecho por él. Que había aprendido a ver el mundo por medio de mis ojos y los de su madre. Que yo lo había forjado hombre.
Salió para ir al trabajo. Yo me quedé, en silencio, muy conmovido.
A la luz de la lámpara alcancé a ver unas lágrimas que corrían por los ojos de Jesús. Le supliqué que no llorara.
Hoy muy temprano me despertó Jesús; y como cuando era niño me llamó: Abbá.
Y añadió que su experiencia filial con su Padre Dios la había aprendido conmigo ya que había sentido lo que es un verdadero padre, protector, tierno, fuerte y amoroso.
Experimentaba una extraordinaria paz y alegría. Cerré los ojos y me quedé dormido...
Extracto del libro: Testigos del Señor Jesús.