La Presencia me envolvió durante toda mi infancia. Lo sé, lo intuía. Algo crecía en mi interior, silencioso, sereno, inefable.
Niña como todas, aprendí a reír y a llorar; a cantar y a guardar silencio.
Mis primeros recuerdos son de ternura; siempre me dieron mis padres mucha ternura. Ellos me comunicaron a Dios muy sencillo y muy grande, que apenas cabía en mis sueños infantiles. Y, de ellos, también, aprendí a orar.
Acunaba, desde muy pequeña en el regazo a un hijito y soñaba en llegar a tener muchos, pero muchos hijos. Siempre me dormía con la muñeca de trapo que mi papá había hecho para mí.
Me gustaba el silencio. El silencio muestra los secretos más íntimos del corazón. Un día mi mamá me preguntó qué hacía y le contesté que escuchaba el silencio… No me entendió.
Pero también era muy alegre y tenía muchas amigas; jugábamos a ser mujeres. Y jugando me hice mujer.
Si, ya mi cuerpo era de mujer, pero mi corazón todavía era de niña. Y, azorada, escuchaba el silencio que se hacía cada vez más elocuente: me hablaba de la Presencia.
Olía los aromas de las flores y trataba de comprender el lenguaje secreto de las aves. La brisa fresca de las mañanas de Nazaret acariciaba mi cara y le inventaba mil colores. Todo me hablaba del amor.
Crecer significa luchar. Crecer significa quedarte sola. Ver que los demás, a pesar de su buena voluntad, no nos comprenden. Crecer significa volar.
Algo ardía en mi interior y ese fuego me invitaba a ser libre; libre para responder al Amor.
Ansia de amar y de ser amada. Descubrí que la Presencia es Amor y, dejarse contemplar por Ella es caer en un abismo infinito…
Fui consciente de mi pequeñez y tuve miedo. Encontré paz en José.
Amo a ese muchacho de mirada limpia.
Me llamó la atención su sonrisa y su timidez. Si nos comunicamos y ya lo sabemos todo el uno del otro.
Me fascina su paz y la seguridad que me infunde. Lo más bello de este amor es la pureza con que llega.
Hoy bajo la sombra del alero de mi casa pudimos hablar, o más bien, comunicarnos en ese lenguaje del amor que es el silencio. José me confesó que me amaba y me ofreció matrimonio.
Yo le dije que también lo quería, pero mi corazón estaba muy confundido. Que me diera tiempo para tomar mi decisión. Necesitábamos orar mucho los dos.
José entendió y me sonrió.
En este sábado esperé a que los hombres salieran de la sinagoga.
Vi a José con sus amigos y lo llamé. Corrió y me saludó con una sonrisa.
Le dije que Dios se complace en nuestro amor. Y que el amor humano no es obstáculo al amor a Dios.
Pero que percibo algo en mi interior diferente, sagrado. Una Presencia me envuelve desde siempre y no atino a explicar el Misterio. Espero algo, pero no sé qué.
José me escuchó en silencio. Luego me confió que también a él le sucede lo mismo. Siente que Alguien lo guía. Pero también sabe que esa fuerza lo condujo hacía mí.
La luz del sol me deslumbró cuando traté de verlo a los ojos. Y comprendí. Todo se aclaraba.
Le dije que si, que lo aceptaba y que podríamos formalizar nuestros desposorios (promesa matrimonial judía, protegida por la ley).
Nunca me había sentido más feliz y corrí a contarle a mi madre.
Dios siempre habla en el verdadero amor.
Pasaron algunas semanas y entonces sucedió:
La alegría estalló en mí, exultante, incontenible. Si uno es lo que experimenta, entonces mi nombre es Alegría.
Y sé que todas las generaciones me llamarán feliz. Porque la mayor alegría que existe es sentir el amor de Dios. Y su amor ardía en mi pecho. Estaba llena de su gracia.
Dios es alegría y siempre se comunica en el gozo.
Pero ese gozo apenas es el preludio de la Palabra. Y la Palabra habló.
No puedo expresar lo que me dijo: ¿Se puede abrazar al viento? o ¿encadenar el vuelo de los pájaros? ¿Es posible alcanzar a una estrella? ¿Se puede beber de un sorbo todo el océano?
Y ante la Palabra temblé.
Dios siempre desconcierta, desinstala; es torbellino que arrasa toda idea o concepto que podamos tener de Él. Es siempre nuevo. ¡Virgen! Por eso sólo toca terreno virgen.
Y me tocó con inmenso respeto y delicadeza.
No entendí y lo entendí todo. Sólo la mujer puede comprender lo que es ser madre y seguir siendo virgen; ser simplemente criatura y engendrar al que no tiene principio.
Entendí y no entendí. El Misterio me sobrepasaba.
Mi Señor es el Dios de los imposibles. Yo únicamente, su pequeña sierva. El Amor me habló.
Y con amor, le respondí que sí. (Lucas 1,26-38)
Después me quedé en silencio e inmóvil. El mundo parecía muy pequeño y mi seño muy grande. El gozo subió por mi pecho y estalló en mi garganta.
El silencio de la tarde cubrió el Misterio.
Sí, es cierto, experimentaba un gran gozo, pero también toda mi miseria humana. Yo no merezco nada: ¡soy nada!
Mi secreto no consiste en hacer, sino en dejar que Dios actúe en mí.
Ahora comprendo que Dios ama la pobreza, y como no la encontró en el cielo, la vino a buscar a la tierra. Por eso no soporta a los soberbios, que se creen que valen algo, pisando a los demás. Y a los ricos los ve como son: vacíos de todo, porque sus riquezas son nada.
Mi pequeñez me hizo grande a los ojos de Dios. (Lucas 1, 47-55)
Mi corazón ardía en deseo de comunicar mi gozo. Pero ¿a quién? ¿Cómo? Pensé en confiarle a José el Misterio, pero no lo creí prudente; algo me decía que no era el momento. Lo sublime únicamente Dios lo manifiesta: se lo dejaría a Él.
Cuando me enteré de que Isabel estaba esperando a un hijo después de tantos años de oración comprendí que el Dios de la vida hace fecundas a las estériles y levanta a los humillados. Era la señal esperada. Tenía que ir a felicitarla y a ofrecerle mi ayuda. Y, además, sentía que necesitaba alejarme de Nazaret durante un tiempo, tenía mucho que meditar y lo podría hacer en la casa del sacerdote Zacarías.
Unas amistades que iban a Judea me invitaron a unirme a su caravana.
Durante el camino mi oración se hizo melodía y alegré a todos con mis cantos y risas.
Cuando Isabel salió a recibirme: nos abrazamos y nos reímos juntas.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lucas 1,47) me dijo exultante.
Ella lo sabía. Me confirmé en lo que creía: Dios manifiesta lo sagrado y misterioso a los humildes, pues ellos saben recibir.
Una gran felicidad me invadió: La felicidad que sólo la Fe puede dar.
Y mi gozo estalló en un cántico:
Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. (Lucas 47-48)
Me quedé con Isabel unos tres meses.
Me di cuenta que José lo notó; además ya todo el pueblo sabe que estoy embarazada.
José me miró largamente como tratando de sondear mi alma. Pero no me dijo nada. Se retiró lentamente, confundido, triste; nunca lo había visto así.
Yo también sufro; por él y por mí. Pero ahora, más que nunca, confío en Dios: sólo Él puede revelar el Misterio.
Mi oración en estos días es una espera confiada.
Muy tempranito llamaron a mi puerta: nunca había visto a un hombre más feliz. José, con la boca abierta por el asombro, se me quedó mirando y luego me abrazó.
Durante el resto del día hicimos planes. Nuestro amor ya tenía un nombre: ¡Jesús! El resto de nuestra vida viviríamos sólo para él.
En este mes estrenaríamos hogar: el nuevo templo de Dios.
Vamos camino a Belén: el Espíritu nos conduce hacia la ciudad de David.
Acarició mi seno y siento que tiene prisa de nacer; le sonrío a José y él entiende: los dos tenemos ansia de verlo y también temor.
He pintado de colores el camino. Parece que todos los paisajes y las aves del cielo nos saludan. Nuestros cantos se unen a las melodías de la tarde.
Y la gente, al mirarnos, pensará que ese par de jóvenes están locos. Y tienen razón: locos de alegría porque Dios puso su mirada en nosotros.
Hoy sé que el cielo no está allá: lo traigo en mi corazón.
Sólo una madre entendería lo que sucedió. ¡Fue bellísmo!
Pequeña carne, temblorosa, y frágil, que estrechaba contra mi pecho, cubriéndola con mi ternura. José me ayudó a envolverlo en pañales. Mi niño se durmió, después del llanto, acunado por mi voz que le cantaba mi amor.
El silencio de la noche nos cobijaba con su paz.
José conmovido, me dio un beso en la frente.
Los dos adoramos el Misterio que dormía, recostado en un pesebre.
Una estrella nos iluminaba. (Lucas 2,6-7)
Y de nuevo son los humildes a los primero a quienes Dios manifiesta el secreto de mi niño.
Llegaron inesperadamente unos pastores, todavía con el brillo de estrellas en sus ojos, emocionados, se inclinaron ante el pesebre.
Con rostros sonrientes y llenos de asombro, me comunicaron el mensaje: experimentaban una paz increíble, como jamás la habían sentido. Comprendí que esa paz es la de aquellos hombres que gozan del amor de Dios. (Lucas 2,8-20)
La misma paz que desde siempre he tenido.
Al octavo día vino el mohel a circuncidar al niño. (Lucas 2,21) Cuando me entregó al niño que lloraba inconsolable, lo fortalecí con mi amor.
José me alegró cuando nombró, por primera vez al niño: Yeshú. (Mateo1,21. En hebreo: Yeshúah, en dialecto galileo: Yeshú).
Los dos reímos en medio de nuestras lágrimas y yo también lo llamé, con ternura infinita, Yeshú.
Después de la circuncisión decidimos quedarnos en Bélen. José arregló con madera y algunas piedras la gruta en la que nos habíamos refugiado. Salía todas las mañanas a buscar trabajo y casi siempre regresaba con algunas monedas.
Yo iba aprendiendo a ser mamá: a amamantar al niño, a cambiarlo, abañarlo y a mecerlo para arrullarlo.
También fui aprendiendo a conocerlo.
Fueron días maravillosos que pasaron rápidamente.
A los cuarenta días, como manda la Ley, fui al templo a purificarme. José y yo íbamos un poco nerviosos en medio de tanto ruido y alboroto de las calles de Jerusalén. El niño se despertó varias veces.
Entre el atrio de las mujeres, acompañada por otras madres. Llevaba en mis manos dos palomas que eran mi ofrenda. Luego se acercaron los levitas y nos rociaron con agua lustral. Después un sacerdote tomó una de mis palomas y con un tajo cortó su cuello. Yo temblé mientras la veía consumirse por el fuego del altar.
Rápidamente regresé con José que me esperaba sonriente.
Nos faltaba algo mucho más importante: rescatar al niño. Todo primogénito es de Dios, le pertenecía (Éxodo 13, 1-16). Bien sabíamos José y yo que Jesús siempre sería de Dios. Siempre.
Yo me sentía muy confundida. Apreté contra mi pecho a mi hijo. Era mío y… no era mío. El resto de mi vida iría aprendiendo a soltarlo.
Cuando José iba a entregar los cinco siclos de plata que con muchos esfuerzos habíamos ahorrado, un anciano salió a nuestro paso.
A una señal de José le ofrecí al niño que dormía plácidamente. El anciano lo tomó con delicadeza y se llenó de gozo; de su boca brotaron palabras que no comprendí muy bien pero que me conmovieron profundamente, pues se referían a mi niño que sería luz para iluminar a las naciones y gloria del pueblo de Israel.
José y yo estábamos asombrados. (Lucas 2,25-33)
Después me miró intensamente mientras me devolvió a Jesús y dijo cosas terribles y maravillosas de Él; que sería signo de contradicción para muchos. Los hombres apostarían a su favor o a su contra. Sería muy amado y muy odiado. Traería división y fuego, persecución y muerte, vida y destrucción. (Lucas 2,34; Mateo 12,30; Mateo 10,34-39)
Temblé y apreté contra mi seno a mi niño. Entonces el buen anciano añadió:
-Y a ti misma una espada te atravesará el corazón… (Lucas 2,35)
¿Espada? ¿A qué tipo de espada se refiere? Algunos rabinos afirman que la espada es la capacidad de discernirla Palabra de Dios y de conocerla. Otros, dicen que es símbolo de dolor. ¿Quizás para llegar a conocer plenamente a Jesús hay que tener mucha fortaleza? Quizás…
Sin embargo me invadió una profunda paz y besé delicadamente la frente de mi niño.
Cuando nos retirábamos eché un último vistazo al anciano: lo vi muy feliz y le devolví la sonrisa.
Regresamos a Belén en silencio.
Los meses siguientes transcurrieron muy en paz. José ha conseguido un buen trabajo y hacemos planes para instalarnos definitivamente en Belén. La gente nos ha recibido muy bien y nos sentimos aceptados y queridos.
Jesús nos hace reír todo el día con sus muecas y balbuceos. Es un niño sano y muy alegre.
Belén es un pueblo muy tranquilo casi nunca sucede nada.
Pero hoy, mientras el sol se ocultaba detrás de los montes, unos extraños personajes llamaron a nuestra puerta.
Buscaban a un rey y se encontraron con un niño que dormía en mi regazo; buscaban riqueza y poder, y sólo veían pobreza y humildad.
No dijeron que venían de muy lejos, del Oriente, guiados por una estrella. Pero en ese momento, se dieron cuenta que la verdadera estrella no estaba allá, en el firmamento, sino aquí.
Lentamente se acercaron a Jesús y al verlo hicieron algo asombroso: ¡se pusieron de rodillas! Yo no supe qué hacer ni qué decir.
Comprendieron que todos sus anhelos de luz y de verdad habían sido saciados. Desde hace mucho tiempo habían buscado la felicidad y, ahora, sedaban cuenta que lo que buscaban no está ni en las riquezas ni en el poder, sino en la pobreza y pequeñez.
El verdadero Dios no está revestido de fuerza sino envuelto en pañales; no habita en palacios, sino en ésta, una humilde morada.
José y yo nos unimos a ellos y adoramos en silencio a mi niño que dormía plácidamente. (Mateo 2,1-12)
José me despertó a media noche. A la luz de la lámpara de aceite lo vi muy alterado e inquieto. Me dijo que nos teníamos que ir inmediatamente. Le pregunté que por qué y a dónde. Me contestó que perseguían a Jesús y lo querían matar, que me apresurara a tomar lo más necesario para huir.
¡Dios mío! ¿Por qué? ¿Quién puede odiar a mi niño? ¿Qué mal ha hecho?
Le ayudé a José a tomar lo más indispensable. Cambié al niño y nos dispusimos a abandonarlo todo. Me dolió mucho dejar mi casito que con tanto cariño había arreglado, los muebles que José había hecho, mis flores y las cosas del niño.
Afuera estaba muy oscuro y hacía frío.
Jesús lloraba. (Mateo 2 13-14)
Vagamos durante muchas semanas por parajes inhóspitos. Nuestros escasos ahorros se iban acabando.
El viento y el polvo del desierto nos asfixiaban. Durante esos días conocimos la sed y el hambre. También el silencio de Dios.
No nos atrevíamos a pedir posada por miedo a que nos reconocieran. Éramos unos exiliados sin rumbo fijo.
José hacía lo imposible para que no sufriéramos Jesús y yo.
Nuestra única confianza la tenemos en Dios.
¡Ya estamos de regreso en Nazaret!
Ya Jesús camina muy bien, aunque a veces se cae. Pero siempre se levanta.
José y yo estamos muy unidos como, creo, que jamás matrimonio alguno ha estado. Es, además, un maravilloso padre.
Jesús va creciendo (Lucas 2,40). Es inteligente y muy hermoso. ¡Qué puede decir una madre!
Todas la mañanas, muy tempranito, avivo la lámpara de aceite y salgo a moler la cebada o el trigo. Luego amaso la harina con la levadura y la meto en el horno que está en un rincón de nuestra casa. Ya para entonces José se dispone a salir a trabajar.
Entonces le toca su turno a Jesús. Siempre despierta contándome algo y me da un beso cariñoso.
Después sale a jugar. Tiene muchos amigos y todo el mundo lo quiere mucho. A veces se queja de que los demás no siguen la corriente de sus juegos (Mateo 11, 10-17).
Tenemos en nuestro patio una higuera y muchas flores. A Jesús le gustan mucho los higos. También tenemos algunas gallinas y unas ovejas que encerramos en el corral del pueblo.
Los días se me pasan rápidamente mientras me ocupo en ir al pozo por agua, preparar la comida y lavar y remendar la ropa.
Por las tardes voy con unas amigas a recoger rastrojos, estiércol seco y leña para el fuego.
Acabo rendida pero muy contenta. El cariño de José y las risas de Jesús son mi mejor recompensa.
Dios nos bendice mucho. Por las noches, todos juntos, le damos gracias.
Es increíble cómo pasan los años. Jesús es ya todo un muchacho, fuerte y simpático. La gente dice que se parece a mí.
Los años nos han hecho madurar mucho a José y a mí. Con frecuencia comentamos nuestras primeras experiencias y las intervenciones maravillosas de Dios. El misterio que rodea a Jesús y el futuro que le espera. Sin embargo, nos admira la normalidad de nuestro hijo. Lo hemos contemplado hacerse hombre y nos sorprende verlo igual que todos, como todos. Hemos sufrido cuando está enfermo y nos hemos reído juntos de sus despistes de muchacho. Es cierto que aves se va a los montes a orar y regresa muy silencioso. Pero luego hace por allí una travesura con sus amigos y sale a jugar.
Le gusta, particularmente, el estudio de las Escrituras y el rabino lo felicita con frecuencia, pues dice que es el más adelantado de sus alumnos.
Nos ayuda mucho en todas las tareas y va aprendiendo muy bien los oficios de su padre. En tiempo de la cosecha se van los dos a segar el trigo.
También cuida muy bien de nuestras ovejas y se ha hecho un experto pastor.
Es muy observador y reflexivo.
Cada día estoy más orgullosa de mi hijo.
Vamos camino a Jerusalén, muy felices, a celebrar la Pascua. Por fin este año pudimos ahorrar algo y llevamos por primera vez a Jesús al Templo en vísperas de su Bar-Mitswa (Ceremonia judía en la que los muchachos, al cumplir trece años, se convierten oficialmente en miembros del Pueblo de Israel).
Jesús no deja de hacernos preguntas. Va muy emocionado. Intuyo algo, pero atino a saber qué es.
Los sacerdotes marchaban solamente revestidos con largas túnicas y con sus doradas tiaras. Uno de ellos lleva un cuchillo en la mano. Luego todos los levitas impusieron sus manos sobre un inocente cordero, que estaba recostado sobre el altar. Jesús frunció el ceño y me apretó el brazo. Estaba pálido.
Era la primera vez que Jesús veía esto y adiviné que tenía muchas preguntas que ni su padre ni yo podríamos contestar.
Me soltó el brazo y lo deje partir. Conozco a mi hijo y sé que necesita silencio y soledad. Vi que bajaba la gran escalinata del templo y luego se me perdió de vista.
José me tranquilizó; siempre hemos confiado plenamente en Jesús. Además es casi ya un hombre.
Aprovechamos José y yo para ver a algunos parientes y también nos separamos.
Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?- le grité cuando lo vi sentado en medio de los doctores haciéndoles preguntas. (Lucas 2, 46-48)
Han sido unos días terribles para José y para mí desde que no lo vimos en la caravana. La garganta se nos secó de tanto preguntar por toda la ciudad. Jamás había visto a José tan angustiado. Nuestro único consuelo era la oración.
Y, ahora, de pronto lo veía allí, tan tranquilo.
Jesús se puso de pie lentamente.
Entonces añadí este reproche:
¡Tu padre y yo te hemos buscado angustiados!
La mirada de Jesús no era la misma del niño que uno conocía: era la de un hombre, profunda e insondable.
Era mi hijo y, sin embargo, lo sentía tan lejano…
¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? (Lucas 2,49)
No entendí nada. Experimenté un vértigo al percibir el Misterio que rodea a Jesús. Ya no pude decir nada. Abracé a José y en ese momento sentí los brazos de Jesús que nos envolvían a los dos.
Jesús nos tendió sus manos.
Juntos regresamos a casa en silencio.
Tenía yo mucho que reflexionar.
Todo volvió a su normalidad y seguimos con la misma y maravillosa rutina de todos los días.
Pero, quizás, con más amor. Porque estuvimos a punto de perder a Jesús, ahora lo amamos más. Pero, ¡qué difícil es amar sin cadenas ni chantajes! El verdadero amor crea alas. Es cierto que Jesús nos obedece en todo, pero yo sé que mi hijo es muy libre y tiene muchos signos de rebeldía.
A veces, en la hora de la cena, nos hace preguntas muy difíciles de contestar: ¿contestar: ¿por qué los niños nacen ciegos o paralíticos? ¿por qué a los leprosos los corren del pueblo? ¿por qué hay tantos pobres?
Jesús es un apasionado de la justicia. Odia la mentira. Ama la verdad. No soporta la hipocresía religiosa.
José y yo no podemos darle respuestas.
Entonces se va al monte a orar. Sé que habla largamente con su Padre. Con frecuencia se pasa toda la noche en oración.
Lo que sí sabemos es que nos ama muchísimo. José y Jesús se han hecho muy buenos amigos y, cuando no hay mucho trabajo, se van a caminar en largas excursiones.
Van pasando los años rápidamente. Soy tan feliz.
La Presencia de Dios me envuelve con mucha ternura y cada día me siento más amada y bendecida. Mi Fe también va creciendo.
Cuando llega Jesús por las tardes sudoroso y hambriento, y me mira con sus grandes ojos, contemplo algo más grande e infinito: ¡veo a Dios! Este pensamiento me hace temblar.
Moisés también tembló frente a la zarza. (Éxodo 3,1-5)
En estos últimos días he visto muy enfermo a José. Por las noches se queja dormido. Jesús ayer lo despertó.
No tenemos dinero suficiente para llamar a un médico. Espero que se le pase.
Jesús y yo hemos hecho mucha oración pidiendo la salud de mi buen José a quien amo tanto. José está moribundo. Trato de secar el sudor frío que corre por la frente de mi marido.
Jesús salió al patio a llorar.
Hoy por la tarde lo enterramos.
En los últimos instantes de José, interrogué con mi mirada a Jesús: ¿podría hacer algo? Mi hijo estaba sufriendo mucho, lo sé, pero desviaba los ojos y callaba.
Jesús me dijo que, gracias al testimonio y amor de José, había descubierto a Dios como un papá, un verdadero padre.
Fue entonces cuando me enseñó a orar así: Padre, hágase tu voluntad.
Los dos nos quedamos muy en paz.
Los años siguen pasando. Jesús es un magnífico hijo, cariñoso y servicial. Extrañamos mucho a José y con frecuencia vemos en la casita el rincón donde él dormía. Sabemos que está ahora en un lugar mucho mejor.
Jesús está al pendiente de que no me falte nada y se preocupa mucho cuando me ve cansada.
Cada vez me habla más de su Padre y del Reino de amor que va a venir. También habla de su Hora. De esto último no entiendo mucho, pero lo acepto.
Quiero vivir cada vez más unida a Dios y sirviendo a mi hijo. Sin darme cuenta se me pasan las horas en oración y amo cada día más a Jesús.
Me dijo que soy muy dichosa porque escucho la Palabra de Dios y la pongo en práctica. (Lucas 11,28)
Hoy, cuando fui al pozo para sacar agua, mis amigas comentaban la aparición de un nuevo profeta. Se llama Juan y está bautizando en el río Jordán. Anuncia la llegada próxima del Mesías.
Creo que Jesús ya lo sabe, pues lo veo muy inquieto. Mi corazón de madre intuye algo.
Hoy por la mañana, con un grupo de peregrinos, Jesús se fue rumbo al Jordán.
Los últimos días estaba especialmente cariñoso. Me volvió a hablar de que debe ocuparse de los asuntos de su Padre.
Le hice una túnica sin costuras y un manto de lana. Se llevó unas sandalias, casi nuevas, de José.
En su morral le puse unos higos y pan.
Me quedé mirando hasta que se perdió detrás de una colina.
De nuevo repetí muy despacio: aquí está la esclava del Señor, que me suceda como tú dices… (Lucas 1,38)
Ha pasado mucho tiempo sin saber de Jesús. Lo último que averigüé es que anda por Samaría.
Unos parientes me invitaron a una boda en Caná. Lo que me da más gusto es que también invitaron a Jesús y él aceptó. (Juan 1, 1-2)
Ya cuento los días para verlo.
Nos abrazamos muy emocionados. Le dije que lo veía más delgado, pero con un fulgor nuevo en su mirada. Venía con unos amigos. Me cayeron muy bien, especialmente un muchacho llamado Juan.
Las mujeres llevamos varios días trabajando en la cocina, pero no pierdo la ocasión para ver de lejos a mi hijo. Y por las noches nos vamos a caminar, mientras me cuenta sus últimas experiencias.
La fiesta está preciosa. Los pobres sabemos alegrarnos con las cosas más sencillas de la vida: la música de pueblo, las danzas y las flores. Me consta que esta familia ha ahorrado durante mucho tiempo y con grandes esfuerzos para que la boda saliera muy bien. Todos estamos muy contentos.
A Jesús, desde niño, le gustan mucho estas fiestas. Un día me dijo que el Reino del Padre se parece a un gran banquete de bodas (Mateo 22,2; Lucas 5,34). Sin duda, Dios es el Dios de la fiesta.
Me confío que está esperando una señal de su Padre para iniciar su ministerio.
El vino se está acabando. La familia está muy preocupada y ya no tienen dinero para mandar a comprar más. Precisamente hoy, cuando hay más invitados. La vergüenza caerá sobre esta buena familia que había preparado todo con tanta ilusión.
Alcanzo a ver a mi hi hijo que viene a la sala del banquete. Desde hace mucho guardo un secreto impulso que me hace más audaz y fuerte. El momento ha llegado:
-No les queda vino. –Le dije a Jesús al oído.
Nunca le había pedido nada. Pero ahora sé que debo hacerlo. Jesús se sorprendió y me miró largamente. Conozco muy bien esa mirada: estaba tratando de conocer la voluntad de su Padre. Por fin respondió:
-Mujer, no intervengas en mi vida; mi hora aún no ha llegado. (Juan 2,3-4)
Pero su aparente negativa, era para mí una afirmación. La Fe es un abismo al que hay que lanzarse en medio de la oscuridad. Yo también escuché al Padre.
Busqué a unos muchachos que nos estaban ayudando y les di esta orden señalando a Jesús con el brazo:
-Hagan lo que él les diga. (Juan 2,5)
Ellos confiaban en mí; y yo en Jesús.
Mi hijo les dio una orden aparentemente absurda: llenar de agua seis cántaros de piedra. El pozo estaba algo retirado y trabajaron bastante hasta llenar los seis cántaros: ¡casi seiscientos litros!
Y sucedió el milagro: el agua se transformó en el más exquisito vino. Y lo que es más importante: Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.
Yo me retiré feliz a la cocina a seguir trabajando.
Esta misma noche Jesús me agradeció y yo a él.
Después me dijo que pensaba ir a Cafarnaúm y me invitó para que lo acompañara unos días. (Juan 2, 8-12)
Ya me regresé a Nazaret pues tenía varios pendientes y, además, no quería ser una carga para Jesús y sus Discípulos allá en Cafarnaúm. Mi hijo se quedó a vivir en la casa de Simón Pedro. Creo que estará bien.
Jesús me prometió que vendría pronto a Nazaret.
Han sido unos días de mucha alegría. Jesús llegó a media semana; de pronto se me apareció en el patio con una amplia sonrisa y yo corrí a abrazarlo.
Le he preparado con mucho cariño los alimentos que más les gustan. También le lavé su ropa y le remendé su manto.
Por las tardes hacemos recuerdos de José y terminamos orando juntos.
Jesús también está muy feliz, aunque hoy lo noto algo preocupado. Mañana es sábado y quiere ir a la sinagoga.
Lo alcancé a ver todo detrás de la celosía: todos lo recibieron muy bien, al principio, aunque con cierto recelo. El encargado de la sinagoga le rogó que leyera un texto de Isaías. Jesús aceptó, aunque lo vi algo tenso. Con fuerte voz exclamó:
Es espíritu de Señor está sobre mí,
Porque me ha ungido para anunciar
La buena noticia a los pobres;
Me ha enviado a proclamar
La liberación a los cautivos,
A dar vista a los ciegos,
A liberar a los oprimidos
Un año de gracia del Señor. (Lucas 4,16-19; Isaías 61,1-2)
Después enrolló el libro, se lo dio al ayudante y se sentó. Nunca había visto así a mi hijo: sus ojos brillaban con una fuerza especial. Levantó el rostro y con voz profunda y solemne que resonó por toda la sinagoga, exclamó:
-Hoy se ha cumplido ante ustedes esta profecía. (Lucas 4,21)
Me estremecí. Lo sabía, claro que sí; desde hace mucho esperaba que lo dijera; pero me conmovió mucho.
En ese momento comencé a escuchar una gritería que se hizo cada vez mayor. Todos se pusieron de pie insultándolo y ya no pude ver bien. Alguien gritó que era un blasfemo y los demás le hicieron coro. De pronto vi a Jesús lanzado a golpes a la calle. Yo traté de acercarme pero me dieron un fuerte empujón que casi me tumbó. Me dolió ver rostros de conocidos y amigos de Jesús. Algunos parientes también lo insultaban. Y así, entre golpes y empujones, lo condujeron al precipicio de la montaña. Varias veces grité detrás de la multitud; nadie se fijaba en mí.
Estaban a punto de despeñarlo.
De pronto Jesús se abrió paso. Su mirada de fuego y su porte magnífico hizo que la chusma se hiciera a un lado (Lucas 4,2-30).
Me alcanzó a ver; su mirada lo dijo todo.
Jamás volvería a Nazaret…
Han pasado varias semanas desde ese sábado terrible. En los días siguientes algunos me insultaban por la calle y varias mujeres se negaron a acompañarme al pozo por agua.
Soy la madre del proscrito.
Sin embargo, el tiempo hace que se olvide todo.
Han llegado rumores de que Jesús tiene mucho éxito en otras partes. Lo siguen multitudes de gente y su fama se ha extendido más allá de Galilea. Hace muchos milagros y anuncia la buena noticia del Reino (Mateo 4, 23-25).
Me siento muy orgullosa de mi hijo.
El tiempo va pasando rápidamente y con mucha intensidad. Creo que ser madre significa engendrar todos los días y ¡con dolor…!
Recuerdo la profecía del viejo Simeón: Jesús será signo de contradicción. Y lo es. Me llegan todo tipo de noticias; los hombres lo aman mucho y lo odian mucho. Unos están a su favor y otros lo persiguen a muerte.
Lo único que puedo hacer por él desde aquí es orar, orar mucho y amarlo cada vez más.
También guardar silencio.
Primero fueron simples rumores, después abierta noticia: ¡Herodes busca a Jesús para matarlo y el clero de Jerusalén también lo persigue por blasfemo!
Vinieron por la tarde varios parientes. Tienen buenas intenciones pero me alarmaron. Afirman que Jesús está diciendo cosas muy desatinadas, incluso contra nuestra religión. No es nada prudente y mucho de lo que predica es una locura. Esa es la palabra; creen que está loco o por lo menos muy trastornado. Me piden que vaya con ellos a buscarlo, y ya que tengo mucha influencia sobre él, que lo convenza para venir una temporada a Nazaret, hasta que las cosas se calmen. Se trata de salvarlo. Es cuestión de vida o muerte. (Marcos 3, 21)
Al principio me negué. Siempre he tratado de cumplir únicamente la voluntad de Dios y estoy convencida que es la misma voluntad de mi hijo. Y se los dije. Pero me suplicaron: sólo querían el bien de Jesús y, además, no perderíamos nada con intentarlo.
Acepté. Mañana iremos a buscarlo.
Al llegar al pueblo, después de mucho buscar, por fin nos señalaron la casa en donde se encontraba mi hijo.
Me dirigí rápidamente, pues tenía grandes deseos de verlo. Había cantidad de gente rodeando la casa, hasta en la terraza. Traté de abrirme paso, acompañada por mis parientes. Llegué finalmente a la puerta, pero era imposible entrar. Me tranquilizó mucho escuchar de nuevo su voz: hablaba de los ciudadanos del Reino, debían de nacer de nuevo y vivir como verdaderos hijos de Dios, sin más ley que la del amor. Habría un nuevo orden de cosas en donde todos los hombres vivirían libres de en paz.
Alguien se dio cuenta de mi presencia y le avisaron a Jesús que estábamos aquí. Un discípulo le dijo:
-¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están afuera y te buscan. (Marcos 3,32. “Hermanos” según la cultura israelita, se refiere a todos los parientes en general.)
Jesús se puso de pie y preguntó:
¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?
Me desconcertó la pregunta. Sin embargo algo me decía el corazón que mi hijo iba a proclamar un lazo más estrecho que el de la sangre y la carne. Varias veces me dijo en Nazaret que yo era mucho más que su madre; el Padre nos había unida en un amor inefable.
Y Jesús mirando a los que estaban sentados a su alrededor, añadió:
-Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
Después se abrió paso entre la gente y me abrazó.
Estuve varios días con Jesús y sus apóstoles. Me presentó a sus nuevos hermanos y hermanas. Al fiel Pedro y al simpático Felipe; al servicial Andrés y al bueno de Mateo Leví. Juan no se separaba de mí y Jesús notó, con alegría, el cariño que nos tenemos. También conocí a sus amigas, entre ellas a María de Magdala; una gran mujer.
Finalmente me regresé a Nazaret. Sé que este es mi lugar en donde puedo hacer más por mi hijo. Jesús sabe que cuenta conmigo incondicionalmente. Siempre lo apoyaré para que sea fiel a la voluntad de su Padre.
Siento una extraña y bellísima nueva maternidad. Estoy convencida de que la verdadera felicidad consiste en cumplir siempre la voluntad del Padre.
La crisis estalló y, precisamente en la sinagoga de Cafarnáum (Juan 6, 60-71). Las noticias son confusas, pero parece que no sólo lo han abandonado casi todos sus Discípulos, sino que los persiguen ahora a muerte.
Lo último que supe de Jesús es que se dirige fuera del territorio de Israel, hacia Fenicia.
Sé que piensa en mí, como yo pienso en él en cada instante. Sé, también que sabe que acepto plenamente lo planes que el Padre tiene sobre Él.
Únicamente le pido a Dios que nos dé fuerza a los dos.
Han pasado muchos meses sin noticias de mi hijo.
Cuando la angustia quiere aparecer, me consuela saber que si yo amo a Jesús, el Padre lo ama mucho más y está en sus manos.
¿En qué mejores manos puede estar?
Sé que Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén (Lucas 9,51). Y yo debo de estar con Él. Hay gran revuelo por lo de la resurrección de su amigo Lázaro. Pero a causa de este signo de vida los jefes de los sacerdotes y los fariseos quieren darle muerte. No entiendo nada.
Mi hijo es muy valiente y jamás dará un paso atrás. Sé, también, queme necesita.
Tengo un terrible presentimiento.
Llevo tres días en una caravana que se dirige hacia Jerusalén para festejar la Pascua. Mañana temprano buscaré a mi hijo.
Lo acompañé, jubilosa, en la procesión del primer día de la semana. Todos agitábamos nuestras palmas gritando ¡hosanna!
Me recibió muy emocionado y me dijo que no me separara de Él. Por un momento vi en su mirada, los ojos de un niño asustado, como cuando estaba en Nazaret y se dormía en mi regazo. Pero reaccionó y de nuevo lo vi fuerte, sereno, dueño de sí mismo.
Sin embargo, cuando el camino torció en la cumbre del monte y contemplamos en todo su esplendor la ciudad de Jerusalén, Jesús se detuvo conmovido. Al verlo llorar, yo también lloré sin saber por qué. Y volvió mi niño a hacer recuerdos de su infancia.
-¡Jerusalén… cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos debajo de sus alas, y ustedes no han querido! (Mateo 23,37)
Pero también esta vez se sobrepuso y seguimos en dirección al templo.
Estoy muy conmovida. No atino a saber bien lo que mi corazón presiente. Las madres siempre traemos a los hijos en el seno; no es cierto que salen de nosotras. Hoy Jesús está muy dentro de mí. Sé que sufre, pero creo en su victoria. El Reino vendrá a pesar del odio de los hombres.
Tengo que ser muy fuerte.
Al atardecer nos dirigimos a Betania a descansar.
Es más de media noche y hay gran alboroto en toda la casa. Juan, con el rostro desencajado, me buscaba para decirme que a mi hijo lo habían tomado preso y lo habían condenado a muerte.
Era la hora (Según san Juan la hora de su pasión y resurrección, la hora de su triunfo y exaltación: Juan 3, 14-15;8,28;12,32;13,31-32;17,1).
Corrimos juntos hacia la torre Antonia.
Por el camino me contó Juan más detalles. Me habló de la oración en Getsemaní: ahí había vencido al miedo y a la angustia. Y con rostro sereno se entregó a sus enemigos.
Lo juzgó el consejo de Ancianos y delante de todos se proclamó Hijo de Dios: ¡Dios mismo! (Mateo 26, 57-66) Si, Jesús, mi hijo, había mostrado el verdadero rostro de Dios: el que conocí en Belén y durante todos sus años en Nazaret; porque, Dios se manifestó en plenitud en la humildad y sencillez de Jesús.
Se detuvo por unos instantes y me vio. Me vio con una ternura infinita. Y yo le dije con mi mirada todo el amor que le tengo.
Va sereno, en medio de su sufrimiento, rumbo al Calvario.
Mi hijo no es un hombre caído, sino alguien que siempre se levanta y con paso firme se dirige al sacrificio.
Yo debo de seguirlo, también, con fortaleza, en medio de mi espantoso dolor de madre.
Estoy de pie, junto a la cruz (Juan 19,25).
Han sido horas interminables de angustia. Varias veces han flaqueado mis piernas, pero Dios me ha dado fuerzas.
Jesús está muriendo y… ¡yo con él!
Con frecuencia me ha mirado y sé que sufre por mi dolor que quisiera ahorrarme, pero me necesita y agradece mi presencia.
Con un supremo esfuerzo, en medio de su asfixia, me dijo con ternura:
-Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Y me señaló con la mirada a Juan que estaba junto a mí. Y añadió dirigiéndose a su discípulo:
-Ahí tienes a tu madre (Juan 19, 26-27).
El muchacho me abrazó muy conmovido.
Siento una extraña maternidad y una enorme herencia.
El fin se aproxima. Jesús me miró agonizante y después levantó la cara hacia el cielo.
Lentamente inclinó la cabeza y se durmió en el regazo de su Padre.
Estuve a punto de desplomarme, pero mi Fe me sostuvo.
Sé que Jesús ha vencido. Su Padre y yo estamos orgullosos de Él, que fue fiel hasta el final.
Juan me señaló el pecho traspasado por la lanza; salía sangre y agua: ¡vida! (Juan 19, 32-37)
Esta tarde, en medio de mi inmenso dolor y en completa oscuridad ¡creo! Creo en el triunfo de la Vida…
Lo besé en su frente ensangrentada y me quedé hasta que rodaron la piedra sobre la entrada del sepulcro.
Después, con paso decidido, me encaminé hacia la Resurrección.
Es Espíritu descendió sobre nosotros. Era como una ráfaga de viento impetuoso y una lengua de fuego se posó sobre mí (Hechos 1,14;2,1-4).
La Presencia me envolvió nuevamente.
Mi Hijo: ¡el Señor Jesús! Ha resucitado.
Él me entregó a una multitud enorme que nadie podía contar. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua (Apocalipsis 7,9) para que velara siempre sobre ellos como su verdadera madre.
Lo único que puedo decirles es que siempre hagan lo que Él les diga (Juan 2,5), que lo amen mucho y que se dejen amar por el Padre con la fuerza del Espíritu.
Y… no teman nada ¿no estoy aquí yo que soy su madre? (Nican Mopohua 119 A).
Extracto del libro: Testigos del Señor Jesús.