EL HOMBRE QUE SUPO ESPERAR
Mi vida ha sido muy buena, no me puedo quejar, pero se ha ido tan rápida. Ya siento muy próximo el fin, pero no le temo a la muerte. Estoy en paz y muy agradecido con Dios que me ha bendecido tan abundantemente.
Mis ojos cada vez ven menos y mi oído lo voy perdiendo también. Parece que nosotros los viejos nos vamos despidiendo poco a poco de la vida. Probablemente para ir profundizando en nuestro interior y escuchar, escuchar la voz del Espíritu. Ya sólo tengo ojos para ver lo que de veras importa: cómo son los niños, las flores y las miradas puras.
Me siento cansado y enfermo, pero todavía con algo de fuerzas. Creo que no he muerto porque conservo una gran esperanza que me fortalece y me anima. El día en que deje de esperar, entonces moriré. La esperanza no es un sueño de viejos, sino un modo de hacer realidad nuestros sueños. Se necesita mucho valor para esperar.
La historia de nuestros padres es una historia de esperanza. Ellos se pusieron un día en camino y no hemos dejado de caminar en búsqueda de esa tierra prometida. Porque, estoy convencido que la tierra no es un lugar: ¡es Alguien que vendrá!
Para esperar hay que tener mucho amor: la esperanza es el amor que tiene anhelo de la presencia del Señor.
Me sorprendo, con frecuencia, hablando solo. Creo que es común de los que vivimos solos y de los viejos; si no me comunico conmigo mismo, entonces ¿con quién? Y siempre, muy tempranito le pregunto a mi Señor en voz alta: ¿Cuando, hasta cuando se revelará la gloria del Señor... el que será luz de las naciones... para que vean los confines de tierra la victoria de nuestro Dios? (Is, 40,5; 42,6; 52,10)
Mi mente todavía está muy lúcida, claro que olvido cantidad de cosas, pero lo esencial lo tengo grabado en el corazón: el amor y fidelidad de Dios para Israel y, ¿por qué no?, para todos los pueblos.
Si, estoy convencido que Dios salvará a todos los hombres y no sólo a los judíos.
No pierdo mi buen humor y mi ánimo para seguir adelante. Tengo buenos amigos y amigas. Especialmente con Ana, esa santa mujer viuda, he hecho muy buena amistad. Somos casi de la misma edad. Ella no se aparta del templo, sirviendo noche y día, con oraciones y ayunos. Me invita con frecuencia a hacer oración y juntos esperamos el consuelo de nuestro Dios.
Vivo muy cerca del templo pues ya no puedo caminar mucho.
Lentamente todas las mañanas subo a hacer oración. Con trabajo me abro paso entre la multitud. Me molestan los gritos de los vendedores y de los cambistas de monedas. Ya en el patio de los judíos alcanzo a escuchar a los levitas que cantan salmos al son de las cítaras. Ahí me estoy un buen rato y, casi siempre, veo a Ana. Por fin llego al patio de Israel, en el que únicamente entramos los hombres, es cuando alcanzo a ver el Santuario. El mármol y el oro, a esa hora de la mañana, brilla con todo su esplendor. Siempre me conmuevo mucho y lloro. Quizás estas lágrimas estén purificando mis ojos para poder ver mejor al Dios Invisible que se esconde ahí. “Levanto los ojos a ti... como los ojos de los esclavos pendientes de la mano de su amo; como los ojos de la esclava, pendientes de la mano de su ama ... así mis ojos...” (Salmo 123 1-2)
Ayer, en las oraciones vespertinas, me sumí en un profundo silencio. Fue cuando lo escuché .... no puedo traducir lo que el Espíritu me dijo pero su Palabra me llenó de consuelo y de una gran paz.
En estas últimas noches he dormido muy poco. Presiento algo muy hermoso.
Tengo mucha alegría y hasta me sorprendo cantando. La esperanza es también gozo interior.
Otra vez sucedió. No lo puedo explicar bien pero tengo la certeza de que el Espíritu me dijo que no moriré sin antes haber visto al Mesías del Señor.
Fue por la noche, cuando me levanté de mi lecho y salí al patio, porque no podía dormir. Todo estaba muy tranquilo y en silencio. Yo, que apenas puedo ver, ¡la vi! Estaba clarísima, llena de una extraordinaria luz. Jamás había visto una estrella así...
Esa mañana una fuerza misteriosa me movió y hacía más ágiles mis piernas camino al templo.
Fue entonces cuando los vi.
Era una joven pareja que se dirigía hacia el sacerdote que los esperaba en el atrio. Eran campesinos sencillos con aspecto de pueblerinos asombrados ante la fastuosidad del templo. El joven llevaba bien agarrados los cinco siclos de plata, por lo menos veinte días de trabajo para un artesano. Pagarían el rescate por su hijo, como manda la Ley. La muchacha tenía la mirada tan pura y clara como la estrella que había visto. Me miró asombrada cuando le pedí al niño que traía entre los brazos. Vio a su marido y este le sonrió, le hizo signo de asentimiento. Le inspiré confianza.
Con cuidado lo destapó. El niño dormía. ¡Era él! Mis brazos temblorosos lo sostenían.
Entonces el Espíritu habló.
Salieron de mi boca palabras contenidas durante siglos en los corazones más lacerados y humildes; aquellos que murieron buscando la luz y los que sin luz alguna morían; todos los desheredados de la tierra. Los niños que habían muerto antes de saber por qué habían nacido y los ancianos que no sabían por qué iban a morir. Yo no hablaba, hablaban ellos: los pobres. Las víctimas de la injusticia y de la terrible maldad humana. Los que vivían en la noche, esperando el alba, los que habían puesto su confianza en Dios y esperaban su liberación. El niño que apenas podía sostener entre mis brazos, era la luz revelada a los paganos y la gloria de Israel. ¡Lo sabía!
Me interrumpió la mirada llena de luz de la madre que, asombrada, con la boquita abierta, me escuchaba sin comprender. Era demasiado joven para entender.
El peso de ese niño entre mis brazos era enorme. Es cierto, es luz, pero también fuego; paz, pero también división; será alegría y tragedia; ruina y triunfo. Frente a él los pensamientos de los hombres quedarán al descubierto: a su favor o en su contra. (Mateo 10,34)
De nuevo la mirada de la madre me conmovió. Le dije que ella, ella sí conocería la Palabra de Dios, discerniéndola y profundizándola en su corazón. Porque esa Palabra es viva y eficaz, más cortante que una espada de dos filos". (Hebreos 4, 12-13) Probablemente ahora no entendía nada: ya llegaría la hora ...
En ese momento apareció Ana. Su presencia nos llenó de gozo, cantaba y bendecía al niño. La vi joven y muy hermosa. Ya jamás perdería esa juventud ...
Ha sido larga y dolorosa la noche. Pronto amanecerá. Lo sé.
Murmuro algunos salmos. El recuerdo de un niño me reconforta y me da alegría.
Mi Señor, ya puedes dejar que tu siervo muera en paz ... (Lucas 2, 22-38)
Extracto del libro: Testigos del Señor Jesús.