Pablo Domínguez

Avaricia

Había una vez un rey cuya riqueza y poder eran excesivos y siempre estaba pendiente de ellos. Su nombre era Fausto. Sólo hacía eso, no escuchaba a nadie, no veía a nadie, estaba encerrado día y noche en su habitación. Únicamente salía para poder comer. Un día, cuando tenía 40 años, Dios apareció en su habitación para hablar con él. Fausto era muy creyente y le encantó su inesperada visita.

-Dios, ¡qué gran honor es que usted esté en este lugar! ¿Deseas usted algo?- Dijo el rey a la vez que se arrodillaba.

-No te arrodilles, hijo mío. Gracias, pero no deseo nada. He venido para charlar contigo.

-De qué, oh Dios mío.

-Pues, verás, me han contado que lo único que haces es sentarte y contar tus monedas de plata, cobre y oro. Son miles y miles.

-Es, señor mío, porque no creo que el contable que me han proporcionado mis hijos y mi mujer padezca de honradez.

-Ya veo, y gobiernas con mano de hierro en tu reino.

-Se lo merecen, señor mío. No admiten que son mis siervos y esclavos.

-Pero, hijo mío, ¿no te das cuenta de que no te hace falta todo esto?

-¿El qué?

-¿El qué? Toda la riqueza y todo el poder que posees, mientras estás perdiendo toda tu vida en acumular dinero y explotando a tu gente. ¿Qué sentido tiene, hijo mío?

-A mí me gusta.

-¿Pero, no te das cuenta de que estás desperdiciando los mejores años de tu vida, solo para poder hacer daño a tu gente, a ti mismo?.

-Dios, déjeme, por favor.

-Haz lo que quieras pero morirás sólo, olvidados y odiado.

Y Dios se marchó mientras el rey se reía con lo que había dicho.

Pasaron los días, las semanas, los meses, los años y se perdió la infancia, la adolescencia de sus hijos. Su mujer le abandonó, sus amigos le olvidaron y sus hijos tenían muy poca relación, como si fueran desconocidos. El rey envejeció y murió a los 100 años. El día de su funeral, nadie fue a verle, a despedirse de él. Murió como había vivido, solo y lleno de poder y riqueza, olvidado, odiado y extremadamente solo.