Una mañana como cualquier otra

Hace muchos años, un 19 de septiembre de 1985, cuando quizá tú todavía no nacías, y tal vez tus papás eran demasiado jóvenes para recordarlo, sucedió en la Ciudad de México, mi ciudad, uno de los sismos que mayores consecuencias ha tenido… la Tierra se estremeció como creo que nunca antes lo había hecho, ni siquiera, según dice mi papá, en 1957, cuyo único recuerdo memorable fue la caída del Ángel de la Independencia…

La historia, mi historia, aquella que definió mi vocación, comenzó aquella mañana de 1985…

Era una mañana como cualquier otra, o por lo menos eso pensábamos los habitantes del Distrito Federal. Eran las 7:19 de la mañana y como desde hacía dos semanas, me dirigía a mi nueva escuela, la secundaria. Para mí todo era nuevo: reconocer a los viejos amigos y conocer las nuevas caras; nuevos salones y maestros; nuevas pesadillas por soñar. Un millón de ideas cruzaban por mi cabeza durante ese trayecto entre mi casa y la escuela, que en aquel entonces tan sólo tomaba cinco minutos. Mi madre iba al volante, manejando cual piloto de Fórmula 1 para poder llegar a tiempo, antes de que cerraran la puerta de la escuela.

Ninguno de los habitantes de la Ciudad de México imaginábamos lo que estaba sucediendo a 410 km de esta ciudad maraña, la Tierra paría un hijo: un sismo de magnitud 8.1. ¿Sabes qué es un sismo?, ¿qué nos dice su magnitud? Un sismo es un movimiento de tierra como producto de una liberación de energía. ¿Suena complicado?, en realidad suena más simple de lo complejo que es. Pero imagina que te caes y te rompes un brazo, seguro que darás un terrible grito; bueno, al romperse tu hueso liberó energía, supongamos que esa energía se transformó en ese grito, puede ser un grito ensordecedor, lo cual significará que la energía que liberaste es grande, pero si tu grito fue leve, entonces habrás liberado poca energía; así, el volumen reflejará la cantidad de energía liberada. Igual en un sismo, su magnitud nos habla de cuánta energía se libera cuando ocurre el sismo, en ese lugar donde hubo una fractura, la cual sufrió un desplazamiento, ambos sucesos constituyen lo que conocemos como una falla.

Mientras la tierra sufría una falla en las costas de Michoacán, yo iba en ese “vocho” que nos llevó a todos lados durante 20 años, cuando de pronto en lugar de sentirse como un carro avanzando sobre el asfalto, empezó a sentirse como una lancha a la deriva sobre las olas en alta mar. No entendía qué pasaba. Los árboles se movían de un lado a otro. Los cables se balanceaban. A la gente en las banquetas le costaba caminar. Fácil había alcanzado una intensidad entre VIII y IX en la escala de Mercalli en mi colonia. Volvamos a la caída imaginaria, tu brazo, en la zona de la fractura, habrá sufrido el mayor de los daños, por lo que habrá sentido la caida con mayor intensidad; sin embargo, gracias a que metiste el brazo, no te golpeaste la cabeza, así que ahí la intensidad quizá haya sido de un grado muy bajo. A lo mejor también te raspaste la rodilla, ahí tendrías una intensidad moderada; en otras palabras, la intensidad de un sismo depende del sitio, cómo se haya sentido ahí el sismo y cuánta destrucción haya habido.

Aún no sabíamos lo que había pasado, pero el sismo había llegado a la cuenca donde se encuentra la Ciudad de México. No recuerdo cuánto tiempo duró el movimiento, pero por lo menos fue durante el trayecto entre dos semáforos. Además de amplificarse, las ondas sísmicas se quedaron aquí por mucho tiempo, es como si se hubieran quedado atrapadas sin poder encontrar la salida. Eso tampoco actúo a favor de mi ciudad. Ahora sé que la duración del movimiento en cada sitio depende de muchos factores y que en el punto de origen, el sismo dura tan solo unas decenas de segundos. Es como tu caída, la ruptura de tu brazo fue casi instantánea, algunos moretones tardarán más en desaparecer que otros y la fractura, seguro tardará mucho en sanar.

Un par de minutos después, había llegado a mi destino. Me bajé del coche, no muy convencida de estar haciendo lo correcto, se respiraba un ambiente de angustia y desconcierto; pero para cuando estiré mi brazo para preguntarle a mi madre, ella ya se había ido, tenía que evitar el tráfico que se desataría por la falta de luz, el pánico y caos para poder llegar a tiempo a su trabajo en el centro de la ciudad. Entré a la escuela, todos contaban su experiencia: cómo lo habían sentido; algunos decían que había sido un temblor, otros aseguraban que se había tratado de un terremoto pues había sido muy fuerte; ahora sé que se llama sismo. También había quien decía que había sido trepidatorio, como cuando las manadas van galopando; otros defendían su teoría de que había sido oscilatorio, parecido a como yo lo había sentido en el carro. Nada más lejos y tan cerca de la realidad; efectivamente durante un sismo podemos sentir ambos tipos de movimiento, cada uno estará asociado a cierta onda sísmica. Un sismo libera ondas sísmicas de dos tipos, uno de ellos viaja a través de la Tierra y el otro en su superficie. Las del primer tipo se llaman P y S, las P llegan primero porque viajan más rápido y las S llegan segundas. Las del otro tipo se llaman superficiales y son las más lentas, son las que sentimos más claramente y las que más destrozos ocasionan.

Los maestros no nos dejaron pasar a los salones, tuvieron que ir nuestros padres a recogernos, no hubo clases, ni habría durante varios días por venir.

Lo peor vendría después. Mirar lo que yo miré, saber lo que supimos, encontrar lo indescriptible y reconocer que éramos los seres más vulnerables ante un fenómeno que durante millones de años ha venido ocurriendo porque para la Tierra esto es de lo más natural del mundo. La Tierra necesita su equilibrio, en sus entrañas el núcleo genera su campo magnético, protegiéndose así de las terribles tormentas solares; como todo corazón parece un dinamo. Para protegerlo está el manto, el cual se mantiene en un movimiento constante e incansable, cual leche hirviendo como resultado del calor generado por el núcleo. Cual nata, la corteza, dividida como un gran rompecabezas, cubre al manto; cada una de las piezas de ese rompecabezas en tres dimensiones se conoce como placa tectónica; ellas se encuentran en constante movimiento y como buenas hermanas, se enfrentan unas con otras todos los días, hasta que como un grito desesperado por hacer la paz, liberan toda esa energía acumulada durante su lucha tras una fractura entre ellas acompañada de cierto desplazamiento, naciendo así un sismo.

Y aquí quiero contarte la historia más dramática… ¿Recuerdas que te dije que el trabajo de mi madre quedaba en el centro de mi ciudad?, ¿y que ella había salido volando para poder llegar a tiempo? Pues no tardó mucho en regresar a casa. Ella es como un temple, pero venía devastada. Después de agarrar aliento comenzó la reseña del trayecto entre mi escuela y su trabajo. El primer impacto se lo llevó al llegar a Calzada de Tlalpan y Avenida Taxqueña, a tan solo 300 metros de mi casa. ¡Un hotel y una escuela se habían caído! Mi corazón se detuvo por primera vez. Mi vecina, que era de mi edad, estudiaba ahí, de pronto mi cabeza se saturó con preguntas sin respuestas. Ella estaba bien, ese día entraba a las 7:30, igual que yo. Pero el relato de mi madre continuaba, siguió sobre Calzada de Tlalpan hacia el norte, poco antes de llegar al centro había encontrado varios edificios derrumbados. Se trataba de edificios que habían sido retacados con máquinas de coser cuyo peso los hicieron sucumbir, las costureras que trabajaban hasta el cansancio por unos cuantos pesos para sobrevivir estaban ahora bajo los escombros. Con cada kilómetro de recorrido, el relato se tornaba cada vez más espelusnante. Finalmente, su sentido de la responsabilidad la había llevado hasta su destino, pero para su sorpresa, también ese edificio parecía haber sido parte de una zona de guerra. Eso la llevo de regreso a casa. Ahora sé que mi ciudad es chinampa en un valle escondido, bueno, en realidad está en los remanentes de un lago, el lago de Texcoco, lo que se conoce como zona de lago y que es la más vulnerable de todas; rodeada por cerros y volcanes, unos bastantes jóvenes por cierto, conocida como la zona de lomas, donde el movimiento de un sismo apenas y se siente. Yo vivía en la zona de transición, la cual se encuentra entre la zona de lomas y la zona de lago; mi casa estaba muy cerca de la frontera con la zona de lago; ahí fue donde se cayeron el hotel y la escuela de mi vecina. Lo peor fue en la zona de lago.

Hasta ese momento, eran tan sólo historias ajenas. Se había ido la luz desde hacía horas que había ocurrido el sismo, ni los teléfonos servían. Encontramos un radio de pilas y comenzamos a escuchar las noticias, con un ruido estridente de fondo: sirenas que no paraban de llorar. Estabamos todos reunidos: mi abuelo, mi padre, mi madre, mis dos hermanitos, todos sentados en las escaleras; yo sostenía el radio, el cual casi se descompone al caerse de mis manos al escuchar la noticia: El edificio “Nuevo León”, en Tlatelolco, se había caído. La reacción fue colectiva sin lugar a duda. Mi tío Miguel, esposo de mi tía Luli, hermana de mi mamá, estaba viviendo en el 12º piso del Nuevo León esos días. ¿Estaría bien?, ¿habría salido antes de que sucediera el sismo?, ¿estaría en su curso en el Politécnico?... Todas estas preguntas y la impotencia que sentía se veían acompañadas de otro tipo de preguntas, ¿qué demonios pasó?, como diría Emanuel, todo se derrumbó… pero ¿por qué? Hacía tan sólo una semana habíamos pasado unas horas en el departamento, jugando y corriendo en el pasillo común; subiendo y bajando escaleras. Los vecinos nos habían callado pues nuestros gritos de júbilo no los dejaban disfrutar de Siempre en Domingo, un programa que presentaba a los artistas de moda. A partir de ese jueves, ese departamento de dos recámaras, esas escaleras y pasillos que ya habían vivido otras historias, como la del 68, habían dejado de existir.

Ajena a todo esto, mi tía Luli continuaba con su rutina en Tepic. Ahí, durante el desayuno, ella y mis primos habían sentido el sismo, no muy fuerte, no muy leve, lo suficiente para saber que había temblado. Durante el día los rumores de lo que había pasado en la capital aumentaban, pero eran difíciles de creer. Fue hasta la hora de la comida que vieron las noticias; había que comunicarse con mi tío, con la familia, ¿cómo estarían todos? ¡Pero era imposible!, los teléfonos estaban muertos, no había comunicación. Ya en la noche logró entrar la primera llamada con las novedades. Mi tía tomó el primer camión a la Ciudad de México. La distancia entre el epicentro, donde se originó el sismo, a Tepic es de 490 kilómetros, tan solo un poco más que la distancia que recorrió el sismo para llegar a la Ciudad de México. Las ondas cuando viajan se van atenuando, es decir, se van haciendo más débiles con la distancia. Así, mientras más lejos nos encontremos del epicentro, sentiremos menos al sismo. ¿Entonces qué pasó?, ¿por qué en Tepic se sintió tan leve?, ¿por qué en la Ciudad de México causó tanta destrucción? Ahora empiezo a entenderlo, vivo en una ciudad muy especial, los depósitos que dejó el lago de Texcoco hacen que mi ciudad se comporte de una manera peculiar, casi como una gelatina en la cual las ondas sísmicas se fortalecen nuevamente y se quedan bailando ahí por un rato.

Mi tía Coco, la otra hermana de mi mamá, llevaba ya 7 años viviendo en Holanda; las noticias vespertinas la pusieron en aviso; igual que todos, intentó llamar por teléfono pero fue en vano, nada salía ni entraba por esa vía; así que tomó el primer avión a México. En su trayecto, mientras no paraba de llorar, se preguntaba cómo aterrizarían, pues de acuerdo con las noticias internacionales, la Ciudad de México había sido destruida por un terremoto. Claro, esos eran detalles, lo importante para ella era estar con su familia en la tragedia. Al llegar, junto con mi tío Ale, el hermano menor de mi madre, se unieron a un grupo de voluntarios para rescatar a todos aquellos que habían quedado bajo los escombros. Las autoridades de la ciudad se habían visto sobrepasadas, nunca imaginaron que algo así pudiera pasar aquí, finalmente era la ciudad más poderosa del país. Sin embargo, la necesidad de encontrar a sus familiares y amigos hizo a la población reaccionar. La solidaridad fue sorprendente, éramos una gran familia, se sentía la fraternidad y la disposición para ayudar, no importaba de quien se tratara o a quien se iba a rescatar. De hecho, Placido Domingo, el famoso tenor, estuvo codo a codo con los voluntarios de Tlatelolco. Inclusive vinieron de otros lugares del mundo rescatistas y perros entrenados que apoyaron en estas arduas tareas. Fue una labor heróica; a partir de ese momento, surgieron grupos de rescate organizados, como “Los Topos”, intrépidos y valientes que buscan hasta el último aliento de vida ante la destrucción. De hecho, también ese sismo sirvió para que naciera Protección Civil, comandado ahora por la Secretaría de Gobernación en el ámbito federal. En la Ciudad de México ha sido elevada al rango de Secretaría de Protección Civil, lo cual da muestras de la importancia que ha tomado el tema y la conciencia de nuestra vulnerabilidad.

Bueno, permíteme regresar a mi tío Miguel; no estaba en su curso, empezaba hasta las 8:00 y él nunca llegó. Mi mamá y mi tío Ale se fueron al Nuevo León para averiguar qué había pasado, yo me quedé a cargo del centro de operaciones de mi familia, que provisionalmente habíamos montado en mi casa, los teléfonos funcionaban de manera intermitente, pero para la tarde había logrado saber el paradero del resto de la familia. Las horas pasaban y todavía no había noticias de mi tío. A las 7 de la noche finalmente las hubo. ¿Te imaginas caer del 12º piso con todo y edificio? Para su fortuna era el último piso. Eso permitió que lo encontraran pronto. Fue poco el material que cayó sobre él, de tal suerte que sólo sufrió golpes, raspones y una fractura de clavícula. Entre su instinto y lo que sabíamos entonces sobre seguridad, él se aferró a una columna, uno de los puntos fuertes del efidicio, eso definitivamente lo salvó. Pero más de 10,000 personas no fueron tan afortunadas como él. Sin distinción de edades o sexo, el sismo tomó sus vidas. ¿El sismo?, más bien como lo decía un profesor, los sismos no matan personas, sino los edificios. Y en ese momento surgieron miles de preguntas más, ¿por qué se caen los edificios?, ¿por qué sólo algunos?, ¿por qué en el centro de la ciudad?, ¿por qué las costureras?...

Como te conté antes, las ondas sísmicas llegaron a la ciudad; la zona más blanda, la del lago, se comportó como una gelatina al paso de ellas, haciendo que éstas se hicieran más fuertes. Si a esto le sumas que los edificios se balancean al paso de las ondas… tienes parte de la receta para el desastre; habrá algunos casos en que las estructuras no resistan ese balanceo o que lo aguanten pero no por tanto tiempo como ese día. Algunos edificios habían sido construidos para ser usados con un fin y con el paso del tiempo, sus dueños habían decidido utilizarlo para otra cosa, como aquellos edificios donde había costureras, era demasiado peso extra al que originalmente habían planeado que aguantaran esos edificios. A veces pienso que más bien debí estudiar Ingeniería Civil o Ingeniería Sísmica para encontrar respuestas a tantas de aquellas preguntas que surgieron desde lo más hondo de mi conciencia aquel día, acerca del comportamiento de los edificios y sobre todo, buscar que los edificios que se construyeran fueran lo suficientemente resistentes… pero me di cuenta que lo mío no son los edificios, así que escogí otro camino. Por cierto, ¿sabías que el reglamento de construcción actual proviene de todo el conocimiento que se ha adquirido a partir de ese fatídico 19 de septiembre?

Aquel sismo atravesó muchos destinos y rompió sueños, incluso de personitas que tenían tan solo un par de días de haber nacido, como aquellos bebés que sobrevivieron la caída del Hospital General, ahora Siglo XXI. Sus madres no tuvieron la oportunidad de verlos crecer. Hace un par de años, invitada ya como sismóloga a dar una plática en una escuela en el aniversario del sismo de Michoacán, conocí a una de estas niñas, ya hecha una mujer; el sismo le había arrebatado a su madre. Los niños le preguntaban sobre su experiencia y sus recuerdos sobre aquel día. Ella sólo respondió que siempre le aterraba la oscuridad, esto como resultado de las largas horas que pasó como bebé bajo los escombros. Tampoco sabía del amor materno, pues su madre había quedado junto con muchas otras que acaban de dar a luz en aquel hospital. El sitio y la construcción no actuaron a favor de los pacientes del Hospital General.

Ese jueves mucha gente durmió en las calles; recuerdo el parque a unas cuadras de mi casa, parecía un campamento, lleno de tiendas de campaña; la gente tenía pánico de regresar a sus casas y que volviera a temblar: se esperaban réplicas.

El viernes llegó, en mi casa las cosas estaban más tranquilas; mi ciudad seguía en caos, eran demasiados edificios caídos, mucha gente cuya morada seguía siendo una pila de escombros. Esa noche mis padres fueron a recoger a mi tía Luli a la Terminal del Norte, la réplica más grande los sorprendió en un semáforo en alto cerca del Monumento a la Raza. Dice mi papá que era como si estuvieran siendo mecidos en una cuna dentro del coche, seguramente sintieron a las ondas superficiales mientras pasaban por ahí. Igual que los demás habitantes de la Ciudad de México, el sismo del día anterior les había cambiado su percepción. Ahora significaba destrucción y muerte; pérdidas, pánico, si no me crees, pregúntale a tus papás, a tus abuelos, o a cualquiera que haya vivido ese día. Por ejemplo mi abuelo, él vivió el sismo de 1920, cuyo epicentro fue en Jalapa. En ese entonces él era un chaval que vivía en su pueblo natal, Santa María Macuá, en Hidalgo, a 30 kilómetros de Tula. Para él, un sismo le recordaba cómo los cerros se juntaban y las campanas de la iglesia sonaban anunciando la llegada de las ondas. Por mi parte, para 1985, a mis escasos 11 años de edad, la única experiencia que tenía había sido que en 1979, mis papás nos había despertado en la madrugada, nos habían sacado en brazos de la casa pues estaba temblando, yo sólo recuerdo la oscuridad de la noche y que al día siguiente mi mamá nos contó que se había caído la Universidad Iberoamericana, ésta quedaba a menos de un kilómetro de mi casa.

Regresemos al 20 de septiembre de 1985; yo por mi parte, un tanto ajena al desastre, brincoteaba con mis hermanos en la cama de mis padres, finalmente, cuando el gato está fuera, los ratones aprovechan. Fue hasta que vimos que la lámpara se balanceaba que comprendimos que se trataba de otro sismo. Salimos corriendo a la calle, en nuestra salida ayudamos a mi abuelo a que saliera, mis papás nos habían dicho que en caso de una réplica teníamos que salir a la calle, en ese lugar donde no hay cables, lejos de las ventanas, postes y árboles… el día anterior nos había llevado un buen rato la búsqueda de ese sitio seguro, habíamos practicado qué hacer, así que nos fue casi natural. Sólo hubo un detalle, se nos olvidó la perra, mi amiga por 17 años; en ese momento ella entraba a su edad madura con tan sólo 8 años, al ver la puerta abierta salió corriendo. Estuvo perdida una semana pero regresó una vez que la colonia estaba más calmada. Volvamos al momento de la réplica, ya en la calle, todos nos abrazábamos; las vecinas no paraban de gritar y de rezar; tardamos casi una hora en animarnos a regresar a la casa… fue hasta que mis padres regresaron.

Réplica, casi como una conversación, la Tierra habla a través de un sismo y viene después la réplica. Más bien, una réplica es un sismo más pequeño que el sismo principal que tiene origen a una distancia muy cercana del primero, con características muy similares, casi como su copia, o como su hermano menor. Cuando sucede un sismo, generalmente hay réplicas, como las familias, en algunos casos puede haber cientos de ellas y en otros solo un puñado, pero sólo sentimos un par que logran una magnitud suficiente para ser sentidos, los demás son pequeños y ni nos enteramos. Para ese sismo, no fue la única réplica, vinieron muchas más.

En mi corazón y en la Ciudad de México quedaron cicatrices, rupturas internas y externas, fragmentos de recuerdos perdidos, tristezas, llanto, alegrías por los reencuentros, dolor, mucho dolor y una vocación bien definida. A partir de aquellos tres meses que no pude tomar clases en mi salón, mi escuela había sido dañada, surgió una búsqueda insaciable de respuestas que día con día generan más preguntas por responder, es como ir tejiendo una gran telaraña.

A la ciudad le tomó mucho tiempo ponerse de pie; fueron muchos días en búsqueda de seres queridos bajo los escombros; familias, empresas, la economía se habían destruido; habían quedado muchos espacios vacíos tanto en las avenidas como en los corazones. ¿Qué sanar?, ¿los corazones?, ¿los edificios?... Mejor entender el origen mismo… Y en ese viaje en el cual las preguntas bombardeaban mi cabeza me perdí y me encontré… Curiosamente mi mente siempre me llevaba al mismo punto: la fuente, el sitio donde se origina el sismo. Había que empezar por ahí.

Creo que a partir del sismo de Michoacán, los habitantes de la Ciudad de México no los sentimos igual. A veces se nos olvida que aquí tiembla a cada rato, ¿sabías que en México hay en promedio más de 400 sismos con magnitudes mayores de 4 cada año? La mayoría de ellos ocurren a lo largo de la costa del Pacífico, sobre todo en los estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas y tú ni te enteras, sigues tu vida de lo más normal del mundo.

Por mi parte, desde el sismo de Michoacán, en esa mañana como cualquier otra, encontré mi vocación, como te dije, no fue entender el comportamiento de los edificios, sino el de los sismos. Son como hijos, por más que vengan de la misma madre, cada uno es único. ¿Ahora te das cuenta? Soy sismóloga.

Gracias a Belinda Pérez Peña por su edición y contribución literaria a mi reseña.