Carmen Amaya

Magnética, instintiva, arrebatadora, electrizante… El baile de Carmen Amaya era tan vertiginoso que parecía no tener sombra.

Fueron admiradores suyos el director de orquesta italiano Arturo Toscanini, también Charles Chaplin, Greta Garbo, Marlon Brando y hasta el mismísimo Orson Welles, quien afirmaba sin tapujos que Carmen era “la mejor bailarina del mundo” pero, ¿cómo aquella mujer pasó de la barriada de Somorrostro a conquistar Hollywood?

Somorrostro era una de esas zonas de Barcelona llena de chabolas y de vidas precarias que pasaban penurias sin agua potable ni luz. En una de esas barracas, la número 48, vivía la familia Amaya Amaya encabezada por José Amaya “El Chino”, quien en la ciudad buscaba suerte tocando su guitarra por las tabernas, y Micaela Amaya Moreno, gitana de raza, bailaora de zambras y farrucas entre pucheros.


Carmen mamó el flamenco desde la cuna y el mar le enseñó a bailar, de ahí que su primera idea del movimiento le viniera inspirada por el vaivén de las olas. Le gustaba bailar descalza en la orilla y correr por la arena, cosa que le servía para ejercitar sus atléticas piernas. Cuenta la leyenda que una noche de tormenta, el oleaje destrozó la chabola donde vivía. Suceso premonitorio para el carácter que desde temprana edad forjaría la artista, conocido por su fuerza incontrolable.

Aprendió a bailar al compás de su padre y su tía Juana Amaya “La Faraona” siempre estuvo a su lado en cada tablao, pero Carmen desde bien pequeña siempre fue muy heterodoxa respecto al baile. Cambió la norma por la pasión y la doctrina por el sentimiento. Jamás necesitó ningún canon porque todo el código del baile lo llevaba dentro.

En el 1929 actuó en París con la compañía de Raquel Meller y ese mismo año debutó en el cine con la película La Bodega de Benito Perojo. Pocos años más tarde llegaría su consagración nacional con actuaciones en teatros madrileños como La Zarzuela donde compartió cartel con Conchita Piquer y Miguel de Molina. También fue su época cinematográfica rodando La Hija de Juan Simón y María de la O en la que acompañó a Pastora Imperio.

Carmen Amaya era la antiescuela y la antiacademia y conocido es que no dudó en dejar la bata de cola y vestir con pantalones para mostrar como ninguna otra bailaora la majestuosidad de su taconeo. Era una mujer sencilla, humilde y muy religiosa con unos ojos negros que taladraban a cualquiera que la mirara. Su metro y medio de estatura y su cara ancha de mandíbula apretada le hicieron siempre una mujer notablemente distinta.

El inicio de la Guerra Civil la sorprendió bailando en Valladolid y tras huir a Lisboa, la catalana llegó junto a su inseparable familia a Argentina, tierra prometida para los artistas españoles. Empezaron a hacer gira por Uruguay, Chile o Cuba hasta que su llegada a Nueva York supuso el inicio de una trayectoria como figura estelar.

Arrasó en La Gran Manzana en el Carnegie Hall, actuó hasta en dos ocasiones en el show de Ed Sullivan y, poco después, en el Radio City, acompañada por Sabicas y Antonio de Triana, llegaría a ofrecer nueve representaciones diarias. Fue tal la dimensión del éxito que alcanzó Carmen Amaya en los Estados Unidos que el propio presidente Franklin Roosevelt le envió un avión privado para verla actuar en Washington de donde se dice que Carmen no aceptó cobrar por su actuación pero sí aceptó un regalo del presidente: una chaqueta bolera con incrustaciones de oro y brillantes.

15-2-59

El público enloquecía cuando los fandangos, las bulerías y las alegrías se sucedían en el escenario de una manera endiablada. “La Capitana”, enfundada en su pantalón de talle alto y su chaquetilla corta, hacía que el mundo enloqueciera.

Sus últimos años de trayectoria profesional fueron importantes ya que dentro de su legado cinematográfico dejó para la historia del cine su gran actuación en la película de Rovira Beleta, Los Tarantos. Un trabajo fascinante rodado en el Somorrostro y en el barrio chabolista de Can Valero que incluso fue nominado al Óscar a la mejor película de habla extranjera. Un rodaje difícil en un gélido invierno, con nevada histórica incluida (1962), que hizo que el cuerpo de Carmen sufriera mucho.


La catalana vivió toda su vida atenazada por la enfermedad: con problemas en sus riñones, el baile le había permitido alargar su existencia, pero hubo un momento en que su pequeño cuerpo ya no pudo más. Murió a los cincuenta años en su casa de Begur, frente al mar, y su corazón se apagó pero nació la leyenda.

Fotos de ©TopFoto / Cordon Press