TEXTO 1
La existencia de Dios se puede demostrar por cinco vías. La primera y más clara se funda en elprimer movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, v. gr. el fuego hace que un leño, que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr., es caliente en acto, no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.
La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o muchas, y ésta causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y, por tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios.
La tercera vía considera el ser posible o contingente y el necesario, y puede formularse así. Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen, y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Ahora bien, es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir cosa alguna y, en consecuencia ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera dé sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás [a lo cual todos llaman Dios].
La cuarta vía considera los gados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se aproxima al máximo calor. Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.
La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, y a éste llamamos Dios.
(Suma teológica, I, q. 2, a. 3. Traducción de la BAC.)
TEXTO 2
Como ya dijimos, la ley no es más que el dictamen de la razón práctica en el soberano que gobierna una sociedad perfecta. Pero es manifiesto —supuesto que el mundo está regido por la divina Providencia, como ya quedó demostrado en la Primera Parte— que todo el conjunto del universo está sometido al gobierno de la razón divina Por consiguiente esa razón del gobierno de todas las cosas, existente en Dios como en supremo monarca del universo, tiene carácter de ley. Y como la razón divina no concibe nada en el tiempo, sino que su concepción es eterna, por fuerza la ley de que tratamos debe llamarse eterna.
Siendo la ley, como ya hemos dicho, regla y medida, puede encontrarse en un sujeto de dos maneras: como en sujeto activo, que regula y mide, o como en sujeto pasivo, regulado y medido; porque una cosa participa de una regla y medida en cuanto es regulada y medida por ella. Por eso, como todas las cosas, que están sometidas a la divina Providencia, sean reguladas y medidas por la ley eterna, como consta por lo dicho, es manifiesto que todas las cosas participan de la ley eterna de alguna manera, a saber: en cuanto que por la impresión de esa ley tienen tendencia a sus propios actos y fines. La criatura racional, entre todas las demás, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción debida y al fin.
Como hemos dicho, los preceptos de ley natural son respecto de la razón práctica lo mismo que los primeros principios de la demostración respecto a la razón especulativa: unos y otros son principios evidentes por sí mismos. De dos maneras puede ser evidente una cosa por sí misma: considerada en sí o considerada en orden a nosotros. Considerada en sí misma, es evidente de por sí toda proposición cuyo predicado pertenece a la esencia del sujeto. Pero puede suceder que alguno ignore la definición del sujeto, por lo que para él, tal proposición no será evidente. Por ejemplo, esta proposición: “El hombre es animal racional”, es evidente por sí misma y por su misma naturaleza, porque al decir hombre se implica ya la racionalidad; mas, para uno que no sepa lo que es el hombre, esa proposición no será evidente. Por eso, como dice Boecio, hay ciertos axiomas o proposiciones que son universalmente evidentes en sí mismos para todos. Tales son aquellas proposiciones cuyos términos nadie desconoce, como, por ejemplo “el todo es mayor que la parte” y “dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí”. Pero hay otras proposiciones que son evidentes únicamente para los sabios, que entienden la significación de sus términos. Así, para el que sabe que el ángel no es cuerpo, es evidente también que el ángel no ocupa lugar; más no lo es para los ignorantes, que desconocen la naturaleza angélica.
Entre las cosas que son objeto del conocimiento humano se da un cierto orden. En efecto, lo que primariamente cae bajo nuestra consideración es el ente cuya percepción va incluida en todo lo que el hombre aprehende. Por eso, el primer principio indemostrable es el siguiente: “No se puede afirmar y negar a la vez una misma cosa”; principio que está basado en las nociones de ser y no ser, y en el cual se fundan todos los demás principios, como dice el Filósofo. Pues bien, como el ser es lo primero que cae bajo toda consideración, así el bien es lo primero que aprehende la razón práctica, ordenada a la operación, puesto que todo agente obra por un fin, el cual tiene naturaleza de bien. Por tanto, el primer principio de la razón práctica será el que se funda en la naturaleza del bien: “Bien es lo que todos los seres apetecen”. Éste, pues, será el primer precepto de la ley: Se debe obrar y proseguir el bien y evitar el mal. Todos los demás preceptos de la ley natural se fundan en éste, de suerte que todas las cosas que deban hacerse o evitarse, en tanto tendrán carácter de preceptos de ley natural en cuanto la razón práctica los juzgue naturalmente como bienes humanos.
Y puesto que el bien tiene naturaleza de fin, y el mal naturaleza de lo contrario, todas las cosas hacia las que el hombre siente inclinación natural son aprehendidas naturalmente por la inteligencia como buenas y, por consiguiente, como necesariamente practicables; y sus contrarias, como malas y vitandas. Por tanto, el orden de los preceptos de la ley natural es paralelo al orden de las inclinaciones naturales. En efecto, el hombre, en primer lugar, siente una inclinación hacia un bien, que es el bien de su naturaleza; esa inclinación es común a todos los seres, pues todos los seres apetecen su conservación conforme a su propia naturaleza. Por razón de esta tendencia, pertenecen a la ley natural todos los preceptos que contribuyen a conservar la vida del hombre y a evitar sus obstáculos. En segundo lugar, hay en el hombre una inclinación hacia bienes más particulares, conformes a la naturaleza que él tiene común con los demás animales; y en virtud de esta inclinación decimos que pertenecen a la ley natural aquellas cosas que “la naturaleza ha enseñado a todos los animales”, tales como la comunicación sexual, la educación de la prole, etc. Finalmente, hay en el hombre una inclinación al bien correspondiente a su naturaleza racional, inclinación que es específicamente suya; y así el hombre tiene tendencia natural a conocer las verdades divinas y a vivir en sociedad. Desde este punto de vista, pertenece a la ley natural todo lo que se refiere a esa inclinación, v. gr., desterrar la ignorancia, evitar las ofensas a aquellos entre los cuales tiene uno que vivir, y otros semejantes, concernientes a dicha inclinación.
Como dice San Agustín, “la ley que no es justa no parece que sea ley”. Por tanto, la fuerza de la ley depende del nivel de su justicia. Y, tratándose de cosas humanas, su justicia está en proporción con su conformidad a la norma de la razón. Pues bien, la primera norma de la razón es la ley natural, como consta por lo ya dicho. Por consiguiente, toda ley humana tendrá carácter de Ley en la medida en que se derive de la ley de la naturaleza; y si se aparta en un punto de la ley natural, ya no será ley, sino corrupción de la ley.
Pero hay que notar que una cosa puede derivarse de la ley natural de dos modos: primero, como las conclusiones se derivan de los principios: segundo, por vía de determinación como determinaciones de ciertas nociones comunes. El primer modo es semejante al de las ciencias, en que de los principios se sacan conclusiones demostrativas. El segundo tiene semejanza con lo que sucede en las artes: la formas genéricas se concretan en algo particular; v. gr., el arquitecto concreta la forma genérica de casa en este o en aquel modelo de casa. Análogamente, algunas cosas se derivan de los principios comunes de la Ley natural por vía de conclusiones. Y así, el principio “no se debe matar” puede derivarse como una conclusión de aquel que se enuncia así: “No se debe hacer mal a otro”. Otras se derivan por vía de determinación. Así, la ley natural ordena que el que peca sea castigado; pero que se deba castigar a tal sujeto o con tal pena, es una determinación de la ley natural.
Ambos modos se dan en las leyes instituidas por los hombres. Pero los preceptos que se derivan del primer modo están contenidos en la Ley humana, y tienen vigor no sólo porque son leyes humanas, sino también porque reciben alguna fuerza de la ley natural. Los que se derivan del segundo modo tienen tan sólo la fuerza que les comunica la ley humana.
(Suma teológica, IV, q. 91 art. 1 y 2; 94. a. 2 y 95, a. 2. Traducción de la B.A.C,)
TEXTO 3
El orden en el hombre debe ser triple: uno por comparación a la regla de la razón, en cuanto que todas nuestras acciones y pasiones deben conformarse a ella; otro por comparación a la regla de la ley divina, que debe dirigir todas las acciones. Si el hombre fuese un animal solitario, bastaría este doble orden. Pero como naturalmente es un animal político y social, según prueba el Filósofo, es necesario que haya un tercer orden por el cual el hombre se ordene a los demás hombres con los cuales debe convivir.
(Suma Teológica, 1-2, q. 72, a. 4. Traducción de la BAC.)
TEXTO 4
La materia de la justicia es la operación exterior, en cuanto que esta misma, o la cosa que por ella usamos, es proporcionada a otra persona, a la que somos ordenados por la justicia. Ahora bien, llámase suyo, de cada persona, lo que se le debe según igualdad de proporción, y, por consiguiente, el acto propio de la justicia no es otra cosa que dar a cada uno lo suyo.
(Suma Teológica, 2-2 q. 58, a 11. Traducción de la B.A.C.)
TEXTO 5
Si hablamos de la justicia legal, es evidente que ésta es la más preclara de entre todas las virtudes morales, en cuanto el bien común es preeminente sobre el bien singular de una persona. Y en tal concepto escribe Aristóteles que la más preclara de las virtudes parece ser la justicia, y que no son tan admirables como ella ni el astro de la tarde ni el de mañana. Pero, aun refiriéndonos a la justicia particular, también ésta sobresale entre todas las virtudes morales por dos razones: la primera, por parte del sujeto, porque reside en la parte más noble del alma, en el apetito racional, o sea en la voluntad; en tanto que las otras virtudes morales radican en el apetito sensitivo, al cual pertenecen las pasiones, materia de las otras virtudes morales. La segunda razón deriva del objeto, ya que las otras virtudes son alabadas solamente en atención al mismo hombre virtuoso en sí mismo, mientras que la justicia alabada en la medida en que el virtuoso se conduce bien con respecto a otro; y así, la justicia es, en cierto modo, un bien de otro, como Aristóteles escribe. Y por eso dice: Las virtudes más grandes son necesariamente aquellas que son más útiles a otros, puesto que la virtud es una potencia bienhechora, y por esto son honrados preferentemente los fuertes y los justos, porque la fortaleza es útil a otros en la guerra, mas la justicia lo es en la guerra y en la paz.
(Suma Teológica, 22, q. 58, a. 12. Traducción de la B.A.C.)
TEXTO 6
Como ya se ha dicho, la justicia particular se ordena a una persona privada, que respecto de la comunidad es como la parte al todo. Ahora bien, toda parte puede ser considerada en un uno, en la relación de parte a parte, al que corresponde en la vida social el orden de una persona privada a otra, y este orden es dirigido por la justicia conmutativa, consistente en los cambios que mutuamente se realizan entre dos personas. Otro es el del todo respecto a las partes, y a esta relación se asemeja el orden existente entre la comunidad y cada una de las personas individuales; este orden es dirigido por la justicia distributiva, que reparte proporcionalmente los bienes comunes. Por consiguiente, son dos especies de justicia: la distributiva y la conmutativa.
(Suma Teológica, 2-2. q. 61, a. 1. Traducción de la BAC.)
TEXTO 4
Fue necesario a la sa1vación del género humano que, aparte de las disciplinas filosóficas, campo de investigación de la razón humana, hubiese alguna doctrina fundada en la revelación divina. En primer lugar, porque el hombre está ordenado a Dios como a un fin que excede la capacidad de comprensión de nuestro entendimiento como se dice en Isaías: “Fuera de ti, oh Dios!, no vio el ojo lo que preparaste para los que te aman.” Ahora bien, los hombres que han de ordenar sus actos e intenciones a un fin deben conocerlo. Por tanto, para salvarse necesitó el hombre que se le diesen a conocer, por revelación divina, algunas verdades que exceden la capacidad de la razón humana.
Más aún, fue también necesario que el hombre fuese instruido por revelación divina sobre las mismas verdades que la razón humana puede descubrir acerca de Dios, porque las verdades acerca de Dios investigadas por la razón humana llegarían a los hombres por intermedio de pocos, tras de mucho tiempo y mezcladas con muchos errores, y, sin embargo, de su conocimiento depende que el hombre se salve, y su salvación está en Dios. Luego para que con más prontitud y seguridad llegase la salvación a los hombres, fue necesario que acerca de lo divino se les instruyese por revelación divina.
Por consiguiente, fue necesario que, aparte de las disciplinas filosóficas, en cuya investigación se ejercita el entendimiento, hubiere una doctrina sagrada conocida por revelación.
Lo que constituye la diversidad de las ciencias es el distinto punto de vista bajo el que se mira lo cognoscible. El astrónomo, por ejemplo, demuestra la misma conclusión que el físico, v.gr., la redondez de la tierra; pero el astrónomo lo hace empleando medios matemáticos, que prescinden de las cualidades de la materia, y el físico usa medios materiales. Por esto no se ve inconveniente en que de las mismas cosas que estudian las disciplinas filosóficas, en cuanto asequibles con la luz de la razón natural, se ocupe también otra ciencia en cuanto que son conocidas con la luz de la revelación divina. Por consiguiente, la teología que se ocupa de la doctrina sagrada, difiere en género de aquélla otra teología que forma parte de las ciencias filosóficas.
Así como las otras ciencias no argumentan para sus principios, sino que, basadas en ellos, discurren para demostrar otras verdades que hay en ellas, así tampoco ésta emplea argumentos para demostrar los suyos, que son los artículos de fe, sino que, partiendo de ellos, procede a demostrar otras cosas, como lo hace el Apóstol, el cual, apoyado en la resurrección de Cristo, discurre para probar la resurrección de todos nosotros.
Pero adviértase que, en las ciencias filosóficas, las inferiores no sólo no prueban sus principios, sino que tampoco discuten con quienes los niegan, dejando esto a cargo de otra ciencia superior; y, en cambio, la suprema entre ellas, la metafísica, mantiene controversia con el que niega sus principios, siempre que el adversario admita algo, puesto que, si nada admite, no queda medio de discutir con él; no obstante lo cual, se pueden resolver sus objeciones. Así, pues, como la ciencia sagrada no tiene superior a ella, discute también con quienes niegan sus principios; y si el adversario admite algo de la divina revelación, lo hace argumentando; y por eso empleamos la autoridad de la sagrada doctrina para argüir contra los herejes y utilizamos un artículo de la fe contra los que niegan otro. Claro está que, si el adversario no cree cosa alguna de lo revelado por Dios, no quedan medios para hacerle ver con razones los artículos de fe; pero sí los hay para resolver sus objeciones en caso de que las ponga, porque, como está la fe en la verdad infalible y siendo imposible demostrar lo que es opuesto a la verdad, es evidente que las pruebas aducidas contra lo que es de fe no son demostraciones, sino argumentos que tienen solución...
Lo que mejor cuadra a esta doctrina es argüir por vía de autoridad, debido a que, como sus principios se toman de la revelación, es necesario creer en la autoridad de aquellos a quienes la revelación se hizo. Mas no por esto sufre menoscabo su autoridad, porque, si bien el argumento apoyado en una autoridad que tiene por base la razón humana es debilísimo, es eficacísimo el que se apoya en una autoridad fundada en la revelación divina.
Y, sin embargo, la doctrina sagrada utiliza también la razón humana, no ciertamente para demostrar el dogma, lo cual suprimiría el mérito de la fe, si no para esclarecer otras cosas que esta ciencia enseña; pues como la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona, conviene que la razón natural esté al servicio de la fe, lo mismo que la natural inclinación de la voluntad sirve a la caridad; y por esto dice el apóstol: “Reduciendo a cautividad todo pensamiento en obsequio de Cristo”; y de aquí viene que la doctrina sagrada utilice también la autoridad de los filósofos en lo que por natural esfuerzo alcanzaron de la verdad; y así San Pablo cita esta frase de Arato: “Como dijeron algunos de vuestros poetas, somos raza divina.”
(Suma teológica, 1, q. 1, a- 1 y 8. Traducción de la BAC.)