Identidades asesinas

Amin Maalouf

Tendemos a considerar como "normales", incluso a no percibirlos, rasgos de nuestra identidad que compartimos con el resto de individuos de nuestra cultura y que son predominantes en ella; a la inversa, cuando hay un rasgo de identidad que choca con uno predominante de nuestra cultura, es fácil que nos llame la atención. De igual manera, somos proclives a observar a quienes no consideramos de nuestra cultura de manera monolítica, como si el hecho de verlos distintos los convirtiera automáticamente en personas iguales a todas las de su comunidad, con una forma de ser cuya singularidad no importa. 

En los fragmentos de Identidades asesinas que vamos a leer, Amin Maalouf analiza la complejidad de nuestra identidad, y lo hace con el ánimo de desactivar el gran peligro que acarrea la simplificación irreflexiva de la identidad de ese "otro", que no es ni "yo" ni "nosotros". 

Antes de la lectura, os proponemos un juego. En un papel, escribiréis los rasgos de vuestra identidad que penséis que os definen. ¿Cómo os sentís? ¿Vuestro sexo, vuestra tendencia sexual, vuestra religión, vuestra nacionalidad, vuestro color de piel, vuestra clase social son importantes para vosotros? ¿Feminista, patriota, antifascista, ecologista, etc.? ¿enarboláis alguna de estas banderas como una cuestión personal? No se trata de hacer una lista completa, sino de escribir solo aquellos rasgos que para vosotros y vosotras sean los importantes, los que os constituyen o los que se han convertido en una cuestión de orgullo o de realización personal. Pondremos en común lo que habéis escrito como una forma de reflexionar sobre vuestra propia identidad antes de leer lo que Maalouf tiene que decir acerca de esta cuestión. 

Amin Maalouf es escritor y periodista franco-libanés. 

Las novelas de Amin Maalouf están muy determinadas por sus experiencias durante la guerra civil en el Líbano y por su condición de minoría. 

Firme defensor del mestizaje, Maalouf no es muy optimista con respecto a la evolución que el siglo XXI está tomando con respecto a las identidades. "Ahora mismo todo el mundo se siente amenazado, con necesidad de defenderse. Incluso las sociedades más avanzadas temen verse invadidas y los vencidos de la Historia tienen la impresión de estar marginados (…) Cuando paso por un momento de optimismo pienso que algún día vamos a superar esos problemas de identidad. Cuando me invade el pesimismo, pienso que ese día está lejos”.

Amin Maalouf es Premio Prícipe de Asturias 2010.

Amin Maalouf ha publicado tanto novelas como ensayos. El libro del que nos vamos a ocupar ahora, Identidades asesinas, es un ensayo. 

Un ensayo es una composición escrita en prosa en la que alguien expone sus ideas y puntos de vista particulares sobre un tema relacionado con alguna de las disciplinas del conocimiento humano: filosofía, sociología, ciencia, arte, religión, literatura, política, etcétera. Su estructura no está predeterminada del todo, aunque generalmente las ideas se plantean al comienzo, se sigue con un desarrollo amplio donde se formula la tesis, y se finaliza con unas conclusiones en las que se dan respuesta a los interrogantes planteados. El enfoque puede ser más o menos subjetivo, pero es deseable que contenga una sólida argumentación. El estilo suele ser sencillo, ya que lo importante es la claridad de los conceptos para llegar a un amplio número de lectores. El componente subjetivo y el relato de experiencias personales dotan a los ensayos de una mayor cercanía con el público lector. 

El origen del ensayo se remonta a finales del siglo XVI, época en la que Michel de Montaigne, escritor y filósofo francés, desarrolló esta forma literaria para expresar su preocupación por el ser humano en sus conocidos Essais (ensayos). Actualmente sigue siendo un medio muy útil en la difusión de las ideas, como podréis comprobar en los textos de Amin Maalouf. 

Texto 1

Gran parte de las reflexiones de Identidades asesinas surge de la condición de identidad compleja de la que goza el autor. En este fragmento Maalouf nos narra algunas cuestiones de su biografía personal, de las que partirá para llegar a conclusiones acerca de la construcción de la identidad. El texto corresponde al comienzo del libro. 

Desde que dejé el Líbano en 1976 para instalarme en Francia, cuántas veces me habrán preguntado, con la mejor intención del mundo, si me siento "más francés" o "más libanés". Y mi respuesta es siempre la misma: "¡Las dos cosas!" Y no porque quiera ser equilibrado o equitativo, sino porque mentiría si dijera otra cosa. Lo que hace que yo sea yo, y no otro, es ese estar en las lindes de dos países, de dos o tres idiomas, de varias tradiciones culturales. Eso es justamente lo que define mi identidad. ¿Sería acaso más sincero si amputara de mí una parte de lo que soy? 

Por eso a los que me hacen esta pregunta les explico con paciencia que nací en Líbano, que viví allí hasta los 27 años, que mi lengua materna es el árabe, que en ella descubrí a Dumas y a Dickens, y Los viajes de Gulliver, y que fue en mi pueblo de la montaña, en el pueblo de mis antepasados, donde tuve mis primeras alegrías infantiles y donde oí algunas historias en las que después me inspiraría para mis novelas. ¿Cómo voy a olvidar ese pueblo? ¿Cómo voy a cortar los lazos que me unen a él? Pero por otro lado hace veintidós años que vivo en la tierra de Francia, que bebo su agua y su vino, que mis manos acarician, todos los días, sus piedras antiguas, que escriben en su lengua mis libros, y por todo eso nunca podrá ser para mí una tierra extranjera.

¿Medio francés y medio libanés entonces? ¡De ningún modo! La identidad no está hecha de compartimentos, no se divide en mitades, ni en tercios o en zonas estancas. Y no es que tenga varias identidades: tengo solamente una, producto de todos los elementos que la han configurado mediante una "dosificación" singular que nunca es la misma en dos personas.

En ocasiones, cuando he terminado de explicar con todo detalle las razones por las que reivindico plenamente todas mis pertenencias, alguien se me acerca para decirme en voz baja, poniéndome la mano en el hombro: "Es verdad lo que dices, pero en el fondo ¿qué es lo que sientes?" 

Durante mucho tiempo esa insistente pregunta me hacía sonreír. Ya no, pues me parece que revela una visión de los seres humanos que está muy extendida y que a mi juicio es peligrosa. Cuando me preguntan qué soy "en lo más hondo de mí mismo", están suponiendo que "en el fondo" de cada persona hay sólo una pertenencia que importe, su "verdad profunda" de alguna manera, su "esencia", que está determinada para siempre desde el nacimiento y que no se va a modificar nunca, como si lo demás, todo lo demás -su trayectoria de hombre libre, las convicciones que ha ido adquiriendo, sus preferencias, su sensibilidad personal, sus afinidades, su vida en suma-, no contara para nada. Y cuando a nuestros contemporáneos se los incita a que "afirmen su identidad", como se hace hoy tan a menudo, lo que se les está diciendo es que rescaten del fondo de sí mismos esa supuesta pertenencia fundamental, que suele ser la pertenencia a una religión, una nación, una raza o una etnia, y que la enarbolen con orgullo frente a los demás.

Los que reivindican una identidad más compleja se ven marginados. Un joven nacido en Francia de padres argelinos lleva en sí dos pertenencias evidentes, y debería poder asumir las dos. Y digo dos por simplificar, pues hay en su personalidad muchos más componentes. Ya se trate de la lengua, de las creencias, de la forma de vivir, de las relaciones familiares o de los gustos artísticos o culinarios, las influencias francesas, europeas, occidentales, se mezclan en él con otras árabes, bereberes, africanas, musulmanas... Esa situación es para ese joven una experiencia enriquecedora y fecunda si se siente libre para vivirla en su plenitud, si se siente incitado a asumir toda su diversidad; por el contrario, su trayectoria puede resultarle traumática si cada vez que se confiesa francés hay quienes lo miran como un traidor, como un renegado incluso, y si cada vez que manifiesta lo que le une a Argelia, a su historia, su cultura y su religión es blanco de la incomprensión, la desconfianza o la hostilidad.

Texto 2

En este texto el autor reflexiona sobre la identidad única de cada persona y de los inconvenientes que trae el que, por ignorancia o pereza mental, veamos como un todo único y monocolor al que no pertenece a "nuestra" cultura. 

Todos los seres humanos, sin excepción alguna, poseemos una identidad compuesta; basta con que nos hagamos algunas preguntas para que afloren olvidadas fracturas e insospechadas ramificaciones, y para descubrirnos como seres complejos, únicos, irremplazables.

Es exactamente eso lo que caracteriza la identidad de cada cual: compleja, única, irremplazable, imposible de confundirse con ninguna otra. Lo que me hace insistir en este punto es ese hábito mental, tan extendido y a mi juicio sumamente pernicioso, según el cual para que una persona exprese su identidad le basta con decir "soy árabe", "soy francés", "soy negro", "soy serbio", "soy musulmán" o "soy judío"; a quien, como yo acabo de hacer, enumera sus múltiples pertenencias se lo acusa al instante de querer "disolver" su identidad en un batiburrillo informe en el que todos los colores quedarían difuminados. Sin embargo, lo que trato de decir es lo contrario. No que todos los hombres sean parecidos, sino que cada uno es distinto de los demás. Un serbio es sin duda distinto de un croata, pero también cada serbio es distinto de todos los demás serbios, y cada croata distinto de todos los demás croatas. Y si un cristiano libanés es diferente de un musulmán libanés, no conozco tampoco a dos cristianos libaneses que sean idénticos, y a dos musulmanes, del mismo modo que no hay en el mundo dos franceses, dos africanos, dos árabes, otros judíos idénticos. Las personas no son intercambiables, y es frecuente observar, en el seno de la misma familia ruandesa, irlandesa, libanesa, argelina, o bosnia, y entre dos hermanos que han vivido en el mismo entorno, unas diferencias en apariencia mínimas que sin embargo les harán reaccionar, en materia de política, de religión o en su vida cotidiana, de dos maneras totalmente opuestas, y que incluso pueden determinar que uno de ellos mate y otro prefiera el diálogo y la conciliación.

A pocos se les ocurriría discutir explícitamente todo lo que acabo de decir pero nos comportamos como si no fuera así. Por comodidad, englobamos bajo el mismo término a las gentes más distintas, y por comodidad también les atribuimos crímenes, acciones colectivas, opiniones colectivas: "los serbios han hecho una matanza…", "los ingleses han saqueado…", "los judíos han confiscado…", "los negros han incendiado…", "los árabes se niegan…". Sin mayores problemas formulamos juicios como que tal o cual pueblo es "trabajador", "hábil" o "vago", "desconfiado" o "hipócrita", "orgulloso" o "terco", y a veces terminan convirtiéndose en convicciones profundas.

Sé que no es realista esperar que todos nuestros contemporáneos modifiquen de la noche la mañana sus expresiones habituales. Pero me parece importante que todos cobremos conciencia de que esas frases no son inocentes, y de que contribuyen a perpetuar unos prejuicios que han demostrado, a lo largo de toda la historia, su capacidad de perversión y muerte.

Pues es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos. 

Texto 3

Solemos responder a las noticias de guerras, matanzas, genocidios o actos terroristas con la incomprensión más absoluta. Frente a estos actos criminales, que suelen estar impulsados por motivos identitarios -ya sea religión, nación, etnia, ...- nos sentimos conmocionados, pero por lo general no acertamos a ofrecer razones que expliquen su lógica o su sentido. Nos preguntamos cómo es posible que arraigue de esta forma el mal, de dónde sale su odio. A falta de razones, concluimos que son actos, sin más, de personas monstruosas. En este fragmento, Maalouf reflexiona sobre esta cuestión y trata de darle una explicación a lo que en principio solo inspira incompresión y enorme desánimo.  

La identidad no se nos da de una vez por todas, sino que se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia. Los elementos de nuestra identidad que ya están en nosotros cuando nacemos no son muchos -algunas características físicas, el sexo, el color… Y además, ni siquiera entonces todo es innato. No es que el entorno social determine el sexo, desde luego, pero sí determina el sentido de esa condición; nacer mujer no significa lo mismo en Kabul que en Oslo, la feminidad no se vive de igual manera en uno y otro sitio, como tampoco ningún otro elemento de la identidad…

Parecidas observaciones podrían hacerse en el caso del color. Nacer negro no significa lo mismo en Nueva York, Lagos, Pretoria o Luanda; casi diríamos que no es el mismo color a efectos de la identidad. Para un niño que viene al mundo en Nigeria, el elemento más determinante de su identidad no es ser negro y no blanco, sino por ejemplo ser yoruba y no hausa. En Sudáfrica, ser negro o blanco sigue siendo un elemento significativo de la identidad, pero no lo es menos la etnia -zulú, xhosa- a la que se pertenece. En Estados Unidos, descender de un antepasado yoruba en vez de hausa es por completo indiferente; es sobre todo entre los blancos donde el origen étnico -italiano, inglés, irlandés u otro- resulta determinante para la identidad. Además, una persona que tuviera entre sus antepasados tanto a blancos como a negros sería considerada "negra" en Estados Unidos, y en cambio "mestiza" en Sudáfrica o Angola. 

He citado esos ejemplos únicamente para insistir en que ni siquiera el color y el sexo son elementos "absolutos" de la identidad… Con más razón, todos los demás son todavía más relativos.

Para calibrar lo que es verdaderamente innato entre los elementos de la identidad podemos plantear un juego mental que es muy revelador: imaginemos a un recién nacido al que se lo saca de su entorno nada más venir al mundo y se lo sitúa en otro entorno distinto; se comparan entonces las "identidades" que podría adquirir, los combates que tendría que librar y los que se ahorraría… ¿Hace falta decir que no tendría recuerdo alguno de "su" religión de origen, y de "su" nación o "su" lengua, y que lo podríamos ver después luchando encarnizadamente contra quienes deberían haber sido los suyos? 

De manera que lo que determina que una persona pertenezca a un grupo es esencialmente la influencia de los demás; la influencia de los seres cercanos -familiares, compatriotas, correligionarios-, que quieren apropiarse de ella, y la influencia de los contrarios, que tratan de excluirla. Todo ser humano ha de optar personalmente entre unos caminos por los que se lo empuja a ir y otros que le están vedados o sembrados de trampas; no es él desde el principio, no se limita a tomar conciencia de lo que es, sino que se hace lo que es; no se limita a "tomar conciencia" de su identidad sino que la va adquiriendo paso a paso.

El aprendizaje se inicia muy pronto, ya en la primera infancia. Voluntariamente o no, los suyos lo modelan, lo conforman, le inculcan creencias de la familia, ritos, actitudes, convenciones, y la lengua materna, claro está, y además temores, aspiraciones, prejuicios, rencores, junto a sentimientos tanto de pertenencia como de no pertenencia.

Y enseguida también, en casa, en el colegio o en la calle de al lado, se producen las primeras heridas en el amor propio. Los demás le hacen sentir, con sus palabras o sus miradas, que es pobre, o cojo, o bajo, o "patilargo", o moreno de tez, o demasiado rubio, o circunciso o no circunciso, o huérfano. Son las innumerables diferencias, mínimas o mayores, que trazan los contornos de cada personalidad, que forjan los comportamientos, las opiniones, los temores y las ambiciones, que a menudo resultan eminentemente edificantes pero que a veces producen heridas que no se curan nunca.

Son esas heridas las que determinan, en cada fase de la vida, la actitud de los seres humanos con respecto a sus pertenencias y a la jerarquía de estas. Cuando alguien ha sufrido vejaciones por su religión, cuando ha sido víctima de humillaciones y burlas por el color de su piel o por su acento, o por vestir harapos, no lo olvida nunca. Hasta ahora he venido insistiendo continuamente en que la identidad está formada por múltiples pertenencias; pero es imprescindible insistir otro tanto en el hecho de que es única, y de que la vivimos como un todo. La identidad de una persona no es una yuxtaposición de pertenencias autónomas, no es un mosaico: es un dibujo sobre una piel tirante; basta con tocar una sola de esas pertenencias para que vibre la persona entera.

Por otra parte, la gente suele tender a reconocerse en la pertenencia que es más atacada; a veces, cuando no se sienten con fuerza para defenderla, la disimulan, y entonces se queda en el fondo de la persona, agazapada en la sombra, esperando el momento de la revancha; pero, asumida u oculta, proclamada con discreción o con estrépito, es con ella con la que se identifican. Esa pertenencia -a una raza, a una religión, a una lengua, a una clase...- invade entonces la identidad entera. Los que la comparten se sienten solidarios, se agrupan, se movilizan, se dan ánimos entre sí, arremeten contra "los de enfrente". Para ellos, "afirmar su identidad" pasa a ser inevitablemente un acto de valor, un acto liberador... 

En el seno de cada comunidad herida aparecen evidentemente cabecillas. Airados o calculadores, manejan expresiones extremas que son un bálsamo para las heridas. Dicen que no hay que mendigar el respeto de los demás, respeto que se les debe, sino que hay que imponérselo. Prometen victoria o venganza, inflaman los ánimos y a veces recurren a métodos extremos con los que quizás pudieran soñar en secreto algunos de sus afligidos hermanos. A partir de ese momento, con el escenario ya dispuesto, puede empezar la guerra. Pase lo que pase, "los otros" se lo habrán merecido, y "nosotros" recordaremos con precisión "todo lo que hemos tenido que soportar" desde el comienzo de los tiempos. Todos los crímenes, todos los abusos, todas las humillaciones, todos los miedos, los nombres, las fechas, las cifras.

Por haber vivido en un país en guerra, en un barrio bombardeado desde el barrio contiguo, por haber pasado una o dos noches en un sótano transformado en refugio, con mi joven esposa embarazada y con mi hijo de corta edad -fuera el ruido de las explosiones, dentro mil rumores sobre la inminencia de un ataque, y mil habladurías sobre familias pasadas a cuchillo-, sé perfectamente que el miedo puede llevar al crimen a cualquiera. Si en vez de rumores que nunca se confirmaron hubiera vivido en mi barrio una matanza de verdad, ¿cuánto tiempo habría conservado la sangre fría? Si en vez de dos días hubiera tenido que pasar un mes en aquel refugio, ¿me habría negado a empuñar el arma que me habrían puesto las manos?

Prefiero no hacerme esas preguntas con demasiada insistencia. Tuve la suerte de no pasar por pruebas muy duras, de salir enseguida de la hoguera con los míos indemnes, tuve la suerte de mantener limpias las manos y clara la conciencia. Y digo "suerte", sí, porque las cosas habrían podido ser distintas si, cuando comenzó la guerra de Líbano, yo hubiera tenido dieciséis años en lugar de veintiséis, si hubiera perdido a un ser querido, si hubiera pertenecido a otro ámbito social, a otra comunidad…

Después de cada matanza étnica nos preguntamos, con razón, como es posible que seres humanos lleguen a cometer tales atrocidades. Unas de esas conductas sin freno nos parecen incomprensibles, indescifrable su lógica. Hablamos entonces de locura asesina, locura sanguinaria, ancestral, hereditaria. En cierto sentido es locura, efectivamente. Es locura cuando un hombre por lo demás sano de espíritu se transforma de la noche a la mañana en alguien que mata. Pero cuando son miles o millones los que matan, cuando el fenómeno se repite en un país tras otro, en el seno de culturas diferentes, tanto entre los seguidores de todas las religiones como entre los que no profesan alguna, decir "locura" no basta. Lo que por comodidad llamamos "locura asesina" es esa propensión de nuestros semejantes a transformarse en asesinos cuando sienten que su "tribu" está amenazada. El sentimiento de miedo o de inseguridad no siempre obedece a consideraciones racionales, pues hay veces en que se exagera o adquiere incluso un carácter paranoico; pero a partir del momento en que una población tiene miedo, lo que hemos de tener en cuenta es más la realidad del miedo que la realidad de la amenaza.

No creo que la pertenencia a tal o cual etnia, religión, nación u otra cosa predisponga a matar. Basta con repasar los hechos sucedidos en los últimos años para constatar que toda comunidad humana, a poco que su existencia se sienta humillada o amenazada, tiende a producir personas que matarán, que cometerán las peores atrocidades convencidas de que están en su derecho, de que así se ganan el Cielo y la admiración de los suyos. Hay un Mr. Hyde en cada uno de nosotros; lo importante es impedir que se den las condiciones que ese monstruo necesita para salir a la superficie.

No me atrevo a dar una explicación universal para todas las matanzas, y aún menos a proponer un remedio milagroso. Creo tan poco en las soluciones simplistas como en las identidades simplistas. El mundo es una máquina compleja que no se desmonta con un destornillador. Pero no por ello hemos de dejar de observar, y tratar de comprender, de especular, de discutir, de sugerir en ocasiones tal o cual vía de reflexión.

La que recorre como una filigrana todo este libro podría formularse así: si los hombres de todos los países, de todas las condiciones, de todas las creencias, se transforman con tanta facilidad en asesinos, si es igualmente tan fácil que los fanáticos de toda laya se impongan como defensores de la identidad, es porque la concepción "tribal" de la identidad que sigue dominando en el mundo entero favorece esa desviación; es una concepción heredada de los conflictos del pasado, que muchos rechazaríamos solo con pensarlo un poco más pero que seguimos suscribiendo por costumbre, por falta de imaginación o por resignación, contribuyendo así, sin quererlo, a que se produzcan las tragedias que el día de mañana nos harán sentirnos sinceramente conmovidos. 

Cuestiones para el coloquio

2. ¿Qué se puede hacer para evitar en lo posible las violencias identitarias? ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros, qué deberían hacer los Estados? Pensad, por ejemplo, en las políticas educativas y en el papel de la escuela pública.

3. ¿Es responsable que algunos partidos políticos hagan campaña con la exaltación de determinados rasgos identitarios?

4. Amin Maalouf trata de explicar cómo se genera el odio revanchista en las identidades que se sienten acosadas o rechazadas, un resentimiento latente que en cualquier momento puede saltar. Centrémonos ahora en el odio que se construye a la inversa. El que construye el grupo dominante de una cultura y que inspira discursos de odio, de rechazo al diferente. Poned ejemplos de soflamas o afirmaciones que conforman el ideario común de rechazo al diferente. 


Lecturas en contrapunto

Un ensayo: Islamofobia, de Santiago Alba Rico

En su libro Islamofobia, el filósofo y ensayista español Santiago Alba Rico afirma:

 "Ya se trate de judíos, de homosexuales, de negros o, en este caso, de árabes y musulmanes, hay toda una serie de procedimientos muy rutinarios para construir un «otro» manipulable y eventualmente exterminable. ¿Cuáles son? 

Son básicamente tres. 

      1. El otro como unidad. El conocimiento excluyente siempre representa al otro como unidad. Fijémonos en que los medios hablan siempre del islam ignorando que bajo ese rótulo estamos englobando a 1.400 millones de personas que viven en 54 países de cuatro continentes donde la religión es mayoritaria pero igualmente repartidos en países en los que las minorías musulmanas tienen ya su propia historia y su propia personalidad. Es absurdo imaginar a todos los musulmanes iguales. […] Lo primero que se hace cuando se quiere manipular y dominar un objeto es reducir a una unidad ficticia. […] La unidad nos sustrae toda esa riqueza que nos permitiría de alguna manera reconocernos en el «otro». De alguna manera, lo que nos distingue a nosotros según ese paradigma de exclusión es que ellos -los musulmanes, por ejemplo- son iguales entre sí mientras que nosotros nos distinguimos dentro de nuestro grupo.

     2. Una unidad negativa. El otro no tiene que formar una unidad sino una unidad negativa. […] La unidad negativa islámica se relaciona siempre con la violencia, asociación que debería hacernos reflexionar. Si uno aborda las estadísticas oficiales (de las Naciones Unidas, por ejemplo) sobre delitos comunes y violencia social se quedará sin duda perplejo: si se compara los datos del mundo árabe y musulmán con los de América Latina, la zona más violenta del planeta, o con la propia Europa, resulta que las sociedades musulmanas son infinitamente más integradoras y pacíficas que el resto del mundo. Aunque de ello no deba extraerse ninguna conclusión en términos de «calidad de vida» y mucho menos de «calidad política», lo cierto es que hay menos asaltos a mano armada, menos suicidios, menos violaciones, menos crímenes con armas de fuego. ¿Por qué, sin embargo, identificamos siempre el islam con la violencia y el culto a la muerte? ¿Y cómo es posible que ese discurso sin raíces haya permeado transversalmente la percepción general hasta el punto de que incluso en sectores de la izquierda impresiona mucho más, de manera instintiva y casi refleja un insulto dirigido a judíos que una amenaza racista dirigida a musulmanes? […]

El islam es, por tanto, una unidad negativa: es violencia, terrorismo, acoso a las mujeres, imposición del velo o, peor, el burka; es desprecio por la vida, lapidación y crímenes de honor, y todo esto sin distinguir jamás de qué países estamos hablando ni si se trata de políticas institucionales o de prácticas culturales ancestrales; ni por supuesto, si Occidente -esa unidad positiva- ha jugado o no un papel en la selección y activación de las conductas más extremas en «incivilizadas». Todo es violencia, todo es una unidad negativa. 

     3. Una unidad negativa inasimilable. El tercer mecanismo tiene que ver, por último, con el carácter inmutable e irrecuperable del otro: el islam es, en efecto, una unidad negativa inasimilable. Como decían, Macaulay, Oriana Fallaci o Renan, no hay posible negociación con ellos. El «negro »ha sido siempre y seguirá siendo siempre lo mismo, un bárbaro apenas mejorable a través de la aceptación de su «conexión esencial» con Europa. Los musulmanes son ontológicamente incapaces de incorporarse a la «corriente central »de la historia y asumir nuestros valores, nuestros principios, nuestros deseos; incapaces, en definitiva, de democratizarse. Incapaces también de desacralizar las relaciones políticas y sociales, al contrario que el cristianismo, que es la más grande y más universal de las religiones, la nuestra, porque es «la única que ha posibilitado salir de la religión», escribía el sociólogo francés Marcel Gauchet. El islam es, en definitiva, una pensión vitalicia de la que no hay ninguna posible escapatoria. 

Una entrevista: Sami Naïr 

Quizá, para alguna de las cuestiones anteriores, venga bien tener en cuenta las palabra del politólogo Sami Naïr. En 2015, París sufrió un serie de atentados terroristas que consternaron a la población europea. Perpetrados en su mayoría por atacantes suicidas islamistas, murieron 137 personas y otras 415 resultaron heridas. El programa de El Intermedio entrevistó a este intelectual para que diera claves sobre este desgraciado suceso. Es muy interesante escuchar el comienzo de la entrevista. Naïr muestra su enfado cuando el Gran Wyoming lo presenta como "francés de origen argelino".

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