Fuera de lugar

Edward Said

Edward Said es uno de los más grandes intelectuales del siglo XX, especialmente reconocido por sus contribuciones a la teoría y la crítica literarias. Nacido en Palestina bajo el Mandato Británico, vivió parte de su infancia también en Egipto y se traladó luego a EEUU, donde acabaría siendo profesor universitario. En su libro de memorias Fuera de lugar, escrito en una carrera contra el tiempo cuando ya sabía que la enfermedad le había dejado los días contados, reflexiona con hondura acerca de su complejidad identitaria.

¿Y qué es un libro de memorias? Una obra en prosa de carácter autobiográfico escrita por un personaje conocido (escritora, político, científica, estadista…), en la que se relatan los recuerdos de experiencias y episodios concretos de su vida, acontecimientos vividos como protagonista o como testigo. Pero más allá de eso, los libros de memorias contienen interesantes reflexiones sobre temas muy variados, la mayor parte de las veces relacionados con la biografía del personaje en cuestión.  


Texto 1

Todas las familias inventan a sus padres y a sus hijos, les confieren una historia, una identidad, un destino y hasta un idioma. Siempre hubo algún error en el modo en que fui inventado y supuestamente debía encajar en el mundo de mis padres y mis cuatro hermanas. Durante la mayor parte de mi infancia y mi juventud no fui capaz de averiguar si esto se debía a que yo malinterpretaba continuamente mi papel o por culpa de algún defecto profundo en mi ser. A veces me comportaba con intransigencia y me enorgullecía de ello. En otras ocasiones me daba la impresión de que carecía por completo de personalidad, de que era tímido, inseguro y falto de voluntad. Sin embargo mi sensación dominante era que siempre estaba fuera de lugar. Así pues, me ha costado cincuenta años acostumbrarme, o más exactamente, sentirme menos incómodo con «Edward», un estúpido nombre inglés uncido a la fuerza a mi apellido inconfundiblemente árabe, Said. Mi madre me contó que me pusieron Edward por el príncipe de Gales, que tenía muy buena estampa en 1935, el año en que nací, mientras que Said era el nombre de varios de mis tíos y primos. Pero la lógica de mi nombre se quebró cuando descubrí que ninguno de mis abuelos se llamaba Said y cuando intenté relacionar mi caprichoso nombre inglés con su compañero árabe. Durante años, y dependiendo de las circunstancias exactas, pasaba a toda prisa por encima de «Edward» y hacía hincapié en «Said». En otras ocasiones hacía lo contrario o los unía ambos tan deprisa que ninguno se oía con claridad. Lo único que no toleraba, aunque tenía que soportarlo muy a menudo, era la reacción incrédula y por tanto devastadora: «¿Edward Said?».

A las tribulaciones de llevar este nombre se le añadía un dilema igualmente molesto en relación a la cuestión del idioma. Nunca he sabido qué idioma hablé primero, el árabe o el inglés, o cuál es el mío propio sin lugar a dudas. Pero lo que sí sé es que los dos han estado siempre juntos en mi vida, uno resonando en el otro, a veces de forma irónica, a veces con nostalgia, casi siempre comentándose y corrigiéndose el uno al otro. Los dos pueden parecer mi primer idioma absoluto, pero ninguno lo es. El origen de esta inestabilidad inicial lo encuentro en mi madre, a quien recuerdo hablándome tanto en inglés como en árabe, aunque siempre me escribió en inglés, una vez por semana durante toda su vida, igual que yo a ella mientras vivió. Ciertas expresiones orales que ella usaba, como tislamli o mish 'arfa shu biddi 'amal? o rouh'a –docenas de expresiones así–, eran árabes, y nunca fui consciente de tener que traducirlas, o, incluso en casos como tislamli, de saber exactamente qué significaban. Formaban parte de su atmósfera infinitamente maternal, y en momentos de gran presión solía descubrirme añorando aquella atmósfera, murmurando la expresión «ya mama», una atmósfera oníricamente seductora pero repentinamente elusiva, que siempre prometía algo pero al final nunca me lo daba.

Entremezcladas en el habla árabe de mi madre había palabras inglesas como naughty boy (niño malo) y por supuesto mi nombre, pronunciado «Edwaad». Me sigue persiguiendo el recuerdo de aquel sonido, exactamente en el mismo momento y el mismo lugar, la voz de mi madre llamándome «Edwaad», la palabra arrastrándose por el aire crepuscular a la hora de cerrar el Fish Garden (un pequeño parque de Zamalek con un acuario) y yo que no sabía si responder a su llamada o continuar escondido durante un rato más, disfrutando del placer de que me llamaran, de que me quisieran; la parte «no Edward» de mí se regodeaba durante un buen rato en no responder hasta que el silencio de mi madre se hacía insoportable. El inglés de mi madre desplegaba una retórica de sentencias y normas que nunca he olvidado. Cuando mi madre abandonaba el árabe para hablar inglés usaba un tono más grave y objetivo, que prácticamente proscribía la intimidad musical y permisiva de su primer idioma, el árabe. [...]

Por entonces yo no tenía ni idea de dónde venía el inglés de mi madre ni de quién era ella en el sentido nacional de la expresión: aquel extraño estado de ignorancia se prolongó hasta una fase relativamente tardía de mi vida, cuando ya cursaba estudios de posgrado. En El Cairo, uno de los lugares donde crecí, la variante del árabe que mi madre hablaba con fluidez era el egipcio, pero para mis oídos más atentos, y los de los muchos egipcios a los que conocía, su acento era, si no totalmente shami, sí visiblemente influido por éste. El «shami» (damasceno) es el adjetivo colectivo y el sustantivo que usan los egipcios para describir tanto a los hablantes de árabe que no son egipcios como a alguien procedente de la Gran Siria, es decir, la propia Siria, Líbano, Palestina y Jordania. Pero el vocablo «shami» también designa el dialecto del árabe que hablan los shami. En mucha mayor medida que mi padre, cuya competencia lingüística era primitiva en comparación con la de ella, mi madre dominaba con excelencia el árabe clásico así como el vulgar. Sin embargo, no lo bastante de este último como para hacerla pasar por egipcia. Nacida en Nazaret y enviada a estudiar en internados e institutos de Beirut, era palestina, aunque su madre, Munira, era libanesa. Nunca conocí a su padre, pero descubrí que era el pastor de la comunidad baptista de Nazaret, aunque originalmente procedía de Safad, con una estancia intermedia en Texas.

No solamente no pude asimilar, mucho menos dominar, toda aquella historia familiar a medida que sus meandros e interrupciones iban desarticulando una secuencia dinástica simple, sino que no entendía por qué no podía tener una madre inglesa normal. He conservado aquella conciencia inquietante de tener múltiples identidades –la mayoría de ellas en conflicto– durante toda mi vida, junto con un recuerdo nítido del deseo desesperado de que hubiéramos podido ser totalmente árabes, o totalmente europeos o estadounidenses, o totalmente cristianos ortodoxos, o totalmente musulmanes, o totalmente egipcios. Descubrí que tenía una alternativa, con la que contrarrestar el proceso de desafío, reconocimiento y revelación representado por preguntas y comentarios como «¿Qué eres?»; «Pero Said es un nombre árabe»; «¿Eres americano?»; «Eres americano pero no tienes nombre americano y nunca has estado en América»; «¡No pareces americano!»; «¿Cómo es que has nacido en Jerusalén y vives aquí?»; «Eres árabe, ¿pero de qué clase? ¿Protestante?».

No recuerdo que ninguna de las respuestas que yo daba en voz alta a aquellas inquisiciones resultara satisfactoria, ni siquiera memorable. Mi alternativa las urdía básicamente a solas: podía ser que una de ellas funcionara en la escuela pero no en la iglesia o en la calle con mis amigos. La primera consistía en adoptar el tono descaradamente autoritario de mi padre y decirme a mí mismo «soy ciudadano americano» y ya está. Lo que convertía a mi padre en americano era el haber vivido en Estados Unidos y haber prestado servicio en el ejército de ese país en la Primera Guerra Mundial. Aquella solución me parecía la menos convincente, en parte porque comportaba mi transformación en algo increíble. Decir «soy ciudadano americano» en una escuela inglesa en El Cairo en periodo de guerra, con la ciudad dominada por las tropas británicas y con lo que me parecía una población homogénea y totalmente egipcia, era una opción insensata y algo que solamente podía arriesgarme a llevar a cabo en público cuando me pedían de forma oficial que dijera mi nacionalidad. En privado no podía mantener aquella afirmación durante mucho tiempo porque no tardaba en derrumbarse ante el escrutinio de mi existencia.

La segunda solución resultaba todavía menos eficaz que la primera. Consistía en asumir el caos de mi historia y de mis orígenes reales a medida que iba recogiendo sus pedazos y luego intentar reconstruirlos y darles un orden. Pero siempre me faltaba información; nunca había el número preciso de vínculos operativos entre las partes que yo conocía o conseguía desenterrar. La imagen final nunca era correcta. El problema parecía empezar con mis padres, con sus pasados y sus nombres. Mi padre, Wadie, había pasado a llamarse William (durante mucho tiempo di por sentado que aquella discrepancia obedecía a la anglicanización de su nombre árabe, pero pronto me dio la impresión de que se trataba de un simple caso de identidad falsa, y que el nombre Wadie había sido abandonado por razones poco encomiables salvo por su mujer y su hermana). Nació en Jerusalén en 1895 –aunque mi madre creía más probable que fuera en 1893– y sobre su pasado nunca me dijo más de diez u once cosas, una serie inalterable de frases preparadas que nunca transmitían ninguna información. Tenía casi cuarenta años cuando yo nací.

Texto 2

Transcribimos, en contrapunto con el Texto 1, las últimas líneas del libro de Eward Said. En ellas vuelve, una vez más, sobre la expresión que da título a su autobiografía: Fuera de lugar.

El insomnio es para mí una bendición que deseo a toda costa. Para mí no hay nada tan vigorizante como dejar atrás rápidamente el sopor después de haber perdido la noche; no hay nada como el momento a primera hora de la mañana de reencontrarme conmigo mismo o de reanudar lo que he abandonado unas horas atrás. A veces me percibo a mí mismo como un cúmulo de flujos y corrientes. Prefiero esto a la idea de un identidad sólida, a la que tanta gente atribuye una enorme relevancia. Estos flujos y corrientes, igual que los motivos recurrentes de la propia vida, flotan durante las horas de vigilia, y en el mejor de los casos no requieren ser reconciliados ni armonizados. Están "desplazados", y puede que estén fuera de lugar, pero al menos están siempre en movimiento, asumiendo la forma de toda clase de combinaciones extrañas y en movimiento, no necesariamente hacia adelante, sino a veces chocando entre ellos o formando contrapuntos carentes de un tema central. Me gusta pensar que son una forma de libertad, aunque no estoy del todo seguro de que sea así. Ese mismo escepticismo es uno de los motivos recurrentes a los que quiero aferrarme. Después de tantas disonancias en mi vida he aprendido finalmente a preferir no estar del todo en lo cierto y quedarme fuera de lugar.

Taller de escritura

Puesto que al hilo de la lectura de los textos de esta constelación habréis de ir elaborando un fotolibro en torno a vuestras identidades múltilples, el texto de Edward Said os brinda una ocasión estupenda para conversar con vuestros familiares más próximos: indagad en torno al porqué de vuestro nombre; el origen geográfico de vuestros padres, abuelos, bisabuelos, etc.; las lenguas que hablaban; su religión... Reflexionad acerca de cuáles de esas herencias pensáis que constituyen parte esencial de vuestra identidad y cuáles se han perdido en el camino o frente a cuáles os posicionáis porque os sentís lejos de ellas.

Historia de mi nombre

Lo queramos o no, con él o contra él, nuestro nombre forma parte de nuestras señas de identidad. Tener un nombre más común o más extraño, igual o diferente al de algún familiar cercano, de resonancias extranjeras o no... tiene repercusiones en el modo en que nos pensamos y nos piensan. ¿Sabéis por qué os pusieron el nombre que lleváis, cuál es su origen? ¿Preferís ser llamados por un apodo, o incluso os hacéis llamar de diferentes maneras en diferentes entornos? ¿Os gusta o no os gusta vuestro nombre? ¿Seríais capaces de explicar por qué? Os proponemos un pequeño ejercicio de escritura creativa en torno a vuestro nombre y vuestros orígenes, a la manera de Edward Said. En el arranque podéis seguir su pauta... o alejaros de ella. Como queráis.

Todas las familias inventan a sus padres y a sus hijos, les confieren una historia, una identidad, un destino y hasta un idioma. Siempre hubo algún error en el modo en que fui inventado y supuestamente debía encajar en el mundo de mis ........................ Durante la mayor parte de mi infancia y mi juventud ............................................. A veces me comportaba ........................................ En otras ocasiones me daba la impresión de que ..................................................... Sin embargo mi sensación dominante era que siempre estaba...................... Así pues, (historia de vuestro nombre)

A las tribulaciones de llevar este nombre se le añadía un dilema igualmente molesto en relación a la cuestión de (el idioma, la religión, la clase social, la identidad sexual, la orientación sexual...)