RELATOS DE UN NIÑO DE LA GUERRA
INTRODUCCIÓN
El lector no va a encontrar en este libro una autobiografía, la mayor parte de mi vida ha transcurrido con una normalidad no digna de ser contada, pero sin embargo hay en ella episodios que son en cierto modo imágenes de una época, la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, la Independencia de Marruecos, la guerra de Ifni, los dos intentos de derrocamiento del Rey de Marruecos, la Marcha Verde sobre el Sahara Español, vivencias personales contadas como anécdotas descriptivas de los tiempos en que ocurrieron, y otros acontecimientos menores.
Pretendo, a través del relato de esos episodios, dar testimonio histórico personal de los dos tercios de finales del Siglo XX que me han tocado vivir.
LA GUERRA CIVIL
Nací en Larache, en Agosto del año 1.935. En Septiembre de 1.936 mi padre, el Brigada de Infantería Juan Galea Borrero, de 36 años de edad, fue fusilado por los militares sublevados contra la República.
Dos meses después, mi tío Manuel Díaz García, de 18 años, aprendiz de Fomento, fue también fusilado junto con otros dos jóvenes, Plata y Alcover, al ser apresados cuando intentaban pasarse a la Zona Francesa, montados en bicicletas.
Dos asesinatos de los hombres de la familia, por el delito de ser “desafectos” al Glorioso Movimiento Nacional.
He escrito un libro titulado “La Casta Militar Africanista”, publicado en Octubre de 2.004 por el Instituto Alicantino de Cultura “Gil Albert”, en el cual se describen los hechos luctuosos acaecidos en el Protectorado Español en Marruecos durante los primeros meses de la rebelión militar precursora de la Guerra Civil, y cuya lectura recomiendo al lector pues le hará comprender cómo marcaron mi vida aquellos terribles acontecimientos cuando apenas contaba un año de edad.
Mi madre, Concepción Díaz García, viuda a los 30 años, decidió marcharse de Larache porque no podía soportar los continuos encarcelamientos y ejecuciones de civiles y militares, y el rechazo de sus más íntimas amigas de la infancia por el cobarde temor de verse comprometidas.
Ella, con mi hermano y yo, nos pasamos a la Zona Internacional de Tánger, y desde allí nos trasladamos a Cataluña, zona republicana. Fuimos acogidos por el Gobierno de la República, el cual concedió a mi madre una pensión de viuda de guerra, y otorgó a mi padre a título póstumo el grado de Comandante. Nos trasladamos a Ripoll, y en esta pequeña ciudad estuvimos viviendo varios años.
El avance de las tropas de Franco presagió la derrota del Ejército de la República y antes que ocurriera fuimos evacuados a Francia junto con cientos de niños y mujeres.
Pero antes de cruzar la frontera vivimos algún tiempo en Barcelona, en un ático de la Barceloneta, el barrio portuario.
Tengo grabado en mi memoria el recuerdo de una noche que pudo ser fatal.
Mi hermano y yo fuimos despertados bruscamente por el estridente ulular de una sirena avisando el comienzo de un bombardeo aéreo. Saltamos de la cama, y en aquel preciso momento se produjo un ruido ensordecedor. Una bomba había caído muy cerca de nuestro inmueble.
La montera de cristales de nuestro dormitorio estalló en mil pedazos y cayeron sobre el lecho. Por unos segundos, mi hermano y yo nos libramos de una muerte horrible.
Mi madre nos gritó, con el pánico reflejado en su rostro:
- ¡¡ Al refugio, hijos míos, vamos al refugio !! -
Nos cogió de la mano y salimos corriendo del edificio. La gente huía despavorida en todas las direcciones tratando de salvarse, los obuses no cesaban de caer y explosionar.
Al pasar por una de las calles vimos un taxi destrozado por una bomba, aún humeante. El conductor había salido despedido por la onda expansiva y estampado contra una pared. Yacía muerto sobre el asfalto, con la cabeza abierta y parte de la masa encefálica esparcida a su alrededor. A pesar de mis pocos años, apenas cuatro, me acuerdo perfectamente de aquella espantosa escena, como si fuera una pesadilla.
Continuamos nuestra carrera hasta llegar a un inmueble en cuyo portal había un cartel de grandes dimensiones que decía “REFUGIO” y una flecha señalando hacia abajo. Bajamos una estrecha escalera y entramos en un amplio sótano, lleno de personas sentadas en bancos corridos de madera. Mi hermano y yo nos acurrucamos contra nuestra madre, en un hueco libre de uno de estos bancos.
Se oía el volar de los aviones y el ruido incesante de las explosiones. El “píííí” de los obuses se iba ampliando conforme caían, y al llegar el sonido al punto más álgido se producía un intenso estallido, haciendo temblar las paredes del sótano. Los minutos parecían siglos en esta espera. Por fin se oyó la sirena anunciado el final del ataque aéreo.
El siniestro pitido de los obuses se quedó en mi infantil subconsciente y fue causa de sueños de miedo que torturaron mi mente durante muchos años.
Sin embargo, nada me acuerdo de nuestro pase por la frontera de Francia, pero me lo figuro viendo las imágenes de la evacuación de niños y mujeres tantas veces publicadas por la prensa, y en reportajes de televisión.
Una vez en Francia, nos llevaron a una Colonia de refugiados solamente destinada a mujeres acompañadas de niños, situada en las inmediaciones de una aldea, Orbais L’Abbaye, cerca de Eperney, en la región de la Champagne.
Era una antigua finca rodeada de verdes prados y bosques. Los dormitorios colectivos estaban instalados en barracones, alrededor de un ancho patio adoquinado, en cuyo centro había un gran peral. Teníamos una escuela en uno de los extremos del patio, el opuesto a los dormitorios. Hacía mucho frío, la calefacción central funcionaba a toda potencia. El suelo del patio se helaba y se hacía muy resbaladizo. Me costaba mucho atravesarlo cuando salía de clase, con mis botas con suela de madera, y me di más de una caída.
A mi hermano Manolo, de temperamento muy inquieto, no le gustaba la escuela y hacía novillos, llevándome con él para que no me chivateara. Nos íbamos al frondoso bosque próximo a buscar fresas salvajes, a recoger berros en los arroyos, a jugar en los riachuelos con molinillos de caña que la corriente hacía girar, y también nos gustaba ir a ver pescar la trucha al médico de la Colonia, en un caudaloso río del fondo del bosque.
Paseábamos por los prados de abundante hierba rodeados de perales y manzanos, donde pastaban vacas lecheras blanquinegras y sus terneros.
Una vez nos acercamos a una casa de labriegos vecina, y salimos huyendo perseguidos por una bandada de gansos con sus picos extendidos y graznando ferozmente.
Guardo un agradable recuerdo de una niñita, Aurorita, fue mi fiel compañera de clase y juegos. He olvidado su físico, aunque creo recordar sus tirabuzones rubios. Muchas veces me he preguntado que habrá sido de su vida luego.
Son entrañables recuerdos conservados en mi memoria. Sin duda otros muchos se han borrado, pero éstos han seguido siempre conmigo.
Por ejemplo, no recuerdo nada de los largos viajes en tren al salir de Algeciras a Barcelona, y de Barcelona hasta Eperney, y tampoco recuerdo cuando, según me contó años después mi madre, estuve a punto de morir de una grave infección intestinal en la Colonia, que ella me curó a base de lavativas de agua caliente, porque entonces no existían todavía los antibióticos.
LA II GUERRA MUNDIAL
La Guerra Civil española acabó en Marzo de 1.939, con el triunfo de Franco. Nosotros continuamos en la Colonia de refugiados, mi madre no pensaba regresar a Larache, porque allí el ambiente hostil hacia los “rojos” continuaba, acentuado por la victoria de los “nacionales”, según las noticias que recibía por las cartas de mi abuela Dolores. A pesar de todo, ésta le pedía en todas que volviera, estaba muy inquieta por las noticias sobre la inminente invasión de Francia por el Ejército nazi.
Empezaron a ocurrir cosas en la Colonia, mi mente infantil no las comprendía al principio, pero luego poco a poco la fuerza de los hechos me hicieron conocer la realidad. Se pintaron de negro todos los cristales de las ventanas y no se encendían las luces. Por las noches oíamos el ruido de los motores de numerosos aviones sobrevolando la Colonia, parecido al que produce un camión muy cargado subiendo una empinada cuesta. En el silencio de algunas noches, llegaba hasta nosotros el fragor lejano de explosiones.
Yo hacía mil preguntas a mi madre, pero no me daba explicaciones. Me decía que me callara, era muy pequeño para comprenderlo. Mi hermano me iba explicando a su modo lo que ocurría: había guerra en Francia, los alemanes estaban atacando con sus aviones varias ciudades próximas, entre ellas Reims, y ese era el ruido de las explosiones de todas las noches.
La gente circulaba con caretas antigás. El cartero, el maestro, el médico, el director de la Colonia y muchos otros hombres y mujeres circulaban por las inmediaciones de la finca en bicicleta, y siempre las llevaban consigo colgadas en bandolera.
Llegaron soldados franceses y se instalaron cerca de nuestra granja. Plantaron varias ametralladoras antiaéreas en un prado, camufladas con redes. En una ocasión nos acercamos varios niños a la batería, movidos por la curiosidad. Nos acogieron con gran simpatía, y a mí me dejaron mirar con el anteojo militar a un avión que pasaba en aquel momento, el cual, sin duda, no era enemigo.
Cuando a los muchos años examiné el mapa de Francia, me di cuenta que habíamos estado en el corredor por el que entró la ofensiva del Ejército alemán, y aquellos bombardeos fueron la preparación del ataque terrestre.
Días más tarde pasó por la Colonia un numeroso grupo de soldados del Ejército francés, venían en retirada después de combatir en la frontera con Bélgica. No habían resistido el ataque alemán y traían algunos heridos. Fueron atendidos por varias de las mujeres españolas refugiadas, con experiencia en los frentes de nuestra Guerra Civil. Muchos de aquellos soldados pertenecían a las tropas coloniales indígenas de Argelia, entre ellos uno era de Orán y hablaba perfectamente el español. Estaba herido levemente y muy deprimido. Lloraba contando la derrota sufrida y la gran cantidad de bajas que habían tenido. A los pocos días, siguieron su marcha hacia el sur.
EL REGRESO
Ante la inminente invasión de Francia por los alemanes, y consciente del lugar muy peligroso donde estábamos, mi madre decidió con todo el dolor de su corazón nuestro regreso a España, o sea a Larache.
No he retenido en mi memoria, tenía 5 años, los detalles de nuestro viaje, sólo tengo unos vagos recuerdos de grandes estaciones de ferrocarril, y de carreras cargados de maletas de un tren a otro, en los transbordos.
Pero curiosamente me acuerdo perfectamente de nuestra corta parada en Cádiz, donde descansamos una mañana antes de proseguir hasta Algeciras.
Mi madre, Manolo y yo estábamos sentados en un banco de uno de los jardines de esta singular ciudad, en forma de sartén rodeada por el mar. Soplaba un fuerte viento, las olas se estrellaban con furia contra los bloques de piedra de la escollera y el agua pulverizada saltaba la barandilla del jardín, mojando el paseo.
- Mamá, tengo hambre - le dije a mi madre.
Sacó de su bolso un trozo de pan, y me lo alargó. Era de color gris, casi negro, seco y áspero, que no conseguí tragarme a pesar de la insistencia en que me lo comiera. Desistí de ello y me senté en el suelo arenoso, a jugar con unas piedrecitas.
Mi hermano solía aprovecharse de mi inocencia para hacer ver sus dos años de ventaja. Se acercó y me dijo al oído con mucho misterio:
- Si siembras una piedra crecerá con el tiempo y se hará una estatua -
Como de costumbre me creí el cuento que me metía. Me apresuré a hacer un hoyito en el suelo con las manos, introduje una chinita redondeada, la más bonita que encontré, y la cubrí con la arena extraída antes.
Seguimos nuestro viaje hacia Algeciras para tomar el barco trasbordador de Tánger, y de allí a Larache por carretera. En el autobús no dejé de pensar en la piedrecita que había plantado, y me hice la promesa de volver a Cádiz cuando fuera mayor para ver la estatua.
Veinticinco años después pasé por Cádiz en viaje de novios, me acordé de aquel juego infantil y traté de encontrar el jardín y el banco donde estuvimos sentados, e incluso por un momento tuve la ilusión de que la chinita se hubiera convertido en una de las estatuas rodeadas de jazmines que vi en el Parque Genovés.
¡ Es una tontería, pero hubiera sido tan bonito !
LA LLEGADA
Al llegar a Larache fuimos acogidos por mi abuela materna Dolores y mi tía María.
Tenían una amplia casa, planta baja con un gran patio delantero. Había un palomar, un gallinero, un alto árbol con flores de color lila, y una valla exterior de madera y tela metálica de mallas grandes cubierta por una enredadera de campanillas azules. Estaba situada en el barrio de Las Navas, en el sector llamado “de la Fuente”, por existir en el mismo una fuente pública para el abastecimiento de este escaso liquido al vecindario, cuyas casas no disponían de agua corriente
Después de los abrazos, besos y llantos del recibimiento, Mamá Dolores, es como siempre he llamado a mi abuela, me entregó un tambor de madera y piel como regalo de bienvenida. A Manolo lo obsequió con un automóvil de hojalata, el cual no tardó en desmontar pieza a pieza, siguiendo su temprana vocación de mecánico, su futura profesión de mayor.
Me dio una gran alegría el tambor, era el primer juguete recibido en mis cinco años de existencia. Salí a la calle aporreándolo muy ufano, y enseguida se me acercaron varios niños de mi edad. Cuando comencé a conversar con ellos, me di cuenta de su forma de hablar diferente a la mía, yo había aprendido en Cataluña y ellos tenían el acento de Larache. Encontraron demasiado fina mi expresión y me pusieron de mote “el Litri”. Esto duró poco, pronto adquirí el acento de mis amiguitos, un andaluz poco apretado bastante parecido al habla de los canarios.
Mamá Dolores vestía un riguroso luto por las trágicas muertes de su hijo y de su yerno, y ya no se lo quitó durante todos los largos años que vivió. Era una mujer pequeña y delgada, suave de carácter, y muy valerosa en la difícil lucha por la existencia en aquellos negros días. Generosa hasta quedarse sin comer si algún día faltaba para todos. Me acuerdo que ella servía y se quedaba la última en el reparto. Tenía la costumbre de comer de pié, como siempre había hecho en su casa de Motril, donde las mujeres, siguiendo la costumbre de sus antepasados los árabes, no se sentaban con los hombres en la mesa.
Trabajaba de costurera, y mi tía María era oficiala de sastrería, pero los sueldos eran escasos, propios de aquella época. Sin llegar a faltar lo esencial, estaban obligadas a una extrema austeridad, agudizada por nuestra llegada.
A mi madre, el regreso a la seguridad de su casa materna le produjo un relajamiento en su lucha por la existencia en medio del ambiente hostil vivido durante los últimos cinco años. Consecuencia de ello, cayó en una fuerte depresión. Pasaba mucho tiempo en la cama, y se resistía a levantarse cuando su madre casi la obligaba a hacerlo. No tenía ganas de vivir, se irritaba por cualquier cosa, y las discusiones eran frecuentes a causa de sus opiniones políticas muy radicales en contra de los responsables de la muerte de su marido. Mi abuela y mi tía tenían un miedo desmedido a cualquier denuncia que pudiera suponer represalias, e intentaban calmarla. Sobre todo no querían que mi hermano y yo la oyéramos.
Sin duda la terrible represión ejercida desde 1.936 contra los llamados “rojos” tenían un efecto muy disuasivo en dos mujeres solas, despojadas de los hombres de la familia por la represión del régimen triunfante.
LA ESCUELA FRANCESA
En el curso escolar siguiente a nuestra llegada de Francia, mi hermano y yo fuimos admitidos en la Escuela de la Misión Cultural de esta nación en Marruecos. Estaba ubicada en aquel entonces en una calle que bordeaba el Balcón del Atlántico, saliendo de la Plaza de España. Años después la trasladaron a un hermoso chalet situado en la Avenida del “Generalísimo”, frente al Palacio de Raisuni, Bajá de la ciudad.
Era bastante difícil ingresar en ella, pero mi madre lo consiguió porque el Director, “Monsieur” Louis Albisson, fue muy sensible a la situación política y económica de nuestra familia. Consideró favorablemente nuestra reciente estancia en Francia, precisamente en la Región de la Champagne, donde él luchó contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial del 14/18, según me contó años después, mostrándome una gran cicatriz que tenía en el cuello, ocasionada por un tajo de bayoneta recibido en un combate cuerpo a cuerpo. Además Manolo y yo teníamos algún conocimiento oral del francés, aunque en la escuela de la Colonia sólo nos enseñaron el español, y fue el idioma utilizado exclusivamente por los niños y mujeres de la misma, en un afán de no perder nuestras raíces.
La escuela era mixta, un adelanto para una época durante la cual la enseñanza nacional católica separaba netamente a los niños de las niñas en los colegios. Además muchos de los alumnos eran judíos, incluso una de las profesoras, “Madame” Benasuli, era de esta confesión. La profesora de español, “Mademoiselle” Margot Omar, católica, apostólica y romana.
Se impartía una enseñanza laica, de acuerdo con la Constitución de la República Francesa, y se cumplía escrupulosamente la prohibición de enseñar cualquier religión.
Los musulmanes tenían otra escuela de la Misión Francesa solamente para ellos cerca de la Plaza de la Argentina, reservada a los varones de acuerdo con los preceptos del Islam.
En mi querida Escuela Francesa, de la que guardo un recuerdo imborrable, y a la que nunca estaré suficientemente agradecido, conviví con gentes de otras razas o etnias y religiones diferentes, y sin duda esto marcó mi futuro comportamiento en la sociedad.
Aprendí desde muy temprana edad a no ser racista, a conocer y respetar costumbres diferentes a las mías, a tolerar creencias que no compartía pero no me impedían tener amistad con mis condiscípulos y sus familias. A ello contribuyó mi madre, había llegado a Larache en 1.914, con siete años de edad, hablaba correctamente y con buen acento el árabe vulgar, y conversaba con los hebreos en “jaquetía”, un castellano arcaico conservado por los sefarditas expulsados de España en 1.492. Estaba muy acostumbrada a convivir con judíos y musulmanes, quienes la trataban como a una igual. Desgraciadamente no le ocurrió lo mismo con los intolerantes de su misma raza y religión.
Conocí en la escuela un solo caso de proselitismo, fue precisamente por parte de la católica profesora de español.
Un día, en clase, nos echó en cara a los alumnos españoles nuestra falta de asistencia a la Iglesia, y nos dijo que teníamos la obligación de hacerlo. Yo conocía la prohibición en nuestra escuela de no entrar en materia religiosa, con la única excepción de tolerar a algunos alumnos que preparaban su Comunión su salida en horas de clase para asistir a la Catequesis.
Indignado por la actitud de esta profesora, me fui a ver al Director, “Monsieur” Albisson, y le conté lo ocurrido. Llamó inmediatamente a su presencia a “Mademoiselle” Omar, y le echó una fuerte bronca delante de mí y de otros compañeros, llegando a decirle que si se repetía el caso la cesaría.
LARACHE Y EL MOVIMIENTO NACIONAL
Gracias a mi permanencia en la Escuela Francesa, me libré de soportar el despotismo de los maestros de los Grupos Escolares españoles, donde imperaban la religión católica en su forma más integrista y el ideario fascista de José Antonio Primo de Rivera.
En ellos se adoctrinaban a los escolares en los principios fundamentales de Glorioso Movimiento Nacional, se obligaba a ir a misa, se rezaba por las mañanas antes de empezar las clases. Reclutaban a la fuerza a los “Flechas” de la Falange, y todos los profesores eran falangistas o habían jurado lealtad al Movimiento, sin cuyo requisito no podían ejercer su profesión.
Según me contaron mis compañeros del barrio de Las Navas, donde estaba ubicado el Grupo Escolar “España”, a los niños del comedor les exigían ir a misa los domingos, y en la iglesia les entregaban unos vales acreditativos de haber asistido. Quién no tenía ese vale no podía ir a comer a la escuela en toda la semana siguiente.
Otra muestra del ambiente de dicha Escuela. Un profesor de religión enseñaba los Diez Mandamientos, al llegar al “No matarás”, un alumno le preguntó inocentemente por qué habían fusilado a su padre si no se debía matar. El profesor le contestó: “Es que tu padre era rojo “. Esto me lo contó el niño de la pregunta, a quien la despiadada contestación del desalmado profesor le hizo ver las contradicciones del nacional catolicismo, y adoptar desde ese momento una opción opuesta.
Visitaba muy a menudo nuestro barrio un falangista llamado Gonzalo, vestido con su camisa azul y el distintivo del yugo y las flechas. Medía menos de metro y medio, debido a una deformación de su columna vertebral. Tenía una doble joroba en pecho y espalda, y cara de batracio. Este deforme personaje era el ordenanza del bufete del abogado Sánchez Ferrero, jefe local de la Falange, y venía acompañado de varios miembros del Frente de Juventudes, para hablar con los muchachos de Las Navas y convencerles que se afiliaran a dicho Frente. En varias ocasiones corrimos a pedradas a Gonzalo y sus acompañantes, unos porque no nos gustaba ni su persona y ni lo que pretendía, y otros por simple gamberrismo.
Todo ello da una idea del ambiente en Larache bajo el poder férreo de los militares, los curas y los falangistas.
A esto también contribuía la indeferencia de la mayoría de la población, que se acomodó rápidamente, unos por miedo y otros por conveniencia, al nuevo régimen, hasta el punto de hacer el vacío a los familiares de las victimas de la represión. Cuando corría la noticia de alguna nueva detención, se oían excusas como:
- Algo habrá hecho, porque a mí nadie me molesta -
LA II GUERRA MUNDIAL EN LARACHE
Desde nuestro regreso a Larache hasta cinco años después tuvo lugar en Europa y África del Norte la II Guerra Mundial.
España permaneció neutral en esta contienda, y las noticias que llegaban al Protectorado Español en Marruecos eran muy escasas, si se exceptúan las difundidas por las emisoras de onda corta extranjeras Radio París, Radio Londres, Radio Moscú, y la famosa y super prohibida Radio España Independiente, estación “Pirenaica” instalada en Checoslovaquia. Se escuchaban en el mayor de los secretos porque se corría el riesgo de ir a la cárcel.
La neutralidad del Ejército español se ponía de manifiesto cuando los aviones aliados sobrevolaban el faro de Larache en dirección sur, y las ametralladoras antiaéreas de los cuarteles de Nador disparaban contra ellos. Hacían un rosario de nubecillas negras alrededor, sin acertar nunca en el blanco. Esta escena del paso de los aviones y los disparos de las antiaéreas se repetían casi diariamente y al cabo del tiempo se convirtió en algo banal, no producía el miedo y la inquietud del principio. Los chiquillos contemplábamos los aviones que pasaban con indiferencia, y a veces sin interrumpir nuestros juegos.
Otro hecho ocasionó un gran pánico en la población de Larache , fue cuando explotó el polvorín de los cuarteles de Nador. Durante más de un día estuvieron sucediéndose grandes explosiones en cadena, haciendo temblar las frágiles casas del barrio de Las Navas, a pesar de estar situado a una distancia de cuatro o cinco kilómetros. Los vecinos pasamos la noche al descubierto en el llano de Torrilla, viendo las llamaradas a lo lejos, justo en el sitio donde se oculta el sol, y sacudidos por las terribles explosiones. Nadie supo nunca las causas de aquel peligroso accidente, como era normal en aquellos tiempos de rígida censura. ¿Fue sabotaje? Esta pregunta se la hizo mucha gente, pero quedó sin respuesta.
Guardo un penoso recuerdo del inhumano trato que recibían los soldados republicanos hechos prisioneros en los frentes de España, y trasladados a Marruecos en Batallones Disciplinarios. Delante de la casa de mi abuela Dolores, al comienzo del llano arenoso de Torrilla, traían a trabajar a estos penados a trabajos forzados. Habían sido movilizados por el Gobierno de la República y al acabar la Guerra Civil fueron considerados por Franco como rebeldes y desertores. Durante todo el día, a pleno sol, cavaban trincheras con palas y picos y luego las enterraban, en un trabajo sin fin. Estaban vigilados por Legionarios con el fusil terciado, quienes no permitían a nadie hablar ni aproximarse a ellos.
Eran hombres jóvenes, casi muchachos, sucios, sin afeitar, con sus ropas hechas jirones. Presentaban un aspecto lamentable, algunas de las vecinas recriminaban de vida voz las crueles condiciones de los presos a la vista de todo el mundo. Yo me acercaba a menudo a las trincheras porque, a pesar de mi corta edad, sentía mucha lástima por aquellos jóvenes harapientos, tratados como si fueran animales. Las vecinas dejaban caer al pasar paquetes de comida y tabaco a espaldas de los vigilantes.
Un día de esos en que yo estaba mirando como trabajaban, María “La Panadera” fue sorprendida por el Cabo Legionario al mando de los que custodiaban a los forzados, en el momento de lanzar un paquete a la trinchera. El soldado recriminó a la mujer, le apuntó con su fusil, y le tiró el paquete a los piés afeándole de mala manera lo que había hecho. La “Panadera” perdió los nervios, insultó a los ascendientes y descendientes del vigilante, y le gritó :
- ¡¡ No es humano ni cristiano el trato que dais a estos hombres tan españoles como vosotros y no unos perros, tened compasión, por amor de Dios !! -
A los gritos acudieron otras vecinas que se unieron a las protestas, y un grupo de chiquillos también coreamos las imprecaciones de las mujeres. Esta casi rebelión popular tuvo como efecto el cese de aquellos trabajos forzados tan a la vista de la población civil, sin duda como intimidación.
EL CAMPO TORRILLA
Era un gran llano de arena, se extendía en dirección sur hasta el bosque de pinos de “Los Viveros”, al este hasta el barrio “El Relojero” y al oeste el barrio de Nador, formado por numerosas casas de prostitutas a las que iba la tropa de los cuarteles cercanos. El norte del llano estaba limitado por las últimas casas del barrio de Las Navas, entre ellas la de mi familia, y la fuente pública. Entre éstas, abundaban las plantas bajas con huertos, árboles de sombra, higueras, melocotoneros, limoneros y naranjos. El huerto de Papá Quico, el patriarca de los “Mangurinos”, era la principal víctima de los pequeños hurtos de frutas de nuestras pandillas. A pesar de su continua vigilancia, no podía evitar nuestros asaltos frecuentes, sobre todo a la gran higuera, cuyos frutos recogíamos desde fuera de la tapia con largas cañas.
En aquel llano se celebraban los encuentros de fútbol, tanto de los jóvenes del barrio de Las Navas como de los otros barrios cercanos. Se jugaban los partidos de las ligas escolares y tenían también lugar competiciones de atletismo entre equipos de todas las escuelas, incluso el del elitista Colegio de los Maristas.
Era asimismo el teatro de nuestras guerrillas con hondas y tirachinos contra los jóvenes musulmanes del barrio “El Relojero”, donde eran muy numerosos, no así en el nuestro. Los enfrentamientos eran frecuentes en algunas épocas, pero luego la situación se estabilizaba sin llegar a la paz definitiva, y se llegaba a un acuerdo tácito para la utilización conjunta del Campo Torrilla. Hasta que por cualquier incidencia se volvía a romper.
Desde luego los partidos de fútbol entre los dos barrios rivales terminaban siempre a pedradas. En honor a la verdad, los de Las Navas no éramos unos angelitos. Una vez el equipo de los Maristas nos ganó un partido por un gol , no justo a nuestro parecer. Los hicimos correr seguidos por las piedras lanzadas con nuestros tirachinos, no respetando ni tan siquiera a sus acompañantes, profesores con sotanas.
También se producían enfrentamientos por otros motivos. Cierto día estábamos un pequeño grupo de niños españoles recogiendo las ramas de un gran ficus podado en el huerto de la casa de “la Plomera”, para construir una cabaña. Apareció un grupo más nutrido de niños musulmanes del “Relojero”, y algunos de nuestro propio barrio, y empezaron a quitarles a los más pequeños de los nuestros las ramas recogidas. Intervenimos los mayores para impedirlo y se entabló una pelea a puñetazos entre las dos pandillas. En el código de honor de estas peleas estaba prohibido atacar a traición por la espalda o utilizar objetos contundentes, aparte de los tirachinos y hondas en las guerrillas a distancia.
Andaba yo dando y recibiendo mamporros cuando, al volver la cabeza hacia atrás intuyendo una agresión por la espalda, recibí un fuerte golpe en el ojo derecho, propinado con una gruesa rama por uno de los contrincantes. Me eché una mano al ojo herido y lancé contra el traicionero agresor mis peores insultos. Mi subida de adrenalina fue intensa, cogí un pedrusco del suelo y lo lancé contra la cabeza de mi atacante, quién, ante mi furiosa reacción, había retrocedido asustado. Afortunadamente la pesada piedra no le golpeó en el cráneo, lo hizo entre la oreja y el hombro, y lo derribó a tierra, donde quedó inmóvil.
Aquella violación del código de las batallas infantiles paró la lucha, los musulmanes soltaron las ramas y se marcharon dejando tirado en el suelo y sin socorrerlo al que yo había derribado. Éste, al cabo de unos minutos, se levantó y se alejó doliéndose del golpe recibido.
Mi ojo derecho no me dolía mucho, pero se hinchó y se puso negro durante varios días. Lo peor fue la bronca de mi madre al verme aparecer en tal estado, aunque cuando se le pasó el enfado me alivió el ojo dañado poniéndome encima un filete crudo atado con un pañuelo.
Una vez pasados los momentos de furor, recapacité y no me gustó lo que había hecho, porque podía haber matado a un niño como yo, y no me quedé tranquilo hasta que lo busqué y le pedí perdón. No me fue difícil encontrarlo porque vivía no lejos de mi casa, y ya lo conocía de vista. Era muy tímido y solitario, nunca había tenido conmigo el menor roce, y siempre me he preguntado a qué vino su traicionero ataque por la espalda. Materia de psicólogo o de psiquiatra la explicación de este sorprendente comportamiento.
Mi reacción de extrema violencia me hizo comprender que cualquier persona puede matar a otra en defensa propia. La respuesta a una agresión es una reacción hormonal incontrolable de la parte más primitiva del cerebro, nos hace actuar en defensa de nuestra vida como las fieras. A lo largo de toda mi existencia he recordado siempre mi desmesurada reacción, y ser consciente de ello me ha ayudado a controlarme para evitar repetir un caso parecido.
DÍA DE LOS DIFUNTOS
Dos de noviembre del cuarenta y tantos.
Mi madre, mi hermano y yo llevábamos en este día flores a la tumba de mi padre y a la de mi tío Manolo y sus dos compañeros de infortunio, en el cementerio cristiano del barrio Nuevo, llamado “El Cal-leto” ( el Eucalipto).
Un largo camino a pié, por senderos de arena a partir del final de la carretera mal asfaltada donde terminaba la barriada habitada por los españoles. Los coches, muy escasos en aquellos tiempos, y privativos de los muy pudientes, se atascaban en la tierra clavándose las ruedas hasta el chasis. Ello era motivo de regodeo para los que íbamos caminando y veíamos los apuros de los ocupantes para salir de atolladero.
Éramos acosados por bandas de perros que salían de las chozas al borde de la pista, y se acercaban ladrando ferozmente. Mi hermano y yo los espantábamos a pedradas. Estos perros también perseguían ladrando a todos los vehículos.
El camposanto estaba compuesto de dos patios comunicados entre si, cercados por una alta tapia de mampostería, y divididos en dos por un camino central bordeado de cipreses.
En el primer patio las tumbas, nichos y mausoleos de los distinguidos muertos de las familias importantes de Larache. Muchas de las sepulturas eran verdaderas obras de arte escultórico en mármol de Carrara, con ángeles y santos por doquier.
En el segundo patio tumbas más modestas, con lápidas de mármol común o piedra. Muchas de ellas sólo montículos de tierra con una cruz negra de madera clavada, y el nombre del difunto pintado con letras de color blanco.
En la parte izquierda de este segundo patio, numerosos montículos de tierra alineados, sin cruces ni indicación alguna. Las tumbas de los republicanos fusilados en 1.936.
Bajo un cuadrado de cemento a ras del suelo, entre aquellas tumbas sin nombre, fueron sepultados once ejecutados una madrugada de Septiembre de aquel fatídico año, entre ellos mi padre, el Brigada Galea. A escasos metros de aquella fosa común mi familia hizo construir una tumba de obra y lápida de mármol con su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte, para tener un lugar donde acudir a mantener su recuerdo.
No lejos se encuentra la sepultura, también con lápida de mármol, de mi tío Manolo y los otros dos jóvenes enterrados con él, los soldados Plata y Alcover.
Durante varias horas mi madre lavoteaba el mármol y las losetas de la sepultura de su marido, y ponía las flores en las macetas. No se olvidaba nunca de llevar uno de los ramos a la tumba de mi tío y sus compañeros, la cual ya había sido lavada el día anterior por los familiares de éstos últimos.
Después permanecíamos un rato de pie con la mirada baja, rindiendo un homenaje laico a nuestros difuntos. No sabíamos ni queríamos rezar.
Mi padre, como muchos Suboficiales que no se sumaron a la rebelión del Ejército de África, fue conducido por militares alzados contra la República hasta la tapia de este mismo cementerio, y pasados por las armas junto a otros compañeros. Dejaron sus cadáveres tirados en el suelo.
El sepulturero recogió los cuerpos, anotó los nombres lo mejor que supo y los enterró todos juntos en la fosa, que luego cubrió con el cuadrado de cemento. Con ellos sepultó a un judío llamado Pariente, ejecutado por pertenecer a la Masonería, a quién le negaron con ello que sus restos reposaran en el cementerio hebreo vecino. Espero que este sacrilegio le haya sido perdonado por el Dios de Abraham al pobre enterrador, bastante hizo con remediar en algo las atrocidades de los militares fascistas.
Los visitantes del cementerio pasaban de largo, nos miraban y hablaban entre ellos en voz baja, algunos con disimulada emoción. Muchos eran vecinos conocidos y niños compañeros de juegos, pero nunca se acercaron a nosotros para darnos algún consuelo. Las únicas personas con las cuales mi madre entablaba conversación eran otras viudas de militares muertos en las mismas circunstancias de su marido.
En 1.994 falleció mi madre en Alicante a los 87 años de edad. Traje sus cenizas a Larache y las esparcí sobre la tumba del republicano que tanto amó, y cuya memoria tanto respetó durante su larga vida de viuda de guerra.
LA BAHÍA DE LARACHE
Al sur de la costa de Larache se encuentra la Punta de la Cárcel, y al lado opuesto Punta Negra. Al oeste, el mar con sus maravillosos crepúsculos en los que el sol se hunde lentamente en el horizonte, pareciendo en los últimos instantes un barco de fuego, adornado de nubes teñidas de rosa por su luz moribunda, formando el conjunto un cuadro maravilloso, inolvidable.
La Punta de la Cárcel debe su nombre a la prisión situada al borde mismo de un acantilado de más de treinta metros, que se prolonga durante unos cinco kilómetros hasta el Balcón del Atlántico, a partir del cual reduce su altura. Junto a este saliente de la costa hay una gran roca despegada de la pared del precipicio, con forma de un enorme cucurucho de helado, y que lleva por nombre el Picurucho Grande.
Esta parte de la costa es la más expuesta a los vientos del suroeste, los de las grandes tormentas cuyas enormes olas se estrellan contra el barranco y la blanca espuma alcanza su cima.
En tiempo de calma se puede llegar por la parte inferior del acantilado hasta el Picurucho Grande, partiendo de la playa del Matadero. Hay que seguir el camino de los pescadores y mariscadores, saltando de piedra en piedra y pasando por estrechas cornisas suspendidas a varios metros sobre el rugiente mar. Es una zona rica en peces, y sobre todo en mejillones, abundantes en la base de esta singular roca.
Existe en este mismo lugar una cueva, de techo alto y poco profunda donde anidan palomas silvestres, y se llama, obviamente, la Cueva de las Palomas.
Volviendo desde la Punta de la Cárcel por la senda de la parte superior del acantilado, nos encontramos el cementerio cristiano viejo.
Aquí estuvo enterrado durante muchos años el Duque de Guisa, heredero del Trono de Francia, que vivió en Larache en asilo político. Sus restos fueron trasladados a Francia cuando su esposa, la Duquesa de Guisa, dejó de tener su residencia en Marruecos, dando fin a su exilio.
En este viejo camposanto reposan los restos de muchos militares españoles muertos en la guerra de ocupación del Protectorado, y en un gran mausoleo donde estuvo el sepulcro del Duque, hay numerosos nichos ocupados por los cuerpos de pilotos fallecidos en dicha contienda.
A continuación, un tramo del precipicio está despejado, solamente bordeado de chumberas, pitas y macizos de cañas. Es en este punto donde se desciende a la playa del Matadero, siguiendo un sendero que finalmente desemboca en una escalerilla tallada en la roca.
Luego llegamos al Matadero Municipal, cuyo nombre lleva la playa situada debajo del mismo, frecuentada por los vecinos de los barrios próximos.
Es una playa muy peculiar, cambia de aspecto según la fuerte marea atlántica.En bajamar o a media marea, una gran poza formada por el mar en una meseta plana de roca detrás de la delgada franja de arena, es el lugar de baño de los pequeños. Se llama la Poza Grande.
La Piedra Gorda es un trampolín natural para los mayores en marea vacía, y un islote en marea llena, al que solamente acceden los buenos nadadores.
La Piedra Chata debe su nombre a su forma casi cúbica, se queda en seco en marea baja, y en la alta se convierte también en un islote a más de cien metros de la orilla.
El Trampolín, peñasco en forma de sillón, sólo apto para bañarse en marea llena, porque está muy próximo a la orilla.
Prosiguiendo hacia la ciudad, hallamos un cementerio musulmán, y después un acuartelamiento de la Mehal-la, llamado el Baluarte, a partir del cual va descendiendo la altura del acantilado.
Comienza entonces, después de este establecimiento militar, la balaustrada del Balcón del Atlántico, zona ajardinada bordeando la costa hasta llegar al Castillo de San Antonio, fortaleza construida en la desembocadura del río Lukus por un Sultán en el siglo XVI, bajo la dirección de un arquitecto italiano. Dentro del mismo estuvo instalado durante muchos años el Hospital Civil, pero actualmente está prácticamente en ruinas. En un pequeño anexo, de la misma época, hubo una leprosería hace unos cien años.
En las inmediaciones del castillo quedan los restos de una muralla defensiva, con dos cañones de hierro muy antiguos. Armas que se cargaban por la boca y disparaban bolas de hierro. ¿ Cuantas batallas, entre árabes y cristianos, se habrán librado en este lugar tan estratégico de la costa norteafricana ?
Junto a los restos de la muralla un manantial de agua dulce surge de entre las rocas. El lugar es algo sagrado para los musulmanes, porque lo frecuentan para hacer sus rezos utilizando el agua disponible en sus abluciones rituales. Los cristianos evitamos pasar por el lugar, por respeto…… y por cierto temor indefinido.
Este sitio tiene también algo de mágico y de supersticioso. Una leyenda muy popular de origen musulmán, pero creída por muchos judíos y cristianos, cuenta que por las noches suele venir la “Aicha Kandicha”, una especie de diablesa o bruja maligna, a peinar sus largos cabellos blancos junto al manantial, y si una persona la ve y habla con ella muere en el acto. Las madres musulmanas, judías y cristianas asustan a sus hijos diciéndoles que van a llamar a la “Kandicha” si no se portan bien, reemplazando de esta forma al “Coco” tradicional, o al “Tío de la Manteca”
El Castillo de San Antonio domina la entrada del río, y el paso de los barcos que navegan hacia el puerto, o salen del mismo. Actualmente ya no ejerce ningún control de este tráfico, pero en el pasado debió ser la llave defensiva de Larache
La vieja ciudad, la Medina, mira al río desde el Barandillo, un balcón público bajo el cual se extendía hace tiempo, cuando yo era un chaval, una playa de arena. Entonces, en marea alta con temporal, las olas chocaban contra su base, llegando a mojar con sus salpicaduras toda la calle a lo largo. La playa dejó de existir al ser sepultaba por las arenas cenagosas descargadas por la draga que limpia el puerto pesquero de los aportes de las riadas de invierno. Han rellenado el espacio comprendido entre el Barandillo y la escollera artificial construida para encauzar la desembocadura del Lukus a partir de la antigua leprosería.
En la orilla del río opuesta, la playa de la Otra Banda. Se atraviesa a ella en grandes barcas , cobrando los remeros un tanto por pasajero. Con la embarcación casi siempre sobrecargada, y por lo tanto con el casco bastante hundido, se inicia la travesía bogando a contracorriente, es decir hacia fuera del río si es en marea llenante, y en sentido contrario si es vaciante. Después de seguir un rumbo triangular hacia una dirección u otra según la corriente imperante, se llega al desembarcadero, una construcción de piedra sobre la arena de la playa.
A la derecha sigue el curso del Lukus hacia el interior. Al frente un espacio de rubia arena, y a la izquierda la orilla fluvial también arenosa. Atravesado el breve arenal, se llega a los merenderos y balnearios, con acogedores techos de caña, mesas de madera donde se permitía consumir alimentos propios, y casetas para los bañistas, con sus duchas.
Después de ellos comienza el espigón, y como la escollera del otro lado, encauza el río durante unos mil metros, terminando en un pequeño faro de luz intermitente, llamado popularmente “El Chispito”. Está formado por grandes bloques de piedra unidos por vigas y cemento, con una anchura en la parte superior de unos seis o siete metros, y sirve de paseo para bañistas y pescadores. En las mareas vivas y en los temporales sufre duramente el embate de las olas, que pasan de un lado al otro barriéndolo furiosamente. En más de una ocasión algunas personas han sido arrastradas al mar por estas olas.
A la derecha del espigón, la Playa Peligrosa. Debe su nombre a sus grandes olas y fuerte resaca, que hacen muy arriesgado el baño en ella. Sin embargo, es muy buena para la pesca con caña, en ella se capturan doradas, róbalos y corvinas. Se prolonga hacia el norte durante unos cinco kilómetros, hasta el cabo llamado Punta Negra, el cual cierra la visión de la costa, que detrás continúa en línea recta hasta el cabo Espartel, en Tánger.
Un bosque de pinos y arbustos autóctonos se extiende a lo largo de la parte derecha de la playa. Llega por el fondo a la rivera de Lukus, donde hay un embarcadero de mampostería y los restos de un acuartelamiento de la extinguida Compañía de Mar del Ejército español. Esta unidad militar la comandó precisamente un abuelo de mi mujer, el Teniente Morales, quién se jubiló y se convirtió durante la última etapa de su larga vida en un experto pescador de corvinas y doradas.
Durante la ocupación española existió una batería costera en Punta Negra, con un gran y mítico cañón al que los larachenses llamábamos “El Boca Negra”. Cuando lo disparaban algún día que otro para tenerlo a punto, hacía temblar toda la ciudad. Arriba de una colina sobre la que estuvo asentada esta artillería pesada quedan los raíles, las casamatas y los túneles de cemento armado, donde parece haberse detenido el tiempo.
EL ZOCO CHICO
Siguiendo la descripción de Larache, me voy a referir en este capítulo a su lugar más peculiar, el Zoco Chico.
Está situado dentro de la que antes de la llegada de los españoles fue la ciudad árabe amurallada, la Medina. Su imagen muy pintoresca ayudará al lector a situarse en el ambiente y conocer más fácilmente el contexto de algunos de mis relatos.
Se entra en el Zoco Chico por una puerta monumental de arquitectura hispano-árabe, que se abre sobre la Plaza de España.
Se atraviesa en primer lugar una calle estrecha repleta de una muchedumbre abigarrada.
Mujeres cubiertas con amplios mantos blancos, y velos que cubren toda la cara, dejándoles visibles sólo los ojos , o con chilabas de corte y colores modernos, algunas también veladas.
Campesinas de las cabilas de las montañas cercanas, vestidas con faldas de lana tejidas artesanalmente por ellas mismas, a rayas blancas y rojas, amplios sombreros de paja adornados con borlones azules, polainas de cuero marrón protegiéndoles las pantorrillas, babuchas de badana amarilla como calzado, y con la cara al descubierto. Son mujeres bereberes, pueblo autóctono anterior a la invasión de los árabes, de finas facciones, tez blanca y pelo negro lacio y brillante.
Hombres de esta misma etnia ataviados con chilabas de burda lana que les llegan justo debajo de las rodillas, y turbantes blancos, muchos de los cuales con tupidos bordados amarillos. Llevan el dinero y sus otros objetos de valor en grandes carteras de cuero repujado con flecos, sujetas con una correa cruzada sobre el pecho. Algunos van armados de un puñal curvo, la “gumía”, dentro de una funda de plata labrada sujeta con un grueso cordón que les cuelga desde el hombro, en sentido opuesto a la cartera. Más que un arma, este puñal es un adorno.
Hombres de la ciudad con chilabas de lana gruesa o de tela más fina, tocados con turbantes, gorros de fieltro rojo, bonetes blancos o de colores.
Los más numerosos vestidos a la usanza europea, y en menor número mujeres del mismo modo, aunque muchas de ellas con pañuelos de diversos colores cubriéndoles los cabellos, respetando el rito musulmán
Aunque ya muy escasos, se ven ancianos judíos con levita, faja y bonete, y los más jóvenes de esta confesión vestidos a la europea, cubiertas sus cabezas con boinas negras y sombreros clásicos de fieltro. Las mujeres hebreas van con vestidos de corte europeo y sin ningún tocado, excepto las ancianas en las que aún perdura el pañuelo de flecos tapándoles el cabello.
Y muchos españoles y españolas de todas las edades, mezclados con esta muchedumbre.
Una vez pasada la calle de entrada, hay que andar a empujones por el estrecho pasillo dejado entre los puestos de golosinas instalados a ambos lados, y finalmente se desemboca en un amplio recinto que se prolonga hasta el gran portal de la Alcazaba, antigua ciudadela fortificada.
A cada lado unas arquerías, y bajo éstas numerosos pequeños comercios ocupan cada uno la anchura de una puerta.
Sobre un lado del mostrador de madera que cubre toda la entrada de la tienda, está sentado el vendedor con las piernas cruzadas bajo el trasero. Sin necesidad de desplazarse, el comerciante tiene a mano todos sus artículos.
Las tiendecitas se suceden sin guardar ningún orden en la oferta, es precisamente la principal característica del comercio oriental. El comprador se pasea sin tener idea de lo que se va a encontrar, y es para él un placer ir descubriendo los objetos interesantes.
El otro placer es el regateo. Ningún artículo tiene indicado su precio, el comprador lo pregunta y el vendedor le dice una cantidad siempre muy por encima de la que piensa aceptar finalmente. Se inicia el tira y afloja hasta llegar a un acuerdo. Muchas veces el comprador da un último precio, el vendedor no lo acepta y deja que el comprador se marche. Pero cuando éste ha andado una corta distancia el vendedor lo llama a voces y le dice que por tratase de su persona va a hacer el sacrificio de vendérselo a tan bajo precio, aunque pierde dinero en la operación.
Este ritual parecerá absurdo a un europeo, pero es el alma y la salsa de los mercados árabes, donde la gente no tiene ninguna prisa y hace de la compra un entretenimiento. Si el comprador no obtiene una rebaja substancial se queda con la sensación de haber sido engañado, aunque muchas veces es lo que ocurre, pues los comerciantes son muy astutos y emplean métodos de simulación dignos de actores consumados de teatro dramático.
En estas hileras de tiendas encontramos: Zapatos, correas, cojines de cuero repujado, y babuchas. Jarrones de cobre o latón cincelados, teteras de falsa plata, cafeteras, soplillos ricamente adornados. velas, quinqués, cerillas y mecheros. Té, café, azúcar en pilones, velas, quinqués, cerillas, mecheros, especias a granel, frutos secos. Queso fresco sobre una hoja de palmito, manteca rancia en potes de barro, leche fermentada vendida en vasos, sacada de una tinaja con un cazo. Tortilla de harina de garbanzo en porciones; buñuelos de viento. Pinchitos de carne picada o en trocitos, aliñados con especias y cilantro verde, asados a la parrilla con carbón vegetal, y servidos dentro de un cuarto de torta de pan de trigo. Mejillones cocidos, sin cáscara y al peso. Tortitas de sémola porosas, pasteles de almendra y miel, dulces de masa frita bañados en miel parecidos a los pestiños. Habas secas cocidas, aderezadas con sal y comino molido mezclados.
- ¡¡ Yabán kulubán !! - vocea un vendedor ambulante.
Pasea por el Zoco un pastoso caramelo blanco fundido alrededor de una gruesa caña de bambú. Lo vende por pequeñas porciones, que corta y despega con una navaja. Le persiguen numerosas moscas, y las va espantando continuamente con un pañuelo de dudosa limpieza.
Fuera de las arquerías, sobre una de las aceras que bordean la calzada central de adoquines de granito muy irregulares, se instalan vendedores ambulantes de objetos usados. Ofrecen vasos y platos, cafeteras doradas o plateadas, vestidos, cazadoras de cuero, viejos cuadros y muebles antiguos, llaves, cadenas, cerrojos, candados, camas con los cabezales de bronce o latón recuperadas sin duda de las familias judías que han abandonado el país para irse a Israel, y otro muchos objetos que sería muy largo enumerar.
En la otra acera, sobre pequeñas mesas de madera muy bajas, cubiertas con manteles blancos, mujeres sentadas en el suelo ofrecen tortas de pan de trigo recién salidas del horno, como denuncia el agradable olor que impregna el ambiente e invita a comprarlas.
Los labriegos venidos de las cabilas cercanas exponen a la venta sus productos, traídos a lomo de sus borricos. Los colocan apilados en el suelo, y pregonan a gritos su gran calidad. Encontramos naranjas muy ácidas y de piel fina, membrillos, pepinos, calabacines, calabazas, cebollas rojas y blancas, tomates, alcachofas de la huerta, alcauciles (alcachofas salvajes con púas) habas, guisantes, grandes melones y sandías de secano, lechugas, coles, coliflores, zanahorias, nabos, rábanos, perejil verde, cilantro verde, tomillo, romero, hierbabuena y otras hierbas aromáticas.
Estos productos vegetales tienen unos sabores muy acentuados, están cultivados con abonos naturales, los únicos utilizados por los campesinos. No conocen los cultivos bajo toldos que tanto desvirtúan la calidad.
También ofrecen frutas salvajes recogidas en los campos, como son la palmicha ( dátil del palmito) moras, zarzamoras, madroños ( todos ellos en cestitas de caña) palmitos deshojados hasta la parte tierna y comestible, higos chumbos pelados en el momento de su venta, higos y brevas frescas. No faltan los níscalos y otras setas de los bosques de pinos de los Viveros y de la Ghedira.
Los pollos y los conejos los venden en vivo, y, siguiendo el rito musulmán, los sacrifican antes de entregarlos al comprador cortándoles la yugular y dejándolos dar saltos en el suelo hasta que se desangran.
Hay un estrecho callejón sin salida a la derecha de la calle de entrada al Zoco Chico, con sombra y frescor, en el cual los pescadores de caña profesionales exponen a últimas horas de la tarde sus capturas de toda la jornada, iniciada al amanecer.
Ofrecen una gran variedad de pescados muy frescos, abundantes en las playas arenosas y rocosas del litoral larachense. Grandes ejemplares de doradas, lubinas (llamadas también robalos o róbalos) sargos, corvinas, verrugatos, zalemas, lisas, congrios, murenas, y sábalos. Este último pez, de la familia del arenque, que sólo se pesca en los estuarios como el del río Lukus, es muy apreciado por los judíos y musulmanes de Larache. Es prácticamente desconocido por los españoles, que no lo aprecian por sus muchas espinas , sin conocer su gusto exquisito.
También se pueden comprar centollas, bogavantes y nécoras abundantes en las playas próximas, a precios muy bajos, pues el consumo de estos crustáceos está prohibido por sus religiones a los musulmanes y los hebreos.
La angula ( alevín de la anguila) abunda en este maná que es el río Lukus. Según he leído, sus huevos son expulsados por las hembras adultas en el Mar de los Sargazos y conducidos durante miles de kilómetros a través del Océano Atlántico por la corriente del Golfo hasta las costas del norte de África y Sur de Europa. En las desembocaduras de los ríos importantes, en este caso la del Lukus, se produce la eclosión de los huevos, el nacimiento de la angula, en el choque de las aguas dulces de las riadas con las corrientes marinas.
El derecho de pesca de este apreciado producto del mar, que alcanza fuera de Marruecos muy altos precios, es motivo de adjudicación administrativa por el organismo Aguas y Bosques, del Ministerio de Agricultura marroquí, mediante subasta pública. Los adjudicatarios de estas subastas exportan las angulas a todo el mundo, bien en vivo como es el caso de Japón, o precocidas en cajitas de madera.
Sin embargo, pescadores furtivos, a altas horas de la noche, suelen extraer algunos kilos en los recovecos del río. Como no las pueden exponer a la venta, las ofrecen en voz baja a los compradores de pescado , y una vez acordada la compra las traen discretamente de donde las tienen guardadas, metidas en una bolsa de plástico. Están vivas y llenas de baba, y hay que matarlas antes de cocinarlas con tabaco o sal, además de lavarlas con mucha agua.
Su precio está a años luz del de las angulas del río Nervión, y por ello son muchos los españoles de Ceuta, Tetuán y otras ciudades próximas que vienen los fines de semana a Larache para consumirla en los diferentes bares, principalmente el Bar Central, de Pepe Osuna.
Cae el día, el sol se oculta en el horizonte, el cielo se enciende de nubes rosas que reflejan sus últimos rayos. Se oye el canto del almuecín llamando al rezo desde el minarete de la mezquita
Los vendedores ambulantes y los campesinos recogen sus mercancías, y poco a poco el Zoco Chico se adormece hasta las primeras horas del día siguiente, para volver a comenzar su febril actividad.
PESCADOR Y MARISCADOR
En esa extensión de costa que llamo la Bahía de Larache es donde pasé gran parte de mi niñez y de mis años mozos.
En la Playa del Matadero aprendí a nadar cuando tenía seis años y mi hermano me arrojó de improviso a la Poza Grande. Tuve que salir como pude, después de tragar bastante agua. Y como estaba previsto, con este método tan expeditivo (consiguiendo flotar por primera vez el resto viene sólo) llegué a ser un resistente y buen nadador.
En aquella playa aprendí a pescar una gran variedad de peces, a cazar pulpos, centollos, cangrejos y nécoras, a atrapar cangrejos llamados morunos sacándolos de sus cuevas con el engaño de una lapa en la punta de un alambre de cobre, a cosechar de las rocas emergidas en las grandes mareas patas de cabra (percebes) caracoles marinos (bígaros), y sobre todo mejillones, grandes piñas de estos moluscos adheridos a las peñas próximas al Picurucho Grande.
Con la práctica adquirida en los numerosos días pasados en la playa, los del verano y casi todos aquellos en que no había escuela y hacía buen tiempo, tanto mis compañeros de la misma edad como yo llegamos a tener tal agilidad para andar de roca en roca y tan buen equilibrio que parecíamos cabras montesas. Al andar descalzos el mayor tiempo las plantas de los pies se endurecieron y éramos capaces de correr por las repisas rocosas que cubren gran parte de la playa sin sentir ningún daño. Nuestra adaptación al medio ambiente fue completa.
Me ocurrió de todo, ratos agradables y divertidos los más, momentos de peligro que pudieron costarme la vida, mis primeros amores……
Fue Mohamed, un muchacho marroquí de mi edad, quién más me enseñó del arte de la pesca y de los métodos de captura de crustáceos y cefalópodos. Era asmático, cuando tenía una crisis de su enfermedad, con grandes ahogos, se bajaba a la playa y se sentía aliviado de inmediato. Es debido al yodo del aire marino, lo he sabido luego leyendo libros de medicina.
Por este motivo Mohamed se pasaba todo el día en la playa, el único sitio donde se encontraba bien. Para ocupar el tiempo se dedicaba a la pesca y al marisqueo, y llegó a ser un gran conocedor de los lugares idóneos para ello.
De él aprendí a atrapar pulpos con un largo gancho de hierro con puño de madera. También servía para capturar las rayas tembladeras y evitar la descarga eléctrica que lanzaban al ser tocadas. Para el pulpo, ensartaba en el gancho uno de éstos de muy pequeño tamaño o un pañuelo blanco, y paseaba la muestra por la boca de la cueva, provocando su salida del cubil. En ese momento y con un rápido movimiento lo enganchaba por la capucha o por debajo de los tentáculos. Extraído el pulpo del agua, le volvía rápidamente la capucha al revés con las manos, a pesar de que el bicho se defendía enroscando sus patas en mis brazos, llenándolos de marcas rojizas producidas por las ventosas. Finalmente lo estrellaba contra una roca varias veces, hasta quedar inerte.
La murena o morena, serpiente de mar con manchas amarillas y marrones oscuras, de agudos dientes, inocula cuando muerde un veneno, no mortal pero muy doloroso. Vive en cuevas y suele asomar la cabeza por la puerta manteniendo el resto del cuerpo dentro. En el recorrido por las pozas de la playa buscando los pulpos, me las encontraba sacando su impresionante cabeza con la boca abierta. Yo llevaba preparado un alambre de acero con un anzuelo grande empatado y un trozo de pata de pulpo de carnada. Lo bajaba con mucho cuidado hasta situárselo enfrente de la boca.
La primera reacción de la bicha marina era de miedo, retrocedía y se escondía en la cueva. Luego poco a poco se iba asomando y, súbitamente, atacaba al cebo y trataba de engullirlo. En ese momento, yo daba un fuerte tirón y la murena quedaba enganchada. Se debatía con fuerza, y también con fuerza yo tiraba de ella hasta conseguir sacarla del orificio. Era evidente el peligro que corría de ser mordido, tenía que hacer todo con decisión, sin ningún titubeo. Este peligro le daba emoción a la captura de la serpiente. Una vez fuera del agua se comportaba como las de tierra, se retorcía y abría la boca intentando morder. Con una porra de madera le asestaba varios golpes en la cabeza hasta que dejaba de moverse.
Éramos entonces niños de diez años o doce años, y ahora que soy mayor y lo recuerdo, me admiro de nuestro valor siendo tan pequeños. A lo mejor se debía a nuestra poca noción del peligro.
Mohamed llegó a ser con el tiempo patrón de un barco de pesca.
Pasaron los años y me convertí en un muchacho alto y delgado curtido por el aire del mar, nadaba como un pez al igual que toda la pandilla.
La Playa del Matadero es peligrosa para aquellos que no la conocen. En diferentes ocasiones salvé de ahogarse a varias personas.
A mis compañeros Paco Bautista “ El Cocinero” y Antonio Salles, cuando nos estábamos bañando en el Trampolín. A una señorita cuarentona judía llena de crema para el sol a la que arrastraba la marea en un correntín de la Piedra Gorda, y se me resbalaba al intentar sujetarla. Y otro día, en este mismo sitio, a un camarero marroquí, delgadito y de mediana edad, quién no dejaba de decir cuando me veía que yo era su padre porque le había salvado la vida.
Voy contar detalladamente el episodio del Trampolín, una prueba de la sangre fría que llegué a tener afrontando los peligros de aquella costa brava.
Teníamos los tres muchachos la misma edad, unos catorce años. Paco y yo éramos buenos nadadores, pero Antonio apenas si conseguía flotar moviendo los brazos como los perritos. Estábamos subidos en la parte baja de esta roca en forma de sillón, digamos en el asiento.
Antonio se lanzó al agua y después de bucear salió a la superficie a unos cinco metros de distancia, y volvió nadando con su estilo canino. Se subió el Trampolín, con aire muy ufano, y dijo:
- Ahora me voy a tirar desde lo alto -
Paco y yo nos miramos sonriendo y nos encogimos de hombros.
Antonio se subió a la parte superior de la peña, a una altura de unos tres metros sobre la superficie del mar. Se lanzó al agua, pero al ser el impulso del salto mayor, fue a salir a unos diez metros de distancia. Al verse tan lejos, se asustó, se olvidó de lo poco que sabía nadar y comenzó a hundirse, pues los movimientos desesperados que hacía con los brazos no conseguían mantenerlo a flote.
Paco, sin pensarlo dos veces, se tiró al agua en una plancha espectacular y llegó sin apenas nadar al sitio donde Antonio se debatía. El angustiado Antonio, al ver a Paco cerca de él, se le abrazó fuertemente y lo inmovilizó, impidiéndole hacer nada para sacarlo.
Mientras tanto, yo había permanecido en la roca creyendo que Paco iba a sacar a Antonio sin ninguna dificultad, pero al ver lo que estaba ocurriendo me asusté. Me esforcé en mantener la calma, si me acercaba a ellos como había hecho Paco seríamos tres los ahogados. Lo mejor, pensé, era que tragaran un poco de agua y perdieran algo de la fuerza de su desesperación.
Me metí en el mar suavemente, nadé sin prisa dando la vuelta a los dos, y cuando tuve la ocasión agarré por los pelos y por detrás a Antonio, quién se había montado entretanto sobre los hombros de Paco, y tiré con todas mis fuerzas. Al tercer intento conseguí que se despegara, y empecé a nadar hacia la orilla, muy próxima, consiguiendo llevar la cabeza de Antonio fuera del agua. Pero Antonio seguía muy asustado e intentaba volverse hacia mí y agarrarme. No se lo permití, le di un fuerte puñetazo en la mandíbula y lo dejé medio atontado. Cuando conseguí depositarlo sobre una áspera piedra medio emergida me abrazó temblando, y al salir a tierra vi que tenía varios arañazos en mis nalgas. Paco “El Cocinero” salió por sus propios medios al verse liberado, y me contó más tarde sus esfuerzos para que Antonio lo soltara, llegó a tirarle de los testículos , sin ningún efecto.
Yo estuve también en peligro de ahogarme en este rincón de la playa del Matadero.
Estaba pescando solo desde lo alto de una roca, cerca del Picurucho grande, y, entusiasmado porque picaban bien los peces, no me di cuenta que la marea subía y me dejaba aislado de la orilla. Intenté salir andando sobre las piedras ya sumergidas, las mismas utilizadas en marea baja para llegar a la peña donde me encontraba. Iba completamente desnudo y con la ropa, la cesta con los pescados y la caña sobre la cabeza. A la cuarta piedra me falló el equilibrio y caí al agua con todo el equipo. Tuve el tiempo justo de abrazar la ropa, y perdí todo lo demás. Sujetando la ropa bajo el brazo izquierdo, nadaba sólo con el derecho. Una corriente me empujaba hacia la pared vertical del acantilado y no la conseguía vencer, pero me espantaba la idea de soltar mis prendas y volver a mi casa en cueros.
En plena lucha por salir de la peligrosa situación , me acordé del sistema de los barqueros de la Otra Banda. Nadé contra la corriente y en dirección opuesta al muro del precipicio, y siguiendo una trayectoria triangular conseguí escapar de aquella trampa, después de un largo rato nadando con un brazo, lo que agotó todas mis fuerzas. Cuando me vi en seco, me quedé tumbado boca abajo mucho tiempo, hablando solo y sin moverme, como un náufrago. Hasta que oí la voz de mi hermano llamándome desde lo alto del acantilado. Venía a buscarme enviado por mi madre, alarmada por mi tardanza en volver de la pesca.
Precisamente con mi hermano Manolo, pasé otro largo momento de angustia uno de aquellos días de verano.
Llegamos nadando a la Piedra Chata en marea llena, y estábamos a unos cien metros de la orilla. Manolo nadaba más rápido y cuando llegué a la piedra él estaba ya sentado sobre ella. Tras descansar un rato, le dije de volver a la playa. No me hizo caso, y luego de insistir varias veces, me dijo;
- No te asustes, tengo un calambre en la pierna derecha y no puedo moverla -
Lo miré alarmado, y le froté enérgicamente la pierna, sin ningún resultado. Con toda la calma que me pedía constantemente mi hermano, le ayudé a bajar de la peña y entrar en el agua, lo sujeté por debajo de la barbilla para mantener su cabeza emergida, y él con sus dos brazos y yo con el que tenía libre nadamos lentamente hacia la orilla, haciendo “el muerto” de vez en cuando para descansar, hasta que conseguimos llegar. Nunca supo nuestra madre lo cerca que estuvo de perder a sus dos hijos.
Por último, les voy a contar otro momento de peligro en aquella costa brava.
Con un compañero llamado Barber, de unos quince años igual que yo, decidí aquel día del caluroso estío llenar un saco de mejillones, para fanfarronear ante unas chicas. ¡¡ Habían puesto en duda nuestra destreza !!
Provistos de dos espuertas, un saco y varios hierros con la punta afilada para arrancar los moluscos de las rocas, nos dirigimos al Picurucho Grande. Llegamos al lugar saltando de piedra en piedra y atravesando algunos trechos suspendidos a varios metros sobre las olas que batían suavemente el acantilado, con la mar casi en calma.
Visto de lejos el gran helado pétreo parecía estar cerca del barranco, pero en realidad lo encontramos separado por unos quince metros de mar. Nos pusimos los bañadores, y con una espuerta y un hierro en una mano, nadamos esa distancia para subirnos a una piedra plana situada en la base, cubierta de mejillones.
Barber llegó primero y se subió a la piedra plana. Yo llegué a continuación y cuando intentaba hacer lo mismo una ola saltó por encima de la piedra y me golpeó con fuerza en la cara y el pecho. Caí hacia atrás en el agua y por efecto del golpe me hundí dando vueltas de campana. Afortunadamente había una profundidad de siete u ocho metros y no me golpeé con nada. Cuando mi cuerpo dejó de dar vueltas, me pregunté qué hacer para salir, estaba completamente desorientado y no sabía ni donde se hallaba la superficie. Las pompitas de aire que salían de mi boca me mostraron el camino. Me coloqué en buena posición, mis pies tocaron el fondo, me apoyé en él y haciendo palanca me di un fuerte impulso y salí a la superficie a toda velocidad, con los pulmones a punto de estallar.
Mi compañero, ante mi tardanza en salir, había pensado lo peor, y cuando emergí, en ese mismo instante estaba en postura de lanzarse a bucear para sacarme, con una expresión de espanto en la cara.
Aquello no nos acobardó, llenamos el saco de mejillones que arrancamos en un segundo intento de la piedra plana. Estos moluscos formaban tres capas, la primera de ejemplares muy pequeños, la segunda algo mayores, y los de la tercera adherida a la roca eran grandes como nuestra palma de la mano, y fueron los que metimos en el saco, desechando los otros.
Volvimos a la parte arenosa de la playa, hicimos un fuego de leña y sobre él una chapa. Acompañándolos de vino tinto comprado en el chiringuito, organizamos un festín de mejillones asados en su propio jugo, en el cual participaron las jovencitas dudosas de nuestra valentía y capacidad.
Cuando empecé a trabajar y reuní el dinero suficiente me compré un equipo de pesca submarina (gafas, tubo, aletas y fusil).
Me pasaba las horas recorriendo la playa, me embriagaba la emoción de cazar a los pulpos fuera de sus cuevas, rascacios y otros peces de nadar lento, como el pez-sapo, de atrapar con las manos centollos y nécoras que se movían en el fondo camufladas entre las algas. Pasaba de largo cuando me topaba con alguna murena, mi valor no llegaba a atacar a semejante animal en su elemento.
Cazaba algunas lisas o sargos, pero nunca conseguí arponear a las zalemas, llamadas también sarpas, que a veces me envolvían en grandes bandos y cuando intentaba dispararles se dispersaban a una velocidad vertiginosa.
EL BAÑO DE LAS CARBONERAS
En un pequeño llano pegado a la tapia trasera del Grupo Escolar España, cerca del Mercado de Abastos, famoso por su renombrada arquitectura árabe andalusí, se encontraba el Zoco del carbón. Allí se descargaban los camiones de carbón vegetal fabricado por los leñadores de los montes de Beni Gorfet y de Beni Aros.
A este zoco venían los carboneros de venta al detall y cargaban sus renqueantes carros con ruedas de coche, tirados por mulillas y asnos. Un polvo negro lo impregnaba todo, como la ceniza de la erupción de un volcán.
Merodeaban por el zoco numerosas mujeres jóvenes, algunas hijas o hermanas de los carboneros. Se dedicaban a recoger los trozos de carbón caídos de los sacos al manipularlos, para luego venderlos por pequeños montones en el mercadillo vecino. Tenían estas jóvenes, casi niñas, negras sus caras y manos, negros sus vestidos, negros sus pies descalzos, y vivían en negras cabañas hechas con palos y sacos vacíos junto a las montañas de negro carbón.
Un día de primavera, antes de la temporada de baños, dos compañeros del barrio y yo, con nuestras cañas al hombro y las cestas a la espalda, nos asomamos al acantilado para ver el estado del mar y escoger el mejor sitio para pescar.
Bajo el elevado barranco se extendía la Playa del Matadero, y mirando en dirección a la Piedra Gorda, vimos a un grupo de jóvenes mujeres bañándose tras unas rocas que bordeaban la orilla. A pesar de la distancia se oían sus risas y gritos al mojarse. Descendimos con sigilo por la escalerilla cavada en la pared el precipicio, y una vez en la playa, nos acercamos al lugar donde se bañaban las muchachas, sin ser vistos por ellas.
Eran las carboneras, habían venido a desprenderse del polvo negro del carbón. Estaban completamente desnudas y tomaban el baño en unas pozas llenadas por la marea ascendiente. Se tiraban agua las unas a las otras, se frotaban sus juveniles cuerpos, chapoteaban en las charcas.
Después de contemplarlas a placer ocultos tras las rocas, nos acercamos al sitio donde habían dejado sus ropas y nos sentamos al lado. Al vernos, las muchachas dieron un agudo grito al unísono, y trataron de taparse sus seños y pubis con las manos, encogiendo sus cuerpos desnudos entre las risotadas de nosotros tres. Con tantas posturas, recibimos una ilustrada lección de anatomía femenina.
La mayor de ellas era muy agraciada de cara y tenía un cuerpo bien desarrollado, Sus grandes senos desbordaban sus manos, iban de arriba a abajo intentando ocultar sin éxito sus partes íntimas. De pronto dejó de taparse, se irguió mostrando todo su hermoso cuerpo, dejándonos a los tres boquiabiertos, y se adelantó con una piedra en la mano.
Se entabló un duelo entre las amenazas de la mujer y las risas y observaciones jocosas de nuestra parte. Las demás bañistas, ante el ejemplo de la mayor, se decidieron a defender su intimidad y se acercaron desafiantes todas a la vez. Ante este peligroso panorama, optamos por retirarnos y permitir a las carboneras que recogieran sus ropajes y se fueran corriendo a medio vestir.
No nos guardaron rencor, en días posteriores me crucé con varias de ellas y me sonrieron con complicidad.
CAZADORES DE PÁJAROS
Pienso que conociendo al autor se comprende mejor lo que escribe. Por ello, aún con riesgo de cansar al lector voy a seguir narrando episodios sin ninguna importancia histórica, pero que ayudan a situarse en la época en que los viví.
Los días de invierno en que el lluvioso y frío clima de Larache no nos permitía ir a la playa, nuestro entretenimiento favorito era la caza de pájaros, unas veces con red y reclamos y otras con trampas de alambre.
Voy a describir, porque lo conservo bien en mi memoria, unos de esos días de caza con las trampas en la laguna de La Ghedira, situada a unos diez kilómetros al sur.
Llegábamos a ella atravesando a pié el inmenso bosque de pinos piñoneros, llamado “Los Viveros”, después de unas tres horas de marcha
El día anterior habíamos escarbado un hormiguero y hecho acopio de hormigas aladas, las “alúas”, que servían de cebo para las trampas
Faltaban tres horas para el amanecer, los jóvenes cazadores caminábamos en fila india a través del pinar, todos muy callados, delante iba Paco “El Cocinero”, el jefe del grupo por ser el mayor y mejor conocedor del terreno. El silencio era espeso en el bosque, sólo roto por el canto del búho y el ruido de nuestras propias pisadas al quebrar las agujas de pino que cubrían el suelo como una alfombra.
La luz de la luna se filtraba a través de las tupidas ramas de los árboles, y apenas nos permitía ver para guiarnos en la marcha. Este ambiente sombrío y silencioso nos impresionaba, y a pesar de nuestra aparente naturalidad, en el fondo sentíamos un temor que hacía más interesante la aventura de atravesar el bosque a altas horas de la noche. Cualquier cosa antes de ser catalogado de “cagueta”, la peor de las ofensas para un hombre en ciernes
De pronto, escuchamos un agudo grito parecido al llanto de un niño muy pequeño, se repitió varias veces. La falta de luz nos impedía saber que ocurría en el lugar de donde procedía el angustioso lloro del bebé. Nos acercamos todos corriendo y al aproximarnos comenzamos a distinguir la silueta de un hombre vestido con chilaba agachado junto a un árbol. Tenía en sus manos un bulto de las dimensiones de un crío recién nacido. Nos paramos, y Paco, armado con un palo y temblando de miedo, se dirigió en solitario hacia el hombre inclinado. Cuando comprobó lo que estaba sucediendo, se volvió riendo a carcajadas hacia nosotros los rezagados. Los gritos escuchados eran de una liebre que el cabileño había sorprendido dormida en su cama, y noqueado dándole golpes con el canto de la mano en la nuca. Nos la mostró sosteniéndola por las largas orejas.
Proseguimos aliviados nuestro camino, y aligeramos el paso para recuperar el tiempo perdido, porque era necesario llegar al cazadero antes del amanecer, para plantar un centenar de cepos ocultos a la vista de los pájaros. Después de casi dos horas de marcha arribamos a la laguna, una modesta extensión de agua dulce situada justo donde el bosque de pinos termina.
El astro rey repuntaba por Levante venciendo la noche, y una espesa bruma blanca cubría el agua como un sudario. Nos apresuramos a colocar las trampas en los bordes fangosos de la laguna, al pié de montículos que hicimos previamente con una azada, y comenzamos a cebarlas con las “alúas”, sujetándolas por el abdomen con el pinganillo.
De súbito, cuando ya clareaba el día, una espesa nube de mosquitos surgió del barro de las orillas. Eran cientos de miles de diminutas bestias que nos atacaron sin piedad el rostro y las manos. Nos cubrimos el rostro con nuestros pañuelos, encendimos cigarrillos para espantarlos con el humo, pero todo fue inútil. A pesar de ello, proseguimos nuestra faena aguantando como pudimos el feroz ataque.
El sol iluminó al fin con intensidad la campiña y los insectos vampiros desaparecieron con la misma rapidez de su llegada. Lo celebramos con gritos de alivio, pero Paco se apresuró a hacerlos callar porque podían espantar la caza.
Las bandadas de pájaros se posaron buscando su comida en el paraje. Había de muy diversas especies, y me voy a permitir para satisfacer la curiosidad del lector, citar los más abundantes :
Chamariz, verde y de pequeño tamaño
Chorlito, gris, delgadas patas y vuelo muy rápido.
Collareja, de plumas marrón claro y un copete erizable en la cabeza.
Culiblanco, debe su nombre a la larga cola blanca que hace oscilar al andar.
Garcilla blanca, espulgadora del ganado vacuno.
Gorrión molinero o alamero, pardo.
Halcudón, de color parecido al gorrión, llamado así porque es tan agresivo que parece una diminuta ave de presa ( pequeño halcón).
Jilguero, la cabeza y la pechuga de un rojo vivo, y plumas amarillas en las alas
Martín pescador, el más bello de todos, de brillante plumaje azul y amarillo principalmente, se zambulle con extrema rapidez para capturar los peces de la charca.
Mirlos, negro y pico amarillo.
Pardillo, llamado también camacho, color canela con la pechuga rojiza.
Pinzón, con los colores del jilguero pero un poco más grandes.
Pipìta canaria, las plumas de las alas amarillas.
Sisitas, verdes jaspeadas de amarillo.
Trigueros, del color del gorrión, pero de mayor tamaño.
Verderones, completamente verdes como su nombre bien indica.
Los trinos y diferentes cantos de tan variadas aves se mezclaban en el aire formando una algarabía muy agradable al oído.
Con grandes carreras y largos rodeos empujamos a los pájaros hacia los lugares donde habíamos plantado las trampas, e iban cayendo apresados al intentar comerse la tentadora hormiga alada. Recogíamos con rapidez las presas y volvíamos a cebar la trampa saltada. Y así, entre carreras y más carreras transcurrió la mañana.
Al mediodía, como si fuera un movimiento sincronizado, todos los pájaros se retiraron buscando la sombra del bosque vecino, o continuando su vuelo migratorio a lo largo de la costa.
Nos comimos a la sombra de los pinos nuestro frugal almuerzo, y emprendimos el largo camino de regreso, satisfechos por los numerosos pájaros cazados. Los llevábamos colgando de los cinturones para exhibirlos ante los amigos a la llegada al barrio de Las Navas.
CAZADORES DE PÁJAROS (II)
En este capítulo voy a tratar de describir la caza de pájaros con red.
Se requieren dos rectángulos de malla fina, limitados en los lados más estrechos por unos varales de madera. Estas redes se clavan en el suelo con alcayatas de hierro, dejando entre los rectángulos un espacio libre equivalente a la anchura de los dos. Se unen mediante unas tirantas a una cuerda larga y sólida, el tiro, de forma que al jalar de este último las dos bandas de la red se abaten sobre el espacio entre ellas. De esta manera los pájaros posados en dicho espacio quedan atrapados.
Esta modalidad de caza se emplea en la captura de las especies migrantes que siguen en sus viajes la costa de Larache de norte a sur, el “paso”, y de sur a norte, el “retorno”. Son jilgueros, pardillos, verderones, pinzones, trigueros, gorriones molineros o alameros, comedores sólo de granos y semillas, y por ello su caza mediante trampas cebadas con “alúas” descrita en el capítulo anterior no es factible.
Los bandos vuelan altos y hay que atraerlos a la red. Para ello se emplean los reclamos, pájaros enjaulados escogidos entre los mejores cantores, Según la especie que sobrevuela, entra en acción el reclamo correspondiente a ella, y con sus trinos consigue hacer posarse al bando cerca de la red. La maniobra es muy curiosa, primero rompe la formación el guía de cabeza y toma tierra, e inmediatamente le siguen los demás
Pero aquí no ha acabado la operación, las avecillas tienen que entrar en el espacio libre entre las dos bandas. Es el cometido del cimbel, pájaro amaestrado atado a una percha de madera por un cordel fino de unos 30 centímetros de largo, anudado a una anilla que éste lleva en el pecho, sujeta a su vez por una cuerda fina pasada por debajo de las alas. Tanto la anilla como la cuerda que la une al cuerpo las conserva el pájaro permanentemente, se dice en el “argot” de los cazadores que está “embragado”. La percha está sujeta al suelo libre entre las dos bandas con alcayatas, y unida al cazador por un cordel que al tirar de él la levanta, provocando un corto revoloteo del cimbel. Se emplean hasta tres cimbeles, de las especies más abundantes, normalmente jilgueros, verderones y pardillos.A la vista del pájaro de su especie, los del bando hacen uno o varios vuelos y se meten en la red, cerca del cimbel que los ha atraído.
El cazador, sentado a unos quince o veinte metros de la red con las manos agarrando el tiro y esperando nervioso, da un tirón con fuerza y las dos bandas se abaten sobre las pequeñas presas.
Ahora llegaba lo más penoso, matar a los pájaros capturados mediante un apretón con el dedo pulgar en la pechuga, faena que no me gustaba hacer y de la que me escapaba cuando podía. Me decía el cazador-jefe con cinismo:
- Hombre, a mi tampoco me gusta, pero peor sería pelarlos y freírlos vivos -
Esta clase de caza estaba fuera de mi alcance, había que tener mucho espacio en casa para las jaulas de los cimbeles, los reclamos, y las de los pájaros nuevos aspirantes a reclamos. Luego estaba el equipo necesario: jaulas, redes, alcayatas, varales, perchas, cuerdas, cordeles, alpiste. Todo ello costaba un buen dinero, y yo no lo tenía. En verdad los cazadores se ayudaban con la venta de los pajaritos pelados a los bares. En Larache los servían fritos y eran muy apreciados como tapa, pero no era un medio de vida de ninguno de ellos, lo hacían más bien por entretenimiento.
Por este motivo económico siempre iba de acompañante, lo conseguía muy fácilmente porque mi ayuda como portador de jaulas y equipos era muy útil para los cazadores dueños de las redes.
Entre estos cazadores había uno muy particular. Era manco, le faltaba la mano derecha cortada por la muñeca. Ataba el cordel del cimbel al muñón y jalaba del tiro con la mano sana. Pero lo más asombroso eran sus facultades para imitar los cantos de los pájaros, ayudando y hasta superando a los reclamos en su labor. Para atraer a los jilgueros hacía la llamada de la hembra en celo, un petardeo seco y fuerte que producía con los labios apoyados en su único dedo índice cruzado a lo largo de la boca. Cuando la llegada de los bandos era demasiado frecuente, yo le ayudaba manejando los cimbeles.
Para estimular aún más la entrada de las avecillas en la red, en el espacio libre entre las dos bandas clavábamos cardos borriqueros secos muy del gusto de los jilgueros, y también unas plantas que llamábamos “verdolagas” para los verderones y chamarices.
Voy a contar una pequeña anécdota relacionada con esta cacería, siempre con el ánimo de meter al lector en el ambiente en que vivía el autor de estos relatos.
El lugar más habitual para plantar la red era el llano que se extiende a lo largo de la costa, pasado el campo de deportes Santa Teresa.
Para ganar tiempo, nuestra costumbre era desplazarnos la víspera por la tarde al sitio escogido, y prepararlo con las plantas y pinchos de cardos antes descritos, limpiándolo de piedras y matas. Así lo hicimos cierto día, pero cuando llegamos al amanecer del siguiente encontramos el lugar ocupado por unos cazadores. Habían madrugado más que nosotros, y a pesar de nuestras protestas se negaron a moverse del emplazamiento usurpado. Eran hombres mayores y más fuertes, y comprendimos que si usábamos la violencia saldríamos perdiendo. Nos alejamos muy disgustados por lo ocurrido, y además porque entretanto había avanzado el día y era tarde para buscar otro sitio.
En aquel llano hacían habitualmente la instrucción los soldados de los cuarteles próximos. Me acordé de las bombas de humo utilizadas para simular los combates contra los tanques. Estaban llenas de carburo y al encenderlo producía un humo muy espeso. Mis amigos y yo solíamos buscar las ya explotadas, porque tenían una pieza de plomo que vendíamos a los chatarreros. A veces encontrábamos algunas enteras, no habían ardido debido a algún fallo del soldado lanzador.
Buscando con la vista mientras iba caminando, hallé una de esas bombas de humo completas, y se me ocurrió vengarnos de los desaprensivos ladrones de nuestro emplazamiento Mientras mis compañeros seguían alejándose, yo retrocedí y dando un rodeo me acerqué a la red por la parte opuesta a los cazadores. Prendí la bomba con mi mechero y la lancé al pie de los cimbeles. Una densa nube de humo pestilente se extendió sobre la red, los cimbeles, los reclamos y los usurpadores.
Emprendimos una rápida carrera y cuando los cazadores ahumados quisieron reaccionar estábamos tan lejos que desistieron de perseguirnos. Eran más fuertes por ser más mayores, pero nada podían contra la ligereza de nuestras jóvenes piernas. Seguramente aquel día no se acercó ningún pájaro a tres millas a la redonda, justo castigo de unos aprovechados prepotentes.
Y finalmente les contaré otro día de cacería, muy diferente a los normales, como podrán observar si me siguen leyendo.
A diferencia del gorrión común habitante de las ciudades y pueblos, el gorrión molinero o alamero vive en el campo, formando grandes bandos. Asaltan los trigales y arrozales produciendo estragos en ellos, y son considerados una verdadera plaga por los agricultores.
Se utilizan diversos medios para ahuyentarlos: espantapájaros, hombres haciendo restallar grandes látigos, cañones de carburo que se disparan de forma intermitente, etc. Nada resulta eficaz, enseguida se acostumbran a los trucos y los ignoran olímpicamente. Los he visto reaccionar ante un cañonazo, se elevan unos metros y se vuelvan a posar en el mismo sitio para seguir disfrutando del festín.
Por ello cuando le pedimos permiso para cazar en su finca al encargado del arrozal de Font de Mora, situado cerca de la Merisa, en la ribera del río Lukus a la altura de Alcazarquivir, nos lo dio encantado.
Instalamos la red en una parte seca del arrozal, sin reclamos ni cimbeles, no necesarios para los gorriones. Lucía un esplendido sol en un cielo despejado, y no cesábamos de escrutarlo para ver venir algún pájaro.
De pronto, a media mañana, un bando inmenso comenzó a pasar a baja altura sobre nosotros. Se oía el batir de las alas de las diminutas aves, las cuales proyectaron una gran sombra, oscureciendo el día como si estuviera anocheciendo. No exagero, me dio algo de miedo el impresionante espectáculo de los cientos de miles de gorriones ocupando todo el cielo, porque en aquel momento me acordé de la película “Los Pájaros”.
El enorme bando se desplomó sobre el arrozal, y una pequeña parte se posó dentro de la red y en sus alrededores. En tres tiradas capturamos más de cien docenas.
Sin embargo, a mi personalmente no me gustó nada esta cacería tan copiosa, sin escuchar el canto de los reclamos y ver el revoloteo de los cimbeles. Me quedó la desagradable impresión de haber participado en una matanza lucrativa. Nunca más volví a hacerlo.
PASTOR DE CABRAS
El vivir en un barrio en el límite de la ciudad, con grandes espacios libres y cercanos a la costa, me hizo ser muy amante de la naturaleza.
Entre el gran bosque de pinos de “Los Viveros” y la costa acantilada, más al sur de los cuarteles de La Legión y de los Regulares de Caballería, existe un gran llano arenoso. En primavera se cubre de hierba y flores silvestres, además de las chumberas, pitas y palmitos que ocupan algunos trechos. En aquel extenso campo, donde aún existían algunos fortines de cemento construidos durante la guerra de ocupación de Marruecos, pastaban rebaños de cabras y de ovejas que pertenecían a los cabileños del aduar de la Ghedira, y a varios ganaderos españoles de la ciudad.
Al dejar la Escuela Francesa después de obtener el “certificat d´études”, estuve algunos meses sin hacer nada. Había participado en un examen de ingreso en el Banco Central, y esperaba el resultado sin mucha fé porque para una sola plaza se presentaron numerosos candidatos con más estudios que yo, aunque tenía cierta ventaja por mis estudios de contabilidad y mi dominio del francés.
Tenía un vecino llamado Antonio Guerrero, de unos quince años de edad, cuyo padre era el dueño de un rebaño de cabras, y él las llevaba a pastar al campo todos los días no teniendo otra cosa que hacer. Había terminado sus estudios primarios en el Grupo Escolar “España”, y estaba esperando tener la edad reglamentaria para irse voluntario a la Marina.
Para ocupar por mi parte también el tiempo, y por mi gusto por el aire libre y los paisajes abiertos, como he dicho antes, le pedí a Antonio que me dejara acompañarle, en unión de mi inseparable amigo Paco “El Cocinero”
Salíamos los tres al campo muy de mañana atravesando el llano de Torrilla y el barrio de Nador por la parte más al sur, junto a las grandes cochineras que despedían un olor muy fétido, percibido mucho antes de llegar y mucho después de rebasarlas. Me he preguntado cómo podían soportarlo permanente las familias dueñas de los cerdos. Posiblemente se produce el mismo fenómeno del ruido de las fábricas, al ser continuo el cerebro del obrero llega a ignorarlo y deja de percibirlo.
Después pasábamos por donde comenzaban las casas de trato (prostíbulos) frecuentadas por los militares de los cuarteles vecinos, a esas horas tan tempranas todas cerradas. Y por último atravesábamos las inmediaciones del Campo de Deportes “Santa Teresa”, a partir del cual empezaba la pradera donde pastaban las cabras.
Formaban el rebaño una treintena de hembras, y un macho cabrío precedía a la comitiva con su peto de cuero cubriéndole el bajo vientre para poder controlar sus impulsos sexuales. Dos peludos perros iban corrigiendo con sus ladridos y carreras los desvíos de las inquietas cabras, cuando hacían amagos de romper la formación. Varios cabritos y cabritas acompañaban a sus madres, se separaban dando saltitos alocados, pero volvían rápidamente junto a ellas buscando su protección.
¡Cuanto aprendí en aquellos felices días en contacto con la naturaleza!
Mientras las cabras pastaban, ocupaba mi tiempo en recorrer los rincones de la pradera, rica en una fauna y flora que me fue enseñando Paco.
Abundaban los reptiles. Los camaleones de andar lento y ojos telescópicos miraban de frente y hacia atrás al mismo tiempo, les acercaba insectos para ver como los capturaban disparándoles su lengua con una rapidez increíble comparada con la parsimonia de sus movimientos. Las culebras de las grietas formadas por el terreno cerca de la costa, las mataba a pedradas porque las consideraba peligrosas para las cabras. Los lagartos verdes de hasta veinte centímetros de longitud se escapaban con gran rapidez entre las agujas secas de los pinos para refugiarse en sus cuevas. Las lagartijas eran tan abundantes que no les prestaba atención. En los muros verticales de los fortines, grandes salamanquesas se desplazaban con rapidez, sirviéndose de las ventosas de sus cortas patas. Les tenía mucho respeto, la saliva que escupían hacía caer el pelo, según decían.
Los conejos cruzaban entre los árboles a todo correr y se escondían en sus madrigueras. Cuando encontraba algún pequeño puerco espín refugiado entre los cañaverales de las hondonadas húmedas, lo dejaba escapar después de jugar un rato con él, haciéndolo rodar cuando se hacía una pelota de púas para defenderse.
Los insectos eran también muy numerosos. Aparte de los comunes, moscas, moscardas, mosquitos, encontraba escarabajos peloteros empujando con sus patas traseras una bolita de estiércol, abejorros volando como diminutos helicópteros, libélulas, cigarras, cigarrones, santateresas, alacranes, hormigas rojas. Las hormigas negras aladas (alúas), las orugas blancas y las orugas doradas llamadas “orillos”, las empleábamos como cebo de las trampas para pájaros insectívoros.
A veces, manadas de perros asilvestrados se acercaban peligrosamente a las cabras, y Paco y yo los espantábamos lanzándoles piedras con nuestras hondas o amenazándolos con nuestros garrotes. Estos perros vagaban por el campo sin dueño y se alimentaban como podían, incluso de la carroña de los caballos enterrados cerca del cuartel de los Regulares de Caballería. Los dejaban al descubierto escarbando con sus patas la tierra que los cubrían.
El garrote (al que llamábamos “xiriguata”, aproximadamente su nombre en árabe) era un palo de pino con una porra en un extremo formada por un nudo de tras ramas cortado a cuchillo. Lo lanzábamos volteándolo previamente sobre la cabeza para darle impulso, y salía disparado hacia el objetivo con la porra por delante al pesar más. Llegué a tener mucha habilidad en su manejo, y raramente fallaba algún golpe. También sabía utilizar la honda, aunque me venía de antes, de cuando me enfrentaba a los niños musulmanes del barrio rival del “Relojero” en las guerrillas del campo de Torrilla.
El llano arenoso bordea la costa atlántica descendiente en línea recta hacia el sur desde Tánger. Es el paso de las aves migratorias en dirección a los territorios subsaharianos, y de las que suben desde éstos hacia la Península Ibérica, según la época del año. Pasaban en vuelos altos formaciones de patos, de gansos, de flamencos rojos, de palomas torcaces y tórtolas. Bandadas de jilgueros, de pardillos, de chamarices, de verderones y otras especies de pajarillos migrantes se posaban algunas veces cerca de nosotros, y luego proseguían su viaje, después de habernos obsequiado con sus trinos, y alegrado el paisaje con sus colorines.
En primavera hacían su aparición las abubillas, llamadas también gallitos de marzo por su copete de plumas en la parte superior de la cabeza, que eriza continuamente. No las cazábamos debido a su carne correosa y nada apetecible, y también porque algunas mujeres del país las usaban desecadas como ingrediente para sus brebajes y potingues para hechizos, por lo que este pájaro, aunque muy bonito, nos causaba cierta aprehensión.
Haciendo un paréntesis en este punto descriptivo de mi relato, voy a referirme a la utilización de la abubilla como ingrediente maléfico.
Una tarde, de regreso con el rebaño de cabras, vimos un poco antes de llegar al campo de “Santa Teresa” a un grupo de mujeres, con aspecto de ser prostitutas del vecino barrio de Nador. Estaban quemando algo y lo habían enterrado al vernos llegar. Se percibía un intenso olor a cuerno o pelo quemado, que denunciaba al pájaro seco empleado. Me acerqué y les pregunté qué estaban haciendo, y me contestaron con malos modos que a mi no me importaba. Ante esta hostilidad, Paco y yo destruimos a patadas el montículo de arena del que aún salía humo. Las mujeres nos insultaron en árabe con grandes aspavientos y mesándose los cabellos, pero retrocedieron cuando esgrimimos nuestras impresionantes “xiriguatas”.
Nos alejamos riéndonos de lo ocurrido, y pensando que habíamos hecho un gran favor a la persona que iba a ser la víctima de aquel hechizo frustrado.
No faltaban las urracas con su plumaje blanco y negro y sus largas colas, y las avefrías con su copete de plumas finas y largas en la cabeza.
Las pequeñas águilas llamadas primillas atacaban a los pajaritos en vuelo y a los pequeños roedores, y las águilas reales cazadoras de conejos y reptiles a veces agredían incluso a las gallinas y sus polluelos.
El reino vegetal tenía una nutrida representación en el llano. Flores silvestres muy variadas, margaritas amarillas y blancas, lirios azules y morados, amapolas de intenso color rojo, artemisas amarillas cubriendo grandes extensiones, campanillas de color lila. Palmeras enanas llamadas palmitos, cuyo dátil, la “palmicha”, tiene un sabor dulce pero deja la boca áspera. Altas pitas grises, con grandes púas negras córneas en la extremidad de cada hoja. Chumberas de pencas verdes cubiertas de largas espinas, con sus ricos higos chumbos. Si hay una flor bonita, es la de la chumbera, que admiraba por su color encendido.
Antonio se llevaba todos los días varias pencas, de las que desprendía las espinas frotándolas con un saco vacío de esparto o cortándolas con unas tijeras, y luego en su casa las troceaba en láminas y se las daba a comer a las cabras como pienso.
Y claro está, la reina de la pradera era la verde hierba que crecía profusamente por todos los sitios, el manjar preferido del ganado caprino. Bueno, había una excepción, las hojas de eucalipto que yo arrancaba de los árboles de esta especie cercanos a la tapia del “Vivero”. Solía saltarla y mostrarles a las cabras los puñados de ramitas agitándolas por encima del muro. Dejaban lo que estaban pastando y acudían todas a la carrera, haciendo cabriolas de contento.
Me subía a los pinos, de más de veinte metros de altura, para coger sus grandes piñas. Trepaba por el tronco recto como un poste de teléfono, apoyando los pies descalzos en los nudos de las ramas cortadas en las podas. En otoño no era necesario subir al árbol, las piñas maduras se caían solas y las encontraba en el suelo con muchos piñones esparcidos a su alrededor.
Después de las primeras lluvias de Septiembre surgían al pié de los pinos los sabrosos y apreciados níscalos, pero yo no recogía ninguno porque mi madre no era amante de las setas debido a tantas historias de envenenamientos.
Los días lluviosos o cuando el cielo estaba encapotado y se dejaba sentir el frío húmedo de la costa, nos refugiábamos en una casamata de cemento medio enterrada, antiguo nido de ametralladoras. Era de forma circular, con una abertura de entrada de un metro de alta a ras del suelo, y otras tres casi obstruidas por la tierra , a través de las cuales en otros tiempos asomaron los cañones de dichas mortíferas armas.
Encendíamos una fogata con ramas secas y nos sentábamos junto a ella, mientras el ganado seguía pastando fuera custodiado por los perros.
Pasábamos el tiempo contándonos historias y chistes, o leyendo libros de aventuras y tebeos.
Un día, bajo un intenso aguacero se presentaron en el refugio cuatro pastorcitos de los rebaños del aduar cercano a la laguna de la Guedira, y nos pidieron permiso para entrar y calentarse.
En varias ocasiones nos habíamos disputado con ellos a pedradas el terreno de los pastos, pero sin llegar nunca a herirnos. Lo vimos como una buena manera de hacer las paces, y les permitimos entrar y acompañarnos.
Eran niños muy delgados, con unas chilabas raídas y sucias por toda ropa, y unos pies callosos que no habían conocido un calzado en toda su vida. Se estableció una buena relación de amistad a pesar de nuestras evidentes diferencias étnicas, culturales y religiosas, y no volvieron a repetirse nunca más los enfrentamientos.
Las visitas se hicieron diarias. El mayor de ellos, Mohammed, se interesó por mis libros de aventuras, y me pidió que le enseñara a leer lo que se decía en ellos. Con ayuda de un viejo “catón” estuve varios meses dándole clases, y consiguió aprender de forma bastante aceptable el español.
Mi salida con el rebaño de cabras se truncó cuando una mañana apareció mi hermano en el lugar donde estábamos cuidando las cabras. Con el soplo muy agitado por la larga carrera, me dijo que Roelas, uno de los empleados del Banco Central, había venido a casa para decirle a nuestra madre que yo había conseguido la mejor nota del examen y la plaza era mía.
Faltándome dos meses para los quince años comencé a trabajar en el empleo de toda mi vida profesional. Con él me convertí en el principal soporte económico de mi madre, para quién se acabó la estrechez en que vivía desde que se quedó viuda, a sus jóvenes treinta años.
UN BAÑO PELIGROSO
La costa acantilada situada debajo de la Cárcel la bate mucho el mar, estrellando fuertes olas contra las rocas, en las que esculpen salientes puntiagudos, cortantes como cuchillos. Sin embargo, como ya he dicho en otro de mis relatos, este trozo de costa es muy rico en peces, y por ello es frecuentado por los pescadores de caña.
Una mañana de verano llegué a este lugar para pasar un rato pescando, y me encontré a Yacobi, el muy experimentado pescador judío, vecino de mi barrio de Las Navas. Me alegré, porque aparte de que su compañía me era grata, también era enriquecedora por sus consejos y las experiencias vividas que me contaba. Si estaba allí debería obedecer a que la marea era propicia para la caña de lanzar, modalidad de pesca no practicada por él habitualmente. Yacobi prefería la caña fija en aguas poco profundas y en calma. En una ocasión presencié como llenó una canasta de lisas y róbalos en media hora, durante una suave marea creciente cerca de la Piedra Gorda.
Yacobi ya había capturado varias hermosas piezas, estaba de buen humor y no tuvo inconveniente en que me pusiera cerca de él y lanzara mi aparejo. Algo inhabitual, era bastante cascarrabias y no le gustaba que nadie se acercara y pudiera espantarle la pesca. Le ofrecí un cigarro y comenzamos a charlar, sin quitar el ojo de la punta de nuestras cañas, para detectar cualquier picada.
Bruscamente la caña de Yacobi se dobló, y el hilo del carrete corrió hacia fuera, evidencias de que un gran pez había picado. Con habilidad manejó la caña y el carrete con sumo cuidado para que el pez no rompiera, y después de unos minutos de esfuerzos sacó del agua un congrio ( llamado en Larache zafío) de unos cuatro kilos. Pero al intentar meterlo en su canasta sin tocarlo por respeto a su peligrosa dentadura, al gran pez, más bien serpiente de mar, se le rompió el labio y cayó dentro de una pequeña poza, de las muchas que habían en aquella repisa rocosa donde nos encontrábamos, de una extensión de unos diez metros de ancha por treinta metros de lado, que hacía de orilla con el mar.
Dejé mi caña y me acerqué rápidamente a la charca. El congrio se alzó sobre si mismo apoyándose en la cola y abrió su boca en actitud defensiva. Retrocedí asustado por la inesperada agresividad del pez, corrí hasta donde estaba mi mochila y volví con la picola que me servía para buscar lombrices de roca. Entretanto el pez se había salido de la poza donde se encontraba, y saltando de una en otra emprendió la huida hacía el borde contrario de la repisa. Corrí detrás, lo acorralé en una de las últimas charcas y le golpeé con mi pequeño pico en la cabeza, hasta dejarlo inerte.
Volví con el hermoso ejemplar de congrio colgando de una mano, y se lo entregué a Yacobi.
No lo aceptó y me dijo :
- Quédate con él, mi bueno, cómo quieres que me lo lleve después del trabayo que te dió el maldito. Menos mal que trajiste ese yerro. Euá, tú lo mataste, tú te lo llevas -
Nuestras conversaciones las manteníamos en “jaquetía”, el castellano antiguo de los hebreos de Larache. Yacobi lo hablaba en todo momento, pues siendo casi analfabeto no conocía el español moderno y le era más fácil expresarse en su lengua materna, la que hablaba en familia siguiendo una tradición ancestral. Yo había aprendido bastante escuchando a mi madre, lo hablaba como ellos, con su acento peculiar arrastrando las últimas sílabas y las eses silbantes.
De una grieta entre dos rocas próximas salía un hilo de humo.
- Óie, Yacobi, ¿ miraste el humo que sale de esa piedrá ? le dije .
- Sí, ya lo mirí. Bajaron dos chajems hace rato, y seguro que están fumando grifa - me contestó.
Siguiendo la curiosidad que por mis pocos años me hacía meterme en todos los charcos, como coloquialmente se suele decir, sujeté mi caña por su base entre dos rocas, y fui a asomarme a la grieta por donde salía el humo.
Debajo de las dos rocas, que estaban separadas por un espacio de medio metro al menos, había una amplia concavidad y en ella dos hombres jóvenes vestidos solamente con unos pantalones de deporte, y con los brazos muy tatuados. Legionarios, pensé. Estaban fumando kif, o marihuana como se dice ahora, con un artefacto formado por una botella metálica ( así eran las de cerveza en aquellos tiempos antes de aparecer las latas ) con un tubo de goma en la parte superior por el que aspiraban el humo del estupefaciente.
Volví a mi sitio, le conté a Yacobi lo que había visto, y proseguimos nuestra pesca despreocupándonos de aquellos dos drogotas. Al rato grande salieron los dos legionarios, mostrando claras señas de la euforia producida por el cáñamo indio. Nos saludaron a gritos, e intercambiaron bravuconadas en su jerga cuartelera.
- ¿ Que no tengo cojones ? - dijo uno de ellos.
Se quitó el pantalón de deporte, se quedó completamente desnudo, trepó a lo alto de una de las peñas erizadas de puntas que bordeaban el mar, y se lanzó al agua con una plancha de gran estilo. Nadó contra las olas dando potentes brazadas y se alejó unos diez metros, hasta que cansado del esfuerzo decidió volver a tierra. Y entonces tuvo el gran problema. Al llegar al pié de la roca de la que se había tirado, aprovechó la fuerza de la ola para subirse a ella, pero no pudo resistir el peso del agua al desplomarse después de chocar, y volvió a caer al mar desapareciendo entre la espuma blanca.
Nuestro susto fue mayúsculo, creímos que se había ahogado, pero afortunadamente volvió a salir a la superficie unos metros más afuera. Yacobi y yo dejamos nuestras cañas y rápidamente nos subimos a lo alto de aquella roca por la que el legionario intentaba trepar. Asistimos a un segundo intento fallido, y en un tercer y desesperado esfuerzo consiguió quedarse agarrado con las manos a los agudos salientes de la peña. Lo cogimos por los cabellos y tiramos hacia arriba, ayudándole a subir y escapar del alcance de las olas, las cuales a un ritmo constante seguían golpeando furiosamente la piedra.
El estado del joven legionario era lastimoso, tenía la parte delantera del cuerpo y las piernas como si se las hubieran apuñalado. Sangraba abundantemente por las profundas y numerosas heridas, y parecía un milagro el no haber dejado sus órganos genitales colgando de las aristas. Después de todo había tenido una gran suerte de salir con vida de aquella estúpida aventura.
La bronca que le dió Yacobi fue tremenda, y también afeó la conducta de su compañero, por no haber movido un dedo en el salvamento y haberse portado como un cobarde permitiendo que un muchacho tan joven como yo se jugara el tipo en su lugar. Se calló ante estas duras acusaciones, y bajó a la cueva para traer la ropa de ambos. Se vistieron y se marcharon.
Desistimos de seguir pescando después del mal rato pasado por la inconsciencia de aquellos dos tipos degenerados, y nos marchamos juntos camino del barrio de Las Navas, comentando la locura de estos jóvenes que se alistan a La Legión con el principal propósito de tener fácil acceso a la marihuana, kif, grifa, hachich, cáñamo indio, porro o como diablos se llame esta droga. Dicen que no es peligrosa ni perjudicial, pero sí es sin duda la puerta para el consumo de otras más nocivas. En aquellos años en Larache se vendía en las tiendecitas del Zoco Chico sin ningún control, como si de té se tratara. Se podía ver al tendero picando las ramitas de kif con un cuchillo en forma de media luna, sentado en el mostrador. Nosotros, los jóvenes españoles nacidos en Larache, no éramos, salvo muy raras excepciones, consumidores de dicha mala hierba.
EL VIEJO SERENO DURMIENTE
En Larache existían unos serenos privados, no pertenecientes al Ayuntamiento, y eran pagados por los vecinos de las calles bajo su vigilancia. Se encargaban de evitar los robos de coches y comercios, y ayudaban a los ciudadanos en todo lo que podían. Eran hombres de cierta edad, en su mayor parte antiguos soldados de Regulares o de la Mehal-la, que completaban con las propinas las miserables pensiones que recibían del Estado español.
Aquella noche, un grupo de amigos habíamos estado visitando los burdeles de la medina, o sea el viejo barrio árabe, y al entrar en uno de ellos no encontramos a nadie en el salón recibidor. Llamamos a gritos a la “madame”, y como no acudió, al parecer no le pareció adecuada la capacidad económica de los visitantes ni el inconveniente estado etílico de algunos de nosotros, optamos por marcharnos en tropel lanzando airadas protestas.
Al salir a la calle me di cuenta que uno de los componentes del grupo llevaba un gran cuadro, lo había descolgado de la pared del recibidor de la casa de tratos.
Después de hacerle ver nuestro desacuerdo porque podíamos ser denunciados por ladrones, decidimos continuar nuestro camino. Regresar y devolver el cuadro podía ser muy conflictivo, tendríamos sin duda un grave enfrentamiento con la encargada, quién sabíamos mantenía buenas relaciones con algunos Policías, y saldríamos malparados
Al pasar por delante del Café Central, vimos en la esquina de la calle Chinguitti con la Avenida a un sereno durmiendo placidamente, sentado en una pequeña silla de anea apoyada en la pared . Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y cubierta con un amplio sombrero campesino de palmito. Se cubría con una ancha chilaba de lana que lo protegía del húmedo frío de aquellas altas horas de la noche.
Lo rodeamos observando su profundo sueño, y comentamos en voz baja teniendo cuidado en no despertarlo, la falta a su obligación de vigilar y qué podíamos hacer para darle un escarmiento. Estábamos en esta discusión cuando uno de los amigotes nos mostró dos palos ( nunca supe dónde los encontró ) y nos propuso pasarlos por debajo de la silla y transportar al durmiente, como se hacía con los viejos nobles en la antigüedad.
Así lo hicimos, y entre cuatro elevamos la silla y comenzamos a caminar con suma delicadeza, para no interrumpir el sueño del sereno. Íbamos todos muy callados, salvo alguna risita de vez en cuando, rodeando la silla y el cuadro para ocultarlos a la vista de los que nos cruzábamos y nos miraban con cierta extrañeza.
Después de recorrer varias calles, llegamos a la puerta del Colegio de Los Maristas. Era un cruce de cuatro direcciones, en medio de la calzada una pequeña rotonda de poco más de metro y medio de diámetro, con una farola en el centro luciendo débilmente, y el resto de las calles en la penumbra.
Depositamos la silla sobre la rotonda apoyando el respaldo en la farola, sacamos los varales y dejamos al sereno solo, durmiendo como un bendito.
Nos ocultamos detrás de la esquina más próxima, y nos quedamos observándolo para ver su reacción cuando se despertara.
Pasaron los minutos y nada ocurría, seguía durmiendo profundamente. No circulaba ningún coche que con su ruido lo sacara de su letargo. En consecuencia, y de común acuerdo, le lancé una piedra que golpeó la silla por debajo y lo despertó bruscamente.
El espectáculo siguiente fue demencial, el pobre sereno al verse en un lugar tan lejos de dónde estaba antes de dormirse, empezó a gritar pidiendo en árabe socorro a Alá, creyendo ser víctima de un acto diabólico o de brujería. Se palpó las vestiduras, se quitó el sombrero, se tiró de sus canos cabellos, miró en todas las direcciones con los ojos desorbitados pareciendo temer que apareciera algún espíritu maligno.
Nosotros, los escondidos detrás de la esquina, no pudimos contener más la risa, que estalló en sonoras carcajadas. La víctima de nuestra pesada broma, al oírnos y vernos comprendió enseguida la realidad, y en un segundo pasó del miedo a la ira.
Con la silla de anea en la mano salió corriendo en nuestra persecución, pero sus piernas no estaban ya para largas carreras y no consiguió alcanzar a nadie.
Regresamos a nuestras casas haciendo comentarios jocosos de la aventura vivida, y dando por descontado que el viejo vigilante nocturno no volvería jamás a echarse un sueño en horas de trabajo.
Y seguro se dirán: ¿ Qué pasó con el cuadro ?
Nos lo quitamos de encima tirándolo detrás de la tapia de la huerta del Inglés. Se pueden figurar la sorpresa del anciano anglosajón dueño de la finca cuando encontró aquel cuadro con la escena de las mujeres desnudas, entre los árboles frutales, llovido del cielo
TANGER, ZONA INTERNACIONAL
Nunca llegué a ser un buen jugador de fútbol, aunque practiqué este deporte durante muchos años, en numerosos y largos partidos en el llano de Torrilla. Y digo largos porque al no disponer de relojes se jugaban a goles, o sea el equipo que marcara primero tres o cuatro, según se conviniera de antemano, era el ganador. A veces el partido duraba sólo media hora (entonces se repetía), pero en otras ocasiones se tardaban tres o cuatro horas en marcar los goles acordados, y no era raro suspender el encuentro por falta de luz, cuando llegada la noche ninguno de los equipos había conseguido el resultado requerido.
Las porterías tenían solamente dos postes, sin larguero superior, y el terreno de juego arenoso señalado nada más por dos rayas de cal laterales y dos en los fondos. Esta señalización se empleaba para los partidos en serio contra otros barrios, o entre colegios, pero la mayor parte los jugábamos entre los muchachos del barrio sin líneas, y teniendo como postes de las porterías montones de carteras de la escuela o nuestras prendas de abrigo apiladas. Las disputas eran tremendas cuando se discutía la validez de un gol que, según la opinión del portero batido, no era válido porque el balón pasó por encima de la altura teórica del larguero ausente físicamente, pero sí en la mente de todos los jugadores.
Aunque como digo al principio, no pasé de ser un jugador del montón, muchos de mis compañeros de juego si llegaron a destacar en este deporte, y formaron un equipo federado de tercera regional. Inevitablemente, le pusieron por nombre “Las Navas C.F.”, participaba en las ligas organizadas por la Federación Española de Fútbol, y se enfrentaba a equipos de las ciudades vecinas, Alcazarquivir, Arcila, Tánger y Tetuán.
Me gustaba acompañar al equipo de “Las Navas C.F.” en sus encuentros, en él tenía a mis amigos y mi afición y devoción por el club eran muy grandes. En una ocasión llevé un saco lleno de botas al campo de fútbol Santa Bárbara, situado a unos cinco kilómetros de nuestro barrio, cargado a mis espaldas y a la carrera, debido a que tenía que comenzar un partido y el encargado de las equipaciones se olvidó de llevar los calzados deportivos.
Los desplazamientos a las ciudades donde nuestro equipo celebraba sus encuentros los hacíamos en camiones del Ejército español, conducidos por soldados de Automovilismo. La mayor parte de las veces estos vehículos, con muchos años de mili, carecían de asientos y de toldos, y hacíamos los viajes sentados en el suelo y al descubierto.
En estas últimas condiciones emprendimos un viaje a Tánger. Tenía yo unos 16 años, y ardía en deseos de conocer esta urbe, de la que se contaban tantas historias de mujeres extranjeras hermosas y de fácil conquista, de sus playas repletas de bañistas en “bikini”. Esta prenda de baño femenina era desconocida para los larachenses, sometidos como toda España a la rígida y casta censura de la Iglesia, que imponía la obligación a las mujeres a usar bañadores de cuerpo entero con una tela ocultando la entrepierna, o una faldita plisada encima tapando la idem.
Tánger estaba bajo leyes internacionales de la Sociedad de Naciones, y yo tenía mucha curiosidad en conocer una ciudad y unas gentes fuera del control del régimen franquista. La seguridad la ejercían conjuntamente la Policía Armada española y la Gendarmería Francesa, además de una Policía Internacional encargada del tráfico y otros asuntos municipales.
Montamos en el camión militar en las primeras horas del día el equipo y los acompañantes, entre ellos el Presidente del Club Antonio Simoes y un directivo, Antonio Guerrero. Este último tenía una pierna más corta de lo normal, y usaba un zapato con la suela muy gruesa para equilibrar su defecto físico.
Cuando habíamos recorrido un trecho de unos 15 kilómetros, uno de los jugadores, Emilio, nos dio un susto tremendo. Su cuerpo se puso tieso como un palo y se sacudía como si por él pasaran descargas eléctricas. Se le pusieron los ojos en blanco y echaba espuma por la boca. En suma, un ataque de epilepsia en toda regla.
Al poco tiempo, tras recibir una serie de cachetes en las mejillas, y bañar su cabeza con el agua de las botellas que llevábamos, volvió en si. Nos dijo que no había pasado nada y era una broma que nos había gastado. Obviamente, nadie se lo creyó.
Existía una frontera, con su aduana, separando la Zona Internacional de la del Protectorado Español. Se exigía pasaporte para atravesarla además de otros requisitos, con el objeto de evitar una inmigración no deseada, pues Tánger era un poderoso polo de atracción por sus buenos sueldos y el elevado nivel de vida de una población pudiente de refugiados de todo Europa, llegada en tiempos de la Segunda Guerra Mundial huyendo de los nazis. Pero como ninguno de nosotros poseía tal documento de viaje, el Presidente llevaba una relación con nuestros nombres autorizada por la Policía de Larache, o sea un salvoconducto colectivo.
Después de los controles de la Aduana, y el registro minucioso del camión y los equipajes, llegamos a Tánger a media mañana.
Teníamos aún tiempo libre y dimos una vuelta por el centro de la ciudad, todos en manada, mirando maravillados los escaparates de los comercios, los lujosos cafés y bares, los automóviles americanos de elevadas cilindradas y grandes aletas laterales en la parte trasera. La gente, bien vestida y elegante , circulaba por las calles de esta zona europea, o estaba sentada en las terrazas. Un mundo muy diferente a nuestra pueblerina Larache.
Entramos en una panadería y compramos unas barras de pan francés que atrajo nuestra atención, estaba perfumado con vainilla y lo llamaban “pan de Viena”. Una golosina comparado con el pan de Larache, de corteza dura y mal amasado, hecho con harina de trigo adulterada con mezclas de cereales destinados al consumo animal, el mijo y el aldorá. Aquel pan, tan crujiente y de apetitoso olor, nos lo fuimos comiendo sin dejar de pasear por las calles, entre bromas y risas.
Al llegar a una de las plazoletas no fijamos en el Agente de la Policía Internacional, tocado con casco colonial y pantalón corto, con una porra en la mano, y ordenando el tráfico a golpe de silbato.
Reconocimos en él a un muchacho de nuestro pueblo a quién conocíamos por el sobrenombre de “Mi Caballo Murió”, y que hacía alguno tiempo habíamos dejado de ver.
Se preguntarán el porqué de este mote tan raro, y lo voy a explicar seguidamente.
Existía en Larache un club de equitación, “La Hípica”, frecuentado por Oficiales jóvenes que practicaban este distinguido y aristocrático deporte, con los caballos del Ejército a su disposición. Privilegio no alcanzado normalmente por los civiles, salvo la familia de los Gomendios, dueños de la Compañía Agrícola del Lukus y de las cuadras de caballos de la finca del Palafito, y las princesas de la familia real francesa, nietas de la Duquesa de Guisa, quienes incluso disponían de un “caballista”, o sea un profesor para el arte de la monta, dicho sea sin segunda intención.
A “La Hípica” acudían las jovencitas de las mejores familias buscando el trato de estos militares, crema de la sociedad larachense. Sus instalaciones estaban situadas junto a la entrada del bosque de pinos “Los Viveros”, a una distancia del centro de la ciudad de unos tres kilómetros.
El joven al que me estoy refiriendo era alto y bastante apuesto, pero como se suele decir, no tenía ni oficio ni beneficio. Muchos días lo veíamos pasar camino de “La Hípica”, vestido con una chaqueta de doble pecho, un pantalón de montar y botas altas negras relucientes con espuelas que tintineaban al andar. No le faltaba más que el caballo, y al ir siempre a pié y nunca montado, le pusimos el mote de “Mi Caballo Murió”, sacado de un antiguo tango.
Cuando el Agente nos divisó se puso rojo, pero no dejó de ordenar el tráfico tocando constantemente el silbato y mirándonos de reojo. Y lo que estaba temiendo ocurrió, rodeamos la plazoleta y nos pusimos a cantar a coro:
- ¡¡ Mi caballo murió, mi alegría se fue….!!
El pobre hombre aguantó un pequeño rato nuestra pesada broma, y de pronto dejó de pitar. Se dirigió a nosotros muy compungido, diciéndonos:
- Por favor, dejaros de cachondeo, esto me puede costar una sanción -
Lo comprendimos y nos alejamos prosiguiendo nuestro paseo.
El equipo contrincante se llamaba el “Tahar Riadi”, compuesto íntegramente por marroquíes, y era famosa su dureza , sus jugadores “leñeros” suplían su falta de técnica con la violencia de su juego.
El encuentro estuvo lleno de entradas antirreglamentarias toleradas por un árbitro local temeroso, patadas peligrosas, y finalmente alguien del público agredió a nuestro guardameta Agudo, lanzándole una de las escuadras de hierro de la portería que estaba desprendida, acertándole en la espalda y derribándolo. Agudo era delgado pero fibroso, se incorporó del suelo como un gato y la emprendió a puñetazos con su traicionero agresor.
El partido se acabó, y salimos corriendo del Estadio del Marsán perseguidos por las pedradas de parte del público.
Emprendimos el regreso por la tarde, cruzamos la frontera sin novedad, pero cuando habíamos recorrido unos siete kilómetros en dirección a Larache el viejo camión militar que nos transportaba dio dos o tres explosiones y se paró, echado humo por el capó. El chofer examinó el motor y nos dijo:
- Bajad muchachos, este camión se ha muerto, se ha fundido -
Entretanto había anochecido y nos encontramos tirados en medio del campo, faltando unos quince kilómetros para llegar a Arcila, donde posiblemente podríamos obtener otro camión y seguir el viaje.
Volver a la frontera de Tánger , aunque estaba mucho más cerca, no solucionaba nada, no había posibilidad de acceder a un vehículo en ella , así que decidimos de común acuerdo continuar a pié hasta Arcila.
El único problema era Antonio Guerrero, no podía caminar mucho tiempo debido a su cojera, y a los pocos kilómetros de marcha empezó a quejarse.
Nos pusimos todos a tratar de encontrar un medio para trasladarlo, pero el campo estaba muy oscuro y no había árboles con cuyas ramas construir una camilla o algo parecido. Buscando por la cuneta, de pronunciado declive, percibí en el fondo un objeto voluminoso. Cuando me acerqué, lancé un grito de alegría, era un pequeño carro con dos varales y ruedas de coche, seguramente dejado allí por algún campesino hasta el día siguiente.
Para nosotros fue un milagro, y sin pensarlo dos veces montamos a Antonio Guerrero en el carro, y también cargamos en el mismo los sacos de las equipaciones y las botas, hasta entonces transportados sobre nuestras espaldas, por relevos.
Proseguimos el camino hacia Arcila, y como éramos todos jóvenes con ganas de bromas, pronto pusimos en peligro a Antonio haciendo carreras con el carro, hasta que tuvo que intervenir el Presidente Simoes, hombre de edad a quién guardábamos respeto.
Llegamos a Arcila a las tres horas de marcha, conseguimos otro camión militar y arribamos a Larache tarde en la noche, cansados por aquel accidentado pero divertido viaje.
Este fue mi primer viaje a Tánger, pero años después hice muchos más. Mi tía María se unió a Antonio Escañuela, primo segundo de mi abuela Dolores, y a la sazón propietario de la empresa de transporte de viajeros “La Escañuela”, muy conocida en el norte de Marruecos, y se fue a vivir a Tánger, en un chalet del barrio residencial de Beni Makada,. Yo la visité frecuentemente, sobre todo con motivo de los nacimientos de mis tres primos, Antonio, Juan Manuel y Mari Carmen.
Tuve muchas veces la ocasión de ir a la espléndida playa de esta ciudad, de arena blanca y limpia, con el único inconveniente del viento de levante, cuando soplaba con fuerza elevaba la arena y estropeaba el día de baño.
Frecuentaban esta playa numerosas extranjeras y algunas españolas en traje de baño de dos piezas, el “bikini”, tal como hasta ese momento yo sólo había visto en las películas americanas o francesas. La vista de aquellos cuerpos de mujer medio desnudos me produjeron unas reacciones de testosterona incontrolables que me obligaron a sentarme de vez en cuando en la arena para disimular mi excitación, demasiado visible al ir en bañador.
Los jóvenes tangerinos con los que hice amistad se reían de mi y me llamaban cateto, ellos estaban acostumbrados al ambiente y no reaccionaban como yo. Me ocurrió en los primeros días, pero pronto mis hormonas se domesticaron y pude pasear por la playa con más naturalidad.
Estaba una mañana mirando un partido de fútbol entre un grupo de chicos en un rincón de la playa, sobre la arena. Me invitaron a participar y me incorporé a uno de los equipos. Tenía ya la estatura de ahora, un metro ochenta y dos centímetros, pero pesaba 70 kilos. Mi aspecto no era de ser muy fuerte debido a mi delgadez, pero engañaba, era muy resistente y ágil debido a la natación practicada en las playas del Matadero y de la Otra Banda de Larache.
Me pusieron de defensa, y en el equipo contrario había un jugador muy musculado, un atleta de playa, en la delantera, a quién me tocó marcar e impedir sus intentos de marcar goles. Le disputé muchos balones y los conseguí despejar, finalmente se enfadó y comenzó a emplear con contundencia su mayor corpulencia. En una de estas disputas por el balón le di una carga con el hombro, cogiéndolo a contrapié. Salió despedido hacia un lado y perdido el equilibrio fue a dar con la cara en la arena.
Se levantó mascando tierra y me dijo:
- ¿Esas tenemos? ¡Te vas a enterar. ! -
Me di cuenta que lo había humillado delante de sus amigos, haciendo caer de bruces su enorme corpachón un enclenque forastero como yo. Una de las reglas de mi experiencia en las luchas de barrio era no dar nunca muestras de miedo ante un contrincante, y por ello decidí aguantar el tipo, aunque estaba bastante asustado.
Pero mi sorpresa fue grande cuando al pelear con el atleta el siguiente balón, este eludió el choque y cedió terreno. Vamos, me había cogido miedo.
Terminé el partido cuando en uno de los despejes le di un punterazo al balón, jugábamos descalzos, y me hice daño en el dedo gordo del pie derecho abriéndome la uña en dos.
Y ahora una pequeña anécdota cerrando este capítulo dedicado a Tánger.
El marido de mi tía, Antonio Escañuela, era un hombre de buen comer y buen beber, conocido en Larache por las langostas que se metía entre pecho y espalda sentado en solitario en una mesa del Café Central, poco antes preparadas con esmero por el dueño del establecimiento, Pepe Osuna. Era éste un hombre corpulento con un fuerte acento que no había cambiado un ápice a pesar de los muchos años transcurridos desde su salida del pueblo de Andalucía donde nació. Solía hacer el trabajo de quitar el caparazón de estos sabrosos crustáceos sobre el mostrador, con mucha parsimonia y sumo cuidado, ante cuya vista mis glándulas salivares trabajaban inútilmente porque aquel manjar no estaba al alcance de mi modesto bolsillo de empleado de banca.
Con ocasión de unas de mis visitas a Tánger, Escañuela me invitó a acompañarle una noche a un cabaret, con el consentimiento y más bien a sugerencia de mi tía María.
Me puse mi mejor traje y entré con él en el Cabaret Tagada, uno de los más famosos en la ciudad.
Tenía las mesas rodeando una pista donde actuaban bellas mujeres bailando o haciendo números eróticos. Al entrar, nos recibió una señora de mediana edad, sería la encargada de relaciones públicas, y al conducirnos a una de las mesas nos advirtió en voz baja que algunas de las mujeres eran travestís, para evitar eventualmente cualquier sorpresa desagradable.
Nos sentamos, y al poco tiempo Antonio hizo señas a dos señoritas sentadas enfrente, que instantes antes habían actuado en un baile afrocubano. Se dirigieron las dos al mismo tiempo a la silla vacía junto a mí y casi se la disputaron. Era evidente, preferían tener como pareja a un joven en la flor de la vida, y no un sesentón barrigudo y calvo como el marido de mi tía.
Yo estaba bastante escamado por la advertencia de la encargada.
Después del primer rato de charla le dije a mi acompañante:
- Mira, encanto, yo quiero estar muy seguro que tú no eres un tío -
La cabaretera se echó a reír y me dijo con guasa
- Compruébalo…. -
Con disimulo y mucha discreción, la luz ambiente era muy tenue, le palpé la entrepierna y comprobé que era una hembra.
Vimos la actuación de una rubia despampanante, de espléndidas formas, en un número de baile brasileño, y me pareció la mujer más guapa y deseable de todas las del cabaret.
Tuve necesidad de ir al lavabo, y cuando estaba dentro del WC alguien intentó girar el pomo de la puerta para entrar. Dije en voz alta:
- ¡Está ocupado! -
Terminé, abrí la puerta y me encontré cara a cara con la rubia cuya belleza me había impresionado. Ante el mayúsculo asombro expresado por mis ojos desorbitados, me dijo con voz ronca de hombre:
- Caballero, no hay que hacer esperar a las damas -
Me dio una risa que me duró hasta mi vuelta a la mesa, y todos se rieron conmigo al contarles lo ocurrido en el lavabo.
Bailé y charlé toda la noche con mi pareja, y la chica, bastante guapa, me contó una serie de historias de su vida sentimental, y veladamente me hizo proposiciones de acompañarla a su apartamento o de vernos posteriormente. Yo, ya algo curtido en el trato y conocedor de la falsa retórica de estas mujeres que se ganan la vida en el descorche, le seguí la corriente para mantener un ambiente agradable y le hice creer que aceptaba sus sugerencias, aunque estaba muy lejos de ello en mi pensamiento.
Y esta fue mi primera experiencia en la vida nocturna de la libertina Tánger.
EL PADRE PEDRO
- ¡Es Zarra! -
- ¡Que no, es Panizo! -
Mi hermano y yo, entonces niños de menos de diez años, discutíamos con una revista de fútbol abierta sobre las rodillas, sentados en el bordillo del jardín de la Plaza de España de Larache.
Una voz cavernosa interrumpió nuestra disputa verbal:
- Sí, sí, mucho fútbol y poco catecismo -
Levantamos la vista y vimos las largas y negras barbas del Padre Pedro, cura párroco de la iglesia del Pilar. Nuestro susto fue mayúsculo, dimos un salto, nos pusimos de pié y salimos corriendo como si hubiéramos visto al diablo.
No era para menos. A mí, alumno de la Escuela Francesa, sin ningún trato con curas ni monjas, el Padre Pedro siempre me había producido miedo. Cuando, según la costumbre, mis amiguitos se acercaban a él para besarle el cordón que colgaba de su sotana franciscana, yo me mantenía a prudente distancia a pesar de su mirada severa , no contento con mi actitud rebelde.
De este sacerdote se contaban historias, ninguna agradable ni piadosa. En los primeros días del alzamiento militar en 1.936 se paseaba por Larache con un uniforme de la Falange debajo del hábito, pistola al cinto incluida. Había sido legionario antes que cura y sus modos y conducta eran más propios de lo primero que de lo segundo. En los trágicos días del verano de aquel año, se tomaba con placer la misión de ir a las casas de los familiares de los detenidos que iban fusilando los militares, para anunciarles su muerte con frases como:
- Ayer se cargaron a tu marido -
El sastre Pedro Plata contó durante muchos años, como una obsesión, su visita al Padre Pedro para pedirle su intervención a favor de su hijo, detenido con mi tío Manolo y el hijo de Alcover, y como se negó a pedir clemencia para ninguno de ellos. Ya lo he referido antes, estos tres jóvenes fueron fusilados, sin ningún juicio, por su intento de pasarse a la Zona Francesa. Los larachenses consideraron siempre este hecho como un horrible crimen, la falta o delito cometido no justificaba la extrema crueldad de acabar con la vida de tres muchachos, mi tío de apenas 18 años de edad, y los otros dos de unos 20 años.
- Oye chico, ¿me puedes decir quién es Luís Contreras ? -
Era yo ya un mozalbete y estaba jugando con otros muchachos del barrio un partido de fútbol en el llano de Torrilla. Esta pregunta se la hizo al jugador que estaba a mi lado un hombre desconocido, alto, vestido con traje y corbata, la barba adornada con una perilla. El interrogado señaló con el dedo índice a Luís, el hijo de “La Plomera”, apodada así por ser la mujer de un plomero (fontanero). El caballero misterioso se acercó a éste, habló con él unos instantes, lo cogió de la mano y ambos se dirigieron a su casa, muy cercana del lugar.
El partido se suspendió, nos quitamos las camisetas nuevas que Contreras había traído aquel mismo día junto con un balón también nuevo, y se las entregamos a un vecino mayor, árbitro del encuentro.
Al día siguiente surgió la noticia que conmovió a todo Larache: El Padre Pedro ha sido asesinado y enterrado en el jardín interior de la iglesia, bajo un naranjo replantado sobre su cadáver.
Este sacerdote había desaparecido misteriosamente hacía varios meses, sin que nadie supiera los motivos ni su paradero. Se hicieron todas clases de especulaciones. Unos decían que se había escapado a Tánger con una señora, otros haberlo visto en la Zona Francesa.
En la Iglesia del Pilar, además del párroco vivían otros frailes franciscanos y un lego, joven legionario que hacía de sacristán. A los pocos días del partido de fútbol interrumpido por la detención de Luis Contreras, monaguillo de esta misma iglesia, fuimos teniendo conocimiento de todo el truculento drama ocurrido en aquel lugar sagrado
He aquí el desarrollo de los hechos:
Pasó el tiempo sin que la Policía local aclarara este extraño suceso, y ante su incapacidad en la investigación de la desaparición del Padre Pedro, se desplazaron a esta ciudad varios inspectores de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, la BIC. Estos Policías venidos de fuera hicieron profundas indagaciones, y llegaron donde no se habían atrevido los agentes locales. Después de someter a interrogatorio a todos los curas de la parroquia, al sacristán, y hasta a los monaguillos, se supo que el Padre Pedro era homosexual, recibía en la iglesia a legionarios con los que tenía relaciones sexuales y a los que pagaba por sus servicios. Lujuriosas prácticas que nadie se atrevía comentar en aquellos tiempos de represión y dominio de la sociedad por los militares y la iglesia católica, aunque mucha gente lo sabía.
El lego mantenía también relaciones sexuales con el Padre Pedro, pero al mismo tiempo tenía otro amante, un joven judío. El párroco lo maltrataba físicamente porque tenía celos de sus relaciones con el hebreo, y según declaró el joven legionario se decidió a eliminarlo para acabar con las palizas que recibía.
Una tarde, cuando la iglesia estaba solitaria, el lego atacó al Padre Pedro por detrás y le dio un fuerte golpe con un candelabro. El cura cayó al suelo sin conocimiento, con una gran brecha en el cráneo de la que salía sangre a borbotones, esparciéndose por el suelo
Pero el golpe no mató al fraile, a los pocos minutos empezó a moverse y a gemir, preguntando casi inconsciente qué había ocurrido. El lego no lo dudó, le quitó el cordón ( aquel cordón que yo nunca besé cuando niño ) , se lo pasó por el cuello y tiró del mismo hasta la estrangulación.
Así murió el cura franciscano legionario, falangista y homosexual sádico.
Cuando más tarde llegó a la iglesia el judío amante del lego, se encontró con el cuerpo del asesinado en el suelo, en medio de un gran charco de sangre. Se decidió a encubrir el crimen, en parte porque no le convenía el escándalo, pero principalmente porque aceptó un soborno del lego, quien le dio varias joyas pertenecientes al Padre Pedro de las que se había apropiado.
Posteriormente llegó el monaguillo Luís Contreras, se encontró el suelo manchado con mucha sangre, pero no vio el cuerpo del asesinado, pues el lego y su amante ya lo habían ocultado de la forma más arriba descrita
Estos convencieron al monaguillo para que limpiara el suelo y mantuviera el secreto, ofreciéndole dinero por ello. Después le hicieron varios regalos, entre ellos el balón y los pantalones y camisetas de futbolista de los jugadores del partido interrumpido el día de su detención.
Las joyas robadas al Padre Pedro fueron el hilo conductor que llevó a los inspectores de la BIC a descubrir al asesino y sus encubridores. En un registro practicado en el domicilio del hebreo encontraron en poder de la madre una de las joyas, y presionada esta mujer a preguntas confesó ser un regalo de su hijo.
El legionario lego y sacristán fue juzgado por un Tribunal militar, condenado a muerte y fusilado de inmediato.
El amante judío encubridor resultó condenado por un Tribunal civil a treinta años y un día de cárcel, y el monaguillo a más de diez años de cárcel por el mismo Tribunal.
Luís Contreras cumplió su condenado en la prisión de Uad Lau, a pesar de no ser mayor de edad, algo sólo explicable por los tiempos en que ocurrieron estos hechos, en los que el funcionamiento de la justicia era arbitrario debido al poder de los militares y del régimen dictatorial franquista.
Sin olvidar el omnipotente de la Iglesia, la cual hizo aparecer al Padre Pedro como víctima inocente de un vil asesinato, según la leyenda inscrita en la lápida de su tumba, y en otra lápida existente en el lugar del templo donde le atacó el lego.
Se ocultaron las vergonzosas causas de la muerte, y fueron silenciadas asimismo por los medios de comunicación, controlados por una severa censura.
Durante muchos años los colegios religiosos llevaron a grupos de alumnos y alumnas (por separado naturalmente) a rezar ante la tumba del Padre Pedro, cuando su cumplía el aniversario de su muerte y el día de los difuntos. Seguramente para influir en el perdón celestial de sus muchos pecados.
Y para concluir, voy a referir un hecho romántico en medio de esta sucia historia.
El monaguillo Luís Contreras tenía una hermana mayor que él, una jovencita muy guapa. Iba frecuentemente a ver a su hermano en la prisión de Uad Lau, y en esas visitas conoció y entró en relaciones sentimentales con el Director del presidio, con quién contrajo matrimonio finalmente. Se fue a vivir con su esposo a Uad Lau, y ello alivió mucho las condiciones de la larga condena de su hermano, el hijo de “La Plomera”, menor de edad, encubridor por cuatro monedas de un crimen en el que no intervino, sucumbiendo a la tentación de poseer cosas fuera de su alcance por la pobreza de su familia. En los tiempos democráticos actuales hubiera permanecido solamente unos meses en un Centro de Menores.
EL BARRIO DE NADOR
No estaría completo el relato de mis vivencias en Larache si no incluyera el barrio de Nador. Me he resistido, pero finalmente he decidido contar esta parte, digamos indecente, de mis años mozos.
El barrio de Nador era lo que se suele llamar “el barrio de las putas”. Estaba situado entre el de Las Navas y los cuarteles del III Tercio Don Juan de Austria de La Legión y del Grupo de Regulares de Caballería, y su origen y motivo era atender las necesidades sexuales de la tropa.
Sin embargo, dado que en aquel tiempo las relaciones entre novios y novias no llegaban a ser completas porque las mujeres debían llegar vírgenes al matrimonio, se incluían en la clientela de las prostitutas la mayor parte de los jóvenes solteros, y algunos no tan jóvenes, de Larache.
Ocupaba el barrio de Nador un extenso arenal salpicado de casas, unas de mampostería y otras de madera. Ninguna de las calles estaban asfaltadas, solamente unas aceras de cemento bordeaban las casas más importantes.
Los burdeles que ocupaban los edificios de obra eran los más caros, y los más selectos de entre ellos tenían prostitutas españolas traídas de la Península bajo contratos, de los que se ocupaba uno de mis compañeros de juegos cuando éramos niños, Emilio “El Putanguino”. Le pusimos este mote porque desde muy joven se metió en el ambiente de las casas de trato, haciendo recados a las pupilas y a los clientes. Luego fue ascendiendo en su profesión de proxeneta, y se casó con una de las mujeres contratadas, una malagueña bastante guapa.
La prostitución no estaba permitida por la Ley, pero sin embargo en Larache estaba tolerada, aunque muy bien regulada. Cada prostituta tenía un carné como tal, y le servía para pasar el control profiláctico a que era sometida obligatoriamente cada sábado en un dispensario instalado en el propio barrio, destinado exclusivamente a tal fin. Si le detectaban una enfermedad venérea le prohibían ejercer su “oficio”, retirándole el carné hasta su curación.
Las mancebías instaladas en casas de madera eran las más baratas, y estaban ocupadas por mujeres indígenas procedentes en gran número de los medios rurales. Muchas de ellas eran víctimas de violaciones o abusos de hombres de su propia familia o cabila, y al dejar de ser válidas para casarse al perder la virginidad, tomaban este camino para ganarse el sustento. Esta historia la contaban muchas de ellas cuando le preguntábamos los motivos de ser putas.
Las casas de lenocinio de más categoría eran “ La Reja” y “La Bombonera”, y había un bar con orquesta, con pretensiones de cabaret, de nombre “ El 5 “. Tres o cuatro tascas completaban la hostelería del barrio de Nador.
Los mozos solteros solíamos bajar los sábados, en grupos de cuatro o cinco, a tomar unas copas y visitar los prostíbulos, aprovechando la seguridad del buen estado de salud de las mujeres revisadas horas antes en el dispensario profiláctico (éramos así de pulcros) Como no teníamos mucho dinero, bebíamos un brebaje infernal compuesto de coñac de garrafa y coca-cola, de nombre “Cuba Libre”.
Cierta noche estábamos tres amigos, Luís Torres “Caramulo”, Pepe Alberca y yo, tomando unos vasos en “El 5 “, acompañados de dos tanguistas.
La ocupación de estas mujeres es bailar y beber con los clientes, y reciben una comisión por el “descorche”. Antiguamente el corcho de cada botella tomada en su compañía servía de medida a su trabajo, pues normalmente se bebía champán. Actualmente se calcula sobre el importe de las consumiciones al diversificarse las bebidas, y sólo ha quedado como tradición la expresión “trabajar al descorche”.
Después de esta explicación tan didáctica, vuelvo a la anécdota.
Entró en el cabaret un sujeto fornido pero corto de talla, con signos de haber bebido más de la cuenta. Se dirigió a una de las mujeres sentadas en las banquetas del mostrador junto a nosotros, y le dijo que se fuera con él. La tanguista le respondió que lo sentía pero no estaba libre. El beodo la cogió del brazo y tiró de ella. Intervenimos nosotros tres al mismo tiempo, le hicimos soltar el brazo y le dimos un empujón. Salió impulsado hacia atrás, yendo a golpearse contra la pared.
Aquel individuo se echó mano a la axila izquierda y sacó una pistola automática. Nos apuntó con ella dando traspiés para mantenerse erguido.
- A ver quién es el chulo aquí - dijo con lengua trapajosa.
Luís Torres, el “Caramulo”, sin pensarlo dos veces, le dio un puñetazo en la mandíbula a aquel mequetrefe armado, y fue a dar con sus huesos en el suelo, quedando inconsciente. La pistola voló por el aire en sentido contrario al de la caída del cuerpo.
Se armó un gran revuelo, la orquesta dejó de tocar, las mujeres chillaban, y el barman nos dijo muy alarmado que el tipo era un Policía de “la secreta”.
Ante el mal cariz del ambiente, decidimos poner pies en polvorosa, pero antes recogí la pistola del suelo y cuando hubimos corrido unos centenares de metros a través del arenal que nos separaba del barrio de Las Navas, la lancé a lo lejos en medio de la oscuridad, para que por lo menos esa noche no la encontrara su dueño.
Meses después el indigno agente de la autoridad entró en la verbena de nuestro barrio y reconoció a Luís Torres ( su sobrenombre de “Caramulo” era debido a su cara grande y alargada, fácil de guardar en la memoria) y le dijo que se lo iba a llevar detenido. Yo, que lo había visto entrar mostrando su placa de policía al portero, cuando oí aquellas palabras corrí la voz rápidamente entre los amigos que estábamos en el baile, y rodeamos al “poli” con caras amenazantes. Nos miró muy serio y se marchó con paso rápido.
Años después, cerca de la ciudad de Kenitra (antigua Port Lyautey) se instaló una base aérea de los Estados Unidos de América. Estaba a unos 150 kilómetros de Larache, pero todos los fines de semana venían casi un centenar de soldados americanos al barrio de Nador. Eran gente violenta, con dólares en los bolsillos que les hacían creerse superiores a españoles y marroquíes. Bebedores de whisky sin medida, bajo sus efectos se peleaban entre ellos y con los Legionarios, que no los soportaban a pesar de las órdenes superiores de tolerancia. Digo peleas entre ellos porque la división entre soldados blancos y negros era radical , como ocurre en su país de origen, y los enfrentamientos de los soldados de diferente color eran verdaderas batallas campales.
Voy a describir una de ellas, presenciada a distancia como espectador. En la barra de “El 5” había un pequeño grupo de soldados yanquis blancos. Entró un soldado negro de la misma nacionalidad, y se sentó en una banqueta al fondo. Los blancos le dijeron algo al negro, éste empezó a discutir con ellos, y finalmente se abalanzaron sobre él dándole patadas y puñetazos todos al mismo tiempo. Entraron tres soldados de color y al ver la agresión que sufría el de su etnia, cogieron unas banquetas y golpearon a los blancos por detrás. Seguidamente se fueron sumando a la batalla nuevos grupos de negros y de blancos que iban llegando. El local quedo destrozado, pues se emplearon sillas, mesas, banquetas y botellas como armas agresivas.
Aquello acabó con la llegada de la Policía española, que se llevó detenidos a todos y los entregó en la frontera de Arbaua, entre los dos Protectorados, a la Policía militar americana de la base de Kenitra.
Quedé impresionado por el odio con que se habían atacado aquellos soldados pertenecientes a un mismo Ejército.
Lo comprendí cuando un día vi a un sargento americano de origen mejicano que estaba llorando apoyado en la barra de un bar del barrio de Nador. Le pregunté que le pasaba en español, y me respondió en el mismo idioma con su acento charro:
- No más, un Legionario se ha cagado en la puta madre de todos los americanos. A mi me importa un carajo América, soy un soldado profesional, pero me ha dolido mucho que se cagara en mi madrecita -
La moraleja que la ponga cada cual.
Y por último voy a narrar lo que me aconteció como protagonista en aquel ambiente tan violento.
Entré una tarde, acompañado de dos amigos como era habitual, en “La Reja”, instalada en un chalet que tenía en la puerta una cancela de hierro, de ahí su nombre. Después de cruzar el pasillo de entrada se accedía a un amplio salón central, a cuyo alrededor se abrían las puertas de las habitaciones.
En medio del salón, junto a una mesa, estaba sentado un soldado americano de uniforme. Al verme entrar se puso de pié y con pasos titubeantes se dirigió a mí, diciendo:
-Tú, bambino -
Mi contestación fue agarrarme con una mano mis genitales, y haciendo un gesto ostentoso le repliqué:
- Esto tengo yo de bambino -
El yanqui cogió una botella que había sobre la mesa y se dirigió a mí con el brazo en alto tratando de golpearme con ella. A mi vez, con mi mano derecha le apresé la que sostenía la botella, y con la otra lo cogí por el cuello y apreté con fuerza, tratando de dominar a aquel agresivo borracho. Estábamos forcejeando los dos hombres cuando oí un golpe seco. El americano soltó la botella y cayó al suelo k.o. Una prostituta española que estaba acompañando a mi agresor le había golpeado en la cabeza con un objeto contundente.
El patriotismo había triunfado sobre el dinero, prefirió defenderme a mí, un español, y no al extranjero que había comprado sus servicios.
FIN DEL PROTECTORADO, INDEPENDENCIA
Empecé a trabajar en la Sucursal del Banco Central de Larache. En poco tiempo fui superando a mis compañeros de más edad, y me confiaron funciones de responsabilidad, por mi constancia e interés en el trabajo. Con 18 años era el responsable del Negociado de Cartera, con un importante movimiento bancario debido a que todo se compraba por letras de cambio, el único medio de pago utilizado en las ventas a plazo
Juzgué necesario, porque tenía mucha relación con mi profesión, adquirir conocimientos de contabilidad y de fiscalidad, y cursé estos estudios en una Academia particular, al mismo tiempo que trabajaba.
En aquellos tiempos los Bancos carecían de medios electrónicos, ni siquiera mecánicos, y todos los trabajos de tenencia de libros y contables se hacían a mano. Actualmente los programas informáticos los efectúan casi automáticamente, y el empleado de banca se ha convertido en un insignificante apéndice del ordenador.
Pasaron cuatro años, y comenzaron los disturbios y atentados de los independentistas, que reclamaban el final de los Protectorados Español y Francés en Marruecos.
En Tánger su produjo el primer atentado sangriento. En la calle principal del Zoco Chico, cuando estaba abarrotada de público como era normal cada día en esa vía tan comercial, fue apuñalado un cambista judío por un musulmán
Las autoridades de la Zona Internacional declararon a la prensa que se trataba de un perturbado mental, sin ninguna connotación política. Nadie se creyó este intento de ocultar la verdad, y comenzó a partir de ese día una lenta salida de Tánger de muchos millonarios de diferentes nacionalidades refugiados en ella durante la II Guerra Mundial, dando por terminada la tranquilidad hasta entonces disfrutada.
En mi pequeña ciudad de Larache, dónde nunca había ocurrido algo de importancia, estaba una mañana trabajando en el Banco y, de pronto, se escucharon ruidos de disparos y gritos de muchas personas. Nos asomamos el ordenanza Andrés Aguilera y yo a la puerta de entrada, y vimos a una manifestación muy numerosa, tocando tambores, lanzando gritos en árabe contra los ocupantes españoles, y ondeando banderas rojas con la estrella verde. Frente a los manifestantes un cordón de Policías Armados españoles y soldados de la Mehal-la trataba de impedir su avance, amenazando con sus armas de fuego y disparando al aire.
Retrocedimos asustados y cerramos rápidamente la puerta de hierro. Contamos a los demás empleados lo que habíamos visto, y el Director nos ordenó recoger los papeles y permanecer en nuestros sitios, hasta ver la decisión a tomar según se desarrollaran los acontecimientos.
Se oyeron nuevos disparos, más numerosos, y el ruido de carreras de mucha gente, pero no podíamos ver nada de lo que ocurría porque los cristales de los ventanales eran esmerilados. Cuando la tensión era más alta, una piedra, sin duda lanzada por uno de los manifestantes, golpeó el cristal del ventanal más próximo a la puerta de entrada, el cual se quebró pero no llegó a romperse, y seguimos sin ver la calle.
El miedo se apoderó de todos, empleados y directivos, y nos refugiamos en el archivo, una habitación interior sin ventanas. Aguantamos allí un largo rato, y los ruidos de la calle se fueron alejando en dirección al Mercado de Abastos. Pensando en la inquietud de nuestras familias, el Director decidió cerrar la oficina y nos marchamos todos a nuestras casas.
Emprendí el camino del barrio de Las Navas, y preguntando a la gente me fui enterando de lo sucedido. La Policía y la Mehal-la habían tirado contra las piernas de los manifestantes de la primera fila, resultando muchos de ellos heridos y algunos pocos muertos por los rebotes de las balas. Un pequeño grupo se subió a las azoteas de los edificios del principio de la calle 17 de Julio, y lanzaron macetas y piedras sobre las fuerzas del orden. Un joven que asomó su busto por encima de la barandilla de la “Casa de Bustamante” para arrojar un macetón, fue abatido por un soldado de Meha-la, de un tiro en la frente.
Poco antes de llegar a Las Navas, me crucé con una mujer musulmana de mediana edad. Iba corriendo con la cara desencajada, lamentándose a gritos, y al mismo tiempo se tiraba de los cabellos con desesperación.
- ¿ Hosseín, qué tiene esa mujer? - le pregunté a un amigo muy conocido del barrio de Las Navas
- Es la madre del muchacho que han matado en la azotea de la “Casa Bustamante” - me contestó.
Hossein era hermano del famoso Driss “Capone”, trabajaba con él en sus negocios de carbón vegetal al por mayor. Era compañero mío de juegos desde la infancia, y le gustaba estar con los españoles y participar en nuestras fiestas En Navidad formaba parte de nuestras rondallas para cantar villancicos, no siendo cristiano.
- ¿Y tú, Hossein, no te metes en estos fregaos ? -
- Mira Carlos, hermano, yo soy tan patriota como el primero y quiero la independencia de mi nación, pero no creo que el camino sea el de la sangre de jóvenes como el hijo de la mujer que acaba de pasar. Esta cuestión debe conseguirse con mucha política -
Pero los que pensaban como Hossein eran los menos, desde ese día nada fue igual en Larache. La situación se agravó paulatinamente, las manifestaciones se repitieron casi a diario, engrosadas por agitadores venidos de fuera. La actitud cada vez más desafiante ante la Policía y la Mehal-la originó más muertos y heridos, y la rebelión era ya abierta contra las autoridades de la nación ocupante, y contra los Bajás y Caídes, según ellos colaboradores de la Administración del Protectorado.
A pesar de los cruentos disturbios, la población civil española fue escrupulosamente respetada, no dándose ningún caso de agresión a la misma.
Por ello, mis amigos y yo asistíamos sin ningún temor, como espectadores, a todos los acontecimientos, inclusos a los entierros de los muertos en las manifestaciones, sin hacer caso a nuestras madres, que se oponían, con razón, por considerarlo inconsciencia y temeridad.
Un día,sin previo aviso, las fuerzas de la Policía Armada y las de la Mehal-la dejaron de seguir manteniendo el orden público y fueron retiradas de las calles y acuarteladas. Enseguida, la población civil marroquí, organizada por el Partido Nacionalista Stiqlal se hizo cargo de la vigilancia pública, cesando desde ese momento todos los enfrentamientos.
Fue sin duda un acuerdo político que abrió el camino pacífico hacia la independencia, coincidiendo con los deseos expresados por mi amigo Hossein.
El Stiqlal abrió una sede en un edificio junto al Palacio de la Duquesa de Guisa, y se convirtió en un único centro de poder político, judicial y administrativo
Estaba reunido con mi pequeña pandilla en “la Esquina”, lugar habitual de encuentro, cuando apareció corriendo Paco “El Cocinero”, y nos dijo con voz entrecortada y respirando con dificultad :
- Están atacando el Palacio del Raisuni, hay un follón tremendo ¡ Vamos a verlo !
El Bajalato, residencia del Bajá Mohammed el Raisuni, estaba situado en la Avenida del Generalísimo Franco, enfrente de la Escuela Francesa.
Llegué con mis amigos tras unos cinco minutos de carrera. Una muchedumbre rodeaba el frente y los laterales del edificio, no así la parte trasera que daba a la muralla del cementerio de Lal-la Menana y era inviolable. Gritaban amenazas y exigían a los mejaznis defensores su rendición.
Me encontré con Hossein entre los mirones, y le pregunté:
- ¿ Qué pasa, dónde está el Raisuni ? -
- Pues veras, macho, esta mañana el Bajá entró en el Zoco de Beni Gorfet, quería cobrar el “tertib” por cojones. Tuvo que salir corriendo, los cabileños se le echaron encima para cortarle el cuello. Se abrió paso a tiros y se marchó a Tánger con toda su familia. Hay quién dice que ya ha pasado el Estrecho y está en Málaga - me contestó
Empezaron a cruzarse disparos entre los hombres apostados en el jardín de la Escuela Francesa, (desde el lugar donde yo había cultivado tantas flores cuando era alumno) y los defensores del Bajalato.
Nos tiramos al suelo tras uno de los bancos públicos de la avenida, y continuamos observando para no perdernos un detalle.
Al cabo de un buen rato cesó el intercambio de disparos, y los mejaznis salieron del Palacio desarmados y con los brazos en alto.
Ocurrió algo horrible, la muchedumbre los rodeó y un grupo de los asaltantes apresó por los brazos a uno de los mejaznis, un hombre gigantesco de raza negra. Lo separaron de los demás, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. La escena de ver quemarse vivo a un ser humano fue espeluznante, y mis amigos y yo la vimos en primer plano.
- Hosseín ¿ quién es ese negro ?
- Es un hijo de puta, es el verdugo del Raisuni, el que daba los latigazos a los condenados por beber vino. Se joda, le ha llegado la hora de pagar sus pecados, todos de una vez - le aclaró con su castizo español.
Los cabecillas de la rebelión entraron en el Bajalato, y al poco tiempo salieron cargados de cajas de champán y de licores, y las tiraron sobre la calzada. Luego sacaron las botellas y las estrellaron una a una contra el suelo, produciendo un intenso ruido de cristales rotos.
Uno de ellos gritaba en español:
- ¡ Mirad, toda esta bodega era del Bajá, nuestro Juez , y tenía la desfachatez de condenar a latigazos a los bebedores de cuatro vasos de vino ! -
La indignación era desmedida, la persona encargada de aplicar el Código de Justicia Coránica lo había violado sistemáticamente.
Cuando acabaron con las botellas, sacaron muebles de lujo y valiosos objetos de decoración, los amontonaron en una alta pira, y los prendieron fuego con gasolina.
La multitud se retiró, distribuyéndose en varios grupos que se alejaron gritando contra los colaboracionistas, lacayos de los españoles, y blandiendo palos y otros objetos contundentes. Me hizo recordar las ilustraciones de la toma de la Bastilla por el pueblo en la Revolución Francesa.
En nuestro camino de regreso pasamos por delante del Palacio de Muley Ahmed el Raisuni, Bajá de Chauen y primo de Mohammed el Raisuni, en la calle Sor Ichara Moderno. Vivía en Larache porque según decían no estaba casado y tenía niños esclavos para sus necesidades carnales. Evidentemente no se podía permitir ser un pedófilo en la ciudad santa de Chauen.
Se concentraba un gentío delante de la puerta principal del Palacio. Lo habían incendiado y el humo y llamas salían por las ventanas. Me fijé en un cable telefónico que ardía, y el fuego corría por él hacia una casa de madera separada solamente por una estrecha callejuela, amenazando con propagar el incendio a ella.
Me subí sobre los hombros de Paco “El Cocinero” y corté el cable con una navaja.
Después de esta pequeña hazaña , seguimos mirando el edificio pasto de las llamas. Se acercó a nosotros Moisés Toledano, hijo de un conocido comerciante judío de confecciones, con una tienda bajo los arcos de la Plaza de España. Era un muchacho muy grueso, unos cinco años mayor que yo. Saludó y se puso a mirar. Unos de los incendiarios, señalándolo con el dedo, gritó:
- ¡ Es el hijo de Toledano, el judío que ha insultado a nuestro Sultán ! -
Muchos de los agitadores no eran de Larache y no conocían a Moisés ni a su padre. A pesar de esto, se abalanzaron sobre él, lo sujetaron por los brazos, y uno de ellos se acercó con una lata de gasolina con intención de rociarlo con ella.
Un dirigente del grupo conocido mío, que instantes antes me había visto cortar el cable en llamas, al ver mis gestos de repulsa se interpuso y, alzando los brazos en un gesto casi teatral, dijo:
- No somos nosotros quienes debemos hacer justicia, y sobre todo en un caso como éste, el hijo no debe pagar lo dicho o hecho por su padre. Lo llevaremos al Partido y nuestros jefes decidirán -
Moisés estaba lívido. Los que lo habían sujetado lo empujaron y se lo llevaron a la sede el Stiqlal.
Aliviados de ver al joven judío librado, por poco, de una muerte horrible, continuamos nuestro camino de vuelta al barrio de Las Navas
Al llegar nos encontramos con que las hordas incendiarias habían pasado también por allí, quemando los domicilios de Policías Armados indígenas, entre los cuales el del padre de Mohammed, mi amigo asmático, muy próximo a la “Esquina"
Los días siguientes hubo varios ajustes de cuenta, linchamientos de Chejs y Caids, y de simples funcionarios de los servicios públicos del Protectorado
La muerte más trágica fue la del Caid El Chentuf.
Bajó a Larache después de las fugas de los Raisuni, creyendo no tener nada que temer, pero al pasar por la Plaza de España lo reconocieron y lo rodeó un grupo de exaltados a la caza de víctimas. Lo acusaron de traidor y colaborador de los españoles. Lo ahorcaron colgándolo de un árbol de los que bordean el jardín, precisamente el situado enfrente de la churrería de los dueños de la casa de madera que salvé del incendio pocos días antes. Después de muerto, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego.
La mujer del churrero, que estaba sola en aquel momento, sintió un gran espanto al presenciar aquel acto de salvajismo. Le fue muy difícil recuperarse de la fuerte impresión, y pasó una larga enfermedad, llegándose a temer por su vida.
Lo que le ocurrió a Hammadi, un funcionario de la Junta de Servicios Municipales, fue también dramático.
Era un personaje muy conocido en la ciudad del Lukus por ser árbitro de fúlbol. De pequeña estatura, tenía la cabeza grande y apepinada. Soportaba con humor los feroces insultos y las burlas sobre su físico, y era muy querido, en el fondo, por los aficionados a este deporte
Al pasar Hammadi por la calle uno de esos días en que las bandas de justicieros recorrían la ciudad, fue acusado por uno de ellos de ser un informador de los españoles. Lo rodearon inmediatamente, y lo rociaron con gasolina de la cabeza a los pies. En el último momento, cuando ya se disponían a tirarle una cerilla encendida, uno de los componentes del grupo se interpuso, y dijo:
- No debemos ajusticiar a este insignificante y pobre hombre, es muy popular y querido por los larachenses, y su muerte se volvería contra nuestra causa. Llevémosle al Partido para que allí sea juzgado y se vea si la acusación tiene fundamento
A consecuencia del susto, Hammadi sufrió una erupción cutánea, se le llenó el cuerpo de llagas que le dieron un aspecto monstruoso, además de su natural fealdad. Hicieron chistes crueles a su costa, se decía entre otras cosas que lo habían querido quemar en venganza por sus muchos errores de arbitraje.
Hasta el año 1.956 no se proclamó la independencia del país, y debo decir que el Partido Stiqlal, a pesar de la falta de medios y de cuadros dirigentes, se ocupó muy bien en Larache del orden público. Ningún civil fue molestado, demostrando una gran agudeza política.
Pero no impidió el comienzo del éxodo de muchas familias españolas hacia la Península, y de los judíos sefarditas a Israel.
HISTORIAS DE LA PUTA MILI
Pido excusas por plagiar el título de este capítulo, pero es que viene muy bien para definir mi “mili”.
Hice el servicio militar obligatorio en el Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Larache nº 4, ubicado en Alcazarquir, en los años 1.957/58. Voy a contar algunas de mis vivencias en el cuartel porque son muy descriptivas de la época y del Ejército español, vencedor de la guerra civil y dueño absoluto de los destinos de España.
Cumplí el periodo de instrucción en el campamento de Tznin de Sidi Yamani, mísero poblado situado a unos 20 kilómetros de Larache en dirección a Tetuán. Estábamos en un acuartelamiento perteneciente a la Legión, y por ello una Compañía de la misma convivía con nosotros y se ocupaba de la vigilancia y de la seguridad. Todos los de Regulares éramos reclutas, salvo unos pocos veteranos instructores.
Nuestras condiciones de vida, extremadamente difíciles, las justificaban los Mandos diciéndonos que se hacía para acostumbrarnos a la penuria y prepararnos para soportar la dureza del combate. Cualquiera se daba cuenta de la realidad, el motivo principal se debía a la falta de medios económicos, agravados por la corrupción de Oficiales y Suboficiales encargados de la cocina y los vestuarios, que mermaban en su beneficio las de por si escasas asignaciones.
El Suboficial encargado del vestuario vendía mucha de la ropa destinada a la tropa a los civiles, y la prueba era sencilla, sólo había que observar los numerosos campesinos vestidos con guerreras y pantalones color garbanzo. De la comida ya hablaré más adelante.
Además estaba el desprecio y la falta de consideración a la dignidad de la persona con que se trataba a los soldados, carecíamos de cualquier derecho a la defensa ante al abuso de los superiores, los cuales, a partir de los Cabos, daban órdenes empleando corrientemente expresiones groseras e insultos, abofeteando y dando patadas a la tropa cuando bien les parecía, gozando de la más absoluta impunidad.
A pesar de ello, el trato a los reclutas de Regulares era suave comparado con la disciplina de la Compañía de la Legión. Hacían su instrucción al ritmo acelerado tan elogiado en sus desfiles, pero la desmesurada rapidez del paso y del movimiento de armas durante horas a pleno sol, suponían una tortura difícil de aguantar.
La severidad de sus mandos no podía ser más extrema, y voy a referirme solamente a dos hechos que darán al lector una idea de lo que digo.
La Compañía de la Legión formaba aquella tarde un corro a cierta distancia de nosotros para las lecciones orales, las llamadas en el argot militar “la teórica”. De pronto se formó entre los Legionarios un gran revuelo y oímos gritos que no supimos definir por la distancia. Llegó a la carrera un pelotón armado con fusiles con la bayoneta calada y se llevaron a uno de los Legionarios escoltado entre dos de ellos. En el suelo pudimos ver el cuerpo inerte de una persona. Posteriormente lo transportaron en una camilla hacia la parte del cuartel ocupada por dicha Unidad, un semisótano.
Cuando rompimos filas nos enteramos de lo ocurrido. El Legionario que vimos conducir detenido había golpeado en la cabeza con la culata de su fusil a su Sargento instructor, y lo había matado. Según se dijo el soldado no había podido aguantar más el mal trato por parte del Suboficial y sus nervios explotaron en un ataque de locura.
El otro hecho es mucho menos grave, pero más ilustrativo de la exagerada disciplina de dicho Cuerpo.
Los sábados, tanto los Legionarios como los Regulares pasábamos la llamada “revista de policía”, en la que se revisaba la limpieza de los atuendos militares y la higiene de nuestros cuerpos.
Había una sección del Tercio en formación, en lugar de descanso. Llegó un Cabo de galón rojo, dio la voz de “firmes” y pasó revista mirando a todos los soldados por delante, examinando con cuidado el estado de los uniformes y la limpieza de calzados y correajes, así como la pulcritud de los rostros recién afeitados. Siguió el examen por detrás y, de pronto, empezó a golpear con el puño cerrado en el cogote a uno de los Legionarios de la formación, quién por la fuerza de cada puñetazo se desplazaba un paso hacia delante y volvía rápidamente a ocupar su sitio, sin rechistar y manteniendo la posición de firme. El Cabo tampoco dijo una palabra, dio la orden de “descanso” y se marchó a hablar con otros de su misma graduación.
Los Regulares que habíamos presenciado la odiosa escena nos quedamos muy sorprendidos, el legionario tenía un aspecto irreprochable. Este siguió en formación y cuando pasé cerca de él me pidió en voz baja que le mirara por detrás y le dijera si había algo en su uniforme, quería saber la causa del castigo inflingido por el Cabo. Así lo hice, y en la funda de cuero del machete, el tahalí, perfectamente embetunada y brillante, encontré una pequeña mancha de cal, sin duda producida por un roce con alguna pared al apoyarse poco antes de formar.
Voy a describir las “comodidades” de los soldados venidos a servir a la Patria, en cumplimiento de un deber sagrado.
No había agua, sólo un grifo con un minúsculo chorro, dos o tres horas al día. Para llenar la cantimplora debíamos hacer una larga cola, y eso se podía hacer únicamente fuera de servicio o de instrucción.
Bebíamos agua mineral comprada en el bar del Hogar del Soldado, y la usábamos también para afeitarnos.
Tres meses sin tomar una ducha decente. De las instalaciones higiénicas de la tropa salía tan poca agua que sólo conseguíamos cambiar de sitio la suciedad de nuestros cuerpos, cuando nos llevaban en formación una vez por semana. Naturalmente, las duchas destinadas a los Oficiales y Suboficiales funcionaban perfectamente.
No existían ni retretes ni urinarios para los soldados, hacíamos nuestras necesidades fisiológicas en letrinas abiertas en medio del campo, consistentes en trincheras cavadas por nosotros mismos que íbamos enterrando y reemplazando cuando se llenaban.
Además de soportar los malos olores y el aspecto repugnante de las letrinas, algunos soldados fueron atacados por perros asilvestrados, cuando salieron por la noche a hacer uso de ellas en medio de una oscuridad absoluta. Estos perros no ladraban, se acercaban sigilosamente y atacaban rugiendo. Es fácil de imaginar el susto de una persona agachada en cuclillas y con los pantalones y calzoncillos bajados.
Aquí viene a cuento una pequeña anécdota.
Una mañana, después del toque de diana, mi Compañía estaba formada en el pasillo del dormitorio, unos 150 hombres recién levantados y soñolientos, cuando uno dijo en voz alta:
- Mi Sargento, aquí huele a mierda -
Se formó el follón consiguiente y el Suboficial, con gesto de enfado, examinó a todos por detrás y no encontró a nadie con rastro de haberse cagado encima. Entonces, el soldado que había denunciado el mal olor se salió de la formación pidiendo previamente permiso al superior, se dirigió a la cama de un gallego muy tímido vecino de la suya, tiró de la sábana y dejó al descubierto un montón de excrementos humanos sobre el colchón.
El Sargento se llevó las manos a la cabeza entre las risotadas de todos, y le preguntó al autor de aquel asqueroso hecho los motivos. La disculpa del gallego fue:
- Mi Sargento, Vd. perdone, pero tengo mucho miedo de los perros, me atacaron en las letrinas -
Entre otros arrestos, le obligaron a llevar su colchón a cuestas hasta un pequeño arroyo, a unos cuatro kilómetros del cuartel, y lavarlo.
Este mismo soldado protagonizó otro hecho parecido, el pobre hombre tenía por lo visto un muelle flojo en los intestinos, como decíamos con guasa y algo de crueldad los compañeros.
Ocurrió en el campo de tiro, cuando después de ejercitarnos al blanco con nuestros mosquetones durante varias horas, se formó la Compañía.
El mismo soldado que había denunciado en el dormitorio el caso anterior, dijo:
- Mi Teniente, aquí huele a mierda -
Todas las miradas se volvieron hacia el gallego cagón. El Teniente se acercó a él y le ordenó dar un paso al frente. Al adelantar la pierna derecha obedeciendo la orden le salió por la parte baja del pernil del mono un chorreón de excrementos casi líquidos, y fueron a caer directamente sobre las botas del Oficial.
El Teniente se puso pálido, luego rojo, pero finalmente no reaccionó violentamente como llegamos a temer. Comprendió que el soldado tenía una falta de madurez y lo hacía miedoso e impresionable. Sin duda los disparos y las explosiones de las bombas de mano lanzadas le habían soltado la barriga, sin poder remediarlo. El Oficial se alejó con el atribulado gallego hasta un lugar donde habían largas hierbas, y se limpiaron como pudieron con ellas.
Volvamos a las condiciones que “disfrutábamos” en el cuartel.
Habían chinches en los dormitorios, por las noches las encontrábamos dejado de las almohadas. Se paseaban por los rostros de los durmientes, siendo la principal misión de los soldados de servicio de “imaginaria” el quitárselas con los dedos sin despertarlos.
Las moscas, otra plaga para la que no había remedio, y terminamos acostumbrándonos a convivir con ellas, estaban en todas partes. Cuando anochecía y se encendían las luces eléctricas, formaban grandes y espesas manchas negras en el techo del dormitorio.
Las camas consistían en tres tablas sueltas de madera apoyadas sobre dos caballetes de hierro, y un jergón de paja de trigo escasamente relleno. Las sábanas no se cambiaron en tres meses. Las mías, entre el almidón de origen y la sustancia de varón joven que yo le iba añadiendo a pesar del bromuro introducido en las comidas, parecían cartones de un vertedero de basuras.
Por toda ropa nos dieron un mono de instrucción color garbanzo, un par de botas de lona con suela de cáñamo, un gorro rojo redondo estilo árabe, y un pantalón de deportes blanco como única ropa interior. Y al finalizar el periodo de instrucción, un uniforme siempre color garbanzo consistente en una camisa, guerrera sin hombreras y pantalón ajustado a la rodilla, dos vendas negras de lana para liarlas a las pantorrillas, y una faja azul.
El uniforme era el menos apropiado para un soldado de infantería por la estrechez del pantalón, que dificultaba los movimientos. Al parecer se trataba de aproximarse al “saharuel” de los soldados indígenas, pero suprimieron la bolsa posterior, la que precisamente lo hace más holgado y cómodo.
Además decíamos con humor que una Compañía de Regulares vista desde lejos parecía un campo de tomates maduros, demasiado visible en caso de entrada en combate. Evidentemente la tradición estaba por encima de la operativa militar.
Estas ropas descritas nunca fueron renovadas, y cuando tuve la necesidad de sustituirlas por estar estropeadas por el uso, las compré en el mercado negro de los zocos. No nos cambiaban ni siquiera las botas de lona cuyas suelas de cáñamo se desgastaban en las largas marchas de instrucción, y al volver al cuartel a veces venía con los talones sangrando por haber andado los últimos kilómetros sin ninguna protección. Una vez me atreví a ir al Brigada del vestuario a pedirle un par de botas nuevas, y me hizo salir a gritos destemplados sin darme lo que con tanta razón le solicitaba.
En cuanto a la comida, era escasa y de pésima calidad. Guisos de patatas con cuatro trocitos de carne. O con un atún curado en salmuera, que a mí me tocó precisamente traer desde la estación del tren próxima en un barril, y tuve el privilegio de ver y comprobar su repugnante olor. Macarrones pasados de cocidos y pegados los unos a los otros, sin carne ni salsa de tomate, o de ninguna otra clase. Ensaladas de lechugas y tomates de muy mala calidad, parecían los que se tiran a los contenedores después de celebrar los mercados. Lentejas cocidas con agua y un poco de aceite, llenas de piedrecitas, pues los rancheros las vertían directamente desde el saco a la olla, sin tomarse el trabajo de limpiarlas. Por las mañanas café con leche con el aspecto y el gusto del agua de fregar los platos.
Una vez me castigaron a cocina, y me fijé en los rancheros, sucios hasta parecer repugnantes, cuando estaban haciendo el café. Lo metían molido dentro de un calcetín y lo sumergían en una perola llena de agua caliente donde lo dejaban cocer. Pasados unos minutos sacaban el calcetín y lo tiraban al suelo en un rincón, para luego usarlo dos o tres veces más. La leche condensada la añadían echando dentro de la perola los botes agujereados, sin quitarles ni tan siquiera las etiquetas de papel, las cuales al cocerse se incorporaban al infernal brebaje, y se corría el riesgo de tragarlas si no se tenía cuidado al beberlo.
No teníamos comedor, tomábamos los alimentos sentados en el suelo bajo los soportales del acuartelamiento cuando llovía, y en medio del patio o en el campo próximo cuando hacía bueno. Como no teníamos agua, nos limpiábamos los platos y cubiertos frotándolos con arena.
Gracias a que yo disponía de algún dinero, el Banco me pagaba el 60% de mi sueldo por estar en el servicio militar, me pude quitar el hambre a base de bocadillos de atún y sardinas en conserva, era lo único que tenía el bar del Hogar.
A propósito de las incomestibles lentejas de la cena de todas las noches sin excepción, voy a referir al grave incidente ocurrido a causa de ellas.
Delante de la perola nos formaban a los reclutas en fila de a uno, y no consentían ninguna ausencia. Al ir pasando, el ranchero vertía un cucharón del emplasto de lentejas en el plato que le presentaba cada uno. Uno de los primeros de la fila dio unos cinco pasos y tiró el contenido de su plato al suelo, en un gesto de desprecio a aquella bazofia. Salvo muy pocas excepciones, todos los demás vertimos las lentejas en el mismo sitio, formando un montón tan grande como la perola.
A la mañana siguiente, el Comandante del cuartel de instrucción, un tipo corpulento vociferante porque era algo sordo, y que presumía de haber estado en la Legión, hizo formar a los mil y pico de reclutas y nos soltó una feroz arenga. Nos acusó de haber cometido sedición, y sólo nos librábamos de ser acusados de tan grave delito porque no habíamos jurado aún bandera y no éramos todavía soldados efectivos.
En la formación de todo el Tabor (Regimiento para comprendernos) mi Sección, la 1ª de la 1ª Compañía, estaba en la cabeza, y al ser la más cercana al Comandante, éste se dirigió a un soldado en posición de firme dos filas detrás de mi, de modales un tanto afeminados.
El Comandante le gritó:
- ¡¡ A ver tú, por qué tiraste anoche las lentejas !!
El recluta dio un paso al frente para salirse de la fila, y balbuceó aterrorizado con su fina voz mujeril :
- Yo, mi Comandante…….. -
Aquel energúmeno no le dejó terminar, le propinó un tremendo bofetón y lo hizo rodar por el suelo. De esta forma tan bárbara abofeteó simbólicamente a todos los “sediciosos”.
No obstante, después de esta demostración para el escaparate, ordenó el relevo del Oficial y del Suboficial responsables de la cocina. Este último había aparecido unos días antes por el campamento con una moto nueva. Los soldados hicimos comentarios con guasa procurando que los oyera :
- El manillar es mío - o bien,
- Las ruedas son mías -
Dábamos a entender que la había comprado con lo detraído de nuestro sustento.
Al cumplir los tres meses de instrucción pedí ser destinado al Estado Mayor de Larache, y me fue concedido.
En unión de otros soldados con el mismo destino, me marché un lunes por la mañana, antes del regreso del Capitán de mi Compañía de su permiso de fin de semana.
Después de pasar lista en la Comandancia Militar de Larache, y nombrado sin ningún inconveniente, confirmando con ello mi destino, se presentó un soldado de mi unidad y me dijo:
- Te traigo una orden del Capitán, tienes que volver conmigo inmediatamente al campamento de Tznin, ya te explicará el motivo -
A mi vuelta el Capitán me recibió al instante y me dijo muy serio que mi destino había sido anulado, y no sabía las causas.
Yo si las suponía, eran evidentes. Después de transcurridos 20 años, era un peligro para alguien que un hijo del Brigada Galea estuviera destinado en el Estado Mayor, y ese alguien había hecho gestiones a última hora para impedirlo.
Durante los 22 años de mi existencia nunca había pertenecido a ningún Partido político ni organización clandestina de oposición al régimen de Franco, y no por falta de ganas sino porque en Larache no existía ninguna actividad política en este sentido, después de la sangrienta represión sufrida por los republicanos. Si acaso, me podrían reprochar mis ideas de izquierda y mi laicidad, sostenidas desde siempre en mis discusiones políticas, bastante raras por cierto por falta de interlocutores entre los jóvenes de mi edad.
Permanecí un mes y medio más en el campamento de instrucción, y todo el Tabor en pleno nos trasladamos a nuestro cuartel en Alcazarquivir.
En contraste con lo de mi destino en Larache, nada más llegar fui convocado por el Teniente Cuadrado, ayudante del Coronel. Me recibió muy amablemente, y me dijo:
- Galea, yo era Cabo con tu padre en la misma Compañía de Zapadores de las Navas, y me alegro mucho de encontrarte entre nosotros. Como sé que eres empleado de Banca, te ofrezco un puesto de escribiente en la Primera Oficina de Mando -
Estuve varios meses en este destino, hasta que me dieron un permiso de sesenta días en la 2ª tanda, y me marché a mi casa en Larache.
A punto de finalizar dicho permiso, recibí un telegrama del cuartel prorrogándolo un mes más. Ello me llenó de alegría, pero duró poco, casi seguidamente me llegó otro telegrama ordenándome me incorporara sin demora a mi Tabor.
Me había ya enterado por la prensa del ataque por sorpresa del llamado Ejército de Liberación, supuestamente marroquí, a nuestras tropas en Sidi Ifni, y que habían caído muchos soldados del Grupo de Regulares Tiradores de Ifni. Por lo tanto, me suponía de antemano los motivos de la anulación de mi permiso.
Con el alma por los suelos, después de un corto viaje en autobús, me presenté directamente al Capitán de la 13 Compañía de Regulares acuartelada en Alcazarquivir, a la que pertenecía. Este Oficial me expresó su extrañeza al verme allí porque no me esperaba.
Todos los soldados de la 2ª tanda de permiso llegados a Ceuta para incorporarse a sus unidades, los estaban embarcando para Ifni, a cubrir las cuantiosas bajas sufridas por el Ejército español.
Al explicarle que yo vivía en Larache y por tanto no había pasado por Ceuta, se quedó dudando y mirándome fijamente me dijo al fin:
- Bien, ya que estás aquí, aquí te quedas -
Y así me libré, sin proponérmelo, de una guerra en la que se produjeron muchas bajas en la mitad de nuestro Grupo de Regulares enviado como refuerzo, e incluso en la legendaria Legión. El llamado Ejército de Liberación tenía la gran ventaja de luchar en el desierto, un terreno perfectamente conocido por sus hombres, casi todos oriundos del sur de Marruecos fronterizo con el Sahara. Según contaban en sus cartas nuestros antiguos compañeros, tendían emboscadas surgiendo de las arenas, donde eran capaces de permanecer muchas horas medio enterrados y soportando altísimas temperaturas. En resumen, un enemigo muy difícil de combatir de la forma clásica.
Yo seguí en mi destino de la Primera Oficina de Mando, pero el Tabor se había reducido a la mitad, unos 700 hombres en lugar de 1.500, y el acuartelamiento era muy grande. Además de mi trabajo de escribiente mañana y tarde, me nombraban por las noches para prestar dos horas de servicio armado en patrullas o en puestos de centinela. Como todos los soldados estábamos en retén permanente, dormía vestido sin desabrocharme el correaje con dos cartucheras de cien balas, que me oprimían los riñones y no me dejaban descansar a gusto.
Se daba la circunstancia que España había cedido a Marruecos un antiguo cuartel situado a unos 150 metros del nuestro, y teníamos a las Fuerzas Armadas Reales, nuestro enemigo potencial, a tiro de piedra.
Las diversas patrullas, compuestas de dos soldados españoles y dos indígenas cada una, recorrían todas las noches por dentro nuestro inmenso cuartel, vigilando cualquier infiltración por encima de las tapias o movimiento de personas hostiles.
Una de esas noches íbamos haciendo el habitual recorrido la patrulla de la que yo formaba parte, cuando sonaron tres disparos seguidos. Según calculamos procedían de fuera de nuestro acuartelamiento, al parecer de un recinto cercano, antiguo hospital militar custodiado por soldados de nuestro Grupo de Regulares.
Regresamos a la carrera al Cuerpo de Guardia, y entré sin llamar al cuarto del Oficial de servicio, quién dormía profundamente sentado en un sillón. Se despertó bruscamente cuando le dije en voz alta:
- ¡¡ A sus órdenes mi Teniente!! -
Y luego proseguí con un tono normal:
- Han sonado tres tiros, y parece que han sido disparados en el antiguo hospital -
El Oficial se puso lívido, y me ordenó tartamudeando por el miedo:
- Co..coge un sol..soldado moro y .. ve al hospital a ver lo ocurrido -
La obligación de ir era de él, pero comprendí su estado de ánimo y no puse objeción en obedecerle. Me chocó, sea dicho de paso, la poca valentía de este Teniente, en contraste con su fama de ser muy severo con sus inferiores, e incluso de maltratar a los soldados.
Acompañado por uno de los indígenas de mi patrulla emprendí el camino del antiguo hospital, en la oscuridad absoluta de aquella noche sin luna. Llevábamos los mosquetones terciados y con una bala en la recámara, preparados para rechazar cualquier ataque. Después de andar un buen trecho, vimos surgir de aquella oscuridad a un soldado de Regulares desarmado, corriendo en dirección contraria a la nuestra. Se paró a nuestra altura y nos dijo, con la respiración muy alterada:
- No ha pasado nada grave, un centinela ha tirado contra un burro, confundiéndolo por la falta de luz con una persona que no respondía a su voz de ¡alto quién va! -
Nos reímos los tres soldados un rato por el chasco, y mi acompañante y yo volvimos al Cuerpo de Guardia.
Cuando le conté al Teniente lo que había pasado se puso rojo, sin duda de vergüenza por el ridículo hecho ante mí con su temerosa, por no decir cobarde, actitud.
Otras noches nos asignaban servicios de refuerzo de guardia para apoyar a los centinelas indígenas. Pero en realidad nos daban a los soldados españoles la consigna de vigilarlos sin perderlos de vista ni un momento para evitar su deserción llevándose el mosquetón. Eran casos recurrentes en aquellos tiempos porque el Gobierno marroquí recompensaban a estos desertores.
Las dos horas de puesto me las pasaba sin quitar el ojo del centinela indígena situado a corta distancia, con mi arma lista para disparar. Debía adelantarme a él si intentaba hacerlo contra mí tratando de abandonar su puesto.
Vivía yo muy inquieto, a la Primera Oficina de Mando llegaban noticias de los informadores según las cuales las fuerzas que ocupaban el cuartel de las Fuerzas Armadas Reales tenían todas sus armadas pesadas apuntando a nuestro acuartelamiento. Estas noticias no las podía comentar con nadie ajeno porque eran alto secreto militar.
La guerra de Ifni continuaba y aunque no había declaración de hostilidades entre los dos países porque los elementos del Ejército de Liberación marroquí eran considerados como “grupos armados incontrolados”, yo temía que en el caso de declaración oficial de estado de guerra seríamos los primeros atacados.
Nuestro Tabor era una punta de lanza en el territorio marroquí, un objetivo militar a eliminar de forma prioritaria. Además estábamos muy mal armados, disponíamos de 400 mosquetones Mauser para los 700 hombres, unos pocos fusiles ametralladores FAO y morteros ligeros.
Al tener menos mosquetones que soldados, los que hacían las guardias se pasaban las armas los unos a los otros en los relevos. No comprendía como el Alto Mando tenía a unas fuerzas en tales condiciones en una zona de suma importancia estratégica, salvo que poseyera la completa garantía de nuestros eventuales enemigos de no ser nunca atacados. A esta idea me agarraba tratando de tranquilizar mi poco ánimo.
Afortunadamente no se materializaron ninguno de mis temores, y aquella contienda finalizó en tablas después de una operación conjunta de Francia y España contra el Ejercito de Liberación comandado secretamente por el entonces Príncipe Muley Hassan, quién luego reinó , a la muerte de su padre Mohammed V, con el nombre de Hassan II .
Aunque en aquel momento no se supo, es evidente que hubo un pacto de entregar el territorio de Ifni a Marruecos en un plazo de diez años, como así ocurrió cumplido este periodo.
Para reflejar con más fidelidad el ambiente del cuartel de los Regulares en Alcazarquivir, no debo dejar de mencionar al Servicio de Información Militar, la Segunda Oficina. Estaba dirigida por un Capitán alcohólico, se desayunaba todas las mañanas con varias copas de coñac peleón en el Bar del Hogar del Soldado. Espiaban a todos, a Jefes, Oficiales, Suboficiales y tropa por medio de chivatos que denominaban “células de información”.
Formaban parte de estos soplones soldados por voluntad propia, pero había otros coaccionados y hasta amenazados si no accedían. A mí mismo me lo propuso uno de ellos, paisano mío, y lo eludí como mejor pude, pues no me convenía negarme claramente debido a mis antecedentes familiares, no ignorados por él. Si hubieran sabido lo que pensaba y el desprecio que sentía hacia todos estos cómplices de la represión ejercida por el régimen dictatorial, me habría pasado la mili en el calabozo.
Todo el mundo se sentía observado, la autocensura en temas políticos era drástica, y cualquier crítica a los Mandos podía suponer un arresto de varios meses.
Me voy a referir a un caso demostrativo de la estrecha vigilancia de la vida, incluso privada, de todos los integrantes del Tabor.
Llegó a la Primera Oficina una solicitud de un Teniente pidiendo permiso para contraer matrimonio por la Iglesia Católica.
De forma reglamentaria, cursamos peticiones de informes de la novia del Teniente a la Policía Armada, al cura del pueblo y a la Guardia Civil. Los dos primeros fueron favorables, no tenía antecedentes delictivos y era católica practicante. Pero en el informe enviado por la Guardia Civil se decía que era hija de un magistrado de los Tribunales populares republicanos durante la Guerra Civil
El Coronel consideró desfavorables aquellos antecedentes de la novia y por consiguiente no podía autorizar el casamiento. Ordenó guardar de momento el expediente en un cajón, sin darle respuesta.
Después de cansarse de venir a preguntar y escuchar evasivas del Capitán de la Oficina de Mando, y también mías, aprovechando mi ausencia por estar de permiso de sábado a lunes en Larache, presionó a otro soldado de guardia en dicha oficina y pudo leer el contenido del expediente y la orden del Coronel de mantenerlo en suspenso.
El lunes siguiente el Teniente pidió audiencia al Coronel Jefe y en la entrevista se quejó del trato recibido. Le solicitó una resolución favorable a su petición, pues no quería renunciar de ningún modo a casarse con dicha novia, y en caso negativo estaba dispuesto a entregarle sus dos estrellas en aquel mismo momento.
El Coronel le soltó un discurso haciéndole ver en primer lugar que su actitud le parecía un tanto insolente, pero no obstante tomaba en consideración la prueba de amor demostrada hacia la mujer que quería por esposa, y por ello accedía a dar su autorización, aunque contravenía las normas establecidas.
Toda esta conversación la escuché dejando entreabierta la puerta del despacho del Coronel. Estaba muy interesado en conocer el desenlace de un asunto que en consciencia no aprobaba, y me alegré mucho del buen final.
Pasaron unos meses y me destinaron a la Comandancia Militar de la plaza de Alcazarquivir. Mi cambio de destino lo ocasionó la necesidad del Sargento allí destinado de ingresar en el Hospital Militar de Larache, para que le curaran, antes de contraer matrimonio, una blenorragia recalcitrante, la llamada “gota del soldado”. Los superiores me juzgaron con la preparación suficiente para reemplazarle, aunque era un simple soldado sin graduación.
En la oficina de la Comandancia Militar, situada dentro del recinto del cuartel de Regulares, pues el Comandante Militar de la Plaza era el también Coronel Jefe del Tabor, estaba al frente un Capitán mutilado. Era al mismo tiempo profesor de Doctrina del Movimiento en el Instituto de la localidad, y Jefe Local de la Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. Luego estábamos un soldado indígena ordenanza y yo como único escribiente.
Trasladé mi cama del dormitorio de la 13 Compañía al amplio cuarto donde estaba el archivo de mi nueva oficina, convirtiéndola con ello en mi domicilio particular. Además fui rebajado de todo servicio mecánico o de armas.
Paradójicamente, tenía a mi disposición los documentos de todos los asuntos militares de la ciudad, incluidos los confidenciales de la Guerra Civil. Ello demostraba una cosa claramente, la anulación de mi destino en el Estado Mayor de Larache fue obra de una persona concreta temerosa de que yo pudiera ver o contar algo en su perjuicio. ¿ Si no fuera así, cómo se explicaba que finalmente yo tuviera a mi alcance en la Comandancia de Alcazarquivir documentos secretos, a cuyo acceso no hubiera tenido nunca posibilidad ni de lejos en las oficinas del Estado Mayor, llena de Oficiales y Suboficiales, y divididas en numerosos departamentos ?
Los documentos archivados en la Comandancia de Alcazarquivir tuvieron en mí a un fiel custodio, y nunca hice comentario a nadie del contenido de ninguno de ellos, aunque en realidad el paso del tiempo les había quitado vigencia e importancia.
El Capitán estaba muy ocupado en sus múltiples empleos, y destinaba poco tiempo a sus obligaciones en la Comandancia. Por ello, yo, un soldado raso, era el encargado real de ella. Recibía y abría la correspondencia llegaba de las diferentes Unidades y de la Jefatura de las Tropas Españolas en Marruecos, consultaba algunas de las respuestas cuando se trataba de casos de mucha responsabilidad y el resto de los asuntos los despachaba directamente, tomando como ejemplo otros similares ocurridos con anterioridad. Después el Capitán llevaba los oficios que yo había escrito a máquina a la firma del Coronel, la mayor parte de las veces sin leerlos previamente. Y tengo mis dudas si los leía dicho Jefe, pues yo solía introducir en la carpeta de firma pases a mi favor de permisos de sábado a lunes, sin decir nada al Capitán porque las tropas estaban acuarteladas, y me los devolvía debidamente firmados por dicho Jefe. Muchos fines de semana era el único soldado con permiso del cuartel, y el Capitán de la 13 Compañía, a la que seguía asignado, al enseñarle el pase, se mostraba muy extrañado de mi privilegio y me lo decía. Pero menos mal, nunca se atrevió a discutirlo con el Capitán de la Comandancia, y poner al descubierto mi triquiñuela. Aún tengo uno de esos pases, conservado como recuerdo del riesgo que corrí por estar con mi familia.
Nos ocupábamos también de las revistas anuales de las Cartillas Militares de los reservistas, y de los asuntos de viudas y huérfanos del Ejército. El Capitán, el poco tiempo que dedicaba a la Comandancia, lo pasaba realmente en el cuartelillo de la Guardia Civil, situado justo a nuestro lado, jugando al dominó o charlando de fútbol con el Sargento y los dos Números. Su desinterés por atender a los civiles era notorio, como prueba la siguiente anécdota:
Una viuda, de unos cincuenta años y poco agraciada, había venido muchos días pidiendo le hiciéramos una instancia para solicitar una ayuda determinada. El Capitán le daba de largas y le decía que volviera otro día pues en tal momento no era posible debido al mucho trabajo acumulado en la oficina.
Una mañana estábamos él y yo despachando la correspondencia, cuando escuchamos unos silbidos de admiración procedentes del exterior. Instantes después entraron la referida viuda acompañada de una joven muy guapa, con falta corta ajustada a su esbelto cuerpo. El Capitán abrió los ojos como platos, y me ordenó traer dos sillas para que tomaran asiento las dos mujeres. Después de escuchar atentamente la petición de la joven en nombre de su madre allí presente, se dirigió a mí con vehemencia:
- Galea, toma nota y hazle a esta señora inmediatamente la instancia-
Aguantándome las ganas de reírme, me puse a la máquina de escribir y en un periquete redacté el documento en cuestión, lo leí en voz alta y se lo entregué a la viuda dentro de un sobre, mirando la bella hija de reojo. Me dejó turulato durante una semana su sonrisa de agradecimiento por mi rápido trabajo.
Me voy a extender un poco más con este Oficial mutilado pluriempleado, porque era el prototipo de la baja moral de muchos militares de aquella época. Además de los varios sueldos percibidos, rapiñaba en el cuartel todo lo que podía. Por ejemplo, hasta mandaba al ordenanza indígena a recoger para él varios kilos de moras de los árboles que bordeaban las calles del acuartelamiento. Pero esto era lo menos grave, cada semana enviaba a éste mismo ordenanza a ver de su parte al Suboficial de cocina, y volvía con un paquete que le entregaba en mano. Nunca supe su contenido.
Pero llegó una circunstancia especial, el ordenanza estaba de baja por enfermedad y me mandó a mí hacer el recado. Me presenté al Brigada de la cocina de parte del Capitán tal. Llamó a un ranchero, le hizo cortar un buen trozo del cerdo allí colgado, criado en la granja del Tabor para alimentar a la tropa, lo envolvió en un papel y me lo entregó.
No he sentido en mi vida más repugnancia por el comportamiento de un ser humano, pero me tragué mi rabia y las ganas de golpear al Capitán con el trozo de cerdo en los morros. Cuando le entregué el paquete, creo que percibió en la seriedad de mi cara el desprecio hacia su indecente abuso.
No alcanzaba a comprender la caradura de semejante sujeto, robaba a los soldados la poca carne de su rancho y luego presumía de su amor a la Patria. Así eran estos hipócritas, mandamases de nuestra España, Una, Grande y Libre.
Una pequeña anécdota más de este Capitán, con permiso de la paciencia del lector, y aquí acabo. Tenía la costumbre de dictarme los pocos escritos que enviaba directamente y yo los escribía a máquina simultáneamente, dada mi rapidez en su manejo. Me dictó una carta dirigida a un camarada falangista. En ella le contaba el levantamiento de la sede de la Falange de Alcazarquivir por órdenes superiores, y le decía que no pudo contener la emoción al ver salir el último mueble, y había llorado. Al oír aquello me paré de escribir y sonreí, no lo pude evitar. El Capitán me miró muy serio y me dijo:
- Sí, sí, Galea, lloré -
-Claro mi Capitán, no lo pongo en duda - le contesté con un tono ligeramente irónico.
Llegó por fin la esperada licencia a los quince meses de servicio, pero al estar yo en la Comandancia, me tocó el trabajo de hacer los documentos de viaje a los soldados que se iban marchando por tandas diarias. Se pasaban los días y seguía en el cuartel sin poder irme a mi casa, cuando no me hacía falta ningún papel porque vivía a 36 kilómetros y no debía atravesar ninguna frontera.
Y me ocurrió algo que ya fue el colmo.
Convencí al Capitán de la Comandancia para que reclamara como sustituto mío a un determinado recluta mecanógrafo. Entre los recién llegados eran muy escasos los oficinistas o administrativos, la mayor parte eran mozos procedentes de medios rurales de escasa cultura. Así lo hizo y el soldado elegido vino destinado a mi oficina y empecé a prepararlo para poder marcharme.
Faltándome pocos días, el cruzar uno de los patios del cuartel me llamó de malos modos un Capitán que al parecer me buscaba, y me espetó duramente:
- Me has quitado el hombre que yo quería para furrier. Ándate con cuidado no vayas a volver a tu casa pelado al cero -
La amenaza no me hizo mucho efecto porque yo hubiera evitado fácilmente el castigo apelando al Teniente Coronel, Jefe en aquellos días del Tabor. Pero me disgustó mucho la actitud del Oficial, no demostraba ninguna consideración a mi sacrificado trabajo y no veía más lejos de su conveniencia. Mande mentalmente a la mierda a él y a todo el Ejército, y decidí reaccionar enérgicamente contra este último abuso.
Al día siguiente hice mi maleta, me vestí de paisano y me subí en el primer camión con licenciados hacia Ceuta. Al llegar a Larache paramos en el Estado Mayor, y un Brigada comprobó la lista de embarque de los ocupantes del vehículo. Al no ver mi nombre en la relación me preguntó el motivo, y le dije que yo me bajaba en Larache, donde tenía mi casa, y esa lista era para los que tenían que atravesar la frontera en dirección a España. Y le dije además ser yo precisamente el escribiente de la Comandancia de Alcazarquivir que la había confeccionado, y no me había incluido por no ser necesario.
El Brigada me replicó de malos modos que no aceptaba mi explicación y debía volver a Alcazarquivir.
En el colmo de la desesperación por estas dificultades hasta el último momento de mi vida militar, le dije al Suboficial muy serio:
- Mire, mi Brigada, yo no vuelvo al cuartel ni amarrado, me incluye en la lista o me da por desertor, pero yo me marcho ahora mismo a mi casa -
Me añadió a mano en dicha lista y me dejó marchar. Este fue el accidentado final de mi “puta mili”, nunca mejor dicho.
UN BANCO PASADO POR AGUA
Al año siguiente de mi licencia del servicio militar, 1.958, fui destinado a la Sucursal del UNIBAN en Alcazarquir, con motivo de la creación de este Banco por la fusión de todas las Sucursales de los Bancos españoles en Marruecos.
Me reclamó el Director del antiguo Banco Central, nombrado para el mismo cargo en el nuevo Banco. Me había conocido cuando siendo soldado iba por las tardes a trabajar a su oficina para cobrar el sueldo íntegro, y, al parecer, fue el motivo de escogerme entre los empleados de Larache disponibles.
Habían transcurridos cinco años y estábamos en el mes de Diciembre de 1.963 ocupados en hacer las liquidaciones de las cuentas corrientes y de ahorro, llevadas en aquel entonces manualmente, en gruesos libros encuadernados con grandes tornillos y palometas.
En aquel trabajo extraordinario participaba toda la plantilla, compuesta de seis empleados, el Director y yo, Interventor-Cajero desde 1.961, cuando sólo tenía 26 años de edad.
Para ello habíamos abierto los libros y distribuido las hojas entre todos. Las cuentas liquidadas por un lado y las pendientes de liquidar por otro, estaban desparramadas sobre las mesas de la oficina.
Sobre las siete de la tarde de aquel lluvioso día empezamos a oír un ruido de una fuerte corriente de agua. Nos asomamos a la puerta de entrada , vimos la Plaza del Teatro completamente llena de agua y un gran torrente pasando por delante de nuestra acera en dirección al barrio árabe, situado en un nivel inferior.
Se había desbordado el río Lukus, como tanta otras veces, pero parecía mucho más grave, en las inundaciones anteriores el agua siempre había corrido más mansamente, sin tanta violencia.
Subía continuamente su nivel y su fuerza se incrementaba por segundos, haciendo muy peligroso intentar salir en aquel momento. Parecía evidente, algún accidente grave había ocurrido río arriba, en la presa de contención. Pronto el agua embarrada superó el medio metro de altura de nuestro local respecto a la calzada y comenzó a entrar. Al mismo tiempo por la taza del retrete salía un surtidor de agua amarillenta. El sistema de vasos comunicantes se había invertido, y era ahora el río el que entraba en las alcantarillas.
Nuestra primera reacción fue recoger las hojas sueltas de los libros y apilarlas sobre la caja fuerte. Situamos rápidamente las máquinas de escribir, el material de escritorio y las carpetas de documentos sobre los armarios, fuera del alcance del agua que no cesaba de subir su nivel.
Una vez terminada la operación de puesta a salvo, nos sentamos sobre el mostrador, a esperar el desarrollo de la feroz inundación a la luz de unas escasas velas, pues la corriente eléctrica se había cortado. También se estropeó el teléfono y nos quedamos incomunicados, sin poder llamar si siquiera a nuestros familiares.
El nivel del agua seguía subiendo más lentamente pero de forma constante. La angustia iba en aumento, y algunos de los empleados decían gimiendo muy asustados que nos íbamos a ahogar todos. Intenté tranquilizarlos asegurándoles que si la altura del agua llegaba a sobrepasar el mostrador, podríamos salir utilizando los sillones tapizados como flotadores.
Benkirán, un empleado marroquí, perdió en un momento dado los nervios y empezó a gritar y rezar, pidiendo ayuda a Alá en árabe.
El agua llegó justo al borde inferior del mármol del mostrador, y se estancó. Había alcanzado una altura de dos metros en relación con la calle.
Pusimos unos cartones sobre la parte superior del mármol, donde no había llegado el agua milagrosamente, para contrarrestar la frialdad del mismo, y nos sentamos encima.
Pasadas unas horas de desesperante espera, escuchamos unos gritos de demanda de auxilio. Un hombre arrastrado por la fuerte corriente se había agarrado a las rejas de hierro de la puerta del Banco. Nos encontramos con un primer problema para acudir en su ayuda, dicha puerta estaba cerrada con llave y la cerradura se encontraba a más de un metro bajo el agua turbia. Ahmed, el ordenanza, el más joven de la plantilla, se sumergió , a tientas introdujo la llave y abrió.
Metimos al hombre en la oficina y le ayudamos a sentarse sobre el mostrador. Temblaba de frío y balbuceaba dándonos las gracias por haberlo salvado de perecer ahogado. De pronto, le faltaron las fuerzas y se desplomó hacia atrás dándose un golpe con una de las mesas sumergidas. Lo volvimos subir al mostrador, y adoptando una postura con la cabeza sobre las rodillas, permaneció más tranquilo y en silencio.
Para distraernos y no pensar en otras cosas, por ejemplo en la desesperación de nuestras familias al no tener noticias nuestras, nos contamos el repertorio de chistes de cada uno, y cantamos todas las canciones regionales y mejicanas conocidas, acompañados por el rugir de la riada.
Una pequeña serpiente entró nadando. Nos sirvió de entretenimiento durante un buen rato, tirándole proyectiles de papel.
Amaneció, y cuando nos asomamos a la puerta vimos que el torrente seguía con mucha fuerza. Hasta pasadas más de tres horas, sobre las diez de la mañana, pudimos salir , pero con el agua a la altura del pecho.
Habíamos estado más de catorce horas aislados en el Banco, sin comer ni beber y sin auxilio de nadie.
La escena de mi madre y de mi abuela cuando me vieron aparecer, con las ropas mojadas y llenas de barro, es fácil de figurar. Después de los besos y abrazos, vinieron los lloros por la angustia que habían padecido toda la noche al no saber de mí, y dieron las gracias a Dios por haber podido salir ileso de tan peligroso trance.
Hasta el día siguiente no pudimos abrir la caja fuerte. El líquido elemento se había introducido por las rendijas de la puerta y mojado el dinero y las letras de cambio. Sequé los billetes con la ayuda de una estufa eléctrica, pasándolos uno a uno por delante de la resistencia incandescente. Las letras las sequé al sol, en la terraza de mi casa.
Terminamos las liquidaciones de las cuentas días después, a pesar de las numerosas hojas mojadas, donde la tinta se había corrido haciendo desaparecer algunos asientos. Los reconstruimos sirviéndonos de los diarios de operaciones, llamados “chiffriers” en nuestro argot profesional.
Como dato curioso, los apuntes escritos con bolígrafo no sufrieron ninguna alteración, y lo hago constar porque en aquellos tiempos existía la absurda prohibición de usarlos en los libros contables. La clásica oposición carpetovetónica a cualquier innovación, aunque sólo fuera la de renunciar a la plumilla y al tintero.
FIN DE AÑO 1.963
Este año fue muy rico en acontecimientos, el asesinato del Presidente Kennedy en Dallas, la mayor riada del río Lukus jamás conocida, y el baile de Nochevieja en la Unión Española de Larache relatado a continuación, el cual marcó un nuevo rumbo en mi vida, algo confusa en aquellos momentos por mi rotura de relaciones con una novia y mis devaneos con varias jóvenes, sin decidirme por ninguna de ellas.
El día 31, varios jóvenes solteros de Alcazarquivir habíamos hecho planes para ir al baile de Fin de Año de Larache, porque todos los proyectos de celebrar dicha fiesta en el Casino de nuestro pueblo se habían venido abajo a causa de los estragos producidos por las inundaciones, dos semanas antes.
Para colmo, también me había fallado un plan de ir esa noche a un baile en la “Route de France”, un albergue de caza próximo a Arbaua, la antigua frontera de la Zona Francesa, acompañado de una chica con la que estaba saliendo hacía poco tiempo. El motivo fue la muerte de su abuela.
Eran las once de la noche, y mis amigos, con los que había estado tomando unas copas, contagiados por el ambiente triste del pueblo, se desanimaron y se fueron marchando a sus casas. Me dejaron abandonado, junto a mi hermano Manolo, en una gasolinera a la salida para Larache.
Yo, a pesar de las dificultades, seguía persistiendo en ir al baile de Larache, pero cada vez lo veía más difícil. Ya no había autocares, y la parada de taxis estaba vacía.
Cuando empezaba a convencerme de lo imposible de mi pretensión, llegó un taxi de vuelta de la vecina ciudad. Lo paré y le pedí que me llevara a ella con la mayor rapidez. El taxista se negó porque era muy tarde y ya estaba de retirada de servicio. Insistí, casi le supliqué. Mi hermano me miraba extrañado por mi insistencia, y me dijo:
- Venga, Carlos, será mejor que nos vayamos a casa -
En aquellos momentos no lo pensé, pero ahora, viéndolo desde la distancia del tiempo transcurrido, creo que una fuerza me empujaba de forma irresistible a no faltar a aquel baile de Larache. No veo otra explicación, nadie me esperaba y yo iba sin ningún plan, al albur.
Por fin el taxista accedió a llevarnos, previo el regateo de costumbre por el precio, y llegamos a la puerta de la Unión a las doce menos escasos minutos. Como ya no daba tiempo, entramos en el Bar Selva, situado enfrente, y allí nos tomamos las uvas y unas copas de cava.
Sobre las doce y cuarto entré en el local de la Unión Española, la música de la orquesta sonaba a todo gas.
Antes del salón principal donde se bailaba había una pequeña sala con dos mesas de billar. En aquel preciso momento salían de dicho salón varias chicas, todas muy elegantes con sus trajes de noche. Entre ellas, Afriquita, una muchacha muy agraciada, elegida el año anterior Señorita Unión Española. Me gustaba mucho, la había visto transformase en una bella mujer en los últimos tres o cuatro años. La conocía desde que se colaba en los guateques que organizaba con mis amigos, entre ellos “Chichi” Aledo, con un tocadiscos y una fuente de ponche o de sangría. Entonces ella tenía unos 14 años, y yo 23.
Así que cuando la vi parada al otro lado de la mesa de billar, mirándome, le dije en voz alta tratando de dominar el intenso ruido de la música:
- ¡¡ Hola, Afriquita, feliz año !!
Me sonrió ampliamente, y asintió con la cabeza. Me di cuenta que no me había oído bien y creía que la había invitado a bailar. Yo, lejos de sacarla del error, me acerqué rápidamente a ella, la cogí de la mano y entramos en el baile. Estuvimos todo el resto de la noche juntos.
Este fue el comienzo de un noviazgo que culminó en casamiento, el día 13 de Febrero de 1.965, sábado.
No creo en el destino ni nada parecido, las cosas ocurren por casualidad y no obedecen a un orden establecido. No obstante, es digno de examinar el cúmulo de circunstancias sucesivas que se produjeron para que yo estuviera al otro lado de la mesa de billar, cuando la mujer de mi vida salía en ese preciso instante del salón principal.
1ª.- La riada de Alcazarquivir, inundando la ciudad y sepultándola bajo una capa de barro y limo pestilente
2ª.- Consecuencia de ella, la anulación del baile de todos los fines de año del Casino de este pueblo.
3ª.- La muerte de la abuela de la chica con la que había empezado a salir.
4ª.- La llegada milagrosa del taxi, a cuyo chofer convencí, casi suplicándole, para que me llevara a Larache a pesar de lo avanzado de la noche.
5ª.- La toma de las uvas en el bar. Si lo hubiera hecho dentro del salón, al sonar las doce campanadas Afriquita hubiera estado en la mesa de su prima África, con la que había venido a la fiesta, y nuestro casual encuentro no se habría producido.
Para mí fue una escena de película romántica, la he guardado como el más grato de mis recuerdos.
EPISODIOS RABATÍES
En 1.968 mi Banco me destinó a Rabat, como Subdirector de la Sucursal de dicha ciudad, Capital del Reino de Marruecos.
Fue un cambio radical, me pareció haber llegado a un país extranjero tal era la diferencia entre el Norte y el Sur de Marruecos, o mejor dicho entre las zonas francesas y españolas de los antiguos Protectorados.
La cultura francesa lo impregnaba todo, incluso penetraba en profundidad en la población marroquí educada en escuelas y liceos de la Misión Cultural gala.
Me habitué enseguida porque dominaba el idioma francés, aprendido en la Escuela Francesa de Larache, como ya he explicado en el capítulo dedicado a ella.
Pero sin embargo mi esposa nunca había salido de la zona española y no sabía una palabra de dicho idioma. La nueva situación le resultó muy difícil, aunque pronto empezó a defenderse utilizando un francés sembrado de palabras españolas con acento andaluz. Lo fue perfeccionando y en un año se entendía sin mayores dificultades con los vecinos y comerciantes de los alrededores de nuestra casa, la calle Patrice Lumumba y la cercana Plaza Petrí.
Establecí buenas relaciones con la Embajada de España, sobre todo con el Cónsul General y el personal a sus órdenes.
Al propio tiempo entré en contacto y entablé amistad con miembros de la colonia española que se concentraban en el barrio del Oceán.
Muchos de estos españoles eran antiguos refugiados políticos huidos de España al final de la Guerra Civil, y también escapados de los campos de concentración que Francia abrió en Argelia, donde encerró a numerosos combatientes republicanos hechos prisioneros cuando cruzaron los Pirineos en 1.939 . Y naturalmente estaban las familias formadas por todos ellos en Marruecos durante sus 30 años de estancia.
Existían por tanto dos colonias de españoles netamente separadas, los próximos a la Embajada y los alejados de ella. Yo me propuse situarme en las dos, y me atribuí la muy difícil misión, sin que nadie me lo pidiera, de acercar a ambas.
Me hice socio del Club de Fútbol Oceán, una sociedad deportiva en cuyo local se reunían los antiguos refugiados y sus allegados, y también de la Casa de España, cuyos socios eran indiferentes o menos hostiles al Gobierno franquista, y algunos francamente partidarios.
El Cónsul General me pidió, al año de mi llegada, que me hiciera cargo de la Sociedad de Beneficencia Española, patrocinaba y financiaba por la Embajada, y me ofrecieron el puesto de Secretario General.
Acepté dicho cargo porque a pesar de tener alguna connotación de colaboración con el régimen franquista al que siempre había sido hostil, consideré más importante poder atender e incrementar las ayudas a muchos ancianos españoles que vivían solos porque sus hijos se habían marchado a Europa , y cuya situación de escasez de recursos ya había ido conociendo.
Nada más comenzar mi gestión me enteré de un asunto grave. El anterior Secretario se había aprovechado de su cargo y había vendido en beneficio propio alimentos suministrados por Cáritas, para su distribución entre los necesitados españoles. Entre ellos, varios camiones de harina y leche en polvo. Debió ser sin duda éste el motivo de su destitución.
Además había discriminado a los españoles considerados por él no afectos al Gobierno de España, y siguiendo este criterio atendido solamente a los arrimados a la Embajada, sin tener en cuenta ninguna otra condición.
En primer lugar investigué los medios económicos de los beneficiarios de las ayudas, y encontré a muchos de ellos que disponían de ingresos para vivir holgadamente. Eliminé a todos estos aprovechados, y me dediqué a buscar a los verdaderamente necesitados, fueran cual fueran sus ideas u opiniones políticas.
Al entrevistarme con muchos de estos hombres y mujeres de edad avanzada, me encontré con la sorpresa de su rechazo a mis ofrecimientos de asistencia médica gratuita y ayudas mensuales en efectivo, alegando que no querían “el dinero de Franco”. A la mayor parte de ellos llegué a convencerles de que el dinero de la Embajada lo aportaban todos los españoles cuando pagaban sus impuestos, y esos contribuyentes eran de todas las tendencias políticas.
Así llegué a depurar la lista de los asistidos por la Beneficencia Española, y la engrosé con estas personas sin recursos, que afrontaban sin perder la dignidad las dificultades de sus vidas.
Hago constar que muchos de estos ancianos españoles habían venido recibiendo asistencia de la Embajada de Francia, ya que, como dejo dicho, no querían nada del Gobierno español, y sin embargo habían sido republicanos combatientes de los alemanes invasores de la metrópoli
La Beneficencia Española tenía su centro en un amplio chalet en el barrio del Oceán. Prestaba en él sus servicios una enfermera española, solterona y llena de rarezas, pero con un gran corazón. Se multiplicaba para atender a todos aquellos ancianos y ancianas, que acudían a la consulta del Doctor Edery, médico al servicio de la Embajada. Además de esta asistencia médica se les suministraban medicinas gratuitamente.
Al mismo tiempo, yo mantenía buenas relaciones con los españoles asociados al Club Oceán, y llegué a tener una buena amistad con muchos de ellos, personas bien situadas socialmente, propietarios de negocios en diversas actividades, gerentes de grandes “fermas”, y también empleados de importantes empresas multinacionales. En realidad, donde me sentía más a gusto era entre éstos , los más próximos a mi forma de ser y de pensar.
El Club tenía un pequeño bar para los socios exclusivamente. Estaban prohibidas las bebidas alcohólicas a los musulmanes, y por este motivo el barman se negó a servir una copa a un Policía de paisano que una tarde entró en el local.
Este sujeto, en venganza, y sabiendo la carencia de licencia del bar, pues al no ser público sólo gozaba de tolerancia, se presentó al día siguiente acompañado de dos Agentes de uniforme y se llevó detenido al Presidente del Club, presente en aquel momento, acusándole de no haber acatado su orden oficial de cerrar dicho bar.
Yo estaba en el Banco cuando ocurrieron estos hechos. El Presidente del Club, un hombre ya mayor, me llamó por teléfono desde la Comisaría Central, donde lo habían llevado los Policías. Me contó lo ocurrido y me dijo que iban a tenerlo encerrado toda la noche, hasta el día siguiente en que pasaría al Juzgado, y me pidió ayuda porque le asustaba permanecer en los calabozos.
Inmediatamente hablé con el Director de mi Sucursal, marroquí licenciado en derecho y cuñado de un Comisario Principal. Habló con su pariente y éste a su vez con el Comisario Central, y me preparó el terreno para una entrevista inmediata con este último.
El Comisario Central me recibió con suma amabilidad, y después de escuchar mis explicaciones sobre la actitud vengativa del Policía autor de la detención, quién había promovido todo por no aceptar una prohibición perfectamente legal, accedió a la puesta en libertad del Presidente, pero con la promesa de presentarse al día siguiente ante el Juez.
Como era de esperar, el caso fue sobreseído, ante la falta de consistencia de la acusación.
Cuento este caso, aunque parezca banal, porque refleja perfectamente la época en que ocurrió. Estábamos a merced de decisiones arbitrarias de los que tenían el poder, y nos veíamos obligados a resolver nuestros problemas apelando a los amigos influyentes, dada la carencia absoluta de derechos en un país donde no existían ni para sus propios ciudadanos.
En mi labor de Secretario de la Beneficencia Española entré en contacto con un funcionario de la Embajada de los EE.UU., miembro de una asociación de asistencia a presos de las cárceles marroquíes, a los cuales visitaba regularmente en el ejercicio de su misión.
Me pidió mi colaboración para resolver un caso de flagrante injusticia. Se trataba de un joven español de etnia gitana, condenado a tres años de prisión por haber conspirado contra el Rey cuando se encontraba en un bar la noche que siguió al intento de golpe de Estado de 1.971 en Skirat.
Me mostró un certificado médico según el cual el joven condenado era esquizofrénico de nacimiento, al igual que una hermana suya.
En lo ocurrido en aquel bar no tuvo parte ni culpa, al parecer un grupo de marroquíes hicieron manifestaciones en contra de la Monarquía alauita cuando el joven gitano estaba allí en la barra, ajeno en su demencia a estas opiniones dichas en árabe, que ni siquiera entendía.
Seguramente el informador de la terrible Policía política, el barman posiblemente, lo incluyó en la lista de los presentes, y lo inculparon con los otros sin más averiguaciones.
Un europeo se preguntará cómo pueden ocurrir hechos como el que relato, sin embargo eran muy corrientes en un país donde la policía y los jueces actuaban al margen de las leyes de un Estado de Derecho, siguiendo sin rechistar las directrices de la Corona.
Mi primera actuación fue exponer el caso al Cónsul General, y éste me dijo que la Embajada no podía intervenir porque se trataba de un asunto político muy delicado, y se podría ocasionar un incidente diplomático si se insistía oficialmente en la arbitrariedad de la Justicia.
Ante esta negativa en defender a un ciudadano español víctima de un claro error judicial, me decidí a tomar otro camino.
Estaba convencido que el asunto sería fácil de resolver si se conseguía la reapertura del proceso y se presentase un documento probatorio de la demencia del condenado. A pesar del fracaso de los intentos en este sentido del representante de la asociación de ayuda a los presos, decidí insistir por este camino, único factible a mi entender.
Entonces me acordé de un médico español anestesista que prestaba sus servicios en el Palacio Real.
Me entrevisté sin pérdida de tiempo con él y le expuse los pormenores del doloroso caso. Reaccionó con presteza, obtuvo un certificado de un forense oficial confirmando la enfermedad mental del preso, habló con personalidades influyentes cercanas al Rey, y conseguimos que el muchacho gitano saliera de la cárcel a cambio de su expulsión a España.
Seguí prestando mi colaboración en otros casos relacionados con presos de nacionalidad española, y para terminar este tema voy a relatar un caso en el que la arbitrariedad de la Policía y los Jueces fue el colmo.
A un joven español, al pasar la frontera de Marruecos con Ceuta, los aduaneros marroquíes le encontraron en el equipaje una pistola de aire comprimido, pero lo acusaron de llevar un arma de fuego sin declarar. Lo detuvieron y se lo llevaron a la prisión de Rabat, ciudad donde estaban los Tribunales competentes en los casos de terrorismo y de atentados contra la seguridad del Estado.
Llevaba este imprudente joven, lo califico de este modo y se lo dije cuando hablé con él, más de un año en espera de juicio, a pesar de la endeblez de la acusación basada en una falsedad fácil de demostrar en cuanto un experto atestiguara que la pistola de aire comprimido era inofensiva, y de ningún modo un arma de fuego.
Esta vez conseguí la intervención de nuestra Embajada para la celebración del juicio sin más dilación, y a nuestro joven compatriota lo absolvieron.
Regresó a España haciéndose la firma promesa de no volver a poner los pies en un país en manos de gentes tan incompetentes y de tan mala fe, porque para él no quedó claro si el aduanero puso en el acta del registro que la pistola era un arma de fuego por ignorancia, o con el insano ánimo de perjudicarle, o incluso de ponerse una medalla a su costa por un brillante servicio.
LA HERENCIA DE TITA MARÍA
Antonio Escañuela murió a la edad de 64 años de un tumor en el esófago, y todos lo achacamos a su desmesurada afición a la buena mesa. Mi tía María se convirtió en su heredera testamentaria, pues no estaban casados legalmente. Aunque Antonio se había separado de bienes y cuerpos de su primera mujer, Angelina Román, no pudo contraer nuevo matrimonio con mi tía porque en aquellos años no existía en España el divorcio ni el casamiento civil, y por otro lado la Iglesia lo seguía considerando casado.
Mi tía me pidió ayuda, ella no entendía nada de los complicados trámites para entrar en posesión de los bienes heredados.
En primer lugar me entrevisté con el abogado de la viuda legal, y llegamos a un acuerdo de capitalizar los derechos de usufructo que ella tenía sobre las propiedades inmobiliarias heredadas por mi tía, en una cantidad muy inferior a la que por ley le correspondía. Fue un acuerdo que yo forcé cuando me di cuenta del deseo de Angelina de no demorar el asunto más de lo estrictamente necesario, y no quería pleitear. Aquí le ahorré a Tita María varios millones de Pesetas.
Después conseguí poner a su nombre unos fondos en libretas de ahorros sin deducción de impuestos, ahorrándose también en esta ocasión otros millones de Pesetas.
Me encontré con un grave problema a resolver, la empresa de transportes de viajeros por carretera, “La Escañuela”, había sido vendida por Antonio pocos meses antes de su fallecimiento a un empresario marroquí del mismo gremio, mediante un contrato privado donde constaba una entrega a cuenta de 5 millones de Francos Marroquíes sobre un total de 40, importe final de la transacción.
El comprador intentó hacerse con la empresa esgrimiendo el contrato, pero se lo impedí hasta pagar el resto. Contrarresté sus maniobras para paralizarla en complicidad con funcionarios de la Dirección de Transportes de Rabat, entrevistándome con el Jefe del Servicio de las Revistas Técnica, un ingeniero francés, y con el Director General.
El cuarto asunto fue el de las fincas urbanas, el más complicado de todos si tienen la paciencia de seguir leyéndome.
En la ciudad de Alcazarquir existían unas 30 viviendas unifamiliares que formaban la “Colonia Escriña".
Antonio Escañuela, en sociedad con un abogado en aquel entonces Teniente Coronel de la Intervención Militar, de nombre Francisco de Vicente, la compraron a Escriña cuando éste tuvo que marcharse huyendo a Méjico por motivos políticos, seguramente por cuatro reales vistas las circunstancias del momento.
Antonio había ido vendiendo estas propiedades a terceros, utilizando para ello un poder otorgado por De Vicente, porque desde hacía muchos años este último vivía en Madrid, donde poseía un importante bufete de abogados.
Buscando entre los papeles del difunto encontré un resguardo de transferencia bancaria de 1.000.000 de Pesetas, efectuada por Escañuela a favor de Francisco de Vicente, y una carta de este último al primero acusando recibo de la cantidad y diciendo ser el pago de su parte en las casas de la “Colonia Escriña”.
Esto explicaba el poder a favor de Antonio para que vendiera las viviendas y se quedara con el producto de ellas. Pero había un inconveniente, al morir el apoderado el poder quedaba nulo al no transmitirse automáticamente a la heredera.
Mi tía y yo visitamos a De Vicente en su bufete de la calle Arenal de Madrid, situado en un impresionante edificio antiguo de altos techos estucados y suelo de parqué abrillantado, que crujía al pisar. Nos recibió en un descomunal despacho, repleto de muebles y cuadros de gran valor.
Cuando le explicamos el motivo de nuestra visita, y le solicitamos un nuevo poder a favor de mi tía, se negó en redondo diciéndonos que el poder dado a Antonio fue sólo para las viviendas ya vendidas, no para las restantes, y por tanto debía participar en la venta de éstas últimas.
Yo había traído el resguardo de la transferencia y la carta firmada por De Vicente, y para contradecir la gran mentira del insigne abogado, hice ademán de abrir la carpeta donde tenía dichos documentos, pero mi tía me hizo señas de que no lo hiciera.
Al salir del despacho, tita María me dijo que no quería conflictos con tan importante hombre de leyes, y era mejor darle su parte de las viviendas a vender en el futuro.
La falta de escrúpulos del abogado me indignaba, viendo su gran situación económica, y más si añado que este avaricioso señor no tenía hijos a quienes legar su fortuna, y sin embargo, no dudaba en desposeer a mis tres primos, menores de edad, de un dinero que les pertenecía.
Meses después, y no fiándose de mi tía, De Vicente vendió su parte de las viviendas que quedaban en la “Colonia Escriña” a un conocido propietario de Alcazarquivir, Mohammed Elhsisen, dándole un poder, y así pudimos venderlas partiendo el dinero a medias. La parte de mi tía la ingresaba en un Banco de Tánger, y Elhsisen cobraba la suya en efectivo.
A todo esto, yo vivía en Rabat, donde seguía en mi puesto de Subdirector de la Sucursal del Uniban.
Un día, me llamó el Director la Sucursal de Casablanca, Mariano Sabater, antiguo Director de la de Larache, y viejo conocido. Me dijo que quería verme para un asunto muy importante, no me lo podía explicar por teléfono, y me dio cita para la mañana siguiente en el Café de L’Horloge, cerca de su oficina en Casablanca.
Se hablaba en aquellos días de movimientos de personal en la Dirección General y pensé que a Mariano le habían encargado de hacerme alguna propuesta discretamente. Mis relaciones con él eran nulas en aquellos momentos pues su comportamiento tanto en Larache como en Casablanca no eran de mi agrado, y no veía ningún otro motivo para esta extraña cita.
Me presenté al día siguiente en dicho Café. Pasó la hora convenida y Mariano no apareció, lo que me escamó bastante. Al cabo de más de una hora después se presentó mi paisano acompañado de un marroquí alto y de fuerte complexión, a quién inmediatamente reconocí. Se trataba de un inspector de Aduanas llamado Faruk, que se movía entre Larache y Alcazarquivir, y yo estaba al corriente de algunos asuntos de tráfico de capitales a España hechos por los dos.
De entrada me dijo Sabater que el inspector de Aduanas Faruk tenía una orden de detención contra mí, por haber pasado a España dinero de mi tía María.
Enseguida mi di cuenta del intento de extorsión, yo sabía que un inspector de Aduanas carecía de competencia para detener a nadie, y llegado el caso debía estar acompañado por un Agente de Policía.
Simulé tragarme el anzuelo y me defendí con vehemencia alegando incierta su acusación y que el dinero de mi tía estaba ingresado en un Banco en Tánger, como era la pura verdad.
Mi viejo conocido Sabater, mi asqueroso conocido Sabater, me dijo no dudar de la certeza de mis alegaciones, pero demostrarlo requería tiempo y no evitaría mi encarcelamiento inmediato.
Entonces les lancé el mensaje que esperaban:
- ¿ Hay alguna forma de arreglarlo ? -
Faruk fue al grano:
- Si me das 300.000 Francos rompo la orden de detención y no se habla más del caso -
Conteniendo las ganas de emprenderla a patadas con los dos sinvergüenzas, respondí que aceptaba la solución, pero era mi tía quién debía darme el dinero y necesitaba tiempo para hablar con ella. Les pareció bien y quedamos en vernos unos días más tarde.
Regresé a Rabat muy preocupado, y no pude dormir en toda la noche. En esta vigilia me vino a la memoria un alto funcionario del Office des Changes, organismo de control de las transacciones exteriores, de nombre Mohammed Dassuli, muy amigo de Daudi, el Director de mi Sucursal. Yo sabía que hacía poco tiempo lo habían destinado a la Dirección de Aduanas de Casablanca.
Nada más llegar al trabajo a la mañana siguiente, le conté a mi jefe lo sucedido, y éste me puso inmediatamente en contacto telefónico con Dassuli. Después de los saludos pertinentes, largos según la costumbre árabe, le puse al corriente de lo que yo consideraba un intento de extorsión. Lo primero que me dijo fue :
- Sr. Galea, soy actualmente el Jefe del Servicio de Represión del Fraude de las Aduanas y por tanto el superior de todos los inspectores, y no conozco ninguna misión en la que figure su nombre. Dígame cómo se llama de ese inspector -
- Yo lo conozco por Faruk - le contesté.
A la media hora, no más, sonó el teléfono. Después de mi “alló” habitual en Marruecos, oigo una voz con un tono muy solemne:
- Sr. Galea, soy Mohammed Dassuli. Le presento oficialmente mis excusas en nombre del Servicio de Represión del Fraude de la Dirección de Aduanas del Reino de Marruecos, por el abuso cometido en su persona por el inspector Faruk Ben…., aquí presente. Dígame Vd. que quiere que haga con él. -
Cuando pude salir de mi asombro ante la diligencia y el buen sentido de la justicia de Dassuli, le contesté:
- Sr. Dassuli, no quiero personalmente ninguna represalia contra el inspector Faruk por el mal rato que me ha hecho pasar. Deseo solamente que se olvide de mí y aprenda la lección -
Supe más tarde que a pesar de mi postura benevolente le fue abierto un expediente disciplinario.
Así quedó zanjado el intento de extorsión. Varios días después llegaron a mi conocimiento unas manifestaciones de mi querido “amigo” Sabater a un compañero común de trabajo. Dijo que yo había exagerado mi reacción, él solamente había querido ayudarme. Se necesitaba tener poca vergüenza, aunque no me extrañó nada de este inmoral y cínico sujeto. Acabó siendo destituido de su cargo de Director por su poco honrado comportamiento.
Pero no se terminaron aquí las complicaciones emanadas de mi ayuda a mi tía en la venta de las viviendas de Alcazarquivir.
Habían pasado sólo uno o dos meses desde el incidente que he narrado, cuando recibí una convocatoria del Director del Office des Changes.
Me recibió este alto funcionario en su despacho oficial, y empezó preguntándome:
- Es Vd. dirigente de un importante Banco, y estará al corriente del sistema de control de cambios -
- Efectivamente, por mi trabajo lo conozco - le contesté.
- Entonces quiere explicarme cómo se ha permitido pasar a España el dinero producto de la venta de las casas efectuadas por un no residente, Francisco De Vicente, co-propietario de ellas con su tía María Díaz García
Pensé enseguida en una represalia de Faruk y Sabater, y como tenía una respuesta clara, se la di sobre la marcha:
- El Sr. De Vicente, para efectuar la venta de su parte en las viviendas de la Colonia Escriña, dio un poder a Mohammed Elhsissen, un muy conocido propietario de Alcazarquivir. Es a este señor a quién hay que preguntar qué ha hecho con el dinero recibido en efectivo en cada operación.
Recibí por segunda vez las excusas de un Organismo oficial del Gobierno marroquí, y me dijo el Director del Office que le había extrañado la acusación de mi intervención en un asunto fraudulento, porque tenía buenas referencias en cuanto a mi honradez.
Al poco tiempo pasó por mi despacho del Banco Mohammed Elhsissen , y después de saludarme con la amabilidad que lo caracterizaba, me dijo con un tono de indiferencia:
- Carlos, he sido convocado por el Director del Office des Changes. Supongo el motivo pero no me inquieta lo mas mínimo, todo esto lo arreglaré con mis influencias -
Yo me sonreí para mis adentros, y nada le conté de mi entrevista con el Director del Office, aunque suponía el motivo de su visita, era precisamente el saber algo de ella. No se atrevió a hacerme ninguna pregunta directa.
Lo habrá visto el lector, tita María heredó los capitales y yo los líos y disgustos, además del trabajo.
¿ Y créen que por lo menos me lo agradecieron ella y mis tres primos ?
Pues no, absolutamente no, ni siquiera se dieron cuenta del valor de mis gestiones, o fingieron no darse.
Una vez solucionados todos los asuntos de la herencia, se marcharon a vivir a un chalet también heredado en Puerta de Hierro, urbanización de lujo de Madrid, y si te he visto no me acuerdo. Rompieron toda relación con la familia de Larache, incluidas mi abuela Dolores y mi madre, madre y hermana respectivamente de tita María, a cuyos entierros no se dignaron asistir.
No me arrepiento de todo lo que hice por ellos, con mi mejor voluntad y sin ningún ánimo de lucro. Lo que me duele es su comportamiento sumamente egoísta y su falta de cariño no sólo hacia mi, sino también hacia el resto de la familia.
Muchas veces pienso si todo este despego ha sido para evitar que les pudiera reclamar algo por mi trabajo, es ruin pero es posible. Así lo hago constar por si algún día leen este relato, comprado en una librería.
GOLPE DE ESTADO EN MARRUECOS
Aquel caluroso día de Julio de 1.971 llegamos temprano a la playa de “Les contrebandiers”, a unos cuarenta kilómetros al sur de Rabat, adonde varias familias de españoles de la capital del Reino habíamos tomado la costumbre de ir todos los domingos del verano para bañarnos y pescar.
Dejamos a nuestras familias en la parte arenosa, para tomar el sol y bañarse, y los pescadores no dirigimos a la meseta rocosa que bordeaba el mar abierto
Lanzamos los aparejos de nuestras cañas de carrete, y empezamos un día más nuestra partida de pesca. El mar estaba en calma, y los peces parecían haberse marchado de vacaciones, no picaba ni uno.
Mirando distraídamente hacia el mar, percibí a lo lejos varios barcos de guerra parados un poco más al sur.
Le dije a uno de mis compañeros de pesca:
- Jaime, mira esos barcos de guerra, me pregunto por qué están ahí parados -
- Sí, ya los he visto, hoy es el cumpleaños del Rey y como todos los años están celebrando una fiesta en el Palacio de Skirat, que está a la vuelta de ese cabo, seguramente están de vigilancia - me contestó señalando una punta próxima de la costa.
Sobre las cinco de la tarde volvimos al lugar donde estaban nuestras familias, para tomarnos una merienda y seguir pescando hasta la caída del sol
Un francés, que se había instalado junto a nosotros con su familia, volvió en ese momento de un paseo por los alrededores y nos dijo que había visto muchos soldados que se dirigían a Skirat, algo estaba pasando allí y él se volvía a su casa por si acaso.
Ante estas noticias tan alarmantes, recogimos a toda prisa nuestros bártulos de playa, y al llegar al sitio donde teníamos estacionados los coches se confirmaron nuestros peores presentimientos.
Por la carretera que bordeaba el pequeño llano que servía de parking vimos circular numerosos camiones militares cargados de tropa, llevando algunos a remorque cañones ligeros de infantería y ametralladoras de grueso calibre, y dirigiéndose todos ellos hacia el sur.
Emprendimos el viaje de regreso a Rabat, cada familia en su coche. Mi mujer, embarazada de seis meses, y mis hijas de seis y tres años, no paraban de hacerme preguntas, y yo les contestaba con toda la calma posible
- No es nada, no pasa nada grave, están celebrando el cumpleaños del Rey , y seguramente van a hacer un desfile.
La carretera era secundaria, con circulación en los dos sentidos. Yo conducía a poca velocidad porque no cesaban de cruzarse y de adelantarme vehículos del Ejército y de la Gendarmería Real
Entré en la capital por la puerta monumental situada cerca del Mechuar, el recinto amurallado del Palacio Real. Había un gran desconcierto en la circulación, los Policías urbanos que la regulaban habitualmente no estaban en sus puestos. Pasé algunos cruces jugándome el tipo al disputar la prioridad con otros coches con la misma prisa, y al llegar a la altura de la Gran Mezquita giré a la derecha, sin hacer caso a un Policía que me hacia señas indicándome no tomara esa dirección.
Seguí las calles que conducían a mi domicilio, en el 13 de Patrice Lumumba, y observé con inquietud lo solitarias que estaban, no circulaban automóviles ni personas a pié. Pasé por una avenida frente al Estado Mayor de las FF.AA. Reales y también por la calle donde estaban ubicados los estudios de la Televisión marroquí.
Estacioné mi coche al borde de la acera, enfrente de la puerta del jardín del pequeño inmueble de tres plantas donde tenía mi piso, en lugar de entrar en mi garaje, porque vi a un grupo de soldados subiendo la calle con los fusiles en posición de combate.
Cuando bajé del coche, se adelantó el que parecía al mando, un hombrecito de menos de metro y medio de estatura y facciones mongoloides, un Sussi o beréber del Suss, me apuntó con su fusil al pecho y me gritó:
¡ La carte ! -
En las muchas veces que he estado en situaciones peligrosas, una calma pasmosa se apodera de mí y me da tiempo para meditar y controlar todos mis movimientos. En esta ocasión me quedé parado sin mover una pestaña delante del soldado, y hasta me contuve la risa pues encontré muy cómico que el fusil pareciera más grande que él.
Le dije hablando en francés muy lentamente, que estuviera tranquilo, no pasaba nada, yo vivía allí mismo y me había parado para hacer bajar a mi familia y luego entrar mi coche en el garaje. El soldadito me miró muy serio y me ordenó enérgicamente:
- ¡ Bon, bon, ça va , dégagez !
No le hicimos esperar, mi mujer y las niñas entraron rápidamente en la casa, y yo introduje rápidamente mi vehículo en el garaje situado en la parte posterior del inmueble, al que se pasaba por un estrecho pasillo.
Una vez en mi piso, conecté la televisión para ver si emitía alguna noticia, aunque ya estaba convencido por todo lo visto y vivido aquella tarde que se trataba de un intento de derrocar al Rey Hassan II. No había ninguna emisión.
Mi desbordada curiosidad me hizo subir a la azotea, a pesar de la oposición a gritos de mi esposa, diciéndome que estaba loco. Me asomé con sumo cuidado a la barandilla intentando tener una visión de toda la calle, quería tener una idea de la envergadura del peligro a que me enfrentaba. Pero me vió unos de los soldados que subía la calle mirando a las alturas y me apuntó con su arma, gritándome que me fuera de allí. Bajé las escaleras saltando los escalones de dos en dos, y regresé a mi vivienda con un gran susto en el cuerpo, Tuve encima que aguantar las recriminaciones de mi mujer, y le contesté que el riesgo corrido no era gratuito, lo había hecho tratando de obtener información para el caso de necesidad de huir de aquel lugar.
Mi piso tenía cuatro ventanas a la calle, cuyas persianas estaban bajadas en aquel momento. Subí ligeramente una de ellas y a través de las rendijas estuve el resto de la tarde viendo pasar tropas a pié en dirección al Estado Mayor y a la Televisión.
Cuando cayó la noche empezaron los combates. El tiroteo era intenso, no cesaba un instante, al principio se oía algo lejano, pero a medida que pasaba el tiempo se fue aproximando, y finalmente el cruce de disparos ocurría en mi propia calle y en las inmediatas.
Como he sido soldado, ya lo he contado en el capítulo dedicado a mi “mili “, sabía distinguir por su ruido a las diferentes armas. Eran todas ligeras: fusiles, fusiles ametralladores ligeros y pistolas. Mi temor era que pasaran a emplear otras más pesadas, morteros y ametralladoras de gran calibre, pues en tal caso correríamos un gran peligro de ser alcanzados nosotros mismos, aún estando dentro de la casa.
En previsión de este hipotético peligro, pero no descartable, sacamos a las niñas de su dormitorio porque tenía una ventana sobre el patio trasero, y las acostamos en un colchón en el pasillo central del piso, poniéndolas a salvo de las balas que pudieran penetrar por dicha ventana o por alguna del lado opuesto, las de la calle principal.
Mi mujer, encinta de siete meses, aguantó la situación con mucha entereza, y tuvo el ánimo de distraer a las niñas contándoles historias para distraerlas y con ello tranquilizarlas, no resultando fácil conseguirlo en medio de aquel ruido de disparos de armas de fuego.
Hasta las cuatro de la mañana no cesaron los tiros, y el barrio quedó en silencio, solamente roto por el ruido de los motores de los blindados circulando por nuestra calle en dirección al Estado Mayor y las calles periféricas.
Dimos una cabezada acostados todos en el colchón del pasillo central, y con las primeras luces del nuevo día continué mi espionaje a través de la persiana, subiéndola un poco más.
Presencié entonces una escena que no olvidaré nunca, cuatro soldados sacaban del portal de enfrente el cadáver de un hombre muy joven uniformado, con la cabeza pelada al cero. Cada soldado lo sujetaba por una de sus extremidades y casi lo arrastraban por el suelo con los brazos y piernas abiertos en cruz. De otras casas de la vecindad los soldados leales sacaron a otros jóvenes uniformados con las manos en alto, apuntándoles con sus fusiles. Los rebeldes parecían niños jugando a la guerra.
Todas estas escenas me hicieron comprender que los golpistas habían sido vencidos, y me atreví a salir a la calle, con el ansia de saber lo ocurrido con detalle. No era el único, otros muchos vecinos también salieron de sus casas y hablaban entre ellos tratando de conocer datos de los graves acontecimientos vividos tan de cerca.
Numerosos edificios tenían huellas de los combates, los impactos de las balas habían dejado sus señales en las fachadas. En una calle perpendicular entre la nuestra y la de Nîmes mucha gente miraba a una casa baja acordonada por los soldados, a la que no dejaban acercarse a nadie. Me dijeron que dentro varios cadetes retenían a una mujer mayor europea, y no querían rendirse.
Empujados por una curiosidad morbosa, el grupo de vecinos nos acercábamos cada vez más, hasta que uno de los soldados disparó una ráfaga de su metralleta al aire, y nos hizo retroceder corriendo.
Posteriormente me enteré que los cadetes se rindieron finalmente. La anciana no sufrió ningún daño e incluso intentó mediar a favor de aquellos muchachos tan jóvenes que no eran todavía ni soldados.
Pronto las noticias corrieron :
El golpe militar había sido conducido por el General Medboh, de la Guardia Real, y el Coronel Ababu, Director de la Academia Militar. Al mando de este último los cadetes se presentaron a media mañana en el Palacio de verano del Rey en Skirat, cuando estaban celebrando la fiesta de cumpleaños del Rey. Amenazaron a los invitados con sus armas y dispararon contra los que se movieron o intentaron huir, matando a muchos de ellos.
Un pelotón irrumpió en el salón principal del Palacio, tirando a diestro y siniestro. Murió en aquel ataque el Dr. Benyaich, médico personal del Rey, alcanzado por una ráfaga de metralleta.
Sentí mucho su muerte, solía ir al Banco y lo atendía siempre en mi despacho de Subdirector. Llegamos a tener amistad porque este doctor había estudiado en la Universidad de Granada, se había casado con una española de allí y era muy amante del cante flamenco, y hasta cantaba bastante bien. Me contaba historias de cuando iba a las cuevas de los gitanos a oírlo y aprender los diferentes “palos”. Estaba conectado permanentemente al Palacio Real con un “busca”, no existían aún los teléfonos móviles, y cuando sonaba aquel aparatito salía en estampida y se montaba en el coche oficial que le esperaba, estacionado cerca de la puerta principal de la Sucursal.
Según publicaron todos los periódicos, el General Medboh, que participaba en la fiesta vestido con ropa civil de verano como el resto de los invitados, acudió al encuentro del Coronel Ababu , y éste le preguntó dónde estaba el Rey. El General le contestó que no se apurara, lo tenía a buen recaudo. Ante esta respuesta tan enigmática, se entabló una violenta discusión entre los dos militares, pues Ababu quería a toda costa que Medboh le trajera al Monarca para matarlo, y el General no aceptaba porque no quería comenzar un nuevo régimen con un regicidio. En el colmo de la discusión, el Coronel ordenó a un Sargento del pelotón, llamado Akka, que matara a aquel traidor.
El General Medboh cayó bajo las balas de la metralleta del Sargento, pero antes usó su pistola e hirió a Ababu en el cuello.
El final de esta historia del ataque al Palacio de Skirat ha quedado algo confuso. Lo cierto es que el Coronel Ababu abandonó dicho palacio y se dirigió al Estado Mayor en Rabat, donde se hizo fuerte con sus cadetes. Al parecer allí murió desangrado a consecuencia de la herida de bala que tenía en el cuello. Algo difícil de creer, pero es la verdad oficial.
El Rey Hassan II salvó la vida porque el General Medboh lo ocultó en uno de los lavabos junto a varios invitados, entre los cuales el Director General del Uniban, de quién conocí este último detalle de la historia, no publicado por la prensa.
El Monarca sufrió una fuerte depresión y se recluyó en su Palacio de Rabat, dando plenos poderes al General Ufkir al confiarle los Ministerios de Defensa y el del Interior, sobre los que descansaba principalmente la Corona.
En los días que siguieron al intento de golpe de Estado, vimos estupefactos por la Televisión marroquí, en directo, el fusilamiento público de varios Generales acusados de formar parte del complot, quienes antes de recibir los disparos atados a un poste daban vivas al Rey.
Fue una clara muestra de la falta de respeto a los derechos humanos, al aplicar la pena de muerte, ya de por si injusta, a presuntos cómplices del fracasado alzamiento, sin un juicio previo.
SEGUNDO GOLPE DE ESTADO EN MARRUECOS (1.972)
Como ya dejo dicho en el capítulo anterior, el General Ufkir descabezó prácticamente al Ejército marroquí eliminando físicamente a los principales Generales.
Sin embargo, no tocó un pelo del Mariscal Mizzián, suegro del General Medboh, a pesar de que, en los primeros días siguientes al golpe militar de Julio de 1.971 , corrieron rumores según los cuales estaba también implicado en la intentona dirigida por su yerno.
Esta es una primera señal, fácil de deducir, de que los Generales Medboh y Ufkir estaban juntos en el complot de Skirat, como más tarde veremos en este capítulo.
Quiero señalar al lector que este Mariscal del Ejército marroquí, la más alta graduación aunque sin mando en tropa, era el muy famoso General Mizzián del Ejército español, marroquí de origen rifeño que participó en la Guerra Civil española de 1.936/39 al lado de Franco, comandando los mercenarios marroquíes de los Grupos de Regulares Indígenas.
El Mizzián fue precisamente General Jefe de la plaza de Larache, años atrás, y tuve la ocasión de conocerlo personalmente porque era muy aficionado a la pesca con caña y lo veía a menudo en el espigón del río Lukus dedicado a este deporte. Usaba cinco o seis cañas a la vez y tenía varios soldados a su servicio para que le cebaran los anzuelos. Todo un pescador de altura, me refiero a la categoría social que ostentaba.
En Rabat se dieron numerosas detenciones de militares en sus domicilios a altas horas de la noche por elementos del Ministerio de Interior. Una de ellas tuvo lugar en un piso vecino al de Pareja, un empleado español de mi Banco, quién fue despertado en mitad de la noche por los gritos y llantos de la mujer y los hijos de un Oficial de las Fuerzas Armadas Reales que vivían en el piso de al lado. No se atrevió a salir porque no quería ser testigo de algo muy peligroso para su integridad física. A la mañana siguiente, cuando preguntó a la mujer del Oficial la causa de sus gritos, le dijo llorando que un grupo de hombres de paisano se habían llevado a su marido, después de reducirlo a golpes.
El General Ufkir era un hombre de aspecto siniestro, tenía su rostro cetrino lleno de cicatrices a consecuencia de la explosión de una bomba de mano en la guerra de Indochina, donde luchó como Oficial del Ejército francés. Llevaba permanentemente unas gafas ahumadas, debido a que la granada también le produjo daños en los ojos. Lo pude ver de cerca en varias ocasiones paseando por una playa Rabat, en la cual tenía él un chalet.
Su historial al servicio de la Corona Cherifiana era el de un hombre de acción, sanguinario y cruel, después de haber sido un mercenario de un ejército extranjero en una guerra colonial.
Fue el autor o inductor del secuestro y asesinato en Francia del líder socialista de la oposición Mehdi Ben Barka. Fue juzgado y condenado por dicho país en rebeldía, y lanzó contra él una orden de busca y captura internacional.
Este General dirigió la campaña militar contra los rifeños en los años sesenta, produciendo muchos muertos entre estos montañeses. Se dijo que intentaban proclamar una república independiente, versión oficial del Gobierno de su Majestad con la que se justificó la desproporcionada intervención contra civiles armados con viejos fusiles y escopetas de caza.
Mi inseparable amigo Paco Bautista “El Cocinero”, era en la época de la pequeña guerra del Rif conductor de un camión de transporte público. El Ejército marroquí confiscó todos los camiones civiles disponibles en el norte de Marruecos, y a Paco le tocó ir a las montañas de dicha cordillera cargado con soldados. Me contó a su regreso lo que ocurrió realmente, las matanzas de campesinos silenciadas por los medios de comunicación, y el miedo que pasó al atravesar los desfiladeros en cuyas alturas se divisaban a los guerreros rifeños apostados, con sus vetustas armas de fuego y sus cananas cruzadas sobre el pecho.
Ufkir escoltaba muy de cerca al Rey en sus baños de multitudes a los que era tan aficionado. En uno de esos clamorosos desfiles, un hombre sin ningún arma visible se acercó a Hassan II, rebasando el cordón de Policías. El General se interpuso entre el Monarca y aquel sujeto y sacando un cuchillo de combate de entre sus ropas lo degolló de un tajo, allí mismo, delante de todo el mundo. Luego se supo que no fue ningún intento criminal, sencillamente aquel pobre súbdito pretendió entregar en mano una petición escrita.
Otro hecho abominable de este personaje fue su criminal represión de una manifestación de estudiantes y jóvenes parados de los barrios de la periferia de Casablanca. Ufkir, desde un helicóptero, tiró con una metralleta contra los manifestantes, matando a muchos de ellos, entre los cuales numerosos niños. Con esta sanguinaria acción quedaron ampliamente demostrados sus bajos instintos, si había alguna duda o desconocimiento.
Pues bien, a pesar de estos conocidos antecedentes, no se podía entender que el Rey le confiara el país.
Había transcurrido poco más de un año desde el asalto al Palacio de Skirat, cuando una tarde en que estábamos trabajando en la oficina del Uniban, oímos una serie de explosiones y el ruido de motores de aviones a reacción.
Salí rápidamente a la puerta principal, que daba a la Plaza de los Alauitas, y pude ver cruzando el cielo de Rabat a varios aviones de combate que lanzaban sus misiles contra el Palacio Real, situado a unos 500 metros de distancia.
Con el espanto reflejado en mi cara volví a la oficina, donde toda la plantilla permanecía en sus puestos, y cuando expliqué lo que había presenciado, el pánico se apoderó de todos los empleados. Uno de ellos, al que llamábamos “Marrakchi”, era hijo de un miembro de la Guardia Negra del Rey, y tenía su domicilio dentro del Mechuar, allí donde estaban cayendo las bombas cohetes. Llorando y entre lamentos intentó telefonear a su padre, pero no pudo conseguirlo.
Ante esta dramática situación cerramos la oficina y cada empleado se marchó a su casa. Emprendí el camino de la mía a pié, a la carrera, jugándome la vida en cada paso de cebra, los automóviles no respetaban los semáforos. Presencié varios choques entre ellos, sus conductores no se bajaban a comprobar los desperfectos y dando marcha atrás para salir del atolladero continuaban su camino con las carrocerías seriamente abolladas.
En mi caso tenía un grave problema, en vez de alejarme del peligro me acercaba a él, pues mi domicilio estaba más próximo al Mechuar que el Banco. Pero lo que yo quería era estar con mi familia y no pensaba siquiera en el riesgo. Durante los diez minutos que tardé en llegar los aviones de combate hicieron varias pasadas disparando sus cohetes. El ruido de los motores eran trallazos, estampidos ensordecedores. Finalmente hicieron un giro en formación y se alejaron en dirección de la costa.
Cuando al fin llegué a mi casa, me encontré esperando en la puerta a un vecino de un chalet muy próximo, y me dijo que mi mujer y mis hijos estaban en su sótano, con su familia.
Le agradecí el haber dado cobijo a mis seres más queridos en un momento tan peligroso como el que estábamos viviendo.
Cuando llegué donde estaba mi mujer, me abrazó y rompió a llorar, y me explicó entre sollozos lo ocurrido a ella.
El ataque de los aviones empezó cuando estaba en la Plaza Pietrí , donde había ido a hacer unas compras en el mercadillo de verduras. Venía de regreso con nuestro hijo de un año en el cochecito, nuestras dos hijas y una hermana suya, Marisa, una jovencita de 17 años. Aunque sólo anduvo unos trescientos metros, lo hizo entre una anarquía de personas que corrían despavoridas en todas las direcciones, y lo más difícil fue atravesar el paso de peatones entre dicha plaza y nuestra calle, la Rue Patrice Lumumba , por donde los coches pasaban sin respetar el semáforo.
Permanecimos en aquel sótano gran parte de la noche, hasta que nos llegaron noticias a través de la radio que nos tranquilizaron. Ya no iban a producirse más bombardeos porque tropas leales al Rey habían intervenido en la base aérea de Kenitra y detenido a los pilotos de los aviones y otros elementos militares participantes en la acción.
Al día siguiente tuvimos en la prensa, tanto nacional como internacional, una amplia información de lo ocurrido.
Volvía el Rey Hassan II en su avión oficial de un viaje a Europa, y al pasar sobre Tetuán el aparato bajó desde los 8.000 metros del vuelo de crucero a los 4.000 de altura de aproximación al aeropuerto de destino. En ese momento fue atacado por tres aviones de combate de las Fuerzas Armadas Reales , y le lanzaron sus misiles. Uno de los proyectiles atravesó el fuselaje del avión real, pero este encajó el impacto sin explotar ya que no hubo despresurización al volar a una altura con la presión equilibrada entre la interior y la exterior. No se produjo un segundo ataque porque el Rey, con su probada sangre fría y astucia, hizo lanzar un mensaje al radiotelegrafista diciendo que el proyectil había alcanzado a su Majestad, Príncipe de los Creyentes, y lo había matado. Consiguió engañar con esto a los pilotos de los cazas atacantes, quienes desistieron de seguir disparando.
Prosiguió el avión real su ruta hacia el aeropuerto de Rabat-Salé, donde aterrizó. Al bajar del aparato, el Rey se subió en un pequeño automóvil, un Renault 4 L, y se marchó rápidamente acompañado de un tío suyo, General ayudante de campo y chambelán, que venía con él en el viaje.
Los tres aviones de combate, después del ataque se dirigieron a la base de Kenitra de utilización conjunta con las fuerzas aéreas de los EE.UU. de América.
Al tener allí información de que Su Majestad había llegado vivo a Rabat-Salé, se recargaron de combustible y repusieron las bombas cohetes consumidas. Estas maniobras de reabastecimiento fueron dirigidas por un militar norteamericano.
Los tres cazas, una vez pertrechados, sobrevolaron el aeropuerto de Rabat-Salé, y al tener seguramente noticias desde tierra por algún informador de la ausencia del Rey, se dirigieron al Palacio Real de Rabat, donde supusieron estaba, lanzaron todos sus proyectiles sobre el mismo y volvieron a su base.
El Rey siguió demostrando gran astucia en el desarrollo de estos acontecimientos, en vez de ir al Mechuar se dirigió al Palacio de Skirat, precisamente al mismo lugar donde sufrió el primer atentado contra su vida el año anterior. Y la utilización de un pequeño coche banal en lugar de su conocido Mercedes blindado despistó a los que hubieran podido informar del recorrido de la huida.
Una vez en Skirat, ordenó por teléfono al General Ufkir que se presentara ante él con la mayor urgencia. Lo que ocurrió realmente en esa entrevista nunca se ha sabido, la versión oficial es que al ser acusado Ufkir por el Rey y su chambelán de ser el jefe del complot, se suicidó con su pistola delante de ellos dos.
Versión de la muerte del General Ufkir muy difícil de creer. Según unas declaraciones a la prensa extranjera de miembros de su familia, su cadáver tenía tres impactos de bala en la espalda. Lo más verosímil es que fuera ajusticiado en el acto después de reconocer su culpabilidad.
Se cumplió la vieja sentencia, “quién a hierro mata a hierro muere”. La misma justicia expeditiva que empleó con los Generales fusilados sin juicios el año anterior, se volvió contra él.
Durante los primeros días que siguieron a estos hechos, el Rey conservó una gran serenidad, no cayó en la depresión como la vez anterior, y habló a la prensa con inacostumbrada claridad. Llegó a acusar a los Estados Unidos, a la C.I.A., de haber participado en el ataque a su avión, refiriéndose por su nombre al Oficial de dicha nacionalidad que había dirigido las maniobras de aprovisionamiento de los cazas en la base de Kenitra.
Hubo versiones de todos los gustos, pero persistía en los ciudadanos una incógnita:
¿ Cómo Hassan II, tan astuto y bien informado, había dado tanto poder al General Ufkir, sin enterarse de su participación en la sombra en el primer intento de derrocarlo en Skirat ?
El rumor con más fundamento, o al menos el más creíble, era que el Rey abdicó por escrito cuando estuvo a merced del General Medboh, y ésta fue en realidad la causa de su resistencia a entregarlo al Coronel Ababu para que lo matara. Una vez fallecidos Medboh y Ababu, el General Ufkir llegó a un pacto con el Rey, respetar su vida a cambio del poder. Todo parecía encajar y explicaba los poderes extremos de Ufkir, y la casi inactividad del Monarca recluido en su Palacio desde entonces.
Pero por lo visto, no contento con ello, Ufkir decidió suprimir definitivamente al Rey con un nuevo intento, fracasado al no conseguir derribar al avión real. De haber sido así, la procedencia de los aviones atacantes hubiera quedado en el misterio, y su papel maquiavélico y desleal nunca se habría sabido.
En sus declaraciones a la prensa, Hassan II acusó a la mujer de Ufkir de ser la impulsora del cambio de actitud de su marido hacía él, de ser ambiciosa y mala consejera. Sin juicio, la condenó a ser recluida en su domicilio sin fijación de tiempo, acompañada de sus hijos, todos de corta edad. Volvía a repetirse impunemente otro atentado contra los derechos humanos.
Las relaciones con los EE.UU. estuvieron a punto de romperse, pero volvieron pronto a la normalidad. El equilibrio de fuerzas impuesto por la guerra fría contra la U.R.S.S. hizo que las declaraciones del Rey de Marruecos en su insólito momento de sinceridad cayeran en el olvido, y el “gran juego” continuó inexorablemente manteniendo el status quo de la región norteafricana.
“ Cría cuervos y te sacarán los ojos”
Este refrán no es árabe, Hassan II volvió a insistir en su error apoyándose para controlar el país en el General Dlimi, colaborador de Ufkir en el asesinato en Francia de Ben Barka.
Dlimi murió pocos años después, a consecuencia de una bomba que explotó bajo su coche cuando volvía del Palacio Real de Fez, donde había sido convocado.
Nunca fueron descubiertos los autores del atentado, pero la ausencia de honores militares en el entierro del nada menos que General Jefe del Ejército marroquí en el Sahara disputado al Polisario, puso en evidencia por orden de quién se había perpetrado.
En el boca a boca de la capital se dijo que Dlimi preparaba un golpe contra el Rey, por no estar de acuerdo con la guerra del Sahara, porque sangraba a Marruecos sin que se le viera un final.
LA MARCHA VERDE
En el año 1.975 fui destinado por mi Banco a la sede central en Casablanca, con el cargo de Interventor General.
Cuando me llamó el Director General para que pasara a verle, creí que por fin había accedido a mi reincorporación al Central, mi Banco de origen en España, como venía solicitando después de los dramáticos episodios vividos en Rabat durante los intentos de golpes de Estado de los años 1.971 y 1.972.
Mi sorpresa fue grande al ofrecerme tan alto puesto, el tercer escalón de la Dirección del Unibán, y tras consultar con mi mujer acepté. Suponía un desafío para demostrar mi capacidad profesional adquirida en 25 años de trabajo, compaginados con estudios particulares de contabilidad y fiscalidad, y mi dominio del francés, sin duda el principal motivo de haberme escogido entre otros candidatos. Durante mis 7 años en Rabat había perfeccionado mucho mis conocimientos de esta lengua, que había utilizado tanto en el trato con la clientela como con el personal de la Sucursal, incluido el Director, cuya mayoría no entendía el español.
No voy a cansar la atención del lector contándole nada en relación con mi vida laboral en este nuevo destino, me voy a limitar a narrar hechos vividos en Casablanca, capital económica del Reino, con 4 millones de habitantes, ajenos a mi trabajo aunque a veces ligados a él.
Encontré un estupendo piso en alquiler en la calle Pierre Parent, paralela a la Avenida del Puerto.
La tarde del mismo día en que hicimos la mudanza, se me ocurrió dar un paseo por los alrededores, acompañado por mis hijas de 10 y 7 años y de mi hijo de 4 años. Íbamos caminando por la acera de una calle solitaria cuando una motocicleta montada por dos jóvenes marroquíes pasó junto a mí, y el que iba detrás me arrebató de un tirón la cartera que llevaba colgando de una mano. La motocicleta aceleró a fondo, pero yo, en aquel entonces tenía 40 años y estaba en plena forma física, emprendí una carrera en su persecución con tal velocidad que les ganaba terreno a los que huían. Divisé al fondo de la calle un grupo de personas y les grité:
- ¡ Au secours, au voleurs ! -
Con el deseo de que cortaran el paso a los rateros. Ninguno se movió, nadie hizo el menor gesto para ayudarme. La motocicleta rebasó al grupo sin ser interceptada y en aquel instante me acordé de mis hijos, se habían quedado solos muy atrás. Desistí por ello de seguir persiguiendo a los ladrones y volví a mi casa con mis dos hijas llorando y mi hijo en brazos, porque después del susto se negaba a andar.
En la cartera robada llevaba mi tarjeta de identidad, el permiso de conducir, el permiso de circulación de mi coche y 150 Dirhams. A los pocos días recibí una carta anónima, diciendo el que la escribía haber encontrado mis documentos tirados en la calle, y estaba dispuesto a devolvérmelos si lo recompensaba, citándome para la entrega en la puerta de un céntrico cine, un día y hora determinados.
Era evidente, los rateros trataban de apurar su botín. Decidí acudir a la cita con la intención de darles un escarmiento. Me hice acompañar por dos empleados marroquíes del Banco. Se sentaron en la terraza de un café situada enfrente del cine, con una consigna, cuando se acercara el autor del anónimo con mis papeles ellos acudirían para ayudarme a apresarlo. Nadie acudió a la cita y nunca recuperé mis documentos, tuve que rehacerlos en los diferentes servicios de la Administración.
Éste fue el mal comienzo de mi estancia en Casablanca, pero me sirvió al menos de lección y me dio la medida del ambiente de aquella inmensa ciudad, tan diferente de Rabat en cuanto a la seguridad. La capital de Reino tenía un índice muy bajo de delincuencia porque la densidad de Policías de paisano por habitante era elevadísima, y aunque la principal labor de éstos era la vigilancia política de la población, también traía consigo un control de los rateros y ladronzuelos de poca monta.
Todas las fuerzas políticas, tanto de la izquierda como de la derecha, estaban movilizadas en prioridad para la recuperación del Sahara. La Corona había conseguido imponerla como ejemplo sublime de patriotismo, y ningún Partido osaba oponerse porque suponía una pérdida de prestigio y de votos, y hasta el riesgo de posible encarcelamiento de sus dirigentes por traición.
Las declaraciones de Hassan II y sus Ministros eran continuas, pero caían en saco roto porque el Jefe del Estado Español, Generalísimo Franco, había convertido el Sahara Occidental en provincias españolas, con sus Procuradores en las Cortes de Madrid. Recuerdo muy bien a sus representantes vestidos a la usanza saharaui, sentados en los sillones del hemiciclo en medio de los demás Procuradores con sus trajes oscuros o con las guerreras blancas de los jerarcas del Movimiento Nacional.
En un ambiente cada vez más hostil hacia los españoles que vivíamos en Casablanca, llegó el mes de Noviembre con el General Franco agonizando en un hospital de Madrid.
El Rey de Marruecos, aprovechando hábilmente esta falta de mando por la ausencia de la persona que había dictado todas las grandes decisiones en España durante más de 35 años, decidió por sorpresa organizar la Marcha Verde, una invasión desarmada del Sahara por civiles marroquíes. Se presentaron miles de voluntarios, hombres y mujeres, la mayor parte gente pobre y sin trabajo, muchos de ellos seducidos por las promesas de los Chejs de las poblaciones rurales y los Alcaldes de barrio de grandes recompensas en forma de casas y tierras. Fueron transportados en camiones hasta la frontera de Marruecos con el norte de Sahara Español. Y llegó el día, la muchedumbre allí reunida iba a penetrar en el territorio defendido por el Ejército español, instalado en posiciones defensivas para impedirlo.
La situación era muy peligrosa para la colonia española en Marruecos, con el fundado temor de ser objeto de represalias sangrientas si se producía alguna muerte de marroquíes a manos de los soldados españoles.
Volví la tarde de aquel día del trabajo muy preocupado y con una idea, si ocurría lo peor montaría a mi familia en mi coche y me dirigiría a cualquier frontera, a la de Ceuta o la de Argelia. Sabía que había comenzado la Marcha Verde, y se esperaba un discurso del Rey en la Televisión.
Al llegar a mi domicilio le dije a mi esposa que preparara las maletas, y si Hassan II salía en la pantalla vestido de militar emprenderíamos nuestra huida sin delación. Llegó el momento, encendí el aparato de TV y el Rey apareció vestido con un traje civil.
Pronunció un discurso en árabe vulgar, tal como siempre hacía cuando quería que toda la población se enterara sin dificultad. Gracias a ello, mis conocimientos del árabe son escasos, pude saber lo sucedido. Los héroes de la gloriosa Marcha Verde habían ocupado el territorio saharaui previsto, y el Ejército español no lo había impedido con sus armas.
Las imágenes de la marcha, con varios Ministros al frente equipados con gafas contra el polvo y turbantes, y las banderas rojas con la estrella verde ondeando al fuerte viento, ocuparon durante muchos días las principales horas de emisión de la TV, y aparecieron en todos los diarios.
Franco falleció, el Príncipe Juan Carlos recibió el poder del Estado, y su primer gobierno repartió la Administración del Sahara Español entre el Reino de Marruecos y la República de Mauritania, dejando la solución final supeditada a un referendo de todo el pueblo saharaui.
Una vez ocupado el norte del Sahara por el Ejército marroquí, surgió el problema de los varios decenas de miles de civiles participantes en la Marcha Verde, agrupados en unos campamentos en espera de las recompensas prometidas cuando los movilizaron
Toda esta pobre gente fue obligada por los soldados del Ejército de su propio país a montar en camiones y volver a sus lugares de origen tal como habían venido, sin casas ni tierras. Fue el final de la gloriosa Marcha Verde, una vez más el pueblo había sido engañado y manipulado por el poder feudal.
MIS ÚLTIMOS AÑOS EN MARRUECOS ( 1.976/1.981)
La ocupación del Sahara dio lugar a importantes inversiones en aquel territorio, desviando hacia allí los pocos recursos del país para estructuras en otras regiones, sobre todo pantanos y carreteras necesarios para el desarrollo de la agricultura.
Se incrementó el paro, ya de por si muy elevado, y se agudizó el éxodo de campesinos hacia las grandes ciudades, aumentando en ellas las bolsas de pobreza. El malestar social crecía cada día.
En el Banco la atmósfera era muy tensa, los empleados, muy mayoritariamente marroquíes, hacían huelgas salvajes de brazos caídos en el patio de operaciones de la oficina principal, situada en la planta baja del local. En la superior, comunicada por una escalera, se encontraba la Dirección General y los Servicios Centrales. Lanzaban gritos hostiles contra la Dirección española del Banco, que nos llegaban con claridad a la planta de arriba.
En medio de esta tensión ocurrió algo que vino a complicar la delicada situación en la que nos encontrábamos de los dirigentes.
La secretaria del Director General, Esther Abitbol, marroquí de confesión judía, regaño en la puerta de entrada al ordenanza porque tardó algo en abrirle. No caía simpática al personal musulmán por su condición de judía y porque tenía un carácter soberbio, defecto aumentado por su puesto tan próximo al Jefe principal, sobre el que tenía una marcada influencia valiéndose de las relaciones íntimas que, según se decía, con él mantenía.
Al pasar delante del mostrador de la oficina principal camino de la escalera, una empleada musulmana la insultó, diciéndole en francés:
- ¡ Sale juïve ! -
La secretaría cometió la grave torpeza de contestarle también en francés con otro insulto:
- ¡ Sale arabe ! -
La empleada comenzó a gritar diciendo en árabe que la judía había insultado a la nación musulmana. Desvió con mala intención el tema hacía la religión , ocasionando un gran revuelo, y los empleados se agruparon enardecidos alrededor de la compañera tan gravemente ofendida.
La secretaria subió rápidamente la escalera, asustada y llorando, y se refugió en el despacho del Director General, quién para su desgracia estaba ausente por haber ido a su pueblo en España para resolver un asunto de herencia familiar.
Al cabo de un rato, y ante nuestra suprema sorpresa, un pelotón de Policías armados con metralletas irrumpió en la Dirección General, exigiendo la entrega de Esther Abitbol para llevársela detenida. Le explicamos al Oficial al mando del comando de asalto lo ocurrido, el problema no era grave, había sido distorsionado por la empleada y solamente se trataba de una gran enemistad existente entre las dos mujeres. No admitió nuestras razones e insistió en llevarse a la secretaria, que lloraba todo el tiempo y decía aterrada:
¡ Qué no me lleven, qué no me lleven ! -
La tensión fue subiendo hasta un punto crítico, y el Subdirector General español , Miguel Álvarez, en ese momento el responsable máximo de la entidad bancaria, le dijo al Oficial de la Policía que si se llevaba a la secretaria debería llevarse también a él, porque se iba a oponer a ello.
Ante el bloqueo en que nos encontrábamos, con la ayuda de mi más próximo colaborador, Madani, conseguí hacer pasar al mencionado Oficial a mi despacho, y una vez solos le dije que consultara con su superior porque se iba a producir un incidente diplomático grave si insistía, y al final sería él quién pagara las consecuencias. Meditó mis palabras y telefoneó a su Jefe delante de mí explicándole los pormenores de la situación, el cual le autorizó a no llevar a cabo la detención si prometíamos que la secretaria se presentaría al día siguiente por la mañana ante el Juez. El Subdirector General le dio esa seguridad, y los Policías se marcharon.
La Comunidad Israelita de Casablanca intervino con presteza y cuando la Sra. Abitbol se presentó en el Juzgado lo hizo acompañada de un prestigioso abogado judío. Consiguió no ser encarcelada y quedó en libertad sin fianza hasta la celebración del juicio, dada la poca gravedad del caso que con toda probabilidad sería sobreseído.
En Casablanca seguí colaborando en la labor social que desempeñaba directamente el Consulado, y entré a formar parte de un equipo constituido por miembros destacados de nuestra comunidad con este fin.
Acostumbraba a pasearme por el Zoco de la Liberté, me gustaba hacerlo porque se parecía bastante al Zoco Chico de mi pueblo, Larache.
Un día, en un pequeño callejón sin salida, encontré a un hombre anciano sentado sobre unos cartones, con las ropas muy sucias y tocado con una boina de tipo vasco. Tenía en una pierna un vendaje de gasa, al parecer la cura de una llaga. Intenté hablar con él en español y en francés, pensando que se trataba sin duda de un europeo, pero su estado de embrutecimiento alcohólico no me permitió entender sus palabras. Le pregunté a un comerciante de una tienda próxima al callejón, y me explicó que era un español, vivía en aquel lugar desde hacía tiempo y subsistía de las limosnas de los vendedores del zoco, las cuales se gastaba principalmente en vino.
Me entrevisté sin demora con el Cónsul, y le expuse lo que había visto Me dijo conocer el caso de aquel individuo, pero no podía hacer nada porque se negaba a salir del callejón. Yo no podía creer lo que oía, le dije al diplomático con vehemencia que aquel pobre ciudadano español, ciudadano español le repetí, no debía continuar ni un minuto más viviendo en semejante estado de miseria a la vista de todo el mundo, y no comprendía como no se daba cuenta del grave atentado a la dignidad de la colonia española de este caso de abandono en una situación tan penosa. La solución era fácil, no había más que inyectarle un somnífero y montarlo en una ambulancia, y cuando se despertara se encontraría en el Hospital Español de Tánger, donde existía una Residencia de ancianos. Mis consejos fueron escuchados y aquel desgraciado anciano fue evacuado a Tánger.
A pesar de mi cargo de Interventor General del Banco que me ocupaba mucho tiempo, persistí en Casablanca en mi deseo de acercamiento de los españoles, pues como en Rabat, estaban divididos entre los allegados al Consulado y los hostiles al mismo.
En Tánger se había formado la Asociación de Españoles Residentes en Marruecos (ADERMA) , presidida por Chavarri, un abogado de prestigio. Entraron en contacto conmigo y me confiaron la organización de una sección de la misma en Casablanca.
Hice para ello un llamamiento a los españoles de todas las tendencias políticas y clases sociales, y conseguí atraer a un número importante, llegando incluso a captar a un grupo de anarquistas que hasta entonces siempre se habían resistido a cualquier acercamiento a los compatriotas que no fueran radicalmente opuestos al régimen franquista. Su actitud era anacrónica, cuando esto ocurría Franco había muerto y el Rey Juan Carlos I ya reinaba en España.
Se formó una Junta Directiva de la sección de ADERMA en Casablanca, de la que fui elegido Presidente. Dedicamos una intensa actividad a solucionar numerosos problemas de los asociados y de cualquier español que lo requiriera, entrevistándome para ello con el Embajador de España en Rabat, con el Agregado Laboral de dicha Embajada, y con altos funcionarios de la Administración marroquí, principalmente con el Director General de la Seguridad Social, con la que conseguí abrir un canal burocrático directo para acelerar las soluciones de las frecuentes incidencias de los pensionistas españoles que ya residían en España.
También ayudábamos a los españoles que retornaban a España, orientándolos en los trámites para recibir las ayudas de nuestro Gobierno a que tenían derecho. Y asimismo recibíamos las reclamaciones de algunos de estos retornados quejándose de no haber recibido estas ayudas al llegar a su destino, por haberles sido negadas por funcionarios del Instituto de la Seguridad Social, quienes les decían no estar al corriente de las disposiciones oficiales de las mismas.
En una entrevista con el Embajador de España en su fabuloso chalet en el Suissi, barrio residencial de la capital, le expuse un caso concreto de un retornado que no había sido debidamente atendido en Alicante, y entablamos una agria discusión, en el transcurso de la cual llegamos a perder la compostura. Evidentemente, el soberbio Embajador no estaba acostumbrado a recibir quejas tan directas poniendo en evidencia el mal funcionamiento de la Administración del Gobierno español.
Este Embajador fue posteriormente nombrado Ministro en el Gobierno presidido por Arias Navarro, último de la dictadura, lo que puede dar una idea del energúmeno antidemocrático con el que me había enfrentado.
Me resisto a dejar de contar la pequeña historia de la residencia donde celebré la entrevista.
El chalet, con un extenso jardín de verde césped y una gran piscina, digno de una película de Hollywood, fue un regalo particular del Rey Hassan II a nuestro Gobierno, correspondiendo a uno similar que Su Majestad había recibido en España. Lo curioso es lo que se contaba de cómo lo adquirió.
Estaba el Rey paseando por el barrio del Suissi, donde existían numerosas mansiones de los miembros de la familia real, incluidas las suyas y las de sus hijos. Iba acompañado por el Director del O.C.E. ( Oficina de Comercialización Exterior) organismo estatal encargado del control y repatriación de las ventas de agrios de los exportadores, siendo el propio Hassan II el más importante de ellos, pues se había convertido en el propietario de muchas fincas de naranjos adquiridas a precios de saldo a colonos extranjeros durante la campaña de “marroquización”.
Se paró ante las obras del chalet en cuestión, ya casi terminadas, y casualmente se encontraba allí presente su Ministro de Transportes, que lo estaba construyendo para él mismo. Después de los saludos y besamanos rituales, el Monarca alabó la calidad de la edificación y le preguntó cuanto había invertido en ella. El Ministro, tratando de disimular la importancia a su inversión, muy lejos de sus posibilidades económicas, le respondió que llevaba gastados unos 100 millones de francos. Aquello valía, evidentemente, más del doble de dicha cantidad.
El Rey le dijo que tenía un compromiso urgente y que precisaba comprar un chalet como aquel para ofrecerlo a los españoles. Se dirigió al Director del O.C.E. y le dijo que extendiera en el acto un cheque por la cantidad invertida a favor del Ministro, los 100 millones, y lo cargara en su cuenta de las naranjas.
Esta fue la forma sibilina de castigar a aquel Ministro, por haber violado una de las normas que exigía a los funcionarios, la no ostentación de riquezas que pudieran ser criticadas por el pueblo. Y además había cometido una grave presuntuosidad al construir su mansión en la vecindad de la familia real, agravado todo ello porque llevaba poco tiempo en el cargo y su prisa en enriquecerse ya había atraído la atención de la prensa de oposición.
Volviendo a la labor de ADERMA, sostuvimos numerosas entrevistas con el Agregado Laboral de nuestra Embajada, quién no demostraba hacia la Asociación mucha simpatía porque de algún modo nuestras gestiones directas con la Seguridad Social ponían en evidencia la falta de eficacia y desgana de los funcionarios de su departamento.
En unas de estas reuniones llegué a ser algo grosero. Después de haber bien comido y bien bebido, y contarnos el susodicho Agregado un montón de anécdotas y chistes más o menos graciosos, le tuve que decir que nos habíamos reído mucho pero era hora de hablar de los asuntos que habían motivado nuestra entrevista, pues iba a finalizar ésta sin haber abordado ninguno. Me era bien conocida la táctica de los diplomáticos, la consabida retórica para no pronunciarse en nada claramente.
Y llegó el año 1.980 en el que se me planteó mi retorno a España. Mi hija mayor, María Elena, había terminado el Bachillerato Superior en el Liceo francés, y tenía que optar por seguir en esta enseñanza, lo que le suponía marcharse sola a Francia, o bien convalidar sus estudios y proseguirlos en España. Mi mujer y yo nos decidimos por la segunda opción, y solicité finalizar mi excedencia en Unibán y mi reincorporación al Banco Central en España. El Director General, Pedro Landa, y el Director General del Banco Central, Ricardo Tejero, que también era consejero del Unibán y prácticamente el mandamás de las dos entidades bancarias, no querían acceder a mi legítima petición porque se les presentaba difícil mi sustitución a causa del idioma francés. Deseaban que mi puesto fuera ocupado por un español, y no encontraban a nadie con los conocimientos adecuados de esta lengua.
En el cargo de Interventor General era muy necesario el uso correcto del idioma francés, utilizado exclusivamente en las reuniones de los diferentes responsables de los Bancos con los representantes del Ministerio de Finanzas, y también en la Comisión Técnica de la Agrupación Profesional de Banca de la que formaba parte.
Debido a que mis conocimientos de la lengua gala habían mejorado mucho a lo largo de los 13 años de estancia en Rabat y Casablanca, y eran muy superiores a los del Director General y los Subdirectores Generales, me enviaban a asistir a reuniones de alto nivel, y llegué a participar en una en la que estaban el Ministro de Finanzas (de Hacienda) y los Presidentes de todos los Bancos, marroquíes y extranjeros. Ni que decir tiene, en estas circunstancias me encontraba muy incómodo, se debatían temas lejos de mi capacidad profesional y carecía de la información adecuada para poder participar. Con bastantes apuros procuraba mantener una situación digna, limitándome a tomar nota de las resoluciones o acuerdos, para luego informar a mis superiores.
Es verdad que yo no era el único, había algunos representantes de Bancos extranjeros tan despistados como yo, y por cierto, procurábamos sentarnos juntos para intercambiar en voz baja opiniones, llegado el caso.
Insistí varias veces en mi petición de reincorporación a mi Banco de origen, y finalmente tuve que forzarla negándome a firmar la renovación de mi contrato de trabajo, que caducaba al final de 1.981, Esto les hizo comprender que mi deseo de marcharme era firme y no podían dar lugar a que yo, el Interventor General, fuera expulsado de Marruecos por situación laboral irregular. Accedieron entonces a autorizar mi marcha transcurrido en plazo de seis meses, durante el cual formaría a mi sustituto.
Pero mis sobresaltos no habían acabado. El día 23 de Febrero de 1.981, iba conduciendo mi coche a eso de las siete de la tarde, a la salida de la oficina, en medio de la caótica circulación de Casablanca. Tenía la costumbre de llevar siempre sintonizada la Radio Nacional de España. Al parar en un semáforo la encendí, y comprobé con extrañeza que estaba muda, no había emisión. Entonces me puse a buscar en el dial, y di con una emisora desconocida transmitiendo en español un bando militar anunciando la declaración del estado de excepción en España, y prohibiendo una serie de actividades que pasaban a la jurisdicción militar.
Era la proclamación del General Milans del Boch desde Valencia, como posterior supe. Al llegar a mi casa con el alma en un hilo, me enteré por la Televisión Española del secuestro en el Palacio de las Cortes de los diputados y los miembros del Gobierno, y me mantuve pendiente hasta que apareció el Rey Juan Carlos I en la pantalla a las 11 de la noche, y comunicó que la intentona golpista había fracasado.
Lo pasé muy mal aquel día, pues de triunfar los fascistas nunca hubiera vuelto a España.
Permanecí en Casablanca hasta final de Junio de 1.981. E incluso en este último mes de mi estancia en Marruecos, fui testigo de graves disturbios en los barrios de la nueva Medina, con manifestaciones de jóvenes protestando por la subida de los precios del aceite, el té y el azúcar, alimentos base de las clases más necesitadas. Se habían disparado los precios al suprimir el Gobierno las subvenciones de estos artículos, por exigencia del Fondo Monetario Internacional en defensa de la libre competencia de los mercados.
La indignación de la población más pobre era patente en estas multitudinarias manifestaciones, las subidas de precio suponían más hambre de la que ya soportaban.
La Policía Auxiliar, los llamados “merdas” por su pequeña boina color caqui que se asemejaba a una torta de excrementos, tiró con sus fusiles sobre los manifestantes matando a varios centenares, entre ellos muchos niños que habitualmente se situaban en las primeras filas.
La rabia de la población provocó muchos incidentes sangrientos, represalias y contra represalias, ataques indiscriminados contra los signos de riqueza. Hubo grupos que se situaron en los puentes de la autopista urbana y arrojaron adoquines sobre los automóviles de alta cilindrada que pasaban por debajo. El Cónsul General de un país extranjero, resultó muerto al recibir un impacto de una piedra que le rompió el parabrisas y le golpeó la cabeza. Asaltaron varias oficinas bancarias situadas en los barrios, entre ellas una de las nuestras, la de El Fida, y quemaron los muebles en grandes piras en medio de las calles.
Con este ambiente me despidió el país donde nací y viví, salvo mi corto periodo en España y Francia en mi infancia, durante 46 años.
Conservo grabada la última escena del día de mi partida. La joven marroquí empleada en mi casa en las labores domésticas, rompió a llorar a lágrimas vivas, y abrazada a mi mujer le decía que quería marcharse con nosotros porque no veía porvenir para ella en Marruecos. Nos partió el corazón, y tuve que explicarle que mi sueldo en España iba a ser más pequeño y no me permitiría tener una empleada de hogar.
ATRACOS A MANO ARMADA
A mi regreso a España me incorporé como estaba previsto al Banco Central, y me destinaron como Director a una Agencia Urbana situada en la calle San Pablo del barrio de Carolinas Altas, en la ciudad de Alicante.
Me consideré a salvo en un país civilizado, después de tantos momentos de peligro vividos en Marruecos, pero no tardé en darme cuenta de mi error.
La oficina bancaria en la que permanecí durante siete años, fue víctima de tres atracos a mano armada en este periodo de tiempo, aunque uno de ellos no lo viví de cerca porque me encontraba fuera de la Agencia visitando clientes y cuando volví ya había pasado todo. Voy a describir los dos en que estuve presente.
Era media mañana y estaba en mi despacho de Dirección muy afanado en mi trabajo y concentrado en los papeles, cuando escuché una voz que me ordenaba enérgicamente:
- ¡ No te muevas ! -
Levante la vista y me encontré delante mía a un hombre apuntándome directamente a la cara con una pistola. Tenía una expresión nerviosa y la mano que sostenía el arma le temblaba visiblemente. Me quedé quieto como una estatua, ya que comprendí que cualquier movimiento brusco podría provocar una reacción violenta de aquel individuo, que no llegaba a controlar el miedo que evidentemente sentía.
Me ordenó seguidamente poner las manos sobre la mesa y luego levantarme de la silla, movimientos que hice con gran lentitud para hacer ver al atracador que no intentaba tocar ningún botón de alarma. Una vez fuera de la mesa me hizo sentarme en suelo y me ató las manos atrás con una ancha cinta adhesiva muy resistente, y me ordenó a gritos que no me moviera si quería seguir vivo.
Aquel sujeto desprendía un fuerte olor a sudor rancio, y me hizo pensar que se trataba de un recién salido o fugado de una cárcel.
Pasados unos minutos entraron en el despacho dos atracadores más que aún no había visto, trayendo con ellos a los siete empleados de la plantilla y a dos clientes, uno de ellos una mujer, con las manos en alto bajo la amenaza de sus pistolas. Los obligaron a sentarse en el suelo y les amarraron las manos de la misma forma que a mí, excepto a la mujer. A ésta, por estar en avanzado estado de gestación, se conformaron con sentarla en una silla y no la ataron.
Los asaltantes se apoderaron del efectivo de la ventanilla , unas 600.000 Pesetas, pero no pudieron acceder a la Caja fuerte principal porque estaba cerrada con un temporizador. Mientras se convencían de la imposibilidad de abrirla estuvimos un largo rato en mi despacho los nueve hombres maniatados y la mujer sentada en la silla. Esta señora demostró gran valor y sangre fría y aguantó serenamente la peligrosa situación, no así el cliente varón, rompió a llorar y a decir que nos iban a matar a todos.
Mi mayor empeño en todo momento era que nadie perdiera la calma y diera motivo a una agresión de los atracadores. Estaban éstos muy nerviosos, sobre todo el que me había amenazado. Por ello yo decía continuamente a los empleados que permanecieran tranquilos, y cuando el Interventor me dijo en voz baja su intención de pulsar con la cabeza un botón de alarma situado bajo mi mesa de despacho se lo prohibí, pues pensé que el resultado hubiera sido muy malo para nosotros. La Policía cercaría la oficina y nos convertiríamos en rehenes de aquellos tres ladrones de banco aficionados. Le dije para disuadirlo que el poco dinero robado estaba cubierto por el Seguro y no valía la pena arriesgar la vida de nadie, los héroes para las películas.
Finalmente los atracadores entraron en el despacho, y el de más edad de ellos, aparentemente el jefe de la banda, se disculpó por el mal rato, achacando a su mala suerte en la vida el tener que ganarse el pan de esta manera. Nos dijo que se iban a marchar, pero nos advirtió que nadie debía moverse hasta pasados cinco minutos al menos.
En cuanto salieron nos desatamos los unos a los otros, y llamé por teléfono a la Policía y a la Dirección de Zona del Banco.
Pasamos todos los empleados por la Comisaría para ver fotos de atracadores fichados, pero no encontramos entre ellos a ninguno de los tres.
El segundo atraco fue casi cómico.
Estaba en mi despacho hablando por teléfono con la Jefatura de Sucursales de Madrid, discutiendo los pormenores de una operación de crédito, cuando oí la voz de Vicente, el ordenanza, que decía:
- ¡¡ Joder, otro atraco !! -
Me quedé callado, sin saber lo que hacer, y de pronto le dije a mi interlocutor de Madrid:
- Lo siento, pero tengo que colgar, nos están atracando - y colgué el teléfono.
Después supe el revuelo que se formó en la Jefatura de Sucursales, fácil de imaginar. Llamaron enseguida a la Policía de Alicante, y yo, como daba por segura esa reacción, no salí de mi despacho hasta que el atracador pasó por delante de la puerta del mismo con una bolsa de plástico en una mano y una pistola en la otra, dirigiéndose a la salida.
La oficina tenía unos grandes ventanales que dominaban un gran trecho de la acera de enfrente, y a través de ellos vimos al ladrón alejarse tranquilamente a pié. El Interventor me pidió permiso para seguirlo y yo le autoricé a condición de hacerlo con mucho cuidado y no se diera cuenta. Siguió al atracador a distancia por tres o cuatro calles secundarias y lo vio entrar en una casa baja de la calle Jazmín, a no más de doscientos metros del Banco. Regresó a la oficina, donde mientras tanto había llegado una patrulla de la Policía. Sin pérdida de tiempo guió a los Policías hasta la casa donde había entrado el ladrón. Lo apresaron en unión de otro hombre y una mujer, todos ellos con aspecto de drogadictos.
Los detalles del atraco me los contaron posteriormente:
La ventanilla de Caja estaba situada al final de un largo mostrador en forma de L invertida, protegida por gruesos cristales antibalas. Cerca de la ventanilla, en la parte más corta del mostrador, estaba situada la máquina contable de las cuentas corrientes, y los clientes hacían allí cola para efectuar sus operaciones.
El atracador guardó el turno, y cuando le tocó la vez dio un salto apoyándose sobre el mostrador, para pasar al otro lado. Pero por falta de la agilidad necesaria se le enganchó un pie en el borde y fue a caer sobre el empleado de la máquina contable, rodando los dos por el suelo. Se incorporó torpemente y amenazó a todo el mundo con una pistola, que no había soltado a pesar del fuerte golpe recibido. Parecía estar bajo el síndrome de abstinencia.
Dirigiéndose al ventanillero del “bunker” de Caja, le gritó que abriera la puerta, a lo que éste se negó. Entonces apuntó con su arma al empleado que había rodado con él por el suelo y gritó de nuevo que si no le daban “pasta” lo mataba. El ventanillero pasó por el torno un fajo de 50.000 Pesetas, y no conformándose el asaltador continuó pasándole puñados de billetes hasta llegar a las 150.000 Pesetas. De pronto metió todo el dinero en una bolsa de plástico que traía preparada y emprendió la huida tal como ya he contado.
Recriminé al ventanillero su actitud irresponsable poniendo en peligro a los clientes y a los demás miembros de la plantilla, y su única explicación fue que se había percatado del “mono” del atracador, y por ello no era capaz de darse cuenta de la cantidad de dinero que le pasaba.
Este empleado era un consumidor de pastillas tranquilizantes, entre ellas el Valium y otras parecidas, y acabó dejando el Banco y dedicándose a la venta ambulante de caramelos y frutos secos. Creo que aquí está la explicación de su anormal comportamiento, seguramente estaba tan drogado como el chapucero ladrón del Banco, en aquellos momentos.
SALVAMENTO EN LA PLAYA DEL REBOLLO
La playa del Rebollo está situada en la orilla izquierda del río Segura, en su desembocadura o gola. Un bosque de pinos llega hasta las dunas de arena, sobre las cuales hace pocos años existían construcciones de madera y de mampostería. Al ser ilegales, fueron derruidas por el Ayuntamiento a cuyo término pertenece el lugar.
Porque era la playa en estado natural más cercana a Alicante, no rodeada de torres ni ningún otro edificio, se convirtió en mi favorita y la frecuentaba con asiduidad, incluso en el invierno por el abrigo de su bosque vecino.
Hay un punto negro en esta hermosa playa, es su peligrosidad. Cada año se ahogan varias personas, sobre todo extranjeros que vienen al camping de la Marina, y no la conocen. El peligro está en las hoyas que su forman en el fondo de arena de la parte sumergida, las cuales cambian de sitio de improviso por la dirección del oleaje según el viento reinante. Se producen remolinos capaces de aspirar al bañista que inocentemente se mete en el agua, confiado al ver a derecha e izquierda a otras personas tomando el baño con toda tranquilidad.
Un día de verano me había estado bañando con África, mi mujer. Ella se salió del agua y yo continué nadando solo, a lo largo de la orilla, unos quince metros adentro. De pronto noté que una fuerte corriente tiraba de mí y me impedía seguir en la dirección que llevaba. Mi reacción instintiva fue nadar contra ella, y después de muchas brazadas con todas mis fuerzas, conseguí salir a la orilla.
Me reuní con mi esposa y los familiares y amigos. No dije nada a nadie para ahorrarme risas y bromas a mi costa, y pronto olvidé el mal rato pasado.
Algunas semanas más tarde África y yo nadábamos de nuevo juntos a poca distancia de la orilla, y al querer regresar a tierra una corriente contraria nos lo impedía, empujándonos hacia un remolino lateral. Me acordé de lo ocurrido días antes, y grité muy alarmado:
- ¡ Afri, vámonos de aquí, rápido ! -
Hice muy mal porque se asustó y se puso nerviosa. Nadamos contra la corriente tratando de vencerla. Yo lo conseguí pero ella se quedó atrás y no avanzaba, más bien retrocedía arrastrada por la resaca.
Volví a entrar en el agua, haciendo pie para mejor aguantar su empuje, y cuando ayudaba a mi mujer dándole tirones hacia fuera, una ola más grande que las otras se desplomó sobre los dos y nos separó unos metros, sumergiéndonos a ambos. Bajo el agua me asaltó un gran miedo por mi pareja, así que emergí con toda la rapidez que pude y me acerqué a ella. Después de haber sido arrastrada por la ola hasta el fondo, como a mí, sacaba en aquel instante la cabeza entre la espuma blanca. Seguimos luchando los dos contra el remolino, y por fin logramos salir de aquella trampa.
Regresamos al lugar de la playa donde, bajo las sombrillas, estaban nuestros familiares y amigos. Nos sentamos al lado, y por el gesto serio de nuestras caras y la respiración todavía un poco agitada, notaron que algo había sucedido, y nos preguntaron.
África empezó a explicarles el momento de peligro que habíamos vivido, y señaló con el dedo el lugar donde había ocurrido. Mi sorpresa fue grande al ver en aquel mismo sitio a tres niños y una mujer nadando contra una corriente que los arrastraba, tal como minutos antes nos había pasado a nosotros.
Sin pensarlo dos veces salí corriendo hacia ellos, gritando muy alarmado:
- ¡¡ Se están ahogando, se están ahogando !! -
A medio camino encontré sobre la arena una tabla de madera de unos 2 metros de larga por 20 centímetros de ancha, arrojada sin duda por el mar a la playa. Me pareció providencial, pues podría servir de gran ayuda, así que la recogí y continué con ella en las manos mi carrera, seguido de mi esposa.
Cuando llegué, dos de los niños y la mujer con el más pequeño a su espalda y agarrado al cuello seguían nadando desesperadamente, sin conseguir avanzar. Me vino a la memoria en aquel momento el método utilizado en la Playa Peligrosa de Larache en operaciones de ayuda a bañistas en peligro de ahogarse. Se trataba de hacer una cadena cogiéndose las personas las unas a las otras por las manos, Pedí ayuda a gritos a los bañistas más próximos, y formé rápidamente dicha cadena, sujetándome con la mano izquierda al que formaba el último eslabón y con la tabla en la mano derecha.
Al entrar en el agua me di cuenta que la cadena no era lo bastante larga para llegar a los bañistas en apuros, y me dirigí a un joven que miraba impávido, con bañador Melva, zapatillas blancas deportivas, calcetines blancos y gafas negras de sol…., un cromo. Le pedí que se incorporara a la cadena, no me hizo caso y siguió mirándonos sin moverse. Acudió en aquel momento corriendo un hombre alto y fuerte al que grité al borde de la desesperación.
- ¡¡ La cadena, la cadena !! -
Se quitó una gruesa cadena de oro que llevaba al cuello y me la alargó. Me aguanté las ganas de reírme y le expliqué lo que quería, obedeciéndome con la mayor presteza. ¡Qué contraste con el lechuguino mirón!
Me introduje en el mar, llevando la tabla en la mano derecha, como ya dije. Me tuve que meter en el agua hasta la barbilla, pero sin perder pie, y conseguí que el niño situado más cerca se agarrara a la punta de la tabla con las dos manos. Tiré con fuerza, hasta conseguir sacarlo del remolino. Repetí la operación con los otros dos niños y finalmente saqué a la mujer, que ya daba señales de estar al límite de sus fuerzas, aunque me costó muchos más esfuerzos por su mayor peso. África la sujetó cuando la saqué a la orilla, y en aquel instante se desmayó vencida por la fatiga.
Acudieron los parientes de la mujer y los niños, que habían estado presenciando el salvamento, y era tal su emoción que se alejaron llorando con ellos sin darme ni tan siquiera las gracias
Esto ocurrió en 1.991, tenía yo en aquel entonces 56 años.
La mayor parte de los que participaron en la cadena humana fueron mujeres, demostrando ser muy valerosas, en contraste con el cobarde espectador a que antes me he referido. Tenía ganas de afearle su indigna conducta, lo busqué con la mirada pero se había marchado.
Después de ese día dejé de frecuentar esta playa tan natural. No existía ningún puesto de vigilancia, ni medios náuticos de salvamentos, ni siquiera cuerdas o salvavidas neumáticos que hubieran sido muy útiles en el caso descrito, y eso que no dejan de aparecer noticias en la prensa sobre ahogamientos, hasta de personas que intentaron salvar a otras en peligro, como ha sucedido recientemente.
Estas noticias me impresionan sensiblemente, perder la vida por salvar a un desconocido es para mí una de las más hermosas pruebas de solidaridad humana.
A lo largo de mi vida la he puesto varias veces en peligro para ayudar a personas que se estaban ahogando, según ya he narrado en estos relatos, y lo volveré a hacer cuantas veces sean necesarias y me queden fuerzas.
Nunca comprenderé la actitud egoísta, la falta de consideración del tipo que se quedó impasible mirando como nos jugábamos el pellejo ¿ Es capaz de dormir tranquilo ?
AYER ME HIZO LLORAR MARIO BENEDETTI
El día 21 de Mayo de 1.999 el Diario INFORMACIÓN de Alicante me publicó el artículo con el mismo titulo de este capítulo, el cual quiero dar a conocer en estos relatos para hacer ver al lector que a pesar de los años transcurridos, nunca he podido resignarme a la falta de mi padre.
Dice así: “ En el salón Europa del Hotel Meliá, abarrotado de público, lloré escuchando a Benedetti su cuento inédito, en forma de carta dirigida por un muchacho argentino a la mujer que creyó era su madre durante sus primeros quince años, hasta que supo por sus abuelos que sus verdaderos padres habían desaparecido durante los años de la represión de Videla y sus secuaces.”
“ Y lloré, porque aparte la fuerte carga emotiva del relato, se despertaron en mí recuerdos de la niñez, que hacía muchos años yacían sepultados en los lugares más hondos de mi corazón. Mi vecina de silla me miró extrañada por mis lágrimas, no podía saber el porqué.”
“ Yo también perdí a mi padre, cuando sólo tenía 1 año de edad, y el 36 años, en circunstancias tan dramáticas como las del cuento de Benedetti.. Me identifiqué con lo que decía el muchacho argentino en su carta, yo también he soñado muchas veces con mi padre, a quién no me permitieron conocer las mismas gentes que 40 años después asesinaron a los padres del muchacho, la misma canalla fascista, los mismos militares golpistas, los mismos Generales felones.”
“ Mi padre aparecía en mis sueños de regreso de alguna parte, la historia de su muerte no era cierta, la alegría que sentía era intensa y consoladora. El despertar, el regreso a la realidad, desilusionante, duro.”
Omito el resto del artículo porque entra de lleno en la política local y no creo interese al lector, a quién doy las gracias por haber tenido la paciencia de leerme hasta aquí.
F I N
PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL
SIN LA AUTORIZACIÓN EXPRESA DEL AUTOR
CARLOS GALEA DÍAZ