INTRODUCCIÓN
En esta novela se narran las aventuras y desventuras de un personaje de ficción, el Cadete.
Aunque evidentemente el autor emplea su imaginación con el protagonista, respeta en espíritu y en su conjunto la verdad objetiva de lo acontecido en los momentos históricos que sirven de referencia.
Le hace participar en un acontecimiento excepcional, el asalto al Palacio Real de Skirat, sobre el que gira principalmente el argumento de este relato.
CAPÍTULO I
El agua se filtraba a través de las mal ajustadas chapas que formaban la techumbre de la cabaña ocupada por la familia de Abderrahaman ben Abdeslan, en un aduar de la kabila de la Ghedira, próxima a la laguna del mismo nombre.
Mohammed, el mayor de los tres hijos de Abderrahaman, se despertó bruscamente al caerle sobre la cara el agua de una de las goteras.
- Maldita sea, otro día de lluvia - masculló, saltando de su catre.
Sus padres y hermanos seguían durmiendo plácidamente. Desplazó el lecho para ponerlo fuera del alcance de la gotera, y envolviendo de nuevo su flaco cuerpo con la manta que formaba la única ropa de cama, cerró los ojos para dormir un poco más, pues faltaba más de una hora hasta las seis, según pudo ver en el viejo reloj de pared iluminado por el débil resplandor del quinqué colgado del techo. Lo despertó la enérgica sacudida por su padre de uno de sus hombros, diciéndole al mismo tiempo al oído:
- Venga, despierta, que ya es la hora -
Mohammed llamó a su vez a sus dos hermanos, Hossein y Ahmed, que dormían juntos en el catre vecino. Eran tres niños de menos de diez años, y tenían a su cargo el sacar a pastar al pequeño rebano de cabras de su padre. Tomaron un vaso de leche, acompañado de un trozo de torta de centeno, cereal que cultivaban por su doble aprovechamiento, el grano para el pan y el forraje para las cabras.
Salieron de la cabaña bajo la suave lluvia que caía aquel amanecer, cubriéndose la cabeza y parte de la espalda con un capuchón que ellos mismos habían ingeniado, tejiendo hojas trenzadas de palmitos. Entraron en el cobertizo del ganado e hicieron salir a las dos docenas de cabras. A base de silbidos y gritos ordenaron el rebaño y emprendieron el camino hacía un lugar más al norte, cerca de la costa, escogido los últimos meses por haber encontrado abundante hierba
Había en aquel sitio una casamata de cemento armado, que había sido un nido de ametralladoras. Era un buen refugio, pero últimamente lo estaban ocupando unos pastores cristianos que venían de Larache. Arreció la lluvia aquella fría mañana de Septiembre, y Mohammed y sus dos hermanos se refugiaron, junto con las cabras, bajo unas gigantescas pitas. Al cabo de un rato el agua chorreaba por las grandes hojas de la planta y las hacían insuficientes como protección. Las ropas de los tres pastorcitos de la Ghedira se fueron empapando, y ya no podían seguir aguantando el frío que sentían. Por uno de los orificios respiraderos del búnker salía un hilo de humo. Mohammed, se dirigió a los otros dos:
-Mirad, los pastores cristianos han encendido fuego, vamos a pedirles que nos dejen calentarnos un poco -
Hossein, con la voz temblorosa por el frío que sentía, le respondió:
- Sí, sí, vamos corriendo, aunque no sé si van a querer después de nuestras peleas -
Tenía razón Hossein, se habían disputado muchas veces el terreno de pastar las cabras, y se habían lanzado mutuamente piedras con las hondas, pero bien es verdad que unos y otros procuraron siempre no acertar el tiro en el cuerpo de ninguna persona ni de ningún animal. Los enfrentamientos habían sido más bien intimidatorios que agresivos. Eran unas relaciones amor-odio, sin llegar a situaciones extremas, pues aparte de las diferencias culturales, religiosas y étnicas que los separaban, en el fondo existía una corriente de simpatía y solidaridad. Al fin y a la postre todos eran pastores de cabras. Mohammed, Hossein y Ahmed se acercaron a la entrada del búnker, dejaron sus bastones apoyados contra la pared exterior, y penetraron en el interior.
- Buenas tardes - saludó Mohammed entrando el primero, seguido de sus dos compañeros, todos temblando de frío, hasta el punto que les castañeaban los dientes, posiblemente exagerando para dar lástima.
Antonio, Carlos y Paco, los tres pastores españoles, se pusieron bruscamente de pié en una actitud defensiva, porque lo menos esperado era ver aparecer a sus rivales y competidores en el pastoreo. El aspecto de los tres chavales era lamentable. Su única ropa, una chilaba corta de burda lana encima de las carnes, sin ropa interior debajo. Las callosidades de sus pies denunciaban el no haber conocido nunca un calzado. Llevaban la cabeza afeitada, excepto en la nuca, de donde pendía una coleta trenzada, según la costumbre bereber de los campesinos de la Ghedira.
- ¿Qué queréis? - dijo Antonio con tono de desafío
- Perdona, tener mucho frío, por favor, queremos calentar- le respondió Mohammed en su rudimentario español, con el que al menos conseguía hacerse entender.
Los tres pastores españoles se cruzaron una mirada compasiva y asintieron con la cabeza a la petición. Los niños musulmanes se despojaron de sus chilabas empapadas, y acercaron sus flacos cuerpos desnudos al fuego. Cuando consiguieron entrar en calor, tendieron sus ropas cerca de la fogata para secarlas.
Los tres muchachos españoles los miraban sin mediar palabra, y a pesar de los prejuicios por ambos lados que habían venido enfrentándolos, un inesperado sentimiento de simpatía se despertó en ellos, y les hizo olvidar la antigua rivalidad. Con la amplia gabardina de Antonio se abrigaron dos de los niños desnudos, y Carlos le ofreció su impermeable a Mohammed para cubrir su desnudez, mientras se secaban algo sus chilabas. Antonio traía siempre comida de sobra. Sacó de su mochila un trozo de tortilla de patatas y pan, y los repartió entre los pastorcillos.
CAPÍTULO II
Aquella acogida fue el principio de una gran amistad entre los dos grupos. Los niños pastores de la Ghedira se reunieron a diario con los españoles, y empezaron a interesarse por las historias contadas por Carlos, sobre todo por sus “tebeos” y los libros de aventuras ilustradas.
Pronto no se conformaron con ver los dibujos, quisieron saber lo que se decía en los textos. Ante el interés creciente en conocer el español, Carlos decidió enseñarles a leer. Se trajo un viejo catón conservado en su casa durante muchos años, y organizó la que llamó “La escuela pastora “
Durante los días que siguió saliendo al campo con las cabras, Carlos dedicó largos ratos, incluso con buen tiempo, a la enseñanza de los pequeños pastores. Consiguieron aprender a leer, y Mohammed, que demostró tener una inteligencia superior a la de sus hermanos, perfeccionó mucho su español hablado, aprendió además a conjugar los verbos, y su vocabulario se enriqueció notablemente con los nombres de las plantas y animales del entorno, que Carlos le iba mostrando.
Sin embargo, Mohammed tuvo una dificultad inesperada cuando en la enseñanza del alfabeto llegaron a la letra R. Carlos le decía “erre”, el respondía “airé”, y a pesar de las repeticiones hasta el agotamiento, no llegó a decir aquella letra correctamente. Inevitablemente a Mohammed le pusieron de sobrenombre “Airé”, así lo llamaban los tres pastores cristianos y por el respondía, y de esta forma llegaron a olvidarse de su nombre original en árabe.
Con el buen tiempo los pequeños pastores de la Ghedira llevaban las cabras a pastar al borde de la playa, llamada de La Duquesa de Guisa . Esta princesa de Francia vivía exiliada en Larache, y huyendo de que nadie pudiera ver su poco estético cuerpo (era ya anciana, muy alta y extremadamente delgada) se desplazaba a dicha playa, situada a unos siete kilómetros de la ciudad, para tomar sus baños de mar.
La costa perdía altura en aquel lugar, con relación al alto acantilado al borde del cual se encontraban la cárcel, el faro y los cuarteles, y se convertía en una suave cuesta cubierta de abundante hierba . Mohammed dejaba el rebaño de cabras pastando al cuidado de su hermano Hossein, y con su otro hermano bajaba a la playa, formada principalmente por grandes peñascos entre los cuales había zonas arenosas que permitían el baño. Le gustaba ir a contemplar, en marea alta, el fenómeno que se producía en un lugar llamado popularmente “Los Sifones”. Se trataba de unas rocas huecas por la parte inferior, y cuando las olas penetraban con fuerza por debajo, el agua se comprimía y salía pulverizada por las grietas superiores, haciendo un ruido parecido a un escape de gas. Era todo un espectáculo que dejaba a Mohammed y Ahmed boquiabiertos. Se situaban en el sitio adecuado para que el agua pulverizada cayera sobre ellos, en una agradable y refrescante ducha.
Algunos días se dedicaban a la pesca con “volantines”, consistentes en unos hilos de nylon terminados en un plomo y anzuelos, que debidamente encarnados con lombrices extraídas de las rocas lanzaban al mar, volteándolos previamente sobre sus cabezas para darles impulso. No era raro que atraparan doradas y sargos de buen tamaño.
En otras ocasiones solían recoger mejillones y lapas en las rocas en contacto con el mar, aprovechando la retirada del agua en la bajamar. Aparte de que estas actividades les entretenían, ayudaban a mejorar la pobre alimentación de la familia Ghediri.
Tres o cuatro kilómetros más al norte estaba la playa “del Polvorín”, cerca de los cuarteles de Regulares y de La Legión. La costa seguía presentando el mismo aspecto, un suave terraplén cubierto de pasto.
Un día de primavera, los tres hermanos se quedaron dormidos tomando el agradable sol y disfrutando de la fresca y suave brisa que venía del Océano. Mohammed se despertó el primero y observó alarmado que las cabras se habían alejado mucho, hacia la playa “del Polvorín”. Interrumpió el dulce sueño de sus hermanos y emprendieron una rápida carrera para reunir el rebaño que, sin control, se había dispersado. Después de muchos silbidos, gritos y tiros de piedras con las hondas, consiguieron reunir a las cabras, quedando un pequeño grupo a pocos metros de la parte superior del terraplén.
Mohammed estaba ascendiendo la suave pendiente, cuando, faltando escasamente un metro para culminarla, se produjo una intensa descarga de fusilería. Las balas pasaron silbando a pocos centímetros de la cabeza del pastor. Su lógica reacción inmediata fue arrojarse al suelo tras una pequeña peña. El tiroteo prosiguió durante unos minutos, y los proyectiles siguieron silbando, pero ya sin peligro para Mohammed, que mantenía su rostro contra el suelo, muerto de miedo.
Cuando hubo una pausa, los tres pastores pidieron auxilio a grandes gritos, tratando de llamar la atención de los militares que estaban disparando.
Se asomó un Oficial de Regulares, y al percatarse de lo ocurrido, palideció y se echó las manos a la cabeza al darse cuenta de la imprudencia que había cometido al no comprobar que no hubiera nadie detrás del campo de tiro. Aún así, y con la soberbia característica con la que estos militares trataban a los campesinos musulmanes, ordenó de malas maneras a los pastores que se alejaran inmediatamente de allí.
Mohammed nació aquel día de nuevo, sólo unos segundos, o unos centímetros, lo separaron de la muerte
CAPÍTULO III
En aquel pastoreo Mohammed se fue haciendo un muchacho inquieto, con hambre de conocimientos fuera de su limitado mundo. Con tal de aprender, observaba con interés la instrucción de los soldados de Regulares de Caballería, que se desarrollaba en una llanura arenosa cercana dónde pastaba habitualmente su rebaño de cabras.
Le gustaba contemplar a los jinetes a caballo, en escuadrones que mantenían la formación en filas de a tres, y evolucionaban cambiando la dirección según las órdenes que iban gritando los Oficiales. Y lo que más le gustaba era el “volteo”. Era un ejercicio que requería mucha habilidad y lo realizaba un solo jinete, normalmente un soldado veterano. El caballo llevaba una silla con dos agarraderas llamadas “ramplones”, uno a cada lado, e iba amarrado por la parte inferior de la cabeza a una cuerda que sostenía con una mano un instructor, y tenía en la otra un látigo que hacía restallar.
El equino corría continuamente en círculo, el jinete se acercaba, agarraba con una mano un ramplón y corría al compás del animal. Cuando había tomado el suficiente impulso, daba un salto sin soltar su apoyo y pasaba al otro lado de la cabalgadura, tocaba tierra, cambiaba de mano apoyándose en el ramplón opuesto y nuevo salto hacia el lado contrario. Los repetía una docena de veces, y finalmente el jinete saltaba sobre el lomo, se ponía de pie con los brazos en cruz y mantenía el equilibrio durante tres o cuatro vueltas más
El espectáculo era apasionante, un número de circo, y más cuando el soldado perdía el equilibrio e iba a dar con la cara en la tierra, afortunadamente muy mullida por los cascos del caballo. En estos casos Mohammed se reía para adentro, soltar una carcajada hubiera resultado peligroso.
Lo que no le resultaba agradable era algo que se producía muy frecuentemente. Las columnas de caballos con sus jinetes evolucionaban perfectamente, y de pronto, uno de los caballos se salía de la formación y emprendía un galope frenético en dirección a los cuarteles. El jinete, cogido de improviso, era descabalgado, pero uno de sus pies quedaba trabado por el estribo. El caballo desbocado arrastraba al soldado por el suelo, sin que se pudiera hacer nada para detenerlo de inmediato. Después de una persecución efectuada casi siempre por varios Suboficiales experimentados, conseguían que el asustado animal se parase y desenganchaban al magullado soldado, conduciéndolo inmediatamente a la enfermería del cuartel.
Mohammed se entretenía presenciando todo aquello, pero pensaba que no le gustaría cuando fuera mayor ser militar y tener que hacer semejantes hazañas. Una vez al año, los soldados indígenas del Grupo de Regulares de Caballería, todos ellos veteranos jinetes con muchos años de servicio, celebraban en el llano de Torrilla, muy cerca de Larache, una “fantasía”, o sea una corrida de la pólvora a caballo.
Mohammed y su familia eran fieles asistentes a aquel fabuloso espectáculo, de origen bereber como ellos mismos. Por grupos de unos diez jinetes vestidos a la usanza guerrera de sus ancestros, armados cada uno con un mosquetón cargado con cartuchos de fogueo, emprendían un galope tendido sosteniéndose en la silla clásica árabe de montar solamente con la presión de las piernas, y volteando el arma con ambas manos sobre la cabeza. Pocos metros antes de llegar al final del campo, limitado por grandes “jáimas” (carpas) ocupadas por los invitados, disparaban los mosquetones al mismo tiempo, produciendo un gran ruido y un espeso humo de la pólvora quemada, con su característico olor acre. Los espectadores aplaudían, y los seudo-guerreros saludaban alzando sus armas.
Estos alardes bélicos de tiempos pasados traían a los bereberes de la Ghedira recuerdos de las viejas historias que contaban los ancianos, de la época en la que en vez dedicarse a la ganadería, se dedicaban a otras actividades menos pacíficas.
CAPÍTULO IV
Mohammed el Ghediri, alias “Airé”, siempre guardó en su memoria su acceso a la cultura gracias a aquel muchacho cristiano, pastor de cabras como él, que se esforzó y consiguió enseñarle a leer el español. Ello despertó en su interior un gran deseo de penetrar en el mundo moderno, limitado hasta entonces para él al cuidado de las cabras y la vida en su pobre aduar.
Convenció a su padre para que lo enviara con unos familiares que vivían en Larache, y así poder ir a la escuela. Su progenitor, un campesino analfabeto pero con una inteligencia natural, estaba bien informado de lo que pasaba en el mundo escuchando la pequeña radio de transistores con la cual sintonizaba a los países más lejanos, incluso la China. Tenía gran dificultad en entender el árabe literal de las emisoras, tan diferente al dialecto por él hablado, y tampoco comprendía muy bien el perfecto castellano de las de España, también diferente al de los larachenses, con marcado acento andaluz.
No obstante, esa dificultosa información hizo comprender al padre de Mohammed el derecho de su hijo a buscarse un porvenir mejor y con todo el dolor de su corazón, porque sabía que ya no volvería , lo envió a casa de su hermano Abdeslan el Ghediri, que vivía en la Alcazaba de la Medina de Larache. Este tío de Mohammed era Cabo de la Mehal-la, fuerza militar marroquí encuadrada por Oficiales y Suboficiales del Ejército Español, que dependía del Jalifa de Tetuán, representante del Sultán de Marruecos en el Protectorado Español.
Su llegada a Larache fue para Mohammed un cambio radical en su modo de vida. A sus 8 años tenía gran curiosidad por conocer la ciudad y la gente que la habitada. Y se dedicó, en sus horas libres, a recorrer la que fue, antes de la llegada de los españoles, la ciudad árabe amurallada.
Empezó su recorrido entrando por la puerta del Zoco Chico que da a la Plaza de España. En primer lugar, una calle estrecha repleta de personas de muchos orígenes. Mujeres musulmanas cubiertas con amplios mantos blancos y velos cubriéndoles la cara, dejando sólo visibles los ojos. Algunas con chilabas de corte moderno, pero también veladas y cubierta la cabeza con el capuchón o con un pañuelo.
Le llamó mucho la atención las campesinas de las montañas cercanas, vestidas con faldas de lana tejida artesanalmente por ellas mismas, a rayas blancas y rojas, amplios sombreros de paja adornados con borlones azules, polainas de cuero marrón en las pantorrillas, babuchas de badana amarilla como calzado, y, paradójicamente, el rostro al descubierto. Eran mujeres bereberes, de la misma etnia que Mohammed, de finas facciones, tez blanca y pelo negro lacio y brillante.
Se encontró con hombres de estas mismas tribus montañesas, ataviados con chilabas de lana burda que les llegaban justo debajo de las rodillas, y tocados con turbantes blancos, algunos con tupidos bordados de hilos de seda amarillos. Llevaban el dinero y otros objetos de valor en grandes carteras de cuero repujado con flecos, sujeta con una correa cruzada sobre el pecho. Algunos armados con un puñal curvo, la “gumía”, dentro de una funda de plata labrada sujeta a un grueso cordón que les colgaba desde el hombro, en sentido opuesto a la cartera. Más que un arma, el puñal era un adorno.
Aunque poco numerosos, se cruzó con ancianos judíos vestidos con levita, faja y bonete, y los más jóvenes de esta confesión todos cubiertos con boinas negras y sombreros clásicos de fieltro también negros. Las mujeres hebreas iban vestidas con trajes de corte europeo y ningún tocado, excepto algunas ancianas que llevaban un pañuelo de flecos tapándoles el cabello.
Y muchos españoles y españolas mezclados con esta muchedumbre.
Una vez pasada esta calle de entrada, tuvo que andar a empujones por el estrecho pasillo dejado por los puestos de golosinas instalados a ambos lados, en los que se dejaba las cuatro perillas que le daba su tío de vez en cuando.
Desembocaba la calle en un amplio recinto que se prolongaba hasta el gran portal de la Alcazaba, antigua ciudadela fortificada. A cada lado del recinto, unas arquerías, y bajo éstas muy numerosas tiendecitas ocupaban cada una la anchura de una puerta. Sobre el mostrador de madera que cubría toda la entrada del comercio, estaba sentado el vendedor, con las piernas cruzadas bajo el trasero. Sin necesidad de desplazarse, tenía a su alcance todos sus artículos.
Las pequeñas tiendas se sucedían sin orden ni concierto en la oferta. Mohammed observaba como los compradores se paseaban sin tener idea de lo que iba a encontrar, y parecía que eso era lo que les gustaba, ir descubriendo los objetos interesantes El otro placer al que se dedicaban era al “regateo”. Ningún artículo tenía señalado el precio, el comprador lo preguntaba y el vendedor le decía una cantidad siempre muy por encima de la que pensaba aceptar finalmente. Mohammed se reía para sus adentros asistiendo a esta pantomima. Se iniciaba el tira y afloja hasta llegar a un acuerdo. Muchas veces el comprador daba un último precio, el vendedor no lo aceptaba y dejaba que el comprador se marchara. Pero cuando éste último había andado una corta distancia, el vendedor lo llamaba a voces y le decía que por tratarse de su persona iba a hacer el sacrificio de vendérselo a un precio tirado, perdiendo dinero en la operación.
A Mohammed, debido a su corta edad, le parecía gracioso lo que veía, pero comprendía que el “regateo” es la salsa del mercado árabe, donde la gente tiene prisa y hace de la compra un entretenimiento. Si el comprador no obtenía una rebaja importante del primer precio anunciado se quedaba con la sensación de haber sido engañado.
En estas hileras de pequeñas tiendas se encontraba artículos muy diversos: Zapatos, cojines de cuero repujado, babuchas, jarrones de cobre o latón cincelados, teteras de falsa plata, soplillos muy adornados, velas, quinqués, cerillas, mecheros. Especias a granel, frutos secos y otros innumerables objetos. Sin olvidar los pinchitos de “kefta” (carne picada) y las tortitas de sémola porosas que gustaban a rabiar a Mohammed, y las compraba cuando su tesorería se lo permitía.
“¡¡ Yabán Kulubán !!”
Era el pregón de un vendedor que paseaba por el zoco un pastoso caramelo blanco fundido alrededor de una gruesa caña de bambú. Lo vendía por pequeñas porciones que cortaba y despegaba con una afilada navaja. Mohammed era un asiduo cliente de este “yabankulubero”, como le llamaban los niños, ya que los cachitos de caramelo costaban a perra gorda, o sea 10 céntimos de peseta.
Fuera de las arquerías, sobre las aceras que bordean la calzada central de adoquines de granito muy irregulares, se instalaban vendedores de objetos usados. Lo que más admiraba Mohammed eran las camas con cabezales de bronce o latón, que según oyó decir procedían de las antiguas familias judías que se habían marchado a Israel.
En la otra acera, sobre mesitas de madera muy bajas, cubiertas con manteles blancos muy limpios, mujeres sentadas en el suelo ofrecían tortas de pan de trigo recién salidas del horno, como denunciaba el agradable olor que impregnaba el ambiente e invitaba a comprarlas.
La tía de Mohammed le daba cada día el dinero suficiente para que comprara al pasar por aquel sitio tres o cuatro tortas, para el desayuno de la mañana siguiente.
Los labriegos venidos de las kabilas cercanas de Benigorfet, Beniaros y Sumata, exponían a la venta sus productos, traídos a lomos de sus borricos, que tenían atados a las farolas, con un saco con pienso colgado del cuello a la altura del hocico. Colocaban su mercancía apilada en el suelo, y pregonaban a grandes voces su gran calidad. Además de las frutas y verduras corrientes, se podían encontrar otras propias de la región, como alcauciles silvestres (muy espinosos), malvas, tagarninas, turmas llamadas también trufas blancas, éstas muy escasas y de alto precio, apreciadas por los judíos que eran prácticamente los únicos compradores . Hierbas aromáticas como el tomillo, el romero, la manzanilla, el culantro, la hierbabuena, el poleo.
Ofrecían además frutas salvajes recogidas en los campos y montañas de los alrededores, como son el palmito deshojado hasta su parte más tierna, su dátil de nombre “palmicha”, moras, zarzamoras, madroños, higos chumbos pelados en el momento de su venta. No faltaban los níscalos y otras setas comestibles recogidas en los bosques de pinos de “Los Viveros” y los próximos a la Ghedira.
Algo que desagradaba profundamente a Mohammed era la venta de conejos y pollos vivos. Siguiendo la tradición los sacrificaban antes de entregarlos al comprador cortándoles la yugular y dejándolos dar saltos en el suelo hasta que se desangraban. A su entender el procedimiento era cruel, y habría que buscar otra forma de hacerlo menos salvaje. Sobre todo observaba la mirada de horror de los europeos y los comentarios que hacían entre ellos, muy negativos.
En un estrecho callejón sin salida a la derecha de la calle de entrada al Zoco Chico, con sombra y frescor, los pescadores de caña exponían a últimas horas de la tarde los pescados capturados durante la jornada, iniciada al amanecer. Ofrecían una gran variedad, y muy frescos: grandes doradas y robalos (lubinas) sargos, corvinas, berrugatos, salpas o zalemas, lisas, congrios, murenas y sábalos. Este último pez, de la familia del arenque, solamente se pesca en los estuarios, como el del río Lukus, y es muy apreciado por los musulmanes y judíos de Larache. Conocen el procedimiento de quitarle sus numerosas espinas, y disfrutan de su gusto exquisito.
También se podían encontrar centollas, bogavantes y nécoras a precios muy bajos, pues el consumo de estos crustáceos está prohibido por las religiones de los musulmanes y judíos, y los compradores se limitaban a los cristianos.
Y un producto del mar exclusivo de Larache era la angula (alevín de la anguila) que se pescaba en la desembocadura y en los primeros tramos del río Lukus. De alto precio, se dedicaba a la exportación, pero había pescadores furtivos que las ofrecían vivas a un precio razonable a los europeos, únicos consumidores de ellas. Mohammed no solía frecuentar este mercadillo del pescado debido a lo tarde que se habría, pero sin embargo lo visitaba alguna que otra vez en su afán de aprender todo lo que encerraba el Zoco Chico.
CAPÍTULO V
Moviendo ciertas influencias, Abdeslan el Ghediri consiguió ingresar a su sobrino Mohammed en la escuela de la Misión Francesa reservada a los musulmanes, situada en las inmediaciones de la Plaza de la República Argentina, donde además del francés se enseñaba el árabe literal.
Esta escuela era diferente a la de la Avenida del Generalísimo, de enseñanza laica, limitada al francés y al español, y reservada a los europeos y a los judíos sefarditas.
El tío Abdeslan sabía que era muy necesario dominar el francés y el árabe, porque la Administración Pública del gobierno marroquí, después de recuperar el país su independencia, funcionaba en estos dos idiomas, sobretodo en la lengua gala. El español, aunque seguía siendo hablado por la población del norte de país en general, iba cayendo en desuso.
Los alumnos de esta Escuela eran todos varones, así como los maestros, siguiendo la obligación musulmana de no juntar en una misma institución de enseñanza a personas de diferente sexo, tal como también hacían y hacen las escuelas religiosas cristianas.
Cuando Mohammed apareció el primer día vestido a la usanza campesina y con su coleta, los alumnos de su clase le rodearon y se burlaron de él. Era bastante raro que un bereber de la Ghedira fuera admitido en esta Escuela, reservada de hecho aunque no oficialmente a los hijos de los comerciantes importantes y los de los altos funcionarios y militares de elevada graduación.
Mohammed le contó a su tío lo que le había ocurrido. Éste se apresuró a llamar al peluquero del Acuartelamiento de la Mehal-la, y le hizo darle un corte de pelo al cero, suprimiendo radicalmente la problemática coleta. Mohammed no pudo evitar sentir un cierto disgusto por la pérdida de su distintivo como guerrero y varón.
Pronto se distinguió por su aplicación en los estudios, los seguía con el mayor interés, apreciando la oportunidad que tenía de adquirir valiosos conocimientos para el futuro y mejorar con ellos su situación y la de su familia. Mohammed aprobó todos los exámenes, pasando los cursos sin ningún fallo, y al cabo de 5 años acabó sus estudios en la Escuela Francesa reservada a los musulmanes.
No se olvidó del español, que siguió estudiando dando clases particulares con un profesor pagado por tu tío Abdeslan. Apreciaba mucho este idioma, le había abierto las puertas de la cultura y hecho salir del cerrado mundo donde había nacido. Tan solo tuvo un incidente durante su permanencia en dicha Escuela. Los profesores eran funcionarios de la Misión Francesa y gozaban de sueldos que les permitían llevar un nivel superior de vida comparado con la mayoría de los ciudadanos larachenses.
Uno de estos maestros, Monsieur Khamlichi, era un tipo alto y delgado, muy cuidadoso en su indumentaria, vestía costosos trajes de doble pecho y peinaba sus rizados cabellos de mulato con litros de brillantina. Se daba de conquistador, sobre todo de mujeres europeas a las que solía cortejar con poca fortuna.
Un día estaba Mohammed sentado con otros alumnos de su clase en un banco del Balcón del Atlántico. De pronto apareció el citado profesor, impecablemente vestido como siempre, con sus andares muy estudiados y sus ojos mirando al frente, sin bajar la vista para ver por donde pisaba. Justamente delante del banco ocupado por Mohammed y los demás jóvenes, había una boca de riego abierta, le faltaba la tapa.
Monsieur Khamlichi metió un pié en el agujero, y cayó rodando sobre la acera. La reacción de los muchachos fue reírse a carcajadas. La caída, producida por el andar presumido del profesor, había sido de película cómica. Se levantó dirigiendo una mirada furiosa a Mohammed, se sacudió los pantalones manchados del barro que rodeaba a la boca de riego, y prosiguió su paseo cojeando visiblemente, lo que hizo que las risas se repitieran.
Al día siguiente el Director de la Escuela llamó a Mohammed a su despacho y por primera y única vez le dio una reprimenda por haberse burlado de Monsieur Khamlichi.
CAPÍTULO VI
Durante el tiempo que Mohammed permaneció en la Escuela Francesa, desde los 10 a los 16 años, aparte del que dedicó a recorrer toda la ciudad vieja, durante los meses de vacaciones comenzó a frecuentar con asiduidad el puerto pesquero, situado al final de la Calle Real, la que atravesaba en línea recta la Medina de sur a norte.
Después de la escalinata de piedra del final de esta calle principal del antiguo Larache, había una explanada asfaltada que llegaba hasta la orilla del Río Lukus, en cuyo borde estaban situadas las instalaciones portuarias. A la izquierda, Mohammed encontró los embarcaderos de los botes a remos que se utilizaban para atravesar el Río en dirección a la playa de la orilla opuesta, la “Otra Banda”.
A Mohammed le entusiasmaban estos viajes en barca, eran una emocionante aventura para un pastor de la Ghedira como él. Solo conocía las playas próximas a su kabila, donde solía pescar y mariscar, pero nunca se atrevió a usar una embarcación.
La gran barca iba repleta de personas, hundida un poco más abajo de la línea de flotación. El experto y veterano remero, tocado con un inmenso sombrero de paja, después de distribuir a los viajeros para equilibrar la carga, emprendía el trayecto.
La ruta variaba según fuera marea vaciante, llenante o pleamar, pues en los dos primeros casos tenía que combatir una fuerte corriente. Si la marea descendía, dirigía la embarcación en línea recta hacia el interior del río, para contrarrestar la corriente en dirección al mar. Si la marea subía, dirigía la barca al lado opuesto, de forma que la travesía se hacía, salvo en pleamar, luchando contra la corriente en un sentido o el contrario.
A Mohammed le producía gran emoción la sensación de peligro que experimentaba, agravada por los comentarios de los embarcados que a veces perdían los nervios y discutían con el barquero, y se daba cuenta que le ayudaba a su formación como hombre.
Con 14 años era un muchachote alto y fuerte. Empezó a acercarse a los barcos pesqueros tripulados sobre todo por marinos procedentes de Barbate. Pronto entabló amistad con ellos, y comenzó a desempeñarles trabajos, ya que Mohammed quiso ganar algún dinero para sus necesidades y también para aliviar la débil economía de su tío Abdeslan, que tenía un exiguo sueldo con Cabo de la Mehal-la.
Los Barbateños valoraron muy positivamente que Mohammed conociera perfectamente el español y el árabe, además de sus estudios en la Escuela Francesa donde había aprendido aritmética. No sólo lo utilizaban en sus relaciones con los comerciantes árabes y españoles a los que compraban los productos alimentarios y los aparejos, lo hacían también en sus asuntos con la Administración del puerto, en cuya lonja vendían sus capturas en subasta pública, boquerones y sardinas principalmente.
Pero la más importante actividad del puerto era la descarga de los atunes procedentes de la almadraba calada en un punto de la costa cercano a Larache. Estos grandes pescados, de 300 a 500 kilos cada uno, llegaban al borde del muelle transportados en grandes barcazas empujadas de 2 en 2 por un sólo pesquero desde el copo, barco que a su vez venía con la bodega llena.
Los atunes estaban destinados directamente, sin pasar por la lonja, a las fábricas de conservas (Carranza, los Crespo, Coca, Compañía Agrícola del Lukus, y otros) Con varias pequeñas grúas los iban descargando de 3 en 3 amarrados por la cola, y los depositaban en camiones arrimados al mismo borde del muelle
Los encargados de la almadraba le dieron a Mohammed el trabajo de “listero”, llevar el control de la carga de cada camión y de la fábrica a la que se enviaba, una faena que requería su máxima atención durante unas 8 horas al día. Era pesada por repetitiva, pero en el fondo le complacía ver tantos hermosos ejemplares de atunes surgir de las entrañas de los barcos y barcazas, algunos casi vivos.
Los 2 años que duró su trato con los pescadores fueron muy fructíferos, Mohammed aprendió mucho de ellos en cuanto a la vida en el mar, y los Barbateños fueron conociendo y sorprendiéndose de la cultura de un campesino bereber larachense, haciéndoles cambiar su opinión tan negativa de los que llamaban despectivamente “ los moros”.
CAPÍTULO VII
El tío Abdeslan estaba muy orgulloso de su sobrino, había demostrado mucho interés y capacidad en los estudios. Como militar, pensó que la mejor opción para él era la milicia. Esta idea la había madurado: Mohammed debía ser Oficial del Ejército.
Un año antes de terminar en la Escuela Francesa, comenzó a hacer gestiones a fin de informarse de las condiciones exigidas para la admisión en la Academia Militar de Suboficiales de Ahermumu. El nivel cultural de Mohammed era suficiente, pero le pareció imprescindible obtener recomendaciones de altos mandos de la Fuerzas Armadas Reales. Conocía a algunos Jefes y Oficiales originarios del Rif, región de gran tradición guerrera y cantera de excelentes soldados, y a alguno de ellos pensaba dirigirse a tal fin.
Antes de seguir sus gestiones, quiso saber la opinión de su sobrino, porque nunca le había hablado del tema, convencido de que por descontado era lo mejor para él.
Le dijo con gran solemnidad:
- Mohammed, durante estos años has vivido conmigo y te he venido observando, reúnes todas las cualidades de un buen Oficial de nuestro Ejército Real. Quiero que ingreses en la Academia de Suboficiales de Ahermumu y posteriormente en la de Oficiales de Mekinés. ¿Cuál es tu opinión? -
Mohammed ya estaba al corriente, por la mujer de su tío, de los deseos de éste, y sabía su gran ilusión de tener a un alto Oficial en la familia. Desde luego no entraba en sus sueños ser militar, su verdadera vocación estaba en la enseñanza. Hubiera querido ser maestro, ayudar a sus compatriotas a salir del analfabetismo, de la ignorancia en que él mismo había vivido hasta conocer a aquel joven pastor español, por casualidades de la vida. Pero el respeto hacia su tío, al que tanto tenía que agradecer, le impidió contrariarlo y le respondió:
- Tío, si tú estás convencido, si es lo que más me conviene, estoy dispuesto a seguir tu consejo, seré militar -
- Bien, serás un buen Oficial, llegarás muy alto y darás prestigio a la familia. Voy a hablar con uno de los Benslimán, de una familia de Rabat oriundos del Rif, de la que forman parte varios altos Jefes. Es Coronel, le pediré una recomendación para ti. Contraemos una obligación de no defraudarlos nunca, y que tu comportamiento será ejemplar, aunque no dudo de ello.
El tío Abdeslan hizo un viaje a Rabat, y se entrevistó con el Coronel retirado Driss Benslimán
La carta de recomendación que le dio el Coronel le abrió a Mohammed El Ghediri las puertas de la Academia de Ahermumu, y así empezó su corta vida militar, como veremos más adelante. Para Mohammed, la noticia comunicada por su tío, con desbordante alegría, de su admisión en la Academia de Suboficiales, no fue tan alegre, aunque lo disimuló lo mejor que pudo. Tenía una secreta esperanza, que las gestiones en busca de recomendaciones fracasaran, pero, a su pesar, no ocurrió así. Dijo adiós a su vocación de maestro de escuela y se resignó a seguir una carrera militar sin ningún interés. Al contrario, sentía un mal presentimiento, sin encontrarle explicación.
Sus ancestros, los bereberes, eran un pueblo guerrero, pero cuando fueron sometidos en el siglo VIII por los árabes invasores, perdieron su belicosidad y se convirtieron en pacíficos pastores, agricultores y comerciantes. Conservaron algo de su pasado en las manifestaciones folklóricas, danzas, cantos, corridas de la pólvora a pie o a caballo. Y también la coleta, símbolo del guerrero nunca vencido en la lucha.
Llegó el día de su incorporación a la Academia, y toda la familia lo fue a despedir a la C.T.M., el autocar de la línea Larache-Fez. Lo equiparon con ropa comprada por su tío en “El Comercio Español”. Iba vestido a la europea, con el pelo cortado a navaja, y presentaba un aspecto irreprochable con su estatura de 1,80 y su cuerpo delgado y fibroso.
Después de un viaje de cinco horas en aquel autocar lleno de campesinos y campesinas que bajaban y subían en las numerosas paradas, cargados con canastas y espuertas llenas de verdura, frutas, pollos vivos, y algún que otro cabrito o cordero, llegó a Fez, y luego tomó un taxí que lo llevó a la Academia de Suboficiales de Ahermumu.
Una vez controlada su identidad por el Oficial de Guardia, lo alojaron en una nave donde había unas cincuenta literas dobles, ya parcialmente ocupadas por los llegados los días anteriores. Le dieron el equipo y vestuario militar, y la ropa de cama para su litera. Duchado y sometido a un rápido control por los enfermeros del servicio de higiene, lo llevaron a la peluquería y de ella salió pelado al cero. Una tradición de la Academia para bajar los humos y la autoestima del recién llegado, y comenzar a convertirlo en un dócil y obediente alumno.
A la hora de la comida, lo hicieron formar con todos los cadetes de su barracón, y un Suboficial les “paso lista”, o sea los fue nombrando uno a uno y ellos respondieron “presente” en árabe, francés o español. Luego pasaron a un comedor de largas mesas de madera con bancos corridos como asientos, y sitio en cada una para veinte comensales. Les sirvieron una frugal cena, a base de verduras y algo de carne.
Volvieron a formar una vez acabada la comida, y regresaron a la nave dormitorio, marcando el paso. El corneta tocó retreta, y se acostaron en las literas asignadas a cada uno.
Fue la primera noche de su nueva vida militar, y tuvo un sueño agitado por pesadillas repetitivas en las que se veía envuelto en combates contra un enemigo desconocido. Se volvían a manifestar en su subconsciente unos malos presentimientos sin lógica, y comenzaban a preocuparle.
Los compañeros de Mohammed eran tan extraños al ambiente militar como él mismo. Sin embargo en las siguientes comidas ya empezó a detectar ciertas artimañas de algún espabilado que se sentaba siempre en el primer lugar del banco de la derecha, para ser quién sirviera la comida de la perola o bandeja situada al principio de la mesa, con las raciones de todos los demás comensal.
El que reparte se lleva la mejor parte, eso dice el refrán y eso hacía el repartidor. Se echaba en su plato los mejores trozos de carne o pescado, y en los platos de sus amigos que se sentaban con este propósito en los sitios cercanos a la cabecera de la mesa. Estos compinches se iban turnando en el puesto de distribuidor de la comida. Mezquindades que le hicieron ver la camaradería como una palabra hueca, la realidad era otra. Egoísmo, yo primero y luego los otros, los cadetes demostraban poco honor a su título de caballeros.
También constató un cierto desprecio a su persona, debido a su origen humilde, por parte de los cadetes hijos o parientes de altos oficiales del Ejército. Estos miembros de la élite formaban grupos herméticos y se creían con derechos y privilegios sobre los demás.
Por suerte para Mohammed, eran numerosos los cadetes de origen rifeño, algunos nacidos en Melilla. Hablaban entre ellos solamente en español, y pronto congeniaron con él y lo acogieron en su grupo.
Tal como ocurrió en la Escuela Francesa, y a pesar de su falta de vocación, pronto demostró su gran capacidad en los estudios. Su excelente forma física hizo que se distinguiera en la instrucción militar, sobre todo en ejercicios de orden abierto, en los de combate. Su eficacia era tal, que el pelotón bajo su mando teórico, el número 1 de la 1ª sección, era llamado siempre para intervenir en las exhibiciones cuando algún General visitaba la Academia.
El Director, Coronel Ababu, se había fijado en su aplicación y confiaba en él para quedar en buen lugar ante sus superiores. Mohammed fue aprobando todos los cursos, veía cada vez más próxima su salida con las barras de Subteniente, y pensaba optar por un destino en Larache, con la ayuda de su inapreciable tío. Y a renglón seguido, contraer matrimonio con su novia Jadiya, la mujer que su tía le había buscado siguiendo la tradición.
Pero, siempre tropezaba con un pero, se empezó a hablar con insistencia en los medios políticos cercanos al Rey, que el Sahara ocupado por España pertenecía a Marruecos y tenían el sagrado deber de liberarlo. Dentro de esa política de liberación, numerosos efectivos del Ejército habían sido enviados paulatinamente a la frontera de dicho territorio, y alojados en numerosos campamentos de tiendas de campaña a lo largo de ella. Para el mando de estas tropas se fueron escogiendo Oficiales y Suboficiales que hablaran el español, idioma de los saharauis además del árabe vulgar o hassanía. Una vez más los proyectos de su vida se venían abajo por circunstancias ajenas a su voluntad.
En cuanto a Mohammed, paradoja del destino, el idioma enseñado por Carlos cuidando cabras, y de cuyo conocimiento se sentía tan satisfecho, iba a ser con toda seguridad el motivo, cuando lo nombraran Subteniente, de su envío a las tropas acampadas en el desierto. Prevalecía el conocimiento de este idioma para ser destinado a la frontera sur, sobre cualquier otra consideración. Todo ello le produjo una gran desesperación, veía claramente que se avecinaba un conflicto que podía durar largos años, y no le seducía la idea de pasar gran parte de su vida entre las ardientes dunas de arena del Sahara.
El mal presentimiento al comenzar su carrera militar comenzaba a materializarse, el destino le hizo pasar largos años en el desierto, pero por otras causas muy diferentes. Dejemos aquí el relato y no adelantemos los acontecimientos.
El Director de la Academia de Suboficiales era esa clase de militar para quién el soldado no tiene que pensar, sólo obedecer, la disciplina lo primero. Su método de enseñanza estaba basado en la ejecución inmediata de las órdenes del superior. En sus conversaciones con los profesores, Oficiales del Ejército, mostraba un gran desprecio hacia la sociedad civil, y alababa a los militares como si de una casta superior se tratara.
Mohammed encontraba cierta razón en sus críticas a la corrupción de la burguesía, pero no compartía en absoluto sus ideas fascistas. No veía comprensible que una persona sin principios democráticos fuera el forjador de los futuros Suboficiales. Aunque, por otro lado pensaba, de eso se trataba, de formar una clase militar con poder absoluto sobre los civiles.
CAPÍTULO VIII
Una mañana del mes de Julio de 1.971, Mohammed el Ghediri formó rápidamente en el patio de la Academia, el corneta había tocado “generala”. Al igual que todos los demás compañeros cadetes, estaba equipado con casco y traje de campaña, y armado con un fusil automático de asalto, según las órdenes transmitidas por su Oficial.
El Coronel Ababu se subió al estrado del patio del recinto, y con su voz metálica les lanzó la siguiente arenga:
- Caballeros cadetes, nos ha llegado una grave noticia. Su Majestad el Rey, que Dios guarde, ha sido secuestrado en el Palacio de Skirat, dónde estaba celebrando su fiesta de cumpleaños, por un grupo de traidores. Quieren derrocarlo, e incluso acabar con su sagrada vida. Hay varios Generales en el complot, y no se sabe hasta que punto está involucrado el Ejército en el golpe.
Os toca a vosotros, los futuros Suboficiales con inquebrantable fidelidad a la Monarquía Alauita, acudir a Skirat para salvar al Emir de los Creyentes -
- ¡¡ Ijiá Al Malik !! -
Con este grito ritual terminó el Coronel su soflama.
Mohammed se subió a uno de los camiones, y emprendió el viaje, junto con sus compañeros cadetes, a Skirat, para llevar a cabo la sagrada misión que les había confiado el Coronel Ababu, quién comandaba personalmente la expedición. Había algo que no le cuadraba. No comprendía por qué se iba a utilizar una fuerza integrada por aprendices de soldados para una misión tan importante. Se guardó mucho de expresar sus sospechas y permaneció callado durante el viaje.
Llegaron a las puertas del Palacio Real de Skirat, bajaron de los camiones y se formaron en pelotones encuadrados por sus profesores, Suboficiales y Oficiales profesionales. A Mohammed le tocó un pelotón mandado por el Sargento Akka, hombre de confianza del Coronel. Las sospechas del cadete se confirmaron enseguida, allí no había fuerzas atacantes. La calma era absoluta, y la música de una orquesta andalusí salía del interior del Palacio. Lo vio claro, los atacantes eran ellos. El pelotón del que formaba parte Mohammed, con el Coronel Ababu y el Sargento Akka al frente, desarmó a los centinelas bajo la amenaza de sus armas y penetró en el recinto real seguido de los demás pelotones.
La fiesta se celebraba alrededor de la piscina. Los invitados, muy numerosos, estaban todos vestidos con indumentarias veraniegas. Había entre ellos diplomáticos, empresarios marroquíes y extranjeros, ministros y altos funcionarios, y los miembros masculinos de la familia real, a excepción del Príncipe Heredero. Por motivos de seguridad se evitaba su presencia en los actos de su padre.
En un salón aparte se hallaba el Rey, acompañado de invitados especiales, entre los cuales varios amigos personales del Príncipe Muley Abdellah, hermano del Monarca.
Minutos antes de la llegada de los cadetes, en una acción sincronizada, el General Medboh, Jefe de la Guardia Real, entró en el salón, vestido de paisano, con una camisa de manga corta. Sacó una pistola que tenía en la cintura oculta por la camisa y encañonó al Rey. Le dijo escuetamente:
- Majestad, queda detenido, vamos a acabar con su monarquía feudal-
El Rey lo miró asombrado, y le replicó en un tono muy dramático:
- Tú, precisamente tú, el más joven de mis Generales. He depositado en ti mi entera confianza al nombrarte Jefe de mi Guardia. No comprendo que desprecies tu brillante porvenir junto a mí y te embarques en una aventura sin futuro ¿ Porqué ? -
El General le contestó, con voz emocionada y al borde del llanto:
- Por dignidad, Majestad. En el último viaje que hice a Estados Unidos para jugar al golf un Senador se dirigió a mí preguntándome si mi Rey no tenía bastante con lo que le habían pagado por un asunto del que supuso estaba yo al corriente. No sé si se puede figurar lo que sentí. Sí, existen sobornos y corruptelas de ministros y funcionarios, altos y pequeños. Esto no lo ignoro y lo soporto, ha sido siempre así .
Hizo una pausa, y elevando la voz con enfado, prosiguió :
- ¡¡ Pero que mi Soberano sea tratado por un simple Senador extranjero como si fuera un vulgar comisionista ha tocado lo más íntimo de mis sentimientos patrióticos y contra esto me rebelo !! -
Bajo la amenaza de su arma condujo al Rey y a las personas que le acompañaban a un lavabo cercano, los encerró dentro y se guardó la llave.
Entretanto, los cadetes y sus Oficiales y Suboficiales entraron con sus armas amartilladas en el recinto de la piscina, exigiendo a gritos a los presentes:
-¡¡ Levanten las manos y no se muevan !!-
Un cadete arrojó a la piscina al hijo menor del Rey, el Príncipe Muley Rachid, de año y medio de edad, que estaba jugando en aquel momento al borde de ella. Su “nurse”, una española que le cuidaba desde su nacimiento, se tiró al agua y consiguió salvarlo de morir ahogado.
Aquel acto de extrema crueldad aterrorizó a los invitados, se percataron claramente de las intenciones criminales de los asaltantes, y salvo algunos pocos que se arrojaron cuerpo a tierra, la mayoría intentó escapar.
Los cadetes dispararon contra los que huían corriendo, abatiendo a muchos de ellos. Pero afortunadamente numerosos invitados consiguieron llegar a la arena de la playa, y se alejaron a toda prisa por ella.
El pelotón de Mohammed El Ghediri, al frente del cual iban el Sargento Akka y el Coronel Ababu, penetró en el Palacio tirando contra las personas que se encontraban en los salones. En uno de ellos tropezaron con el Príncipe Muley Abdellah, reunido con un grupo de amigos y los miembros de su sequito. El Sargento Akka, siguiendo una orden del Coronel, disparó sobre ellos con su metralleta, y no paró hasta verlos a todos tendidos en el suelo, heridos o muertos, incluido el Príncipe.
Mohammed, envuelto en aquella vorágine muy a pesar suyo, no aprobaba de ninguna forma lo que estaba ocurriendo, más bien le espantaba, pero no podía hacer nada para impedirlo. Como es corriente en el Ejército, formaba parte de una acción en cuya elaboración no había tenido parte ni culpa. Lo más que pudo hacer, para acallar su consciencia, fue procurar que sus tiros no alcanzaran a nadie. El Sargento Akka lo miró varias veces, extrañado de su mala puntería.
El Coronel Ababu llegó con su pelotón a un salón donde lo esperaba el General Medboh y otros altos Oficiales, todos vestidos de paisano.
- A sus órdenes, General ¿dónde está el Rey?- dijo el Coronel.
- No te preocupes, está a buen recaudo - contestó el General.
- ¿Cómo a buen recaudo? lo acordado es que debe ser eliminado de inmediato -
- Sí, Coronel, pero he pensado que no es conveniente comenzar un nuevo régimen con la sangre del Rey a nuestras espaldas-
-Insisto, General, tráigame al Rey y cumpla lo pactado, de no ser así me consideraré traicionado-
- Coronel Ababu, estás olvidando que te encuentras ante un Jefe superior, me debes obediencia. Estoy intentando conseguir la abdicación de su Majestad, y así iniciar una nueva era con toda la legalidad posible. No debemos olvidar las reacciones políticas de los americanos y de los europeos, además de las monarquías árabes -
- General, a mí me importa un bledo la política internacional. Insisto, debe traerme ahora mismo al Rey para que lo mate con mis propias manos, no me fío nada de ustedes ni de sus argumentos. Muerto el perro se acabó la rabia -
El Coronel estaba cada vez más excitado, y apoyaba sus palabras con gestos amenazadores de su mano derecha, armada con un revolver de grueso calibre.
El General Medboh sacó de pronto su pistola del cinto y encañonó al Coronel Ababu, ordenándole soltar el arma esgrimida.
El Coronel le gritó al Sargento Akka:
- ¡ Mata a este traidor ! -
El Sargento disparó una ráfaga de su metralleta, acertando al General en el pecho, pero éste, antes de caer herido de muerte al suelo, tiró contra el Coronel. La bala sólo le tocó un lado del cuello, pero le produjo una herida profunda que comenzó a sangrar abundantemente.
El Coronel Ababu, con un pañuelo apretado alrededor de su cuello intentando disminuir la hemorragia, buscó con su pelotón por los salones próximos, y al no hallar rastro del Rey, decidió abandonar al Palacio de Skirat y trasladarse con su tropa a Rabat. Los cadetes se montaron en los camiones, y en menos de una hora llegaron al edificio del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Reales, donde ocuparon posiciones defensivas. Al no haber triunfado el intento de eliminar al Rey, esperaban la reacción contundente de las fuerzas leales al mismo.
El Coronel Ababu perdió mucha sangre en el viaje sin que nadie lo asistiera, y a pesar de los esfuerzos de un médico militar a su llegada a Rabat, falleció desangrado. Su muerte estuvo a la altura de su legendaria brutalidad y soberbia.
CAPÍTULO IX
El cadete Mohammed El Ghediri, apostado detrás de la tapia que bordeaba el edificio del Estado Mayor, esperaba el ataque que tarde o temprano se iba a producir.
Apareció por la desierta calle un automóvil verde, pasando lentamente por delante de donde él estaba. Apuntó con su fusil al conductor del vehículo, por si se trataba de alguna treta. Su asombro fue mayúsculo cuando se fijó en aquel hombre moreno, de cara ancha y redonda, con grandes ojos negros.
- ¡No puede ser, pero si es Carlos!- exclamó para sí.
Sin duda, era Carlos, su querido amigo de la infancia, el cabrero español que le enseñó a leer. Sabía que vivía en Rabat, y que ocupaba un alto cargo en un Banco, pero no había vuelto a verlo desde hacía muchos años. Su primer impulso fue llamarlo, pedirle ayuda para salir de aquel atolladero, pero no lo hizo. Pensó en la situación tan peligrosa para los dos si abandonaba el puesto y se acercaba al coche. Lo más seguro, los otros cadetes los acribillarían a balazos.
Y lloró, lloró amargamente, las lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas. Su vida pasó por su mente como una película acelerada. Se acordó de su infancia en el aduar de la Ghedira, de su padre, de su sufrida madre, de sus dos hermanos pequeños, Ahmed y Hossein, de su tío Abdeslan que tanta ilusión había puesto en su carrera militar, de Jadiya, su novia. Maldijo al sanguinario y necio Coronel Ababu, había dejado su pellejo y encima los había llevado a él y sus compañeros a la ratonera donde se encontraban metidos. No quería morir tan joven, después de sus muchos esfuerzos en adquirir conocimientos y salir de la miseria.
Se hizo la gran pregunta: ¿No hubiera sido mejor continuar en la incultura, siendo pastor de cabras toda su vida ?
El coche de Carlos siguió su ruta y dobló la esquina al final de la calle.
Al poco rato llegaron grupos de soldados reales que tomaron posiciones rodeando el edificio.
El ataque comenzó al caer la noche, disparando contra los cadetes apostados en las ventanas y tras las tapias. En esta ocasión Mohammed respondió al fuego de los atacantes. Se intercambiaron disparos durante largo tiempo, y se produjeron bajas por ambos lados. Continuaron llegando más tropas, la superioridad numérica hizo imposible que los cadetes siguieran resistiendo. Empezaron a rendirse y a salir desarmados y con los brazos en alto.
Mohammed y otros diez cadetes decidieron abandonar el lugar. Saltaron por una pequeña ventana de un callejón trasero, y armados con sus fusiles emprendieron una loca carrera calle abajo para alejarse lo más pronto posible. No conocían aquel barrio y cometieron un error fatal, en lugar de huir del conflicto se metieron en una nueva trampa. Al seguir las vías cuesta abajo para facilitar su carrera, desembocaron en la de Patrice Lumumba, por la cual subían todas las tropas leales al Rey.
Frente al número 13 de dicha calle, uno de los cadetes recibió en el pecho varios impactos de bala y cayó sobre la calzada para no levantarse más. Mohammed y sus compañeros repelieron el ataque descargando sus armas contra los soldados que habían disparado contra ellos surgiendo de una de las esquinas. Recogieron del suelo el cuerpo de compañero muerto, lo metieron en el portal más próximo y continuaron su huida, hasta que al verse copados se separaron y se refugiaron en las plantas bajas de las casas vecinas, forzando las puertas y tomando a sus habitantes como rehenes.
Mohammed abrió golpeando con la culata de su fusil la puerta de la casa en la que decidió refugiarse. Penetró en la vivienda, ocupada por Madame Garciá, una anciana francesa muy conocida en el barrio, de ascendencia española. Al ver aparecer con tanta violencia a aquel hombre armado, los primeros instantes fueron de terror, pero al poco tiempo se calmó al observar su lamentable estado tanto físico como emotivo. Madame Garcíá le hizo preguntas en su español con fuerte acento francés, pues en este idioma el cadete se había dirigido a ella al entrar, diciéndole:
- Señora, no tema, no le voy a hacer ningún daño ¡Ayúdeme por favor! -
La buena mujer le ofreció usar el cuarto de aseo, y le dio un plato de sopa caliente, que Mohammed se comió con avidez. Después se esforzó en aconsejarle que se rindiera, pero no accedió porque temía ser acribillado a balazos al salir, sin piedad, como ya había visto a lo largo de aquella espantosa noche.
Madame Garciá se tomó las atribuciones de servir de intermediaria entre Mohammed y los soldados que rodeaban la casa, cuyo jefe, por medio de un altavoz portátil, exigía la rendición incondicional de los rebeldes refugiados en las plantas bajas. Salió la valerosa anciana al exterior agitando un pañuelo blanco con la mano derecha, y pidió hablar con el Oficial al mando de las tropas leales. Le expuso los temores del cadete refugiado en su casa, cuya condición para rendirse era asegurarle el respeto a su vida y las de los otros compañeros, usando para ello el altavoz y haciendo testigos de su promesa a toda la gente que presenciaban lo que ocurría a distancia prudencial.
Así procedió el Oficial y a primeras horas de la mañana se rindieron todos los cadetes golpistas saliendo de las casas con las manos en alto o en la nuca, imágenes captadas por algún reportero y reproducidas por las cadenas de televisión del mundo entero.
El rey fue liberado ileso de su encierro en el lavabo del Palacio de Skirat. El General Ufkir estaba en la fiesta vestido con una camiseta rosa de la marca del famoso cocodrilo, y no había intervenido en nada durante el ataque de los cadetes rebeldes, ni había sido molestado por ellos. Detalle que no extrañó a nadie pero tenía suma importancia, según lo que luego aconteció en la historia de este relato, muy parecida a un drama del teatro de la antigua Grecia.
El Príncipe Muley Abdellah resultó sólo herido cuando fue abatido por las balas del Sargento Akka. Salvó su vida al caer encima de él varios de los muertos y, permaneciendo inmóvil bajo ellos, engañó al que quería asesinarlo.
El Soberano sufrió una fuerte depresión y durante varios días se recluyó en el Palacio Real de Rabat, dando plenos poderes al General Ufkir, confiándole los dos Ministerios representantes del poder de la Corona, el de Interior y el de Defensa.
En los días que siguieron, la población asistió estupefacta por la televisión al fusilamiento público de varios Generales, condenados a muerte sin ser juzgados, por haber formado parte del complot.
Antes de recibir los disparos atados a un poste, gritaron :
- ¡ Ijiá Al Malik ! -
Aquel grito desesperado de los ejecutados por traición al Rey, pareció contener un mensaje. Nadie dudó de la autoría del Ministro de Defensa de aquella justicia tan expeditiva. Quedó una sensación desagradable en la población, parecía que estas ejecuciones, fuera de toda legalidad, se hacían para borrar testigos.
La gran y extraña confianza depositada por el Rey en el General Ufkir no tenía una explicación lógica. Todo el mundo conocía sus antecedentes. Antiguo Oficial del Ejército Francés en Indochina, recibió en combate la explosión de una granada de mano, afectándole los ojos y la cara. Llevaba siempre gafas negras, y la piel de su rostro parecía como picada de viruelas debido a las cicatrices de las heridas producidas por las esquirlas de la bomba. Tenía por ello una catadura siniestra, aunque según decían era un hombre mundano, amigo de la buena vida y amante de las faldas, a pesar de estar casado con una bella mujer.
Fue el autor o inductor del asesinato en Francia del dirigente socialista exiliado Ben Barka, y por ello juzgado y condenado en rebeldía en dicho país. La justicia francesa lanzó una orden de busca y captura internacional contra él.
Muestras de su crueldad las dio Ufkir en varias ocasiones. A un hombre que se acercó al Soberano en un desfile, el General lo degolló con un cuchillo delante de todo el mundo. Luego resultó no ser ningún terrorista, sino sólo un ciudadano con la pretensión de entregar una carta en mano al Rey. Y un hecho muy conocido y condenado de forma unánime por la opinión pública, tiró con una metralleta desde un helicóptero sobre una manifestación de jóvenes en Casablanca, matando a varios cientos. Sin olvidar la matanza de cabileños en la “rebelión” del Rif.
Bien es verdad que todas estas tropelías, y otras del mismo estilo que sería largo enumerar, siempre las cometió en defensa y al servicio, a su modo, de la Monarquía, y nunca había sido amonestado por sus excesos. De todas formas, con este “currículum vitae”, no se comprendía la entrega de todo el poder del Estado a semejante individuo en un momento tan crítico. Justo al año siguiente, el Rey pagó su error, pero eso es otro capítulo de esta, nunca mejor dicho, dramática historia.
CAPÍTULO X
El cadete Mohammed El Ghediri salió de la casa de Madame Garciá con las manos en la nuca, y acompañado por la anciana señora como garantía de que su vida sería respetada. Entre los vecinos, contemplando la escena, estaba Carlos, que se había atrevido a salir de su cercana casa y, movido por la curiosidad, quería ver el final de la rebelión.
Mohammed lo reconoció por segunda vez. Tuvo la tentación de decirle al pasar: -“soy Airé”- Pero se limitó a mirarle fijamente y le sonrió, fue más bien una triste mueca. Dos soldados lo conducían apuntándole a la espalda con sus fusiles, y no dijo nada, no pronunció una palabra.
Carlos experimentó una extraña sensación cuando aquel joven de uniforme y pelado al cero cruzó su mirada con la suya. Algo en el fondo de los ojos le recordó a una persona, a un niño pastor de la kabila de la Ghedira con el que había pasado largas horas hacía muchos años, enseñándole a leer el español. Pensó que eran figuraciones suyas sin ninguna relación con la realidad.
A Mohammed lo subieron a un camión militar de transporte de tropas, con otros cadetes que se habían rendido antes. Continuaron llegando más rebeldes con las manos en la nuca hasta llenar el vehículo, el cual partió hacia la prisión de Kenitra. A partir de ese día comenzó el calvario vivido por el cadete durante largos años. Pensó muchas veces, en momentos de desesperación, que más le hubiera valido ser el alcanzado por la ráfaga que mató a su compañero cuando huían del Estado Mayor, así habría acabado todo.
Al llegar a la cárcel de Kenitra lo encerraron en una celda con treinta presos más, cuando la capacidad era de diez personas. Les dieron una sucia manta para protegerse del frío y les sirviera de cama. La falta de espacio les impidió tenderse todos en el suelo, y durmieron sentados, apoyándose en las paredes o en las espaldas de unos contra otros. Un retrete turco, o sea un boquete en el suelo, era el único servicio sanitario de la celda para todos sus ocupantes.
La comida era una bazofia, un repugnante engrudo apenas comestible, pero el hambre empujaba y los presos se la comían, deseando cada día el momento de hacerlo en el húmedo patio al que los sacaban. Vaciaban ávidos sus escudillas, sentados en el suelo, y algunos rebañaban los restos dejados por los desganados o los vencidos por la repugnancia.
En estas condiciones inhumanas estuvieron durante un año los cadetes rebeldes, hasta la celebración del Consejo de Guerra. Fueron juzgados todos los cadetes en grupo, y los condenaron, en un juicio sin abogados defensores y por un Tribunal militar nombrado por el Ministro de Defensa General Ufkir, a veinte años de reclusión en una prisión de castigo, por el delito de rebelión militar.
No eran soldados, eran estudiantes de una Academia de Suboficiales, y por tanto no podían haber cometido el delito de rebelión. Era lo que pensaba con mucha lógica Mohammed y lo que comentaba con sus compañeros antes del juicio, pero fue evidente que lo que había era una clara venganza del poder Real.
El 16 de Agosto de 1.972 hubo un nuevo intento de golpe de Estado. Cuando Hassan II volvía a bordo del Avión Real de un viaje a Francia, fue informado que cuatro cazas del Ejército del Aire venían a recibirle y darle la bienvenida una vez que el avión entró en el espacio aéreo de Marruecos. A la altura de Tetuán, bajó de los 8.000 metros de crucero a 4.000 metros. De repente, tres de los aviones de combate comenzaron a disparar contra el Avión Real, que alcanzado por uno de los misiles, se siguió sosteniendo en vuelo gracias a que no se produjo despresurización, al estar volando con presión igual a la exterior.
El Rey hizo lanzar un mensaje al telegrafista diciendo que el cohete que había atravesado la nave de parte a parte había alcanzado a Su Majestad el Rey, Príncipe de los Creyentes, y estaba muerto. Los pilotos de los cazas se creyeron el mensaje, no siguieron disparando, y se retiraron a su Base de Kenitra.
El Avión Real prosiguió su vuelo y aterrizó en el aeropuerto de Rabat-Salé. El Rey Hassan II bajó discretamente del avión, acompañado de su tío el General Ayudante de Campo y Chambelán Real, que venía con él en el viaje, se subieron rápidamente en un pequeño automóvil, un “Renault 4 L“ , y se marcharon a toda velocidad.. Con la astucia que siempre ha caracterizado a este Monarca, en vez de dirigirse al Palacio Real de Rabat, el Mechuar, se fue al Palacio de Skirat, al mismo lugar donde sufrió el primer atentado, por el que precisamente purgaba prisión Mohammed.
La utilización del pequeño coche en lugar de su Mercedes habitual despistó a los que hubieran podido informar del recorrido de la huida.
Los tres cazas que habían atacado al Avión Real, una vez informados de la falsedad de la noticia de la muerte del Rey, se dirigieron al Mechuar donde supusieron con toda lógica que estaba, lanzaron todos sus proyectiles sobre el Palacio y volvieron a su Base de Kenitra, de utilización conjunta con los Norteamericanos. Algo se habló de la participación de éstos en el atentado.
Una vez en Skirat, el Rey ordenó por teléfono al General Ufkir que se presentara ante él con la mayor urgencia. Lo que ocurrió en esta entrevista nunca se supo, la versión oficial fue que al ser acusado por Su Majestad y su Chambelán de ser el jefe del complot, se mató con su propia pistola, un suicidio que resultó bastante inverosímil para la opinión pública.
Esta explicación de tan trágicos hechos la rechazaron los familiares del General Ufkir, quienes declararon a la prensa internacional que el cadáver presentaba impactos de bala en la espalda.
CAPÍTULO XI
Mohammed y sus compañeros recibieron con alegría estas noticias, principalmente la muerte de Ufkir, pues estaba claro que también había participado en el primer intento de Skirat, junto al Coronel Ababu y el General Medboh. Tuvieron la esperanza durante un año de que se anulara el juicio por el que habían sido condenados, organizado por el entonces todopoderoso Ministro de Defensa y del Interior, y se celebrara uno nuevo con las garantías que había carecido el primero.Pero no ocurrió, lo que demostró que el deseo de venganza era insaciable, y no se podía esperar justicia ni un respeto mínimo a los derechos humanos. Siguieron en la prisión de Kenitra hasta el 7 de Agosto de 1.973. Aquel día, por la mañana temprano, montaron a Mohammed y los otros sentenciados en varios autobuses militares fuertemente escoltados, y emprendieron un viaje que duró varios días. Pararon para comer y pasar la noche en acuartelamientos a su paso por Rabat, Mekinés, Azur, Midelt, Errachidia, y pararon en Erfud, en las puertas del Tafilalet.
Al día siguiente, se adentraron en el desierto del Sahara por una pista sin asfaltar, y en medio de una gran llanura pedregosa rodeada de inmensas dunas de arena y aplastada por un sol implacable, los autobuses se detuvieron frente a las puertas de una ciudadela amurallada. Era la prisión de Tazmamart, que había sido edificada un año antes por orden del Rey, para que en ella purgaran sus condenas los que habían participado en los intentos de su derrocamiento.
Si Mohammed sintió alivio al salir de la cárcel de Kenitra, cuando vio el lugar donde iba a pasar veinte años de su vida, aunque no era muy religioso, pidió a Alá fuerzas para soportarlo.
La prisión estaba compuesta de varios bloques sin comunicación entre si. Las celdas eran individuales, hechas de hormigón y distribuidas a lo largo de un pasillo. Estaban a oscuras permanentemente y sólo la luz de éste penetraba por los agujeros de ventilación, a las horas en que la encendían para repartir el rancho. La temperatura durante el día llegaba a cincuenta grados a la sombra, y por la noche descendía a unos quince, como es normal en el desierto. Los espesos muros de piedra del recinto interior, donde se encontraban las celdas, aliviaban algo el calor, pero de todas formas era insoportable durante las horas diurnas.
Los reclusos, se comportaban con una docilidad extrema, intentando evitar el maltrato de los guardianes, que viniera a empeorar aún más sus desgraciadas vidas. La comida era escasa, con ausencia total de frutas y verduras, y basada en legumbres, patatas, algo de carne y el pan allí amasado. El agua procedía de un pozo cuyo pobre caudal no permitía disponer de duchas, y el aseo se hacía usando palanganas y cafeteras, al más puro estilo beduino.
Los días transcurrían todos iguales, sin ninguna actividad laboral o cultural para ayudar a los reclusos a pasar el tiempo. El mayor esfuerzo de Mohammed lo ponía en no caer en la desesperación, y trataba de convencerse que siendo como era joven y fuerte podría resistir hasta el final de su condena. No soportaba el monótono dormir, comer, dormir.
Comenzó organizando con sus compañeros del mismo bloque, durante las horas diarias en que los sacaban al patio, un campeonato de juego de damas, pintando en el suelo los cuadros del tablero y utilizando como fichas piedras planas pulimentadas. Fue paulatinamente imitado por los reclusos de las otras celdas.
Ampliando el círculo, organizó un grupo de teatro escogiendo actores entre los presos con aptitudes para ello, seleccionados en pruebas previas. El se atribuyó la labor de director de escena, e incluso de guionista, pues la falta de libros le obligaba a improvisar los textos de obras conocidas, como por ejemplo “El enfermo imaginario” de Molière.
Estas actividades fueron del agrado del Director de la prisión, mantenían ocupados a los reclusos y distraían a todos los componentes de aquel mundo cerrado, guardianes incluidos. Lo llamó a su despacho y le felicitó por sus esfuerzos en aportar distracciones y mejorar la convivencia.
Entonces Mohammed se propuso planear como mejorar lo más posible la estancia en aquella terrible cárcel. Los vigilantes eran al fin y al cabo unos condenados como ellos, los presos. Lo más probable es que fueran militares castigados por faltas graves cometidas, impensable que ninguno estuviera en Tazmamart voluntariamente. Soportaban las extremas condiciones climatológicas y la soledad de aquellos inhóspitos parajes donde no crecía una hierba, ni tan siquiera las plantas espinosas, y aparte de la mejor calidad de la comida, no tenían ninguna otra ventaja, pues el viejo grupo electrógeno que suministraba la corriente eléctrica no daba para mantener frigoríficos o aparatos de climatización.
Con la anuencia de sus compañeros en reunión previa, Mohammed pidió una entrevista al Director de la prisión, el Capitán Abdelkrim Susi.
Empezó diciendo:
- Capitán, los cadetes tenemos familiares en buen situación económica, y pueden ayudarnos si entramos en contacto con ellos. Todos, incluidos ustedes los vigilantes, nos podemos beneficiar de lo que nos envíen -
El Oficial se quitó la gorra de plato, se rascó su calva cabeza, y le contestó:
- Tú debes saber, pareces inteligente, que me pides algo prohibido por el Reglamento. Pero estamos muy lejos de la civilización y aquí lo importante es sobrevivir. Vosotros los presos y nosotros los vigilantes convivimos soportando las mismas penalidades de este puto desierto. Me parece buena tu propuesta y voy a consultarla con mis subordinados, todos debemos estar de acuerdo -
Al día siguiente le hizo saber a Mohammed su conformidad por medio del jefe de los guardianes. Uno de los soldados vigilantes viajó a Erfud y a través de la oficina de Correos envió las cartas escritas por los cadetes a sus familiares.
Al poco tiempo fueron llegando a un hotel de esta ciudad, siguiendo un plan establecido, paquetes conteniendo alimentos, productos de higiene personal, ropas, libros y revistas, e incluso velas con que alumbrar las celdas desprovistas de luz artificial y hacer posible la lectura. Un vigilante iba periódicamente a recoger estos envíos, y se repartían equitativamente entre los presos y sus guardianes. Y naturalmente, con las cartas se estableció un contacto permanente de los condenados con sus parientes. Esta correspondencia era censurada escrupulosamente por el Capitán Susi, para evitar cualquier organización de fuga.
La idea de Mohammed fue brillante, mejoró considerablemente la calidad de vida de todos, vigilantes y vigilados, y también las relaciones entre ellos. Se estableció un clima de confianza que relajó la disciplina e hizo más soportable la monótona vida de aquel penal perdido en el desierto del Sahara.
Los hermanos de Mohammed le fueron contando a lo largo de los años sus progresos en la cría de ganado, y la buena marcha de los cultivos de tomates y otras verduras en parcelas de regadío concedidas por el Gobierno en las proximidades de la laguna de la Ghedira, aprovechando su agua. Recibió en aquellas cartas las tristes noticias de los fallecimientos de su padre y de su madre. Le comunicaron que el tío Abdeslan había sido expulsado de la Mehal-la por su parentesco con él, un condenado por rebelión, pero luego abrió un almacén de cereales en el zoco de la calle Chinguiti, junto al Patio del Inglés, que le reportaba ingresos superiores a su sueldo de Cabo.
A pesar de las mejorías en las condiciones de vida de la prisión, más de la mitad de los compañeros de Mohammed fueron muriendo en el transcurso del tiempo por enfermedades contraídas debido a aquel clima extremo, que no pudieron resistir.
CAPÍTULO XII
A los diez años de permanencia en aquella infernal cárcel de castigo de Tazmamart, Mohamed El Ghediri decidió fugarse, no quería terminar saliendo con los pies por delante, y ser enterrado en las arenas del desierto como el cadáver de un chacal. Su salud se iba quebrantando lentamente, y antes de perder las fuerzas que le restaban, debía huir aunque le costara la vida, así terminarían de una vez sus sufrimientos físicos y morales.
A lo largo de los años había tomado mucha confianza con el soldado que enviaba el correo desde Erfud, a quién hacía regalos especiales en la repartición de los suministros.
Un día, estando a solas, le dijo:
- Hassan, te voy a pedir un gran favor, quiero tratar por carta un asunto íntimo relacionado con mi novia y no quiero que el Capitán la lea, como hace con todas, me es muy molesto ¿Podrías echarla a Correos sin que él la vea?-
El soldado, después de meditar varios días los pro y los contra del asunto, y no sospechando lo más mínimo el intento de fuga del más pacífico de los reclusos, dijo que sí a Mohammed.
El cadete comunicó a su hermano Hossein en la carta que le envió su plan de fuga: la noche del 30 de Septiembre próximo, anterior a la primera del mes de Ramadán, y por tanto sin luna, le llevarían a las proximidades de la prisión un dromedario bien abastecido de agua y alimentos, tienda de campaña, plano detallado de toda la región del sur, ropas de beduino, y la cantidad de 5.000 Dirhams en metálico para pagar la “patera” que tenía que llevarlo a Lanzarote. No debían desplazarse ninguno de ellos, sobre todo el tío Abdeslan, a fin de evitar posibles represalias posteriores a su evasión. Lo harían entrando en contacto con las “mafias” de la región de Sidi Ifni, cuyos tentáculos llegaban hasta Tánger, según había sabido al escuchar las conversaciones entre sus carceleros.
Su hermano Hossein, para hacerle comprender que estaba todo preparado, le hizo saber en su carta siguiente su tristeza porque una vez más no estuviera presente en la fiesta en familia del principio del sagrado mes de Ramadán, y le pedía de nuevo a Alá que fuera perdonado su gran pecado y esperaba de su misericordia verle pronto liberado. El mensaje era claro pero tan críptico que pasó la censura del Capitán Driss sin novedad.
Mohammed se preparó para la noche señalada, guardando algunos víveres y agua para llevar consigo, por si las cosas no saliesen que había previsto. Lo más disuasivo para las fugas de esta cárcel era su gran distancia de cualquier lugar habitado, y ello hacía a los guardianes muy confiados en tan grande dificultad para quien lo intentara.
Nuestro cadete aprovechó la relajación de la vigilancia que permitía a los presos salir de sus celdas cuando iban a los aseos. Empleó parte del tiempo de estas salidas en hacer un agujero cavando con las manos la blanda arena hasta descender debajo de los cimientos del muro y salir casi el exterior, dejando la última capa de arena para no denunciar la existencia del túnel.
Llegado el momento, Mohammed salió de la prisión por el agujero preparado. La noche era muy oscura, el resplandor de la Vía Láctea iluminaba débilmente el terreno pedregoso. Tomando como referencia la Estrella Polar, que marca el norte como todo el mundo sabe, se encaminó en sentido contrario, hacia el sur. Había andado cosa de media hora cuando percibió unos bultos que se movían delante, a una decena de metros de distancia. Emitió un ligero silbido, y fue contestado de la misma forma.
Era un “hombre azul”, un bereber del desierto, y tenía a dos dromedarios sujetos por las riendas. Después de los largos saludos rituales, el beduino entregó las riendas del animal más cargado a Mohammed, así como un sobre cerrado que sacó de su amplio ropaje, y desapareció en la gran oscuridad de la noche, con un rápido galope a lomos del otro dromedario. A tientas, Mohammed se cambió sus ropas de presidiario por las de “hombre azul”, con el turbante teñido de añil que da el sobrenombre a esta célebre tribu beduina del gran desierto del Sahara.
Según el plan de fuga ideado, debía dirigirse a la costa atlántica pero dando un gran rodeo, pues lo más seguro es que salieran patrullas a buscarlo para cortarle el paso por el camino más recto. Por lo pronto, a galope sobre su jorobada cabalgadura, siguió el rumbo sur, teniendo toda la noche a sus espaldas la Estrella Polar. Tenia que alejarse de la cárcel de Tazmamart aprovechando la oscuridad, y estar lo más lejos posible cuando se descubriera su fuga.
Amaneció el nuevo día, un sol ardiente elevó bruscamente la temperatura a más de cincuenta grados, y el aliento del aire caliente le quemaba el rostro a pesar de llevarlo tapado en gran parte por su turbante azul. Y continuó toda la jornada galopando, comiendo y bebiendo sin bajarse de su montura, llevado por su obsesión de alejarse de la prisión cuanto antes. Se paró cuando anochecía junto a unas grandes rocas surgidas en la gran llanura. Consultó el mapa, eran las primeras estribaciones de la cordillera llamada Djebel Uarkziz. Aprovechó unas oquedades de aquellos inmensos peñascos para pasar la noche, poniéndose al abrigo de la bajada de temperatura. El silencio era sobrecogedor, sólo se oía el aullido a distancia de los chacales.
Lo más difícil estaba hecho, sentía una alegría mezclada con temor al verse libre después de tantos años de cautiverio, y se decía asimismo que la única forma de conseguir su objetivo era mantener el ánimo y no decaer ante ninguna adversidad.
No se despertó hasta la nueve de la mañana, tal fue la profundidad del sueño en que cayó debido a la fatiga.
Estaba preparando el dromedario para seguir el camino, cuando escuchó el ruido del motor de un avión aproximándose. Empujó a la bestia hasta lo más profundo de la cueva, y se asomó con sumo cuidado para no ser visto. Era una avioneta con distintivos de las Fuerzas Armadas Reales la que sobrevolaba el lugar. Lo estaban buscando, sin ninguna duda habían dado la alarma de su evasión.
Bendijo su buena suerte al encontrarse oculto entre las rocas cuando pasaba la avioneta de reconocimiento, y ello le hizo pensar no exponerse más viajando durante el día. Además por la noche se orientaría mejor por las estrellas y no sufriría el intenso calor sobre el dromedario a pleno sol. Permaneció todo el día en la cueva, y al caer la noche comenzó la travesía de las montañas.
De esta forma, permaneciendo oculto las horas de sol y caminando por las noches, cada vez mejor alumbradas por la luna que crecía en el firmamento, entró en el territorio de Tinduf, fuera del control del Ejército persecutor. Esto no representaba ningún alivio, se podía topar con una patrulla del Frente Polisario, que tenía bajo su soberanía aquella parte del desierto
Mohammed quería llegar a El Aiún directamente, sin complicaciones políticas, pero llegado el caso podría hacer valer su rebelión contra el Rey, motivo de su condena, y obtener el amparo de la República Saharaui.
¡ Hacer valer su rebelión ! Le resultaba paradójico.
Siguió bajando hacia el sur durante varias noches y luego cambió bruscamente su rumbo hacia el oeste, en dirección a la costa. Decidió jugarse el todo por el todo y comenzar a viajar de día para poder encontrarse con una caravana de beduinos, sumarse a ella y entrar en El Aiún, donde llegaban constantemente transportando mercancías.
CAPÍTULO XIII
Pero lo que estaba temiendo ocurrió. Al bordear una inmensa duna se encontró de sopetón frente a un grupo de seis hombres que le apuntaban con sus fusiles. Mohammed frenó en seco el trote corto de su dromedario, y levantó sus brazos en alto. Siguiendo las señas del que parecía el jefe del grupo, se bajó de su cabalgadura y permaneció junto a ella, sujetándola por las riendas. Uno de ellos lo cacheó rápidamente.
Entonces se fijó en aquellos hombres, aunque iban vestidos con ropa militar de campaña, no llevaban ningún distintivo indicando su unidad o nacionalidad.
- Son del Polisario - pensó, y suspiró aliviado.
El jefe de la patrulla se acercó a Mohammed, y le preguntó en “hassanía”, confundido por su indumentaria de “hombre azul”:
- ¿Quién eres y dónde vas?
Mohammed le contestó en español, idioma que sabía era utilizado normalmente por los beduinos procedentes del Sahara Occidental:
- Me llamo Mohamed El Ghediri, originario de Larache, y me he fugado de la cárcel de Tazmamart. Me dirijo a la costa -
- ¿De Tazmamart, dónde está esa prisión, y quién te ha ayudado? Veo que estás bien pertrechado.
- Es un penal secreto situado en territorio marroquí, en el desierto al sur del Tafilalet, y allí he pasado 10 años. Soy uno de los cadetes que participaron en el asalto al Palacio de Skirat en Julio de 1.971. En cuanto a quién me ha ayudado permíteme me lo reserve, no quiero poner en peligro a los que lo han hecho.
- Como supongo te habrás dado cuenta, somos del Frente Polisario. Esto es un asunto muy serio que sobrepasa mi responsabilidad. Así que, sintiéndolo mucho, no puedo dejarte que continúes tu camino y debes acompañarnos a nuestra base, para que los dirigentes políticos tomen la decisión que corresponda respecto a tu persona. No temas, con tus antecedentes no tengo la menor duda que serás bien recibido -
Unos de los hombres del Polisario retrocedió a la carrera y desapareció tras la curva que formaba el extremo de la duna. A los pocos minutos reapareció conduciendo un Land Rover. Pasaron la carga que transportaba el dromedario al vehículo, y lo amarraron con sus riendas a la parte trasera del mismo. Montaron a Mohammed con ellos en el todo terreno, y comenzaron la marcha por aquel llano pedregoso a una velocidad moderada que permitiera al animal seguirlos al trote.
El jefe habló varias veces por su emisora de radio explicando a su mando lo que ocurría. Al cabo de unas tres horas llegaron a un poblado compuesto de una treintena de pequeñas casas de adobe, con techos de chapas de cinc onduladas. Había también varias espaciosas “jáimas” de lona repartidas entre las casas.
A una de estas “jáimas”, situada en el centro de la aglomeración, fue conducido Mohammed por el comando que lo había apresado. Fue recibido en la puerta por un hombre alto y moreno, de marcadas facciones bereberes, y vestido con la clásica túnica saharaui, pero sin turbante. Lo invitó a sentarse en unos cojines alrededor de una mesa redonda y baja, y le sirvió un té verde como signo de buena acogida.
Después de esta ceremonia en absoluto silencio, se dirigió a Mohammed, con un gesto amistoso en su rostro:
- Soy el responsable de este poblado, en el que vivimos saharauis que hemos tenido que huir del antiguo Sahara Español, ocupado ilegalmente por Marruecos. Quisiera que me contaras lo que hiciste para ser condenado a la prisión de Tazmamart. Yo si sé donde se encuentra y que casi la mitad de tus compañeros se han ido muriendo al no poder soportar sus condiciones inhumanas -
Mohammed le narró a su interlocutor el desarrollo de su intervención en el asalto al Palacio de Skirat, y las circunstancias de su detención, juicio y prisión. Finalmente le dijo:
- Habrá comprendido que yo no era un oponente al Rey Hassan II. Fui arrastrado, a igual que muchos otros de mis compañeros cadetes, a una acción militar urdida por el Coronel Ababu, y los Generales Medboh y Ufkir, sobre todo por este último. Paradójicamente fue Ufkir quién designó al Tribunal militar que nos condenó, antes de ser descubierta su participación en el complot. Yo pretendo entrar en El Aiún uniéndome a una caravana, y desde allí pasar a las Islas Canarias. Para ello he recibido, y seguiré recibiendo, ayuda de mis familiares -
El responsable del Polisario, le replicó:
- Ahora mismo no puedo autorizar que sigas tu camino, tengo que consultar al Ministro de Asuntos Exteriores de la RASD, tu caso es un asunto de su competencia. Esto va a demandar cierto tiempo, algunos meses. Te invito a que convivas amistosamente con nosotros, siempre que me prometas no intentar una fuga -
- Le prometo esperar a conocer su decisión - dijo Mohammed, dando por terminada la entrevista.
Fue alojado en una de las casas de adobe, ocupada por tres refugiados civiles solteros. Trasladó allí todo su equipaje, y el dromedario fue incorporado al rebaño del poblado.
CAPÍTULO XIV
Pasaron varios meses, y la inactividad empezó a hacer mella en el dinámico carácter de Mohammed.
Observó que existía una escuela a la que asistían los hijos de los refugiados, dirigida por una profesora saharaui formada en España, como denunciaba su alto grado de conocimiento del idioma de esta nación.
Se despertó en él su verdadera vocación, la enseñanza, y movido por el deseo de ser útil a las personas con las que convivía, se presentó una mañana en la escuela, y le pidió a la directora una entrevista.
Comenzó diciendo:
-Señora directora, tengo conocimientos avanzados de lo tres idiomas que se utilizan en estos territorios, el árabe y su dialecto “el hassanía”, el francés y el español. Quisiera incorporarme al cuadro de profesores de esta escuela y ayudarles en la meritoria misión que están cumpliendo, dar cultura a la futura generación para que le ayude a salir de la miseria y el subdesarrollo -
La directora le sonrió ampliamente y le contestó:
- Ya le he visto deambular por los alrededores, y me he preguntado qué se podría hacer por Vd. para ayudarle durante su permanencia forzada con nosotros. Celebro que haya tomado tal decisión, y acepto la colaboración que me ofrece -
Después de muchos años Mohammed vivió días felices dedicándose a lo que más le complacía, transmitir la cultura que había adquirido a sus semejantes, y olvidar el oficio de militar que era todo lo contrario, el arte de ejercer la fuerza de unos contra otros.
Le encargaron ocuparse de enseñar el español a los niños y niñas más pequeños, labor que asumió con placer pues representaba asumir el papel de Carlos cuando ambos cuidaban cabras en Larache.
- La m con la a, ma. La r con la a, ra. -
Recordó sus dificultades con la letra “r” y el mote que le pusieron los pastores españoles, “Airé”, y no pudo evitar reírse a carcajadas, ante las miradas de extrañeza de sus alumnos.
Fatma, la directora de la escuela, era viuda. Su marido, miembro del Polisario, había resultado muerto en uno de los combates contra el Ejército marroquí. No llegaba a la cuarentena, y conservaba toda su belleza de mujer saharaui, realzada por las túnicas de seda que vestía.
Mohammed llevaba diez años sin estar cerca de una mujer, y no pudo evitar verse poderosamente atraído por tan bella hembra, y más cuando se dio cuenta por sus miradas que ella también sentía algo por él.
Después de las horas de clase, tomaron la costumbre de dar paseos por los alrededores del poblado, y la proximidad de sus cuerpos en las largas charlas que sostenían parecía contentarles. Pero Mohammed no pudo seguir aguantando los deseos que sentía, y cuando ella estaba dándole una animada explicación sobre el tema que trataban, le cortó la palabra con un apasionado beso en la boca.
Fatma retrocedió, y bajando la mirada le preguntó:
- ¿Por qué has hecho ésto, Mohammed? -
- ¡Y me lo preguntas! Pues porque estoy enamorado de ti y no puedo disimularlo más -
- Tú también me gustas mucho, pero mi posición en la comunidad me impide tener contigo unas relaciones íntimas. De casarnos no podemos hablar, te vas a ir dentro de poco tiempo y yo no podré seguirte abandonando mi trabajo, tan necesario para mi pueblo -
- No te lo he dicho, pero estoy prometido por mi familia a una mujer en Larache y ello también impide que podamos normalizar nuestra situación con un matrimonio, sin romper mi compromiso. Te propongo consientas recibirme en tu casa por las noches, y disfrutemos los dos de lo que tanto deseamos -
Mohammed realizó en aquellos días otro de los deseos que las nefastas circunstancias de su vida le habían negado, acostarse todas las noches con una mujer y tener con ella los juegos sexuales soñados en la oscura soledad de su celda. Fue muy feliz, pero todo terminó cuando el jefe del campamento le comunicó que iba a ser conducido a la ciudad de Tinduf, según órdenes recibidas del alto mando del Polisario.
La escena de despedida de Fatma resultó muy dolorosa, pero los dos aceptaron estoicamente su sabida e inevitable marcha.
Mohammed había continuado durante toda su estancia vestido de “hombre azul”, a fin de no llamar la atención, y con esta indumentaria hizo su viaje en un coche todo terreno al principal asentamiento del Polisario, en territorio argelino pero muy cerca de la frontera histórica del sur de Marruecos.
La ciudad de Tinduf, de unos 20.000 habitantes, está situada en el mismo paralelo de Tarfaya, la ciudad atlántica marroquí más al sur, en el conocido Cabo Juby de los pescadores españoles, y el punto de la costa más cercano a las Islas Canarias. Al consultar los mapas se dio cuenta que en realidad se había aproximado en línea recta a su destino. Después de unos días de espera en unos de los acuartelamientos del Polisario, le condujeron en presencia del Ministro de Asuntos Exteriores de la República Árabe Saharaui Democrática.
Tras la acostumbrada ceremonia del té, el Ministro le dijo a Mohammed:
-Ya me han explicado su odisea y su buen comportamiento contribuyendo a la educación de nuestros niños. Se lo agradezco profundamente. No le ofrezco seguir con nosotros porque sé que su objetivo es llegar a las Canarias y huir del Ejército marroquí, que sin duda no le perdona su evasión y que pueda contar las horribles condiciones de la prisión secreta de Tazmamart. Por el contrario mi Gobierno está interesado en que el mundo lo sepa, y de esta forma ayudará a sus compañeros de infortunio que aún permanecen en aquel infierno. Díganos si podemos hacer algo para que alcance su destino -
- Sr. Ministro, teniendo en cuenta que debo atravesar toda la Saguia el Hamra, le solicito me trasladen en un Land Rover hasta el poblado de Hagunia, y allí me faciliten un dromedario con el que me pueda sumar a una de las caravanas que entran en el Aiún, conforme al plan que me había trazado para mi huida de la prisión. -
La petición de Mohammed fue atendida y a los pocos días emprendió la larga travesía de este a oeste del Norte del Sahara Occidental, llevando consigo el equipaje conservado con él en todo momento. El territorio que tenían que atravesar estaba parcialmente ocupado por el Ejército Marroquí, el cual ejercía un estrecho control para impedir las incursiones del Frente Polisario. Por ello, el jeep ocupado por Mohammed y cinco miembros de este Frente hizo su salida después de la puesta del sol, a fin de eludir al amparo de la noche cualquier encuentro con las fuerzas ocupantes, muy numerosas y mejor armadas.
Nuestro ex - cadete no las tenía todas consigo, se veía de nuevo en una situación de sumo peligro, no quería pensar en lo que le ocurriría si era apresado en compañía de los “polisarios”. ¡ Fugado de la cárcel de Tazmamart y encima en connivencia con el enemigo !
El jefe de la expedición, de nombre Alí, no andaba a ciegas, a través de la emisora del coche mantenía constante contacto con otras patrullas, y le iban guiando por el camino con menos riesgos.
A eso de la medianoche, recibió un aviso: una unidad de blindados marroquí se estaba moviendo en una hammada cercana, y parecía dirigirse hacia el lugar por donde ellos estaban pasando. Alí metió rápidamente el vehículo en la zona comprendida entre los bordes de dos dunas, lo cubrió con una red de camuflaje, y ordenó a sus hombres, incluido Mohammed, que se enterraran en la arena dejando solamente fuera la cabeza, cubierta con una tela del color de la arena misma. Así lo hicieron con premura, y se quedaron inmóviles, conteniendo hasta la respiración.
En efecto, el aviso era acertado, a los pocos minutos empezaron a oír el ruido de motores, que se fueron acercando. En aquella noche de luna en cuarto creciente la visibilidad era muy escasa, los grandes focos delanteros de los tanques barrían el camino pedregoso y las dunas adyacentes a su paso. En un momento dado, un haz de luz pasó sobre las cabezas semienterradas de Mohammed y sus compañeros circunstanciales, pero, afortunadamente, no fueron descubiertos gracias al hábil camuflaje de estos hombres del desierto.
Permanecieron un largo rato oyendo más que viendo el paso de los carros de combate, y cuando el jefe Alí se incorporó y se sacudió la arena que había cubierto su cuerpo, los demás lo imitaron inmediatamente.
-¡Hermanos, de buena nos hemos librado!- exclamó Alí alegremente.
Se subieron al todo terreno y prosiguieron su ruta hacia Hagunia, pero cambiándola para no tropezarse de nuevo con aquella caballería blindada marroquí, que los hubiera liquidado en un santiamén.
Amaneció a las tres horas de marcha, y un sol de luz cegadora dio un color dorado a las inmensas dunas de arena, entre las cuales el jeep seguía un camino tortuoso tapizado de piedras. Decidieron acampar junto a unos grandes peñascos surgidos al comienzo de una extensa planicie despejada, pues circular por ella en pleno día los ponía demasiado al descubierto, y podrían ser detectados a distancia por los marroquíes. Extendieron unas esteras a la sombra de las peñas, engulleron con avidez los alimentos que traían, y se acostaron para dormir un rato, dejando a uno de los hombres de vigilancia.
Pasadas unas horas, el centinela despertó a su jefe.
- ¿ Qué, qué pasa ? - preguntó Alí soñoliento.
- Jefe, se acerca una tempestad de arena -
Efectivamente, a lo lejos sobre la llanura una inmensa nube de polvo se acercaba a ellos a gran velocidad, en forma de torbellino.
Siguiendo las precisas órdenes de Ali se metieron todos debajo del vehículo, taponaron la parte que iba a recibir frontalmente el impacto de la arena con la red de camuflaje y todas las ropas que encontraron, y se aprestaron a resistir el asalto. El viento huracanado llegó lanzando contra el jeep con extrema violencia los granos de arena como si fueran diminutos proyectiles, haciéndolo tambalearse e incluso desplazarse algunos centímetros, a pesar de estar frenado con piedras detrás de las cuatro ruedas.
Mohammed no pudo evitar que el intenso silbido del huracán de arena le impresionara, y tuvo que hacer un esfuerzo para que el pánico no lo dominara. Los “polisarios” habían soportado sin duda muchas de estas tempestades del desierto, y no mostraban la menor inquietud en sus rostros impávidos. Súbitamente cesó el silbido del viento, la nube de polvo siguió trasladándose vertiginosamente por la planicie y se perdió de vista en un instante.
Se dice que después de la tempestad viene la calma. La ausencia absoluta de ruido en la inmensidad del desierto le produjo a Mohammed una sensación extraña, incómoda, como si hubiera perdido sus sentidos. Pero aquella estancia en el limbo fue corta, la rompió Alí cuando dijo, con una voz que le pareció extremadamente alta:
- Hermanos, en cuanto llegue la noche seguiremos nuestro camino, y hay que aligerarse porque vamos con bastante retraso -
En las proximidades de Hagunia encontraron a un beduino que los esperaba conforme al plan establecido, y que estaba bastante inquieto por la tardanza en llegar de Mohammed. Entregó a éste un dromedario cargado de mercancía, al que añadió su equipaje, que había traído en el todo terreno, y a lomos del mismo continuó su viaje hacia El Aiún, después de despedirse de Alí y sus hombres.
A tres días de la costa divisó un grupo de unos veinte camelleros. Mohammed, de origen bereber como ellos, hablaba un dialecto árabe muy parecido al del sur del país, y durante su estancia en la cárcel aprendió el acento de los guardianes, procedentes casi todos de Agadir y Sidi Ifni . Cuando se dirigió al jefe de la caravana éste no extrañó nada y le autorizó a sumarse a ella, como era tradicional entre los viajeros saharauis.
El plan se iba desarrollando perfectamente, el evadido no cabía de gozo en su cuerpo viendo la libertad, la ansiada libertad, cada día más cercana. Desde el comienzo de su fuga se había dejado crecer la barba, ya cana como su cabello, y cuando entró en la ciudad de El Aiún con el grupo de camelleros, pasó por delante de soldados y policías sin levantar la menor sospecha, tal era su venerable aspecto de beduino. Plantó su tienda en el mismo lugar de sus circunstanciales compañeros de viaje, y aquella noche durmió a pierna suelta al verse a salvo de los peligros del largo camino recorrido.
CAPÍTULO XV
No perdió el tiempo, al día siguiente ya empezó la búsqueda de los que organizaban los viajes en “patera” a las Islas Canarias. Preguntó discretamente al dueño del cafetín donde entró para tomarse un té verde con hierbabuena. Tenía cara de tunante, y Mohammed no se equivocó al dirigirse a él. El sujeto le guiñó un ojo y le prometió ocuparse de ello.
Al cabo de una semana, un individuo mal encarado vestido a la europea se presentó a Mohammed en el cafetín, y le dijo en árabe con acento del norte que tenía organizado un viaje para dentro de pocos días, por un precio de 5.000 Dirhams. Mohammed ya no tenía todo ese dinero, regateó siguiendo la consagrada costumbre y llegaron a un acuerdo por 3.000 Dirhams. Le entregó al intermediario un anticipo de 1.500 Dirhams, exigido para cerrar el trato, y fijaron el embarque el lunes siguiente a media noche en una de las playas cercanas a El Aiún.
- Oye, hermano ¿no es peligroso hacer la salida desde un lugar tan próximo? - preguntó Mohammed.
- Pierde cuidado, lo tenemos todo muy bien organizado, los gendarmes vigilantes de la costa están en el asunto, participan en el negocio - le contestó el traficante de seres humanos.
A fin de no levantar sospechas, y al mismo tiempo recuperar parte del dinero gastado en su fuga, vendió su dromedario al jefe de la caravana explicándole que iba a quedarse en la ciudad por el momento, para dedicarse al comercio.
Llegó el día señalado, Mohammed se presentó a la hora convenida en la playa, con su maleta conteniendo ropas europeas y efectos personales, pero vestido con su turbante azul y túnica de beduino. Había un grupo de unas cuarenta personas esperando, entre las cuales diez mujeres y otros tantos niños de muy corta edad en brazos de ellas. La mayor parte eran subsaharianos.
A la hora convenida, surgió de la oscuridad del mar una barca grande de madera, propulsada por un motor fuera borda. Embarcaron después de pagar al patrón de la embarcación la cantidad debida por cada uno, restando los anticipos.
La “patera”, hundida hasta un palmo de la borda por el exceso de peso, emprendió la marcha mar adentro. Surcaba lentamente la superficie plana del mar rumbo a Lanzarote, pero horas más tarde se fueron rizando las olas por un fuerte viento de levante, y empezó a embarcar el agua de las crestas de éstas que saltaba en los choques contra el casco, demasiado sumergido.
Se mojaron todos los ocupantes, la barca se fue llenando de agua. Las mujeres chillaban asustadas, y provocaron el llanto de los niños.
- Patrón, tenemos que hacer algo, nos vamos a hundir - le gritó Mohammed al que conducía la “patera”.
- Coged unas latas que hay debajo del asiento delantero y achicad el agua, no podemos hacer más - contestó el patrón tratando de superar el griterío de las mujeres.
Mohammed y seis hombres más se dedicaron febrilmente a sacar el agua, que ya llegaba a la altura de los asientos, y así continuaron hasta comenzar a ver las luces de la costa canaria, y el potente haz de un faro. El patrón de la “patera” apagó el motor y continuó su acercamiento a la playa a remo, ayudado por uno de los viajeros, al parecer de la banda organizadora.
De pronto, un proyector iluminó intensamente la embarcación, procedente de una patrullera de la Guardia Civil española. Por medio de un potente altavoz, ordenó a la “patera” parar su marcha, y la gran embarcación se acercó hasta entrar en contacto los dos cascos. Saltaron a la barca tres Guardias armados, y obligaron a sus ocupantes a subir de inmediato a la nave de vigilancia. Mojados, temblando de frío, fueron asistidos por la tripulación española, repartiendo ropa seca, mantas y comida caliente. Varias mujeres y niños con síntomas de hipotermia recibieron la atención médica adecuada.
Desembarcaron en el puerto de Arrecife, la capital de la isla de Lanzarote, y fueron alojados en unas instalaciones destinadas a los inmigrantes que llegaban clandestinamente de las costas de África.
La Guardia Civil interrogó al día siguiente uno a uno a los arribados en la “patera”.
Le llegó el turno a Mohammed. :
¿Cómo te llamas y de dónde eres? - le preguntó un Teniente de la Guardia Civil, en español.
- Me llamo Mohammed El Ghediri, soy de Larache- le contestó en el mismo idioma y casi sin acento árabe.
El Oficial frunció el ceño, lo miró con atención y le siguió preguntando.
- De Larache ¡eh! ¿ y que hacías tú en el Aiún, tan lejos de tu casa, y vestido de beduino ?
Entonces Mohammed le soltó el discurso preparado.
- Mire, señor Teniente, soy uno de los cadetes que engañados por el Coronel Ababu, Director de la Academia de Suboficiales de Ahermumu, participamos en el asalto al Palacio Real de Skirat en Julio de 1.971. He pasado diez años en la cárcel de Tazmamart, en medio del desierto del Sahara, y he conseguido evadirme -
Tragó saliva y continuó:
- Fui condenado, sin derecho a la defensa, por un Tribunal militar manejado por el Ministro del Interior y de la Defensa General Ufkir. Al año siguiente lo eliminó el propio Rey por traidor, al ser el jefe del segundo intento de golpe de Estado con el ataque de los cazas al avión Real . Pero nosotros los cadetes hemos seguido en la prisión, nadie se acordó de revisar nuestro injusto juicio. Por todo ello, pido oficialmente asilo político a España, soy víctima de un país en el que no se respetan los Derechos Humanos ni existen las mínimas garantías individuales -
El Teniente de la Guardia Civil llamó a un escribiente, y dio forma legal a la petición de asilo político, que encontró sobradamente fundamentada.
Los servicios de inmigración hicieron discretas indagaciones por medio de la Embajada de España en Rabat, confirmándose la veracidad de la declaración de Mohamed. Le concedieron el asilo político solicitado y el permiso de estancia.
CAPÍTULO XVI
Conforme acordó con el Ministro de la RASD, Mohammed tuvo varias entrevistas con periodistas de la prensa española, conservando su anonimato para no perjudicar a sus parientes, y les contó su permanencia de la prisión de Tazmamart.
Valiéndose de sus conocimientos de los tres idiomas, árabe, francés y español, se empleó como camarero en un gran hotel de Arrecife.
Pasadas unas semanas lo llamó por teléfono el Teniente de la Guardia Civil que lo interrogó a su llegada, y le pidió que pasara a verlo.
Mohammed acudió temeroso a la cita, porque temía alguna complicación legal en su permiso de estancia.
El Teniente, después de saludarle muy amablemente, le dijo:
- Mohammed, tú hablas todos los idiomas de los que llegan en las “pateras” y en los “cayucos”. Nos sería muy útil que nos ayudaras cuando llegan estos inmigrantes ilegales, nosotros tenemos muchas dificultades para comunicarnos con ellos -
- Yo no tengo ningún inconveniente, al contrario, deseo colaborar, pero tendrán que hablar con el director del hotel donde trabajo para que me dé permiso cuando lleguen esas embarcaciones en horas laborables -
Así se hizo, y nuestro sufrido antiguo cadete huido de la cárcel de Tazmamart se sumó a los grupos de acogida de los desgraciados que arribaban a las costas próximas a Arrecife.
Parecía que el destino le reservaba que continuara viviendo situaciones dramáticas. Le tocó muchas noches estar con los equipos de auxilio de hombres, mujeres y niños que llegaban al borde de la extenuación, enfermos de hipotermia y muchos de ellos fallecidos al no haber podido soportar el frío y la humedad de las largas travesías desde países tan distantes como el Malí, Cabo verde y el Senegal.
Todo ello le afianzó en sus principios humanitarios, y conoció, por lo que le contaron los “ilegales”, las injusticias, la miseria de estos pueblos, víctimas de los déspotas que gobiernan sus naciones ante la indiferencia de los países ricos, y comprendió la esperanza de estos desheredados de la raza humana en hallar otras tierras más generosas para sus pobres vidas.
Pero en su estancia en la isla de Lanzarote no todo fue desagradable. Una de las noches en que servía en el restaurante una cena, conoció a una familia española originaria de Larache, con la que entabló una cierta amistad de paisanos.
En una de sus visitas al chalet de esta familia, bien situada económicamente, conoció a una joven búlgara, de nombre Tania, empleada de hogar de estos amigos. Era una joven rubia, casi tan alta como él, y con un cuerpo delgado y bien formado. Comenzaron a salir juntos, a frecuentar bares y salas de baile, ambientes hasta entonces desconocidos para Mohammed, que le cautivaron, y fueron en cierto modo una compensación del destino por los largos años de sufrimientos que había padecido.
Las relaciones sentimentales se consolidaron y Tania se fue a vivir con Mohammed en el apartamento que ocupaba en el mismo hotel donde estaba empleado.
Naturalmente, Mohammed mantuvo muy en secreto esta relación con respecto a sus familiares de Larache, teniendo en cuenta que allí le seguía esperando su prometida. Aunque queriendo ser sincero y siempre con el deseo de volver a Larache algún día, no le ocultó a Tania su compromiso con Jadiya. Se justificaba a si mismo diciéndose que sin saber el tiempo que iba a permanecer en Lanzarote, no podía continuar sin compañía femenina.
La isla de Lanzarote es volcánica, árida, tan desprovista de vegetación como el desierto que se había dejado atrás. Una vez conocida la pequeña ciudad de Arrecife, la capital, se despertó en él la curiosidad de conocer el resto de la isla, siempre acompañado por Tania, muy interesada también.
-Hoy vamos a visitar el Parque Nacional del Timanfaya. Es un volcán que todavía no está apagado - Le dijo un domingo por la mañana Mohammed a su pareja.
- ¿Que no está apagado? ¿No será peligroso? -
- Vamos niña, tienes que tener en cuenta que ese volcán es el origen de la isla -
En el pequeño Austin de ocasión que Mohammed había comprado recientemente se dirigieron al sur, y siguiendo las estrechas y peligrosas carreteras de montaña del centro de la isla llegaron a Yaiza, pequeña población al pìé del Timanfaya. A partir de allí emprendieron la ascensión del volcán, de unos 700 metros de altura sobre el nivel del mar, a lomo de un dromedario alquilado, medio de transporte habitual usado por los lugareños.
Durante el camino vieron a algunos de los visitantes verter agua en las grietas, que se transformaba casi al instante en potentes geisers. También introducían ramilletes de hierbas secas, que ardían inmediatamente. Ante ello, Tania se agarraba asustada a la cintura de Mohammed, temiendo que en cualquier momento se produjera una erupción. La lava solidificada y transformada en arena negra cubría toda la ladera, y nuestros excursionistas tuvieron la impresión de estar presenciando la formación primigenia del planeta Tierra. Al llegar a la cumbre, las pequeñas columnas de vapor que surgían de las hendiduras de la delgada corteza hacían pensar en la respiración de un gigantesco monstruo acostado sobre la isla.
Tania y Mohammed se cogieron de la mano, y sacudidos sus rostros y cabellos por el fuerte e incesante viento dominante, contemplaron el incomparable paisaje que se ofrecía a sus pies, la isla de Lanzarote en su totalidad, sus cuatro puntos cardinales. A lo lejos, más allá del mar, la costa africana, que Mohammed observó con inevitable aprehensión. Al sur, tras la Punta del Papagayo, se divisaba la costa de la vecina isla de Fuerteventura.
Finalizaron su visita en un restaurante, de nombre “El Diablo”, dónde utilizaban el calor geotérmico que sale de la tierra para cocinar.
Repitieron a menudo estas giras por los diferentes lugares interesantes: Playa Blanca, Playa de Famara, islote de la Graciosa, Jameos del Agua, etc. durante todo el tiempo en que compartieron sus vidas, y disfrutaron estando juntos a pesar de ser conscientes de que su relación no tenía futuro.
A los siete años de su evasión de Tazmamart, y a los diecisiete de la condena de Mohammed El Ghediri, los cadetes que quedaban vivos fueron amnistiados por los Tribunales de Rabat. Ello fue debido al escándalo provocado por la huída a España de una de las hijas del General Ufkir, que la prensa mundial publicó, haciendo saber el calvario de esta muchacha de dieciocho años, de los cuales diecisiete había estado recluida con su madre y hermanos en su domicilio, por decisión personal del Rey y fuera de toda legalidad.
Al mismo tiempo se volvió a airear la existencia de la secreta cárcel de castigo en medio del desierto, y las condiciones intolerables de vida en ella que habían ocasionado la muerte de más de la mitad de los desgraciados reclusos. El Gobierno marroquí ordenó su demolición .
Mohammed terminó amistosamente sus relaciones con Tania, y después de despedirse de todos los amigos que había hecho en la isla, visitó al Teniente de la Guardia Civil con el que había tenido estrechas relaciones, y le participó que había sido perdonado por la Justicia de Marruecos, como todos los demás cadetes que fueron condenados en 1.972 por el ataque al Palacio de Skirat
El Oficial español le recordó que él se había evadido de la prisión de Tazmamart, y debía asegurarse que la amnistía le llegaba, no fuera que sólo alcanzara a los presos que se encontraban en dicha cárcel en el momento del perdón Real.
El Teniente le agradeció la colaboración que había prestado auxiliando a los inmigrantes en sus llegadas en “pateras”, y se despidieron con un fuerte apretón de mano.
Lo que le había dicho el Guardia Civil preocupó a Mohammed, no había pensado que pudiera ocurrir, lo que pensaba es que la amnistía dejaba sin efecto la condena, y no tenía nada que ver si la estaba cumpliendo o no. De todas formas, no podía renunciar a volver a Larache, así que se embarcó en el primer vuelo de la línea Las Palmas-Casablanca. Había advertido a sus familiares por telegrama del día y hora de su regreso.
Cuando bajó del avión de Iberia en el aeropuerto “Mohamed V” de Casablanca, los vio a través de los cristales que separaban el pasillo por donde pasaba camino del control de llegadas del hall general. Sus dos hermanos, y una mujer joven y muy guapa vestida a la europea, lo saludaban efusivamente, agitando las manos. Mohammed les correspondió de la misma forma. Reconoció a la mujer, era Jadiya, su prometida. El corazón se agitó dentro de su pecho, y dijo en voz baja :
- ¡¡ Por fin voy a poder abrazarla y llenarla de besos !! -
Cuando le llegó el turno en el mostrador de la Policía, Mohammed presentó su carné de Residencia en Lanzarote expedido por las Autoridades españolas, único documento de identidad que poseía.
- ¿ Es usted Mohammed El Ghediri ?- le preguntó mirándole con gesto muy serio.
- Efectivamente, soy yo - contestó Mohammed.
El Agente se volvió hacia un hombre vestido de paisano sentado detrás de él y le mostró el documento. Aquel sujeto lo examinó con atención, se dirigió directamente a Mohammed, le mostró su placa de Oficial de la Policía y le dijo:
- Tiene que acompañarme, hay que poner en claro su situación como antiguo condenado -
Mohammed siguió al Policía hasta un despacho, y éste empezó a telefonear a varias personas, que parecían ser sus jefes superiores.
Finalmente, le dijo:
-He de comunicarle que he recibido la orden de mantenerlo detenido, se ha de averiguar si la amnistía decretada para los presos de Tazmamart le es aplicable, ya que usted se fugó de ella hace siete años. Mis superiores han decidido que, para ocasionarle el menor trastorno posible y teniendo en cuenta que tiene a su familia en Larache, sea recluido provisionalmente en la cárcel de dicha Ciudad, en lugar de la de Kenitra -.
Mohammed se sintió aliviado, no volvería a Kenitra, y por lo menos en la prisión del Faro estaría en un terreno conocido, el lugar del pastoreo cuando era un niño.
Ingresó al día siguiente en dicha cárcel, a la que fue conducido directamente en un coche policial. Se veía claramente que las Autoridades marroquíes deseaban la mayor discreción posible. Cuando vio a través de los barrotes de su celda el trozo de costa acantilada que se mostraba muchos metros más abajo, la emoción que sintió le hizo llorar silenciosamente unos minutos. Los recuerdos se agolparon en su mente, nunca pensó, cuando pasaba por las proximidades pastoreando la cabras, verse dentro de aquella vieja y siniestra prisión.
A los pocos días recibió la visita de sus dos hermanos, Hosseín y Ahmed, y su prometida Jadiya. Siguiendo la vieja costumbre de la prisión de Larache, le trajeron ropas y alimentos, y ello unido a que estaba solo en la celda, hicieron que su situación fuera mucho menos penosa que su estancia en el penal de Kenitra.
Su familia nombró un abogado que se encargó de su caso ante la Justicia de Marruecos, y después de varios meses de trámites, consiguió que se admitiera que la amnistía alcanzaba a Mohammed, y fue puesto en libertad.
Volvió a Larache con sus hermanos, a la laguna de la Ghedira. Tenía treinta y siete años y en plena salud, recuperada largamente durante su estancia en Lanzarote.
Se incorporó de inmediato a la explotación agrícola que habían iniciado sus hermanos, y la valiosa aportación de sus conocimientos, muy superiores a los de ellos, hizo que los cultivos obtuvieran en poco tiempo resultados óptimos
Al año siguiente se casó con Jadiya, la novia que su tía le había buscado para cuando volviera de la Academia Militar, y que había aguardado pacientemente su regreso. Tuvo con ella tres hijos varones. No cuidaron los rebaños de cabras del aduar, y a diferencia de su padre, no llevaron nunca la coleta bereber colgando de la nuca. Asistieron a la escuela desde muy temprana edad.
CAPÍTULO XVII
Un día de verano del año 1.991, estaba Mohammed El Ghediri saboreando un té verde en la terraza de unos de los cafés de la Plaza de España de Larache.
Un coche de matrícula española estacionó frente a su mesa. Bajó un hombre corpulento que lo miró un instante y luego se dirigió al maletero, lo abrió y sacó un paquete. A pesar de que había ganado algunos kilos, lo reconoció enseguida, era Carlos, el cabrero, su maestro.
Se acercó a él con la mano tendida, y le dijo:
- ¿Cómo estás Carlos, estás bien? -
Ante le mirada dubitativa de Carlos, que evidentemente no lo había reconocido, le volvió a hablar:
- Soy “Airé” -
Se fundieron en un abrazo, se palmearon las espaldas repetidas veces, y no pudieron evitar que unas lágrimas nublaran momentáneamente sus ojos.
Mohammed el Ghediri, alias “Airé”, tenía casa en la ciudad de Larache, ya no vivía en el aduar de la Ghedira, aunque tenía allí su trabajo. Invitó a Carlos a comer con su familia, y estuvieron toda la tarde contándose las vicisitudes vividas en Rabat, y como resultaba fantástico el cruce de sus vidas en aquella vorágine sin llegar a comunicarse entre si.
Carlos le contó su regreso de la playa de Skirat, donde estaba pescando con su amigo Jaime Cortés, a menos de tres kilómetros del Palacio Real, precisamente cuando Mohammed y sus compañeros cadetes lo estaban asaltando.
Mohammed se llevó las manos a la cabeza, y dijo:
- ¡¡Dios mío, Dios mío!! Recuerdo perfectamente el momento en que pasaste con tu coche por delante del Estado Mayor, y te tuve bajo el punto de mira de mi fusil.
- ¡¡Aquello fue terrible!! - exclamó Carlos - hay que ver en que situaciones nos hemos encontrado, me podías haber matado, menos mal que me reconociste a tiempo.
-Pues verás - prosiguió Carlos - cuando entré en Rabat por la puerta de la muralla junto al Mechuar, de regreso de Skirat, el desorden y el follón de tráfico que me encontré era mayúsculo, por eso decidí desviarme a la derecha de la Gran Mezquita, sin saber que me metía en la zona más peligrosa, la que separaba el Estado Mayor de la FAR de mi domicilio, en la calle Patrice Lumumba. Cuando llegué a mi casa después de atravesar varias calles desiertas, por las que no circulaban ni vehículos ni personas, lo que me llenó de inquietud, me encontré con una unidad militar que subía en dirección contraria. El Oficial que la comandaba me apuntó al pecho con su fusil y me exigió que me identificara inmediatamente, muy mosqueado al verme surgir de donde sabía que estaban los cadetes rebeldes. Tranquilicé al militar mostrándole mi Carné de Identidad y subí con mi familia, mi esposa África y mi dos hijas, a mi piso. Estuve toda la noche mirando a través de las rejillas de mis persianas lo que estaba ocurriendo en la calle, y aguantando el tiroteo entre vosotros los cadetes y las tropas Reales. Frente a mi ventana, uno de los cadetes que pasaban huyendo fue alcanzado en el pecho por impactos de balas y cayó muerto sobre la calzada. Los otros tres cadetes que iban con él dispararon contra los soldados y repelieron el ataque. Estoy seguro que uno de ellos eras tú, aunque no llegué a verte la cara en ese momento. Recogieron el cuerpo del compañero muerto y lo metieron en el portal de la casa situada frente a la mía. Posteriormente me fijé en un cadete muy parecido físicamente a ti, que salía con los brazos en alto de la casa de Madame Garciá.
-Si, Carlos, era yo- respondió Mohammed- no te dije nada, aunque te reconocí, para no comprometerte
Mohammed, para no amargar el feliz momento, no le contó a Carlos las penalidades pasadas en la prisión de Tazmamart, y éste, conocedor de todo por lo publicado en la prensa, tampoco sacó el tema a relucir. Celebraron estar vivos y juntos, y se desearon mutuamente felicidad y larga vida con sus esposas e hijos.
FIN
REGISTRO GENERAL DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL, NUMERO DE ASIENTO
REGISTRAL 09/2007/840 A NOMBRE DE CARLOS GALEA DÍAZ
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DEL AUTOR.