FRANCISCO PÉREZ BALDÓ
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MI LEXICON 80
Estaba junto al contenedor de la basura, apoyada entre el bordillo de la acera y el inicio del asfalto, dejada al descuido sin mucho miramiento. Su carcasa gris desentonaba con estridencia en aquel lugar de deshechos y, más aún, por aquel folio blanco mal encarado que asomaba torcido y destacaba sobre el negro rodillo. Pero el folio permanecía inmaculado, nada habían escrito sobre él.
El cristal sonó con fuerza al estallar en el fondo del recipiente; luego, un suave rasgueo de las hojas de los periódicos se dejó oír al deslizarse el grueso fajo de papel por la bocaza abierta del contenedor. Pero la máquina de escribir parecía mirarle en su abandono. Se leía con claridad, bajo la luz amarillenta de la farola, sobre la carcasa gris, el modelo y la marca: LEXICON 80, Hispano Olivetti.
Era una de aquellas máquinas de batalla en las oficinas de los años sesenta. Sobrevivieron algún tiempo al empuje de las primeras eléctricas que, invariablemente, empezaron a introducirse a través de los despachos de las secretarias de dirección. Se las miraba con envidia mal disimulada, sobre todo los que aporreaban el duro teclado de las mecánicas. Les encandilaba la incorporación del corrector de errores, su rápida escritura, sus margaritas con tipos de letras distintos. Era la novedad en todas las oficinas y el objeto más ansiado. Pero se adjudicaban con tacañería, su precio era elevado y, los más, siguieron cumplimentado escritos, informes y cuadros contables en uno de aquellos venerables vejestorios.
La Lexicon parecía mirarlo, trastabilladas algunas de sus teclas en un último esfuerzo por sobrevivir al ostracismo al que se la condenaba (se le habían quedado atascadas a mitad de camino), sin poder llegar a imprimir sobre el folio en blanco que asomaba. ¿Acaso quería decir unas últimas palabras de despedida, o, tal vez de socorro? El espaciador se encontraba arrancado sin misericordia en una mutilación que acrecentaba aún más su patética imagen de objeto abandonado. Nadie arreglaba ya aquellas máquinas. Su destino, arrumbadas en altillos y desvanes en espera de un inexorable desguace o, el de las pocas afortunadas, para exhibirse en algún museo del siglo XX, era ya inminente: el olvido.
Pero aquella máquina abandonada llamaba la atención. No era lo mismo que otros enseres, que los electrodomésticos y muebles en aparente buen estado que se dejaban arrimados entre aquellos contenedores para ser retirados al desguace. No era un objeto cualquiera. Podría decirse que tenía un pedazo de alma, eso sí, metálica (como tantas cosas del siglo que se dejaban atrás), pero alma al fin y al cabo. Sus teclas se podían combinar en infinidad de formas para dar vida a las más altas ideas y, por qué no, a los más bajos instintos.
Tenían la potencialidad del espíritu creador a impulsos de unas manos, de unos dedos ágiles: ¿Cómo podía terminar en el vertedero? Allí, codeándose con detritus ciudadanos y vidrios despanzurrados. Lo miraba, desde sus teclas lastradas con el patetismo de lo inevitable. Pero quedó allí, vencida, sobrepasada hacía tiempo por los avances de la técnica, por las inigualables prestaciones de los ordenadores personales.
No pudo reprimir un ligero escalofrío. Las primeras lluvias del otoño habían refrescado el ambiente: nadie transitaba la calle a aquella hora. Empezó a caminar reflexivo, desandando el camino de regreso a su casa. La imagen de la Lexicon 80 abandonada le traía recuerdos del pasado, casi olvidados, pero que se presentaron en tropel como por ensalmo, como en un conjuro: los ejercicios de mecanografía en la academia, sus más de treinta años de trabajo en la oficina y, sobre todo, sus primeras incursiones en la literatura, en una máquina como aquella que reposaba a unos pasos, junto al contenedor de la basura, camino del vertedero. Se le fue la imaginación por un sendero de la memoria y se imaginó de nuevo frente a su máquina, cumplimentando facturas y acumulando papeles sobre la mesa.
El mecánico venía cada dos meses. La limpiaba y engrasaba minuciosamente mientras él apuraba un cigarrillo. Tardaba el tiempo justo de fumarse el cigarro. Pasaba una brocha de pelo fuerte sobre los tipos para arrancarle la tinta que se iba depositando en los caracteres y, en un alarde final, hacía girar el rodillo con habilidad de malabarista.
-Ya está, limpia y reluciente como el primer día.
Le daba las gracias a Juan. A veces, hacían una pausa y terminaban fumándose otro cigarro. Juan terminó engullido también por el avance de la técnica, por la introducción de los ordenadores. Le vio uno de aquellos días, cuando empezó a espaciar sus visitas y se despidió.
-Lo dejo, esto no da ya para vivir. A partir de ahora tendrás que arreglártelas solo. ¡Chico!, eres el último reducto anti-ordenador, tu máquina es digna ya de un museo.
Aquel primer ordenador que llegó a la oficina lo destinaron en exclusiva a confeccionar las nóminas y a llevar las existencias del almacén. Cuando lo instalaban, bajo el fondo sonoro del teclear de las máquinas de escribir y el arrastre mecánico de las de cálculo, se arracimaron alrededor un grupo de oficinistas curiosos atraídos por la novedad de aquella maravilla de la técnica. Se hizo un silencio que parecía una premonición, un aviso de muerte: las máquinas dejaron de teclear, los de contabilidad miraban expectantes, los mayores veían a un competidor que los desplazaría y, los más jóvenes, que ya sabían algo de esos nuevos artefactos, lo recibían con la esperanza del futuro que se avecinaba, pintando en sus caras una amplia sonrisa.
Él, ni siquiera se paró a mirarlo, lo ignoró desde el principio. Hizo un comentario despectivo y volvió a su mesa donde se acumulaba la facturación pendiente: su Lexicon 80 estaba recién engrasada. Encaró el papel y con un movimiento preciso de la mano derecha lo situó en el sitio justo donde aparecía el espacio reservado para el nombre del cliente.
A los dos meses de que aquel ordenador se incorporara a la oficina, vomitando papel pijama sin descanso, lo llamaron de personal.
-Julián, que subas a dirección, que el jefe quiere verte –le dijo a través de la línea interior la secretaria de Alfredo, y añadió–: y date prisa que es la hora del café, no me tengas esperando, que no tenemos todo el día.
Aquello fue el inicio de su diáspora personal, con su Lexicon 80 a cuestas, de contabilidad al almacén, del almacén a recepción y, finalmente, cuando se negó en redondo a aquel cursillo de reciclaje, a conducir la furgoneta de reparto: pero su máquina de escribir siempre lo acompañó. Cuando ya no le era necesaria, en su último destino, se quedó en un estante del almacén. La miraba todos los días, mientras le cargaban la furgoneta; la bajaba de la estantería y jugaba con las teclas. A veces, metía un folio y comprobaba que seguía en forma, que no se había secado la tinta de su negra cinta de imprimir.
La última llamada de Alfredo, aquella en la que le dio la boleta, la liquidación y las palmadas de rigor en la espalda deseándole suerte, ni siquiera se le ocurrió protestar, preguntar el porqué de aquella jubilación anticipada sin ningún miramiento a sus más de treinta años de servicio en la empresa. Pero se acordó de la máquina que le aguardaba todos los días en el almacén.
-La máquina, ¿cuánto vale?, quiero llevármela.
-¿Qué máquina, Julián, de qué máquina hablas?
Y le explicó lo de su Lexicon 80, la que le habían asignado en contabilidad el día que ingresó, la que estaba en el almacén, en el estante.
-¿Eso?, no está ya en el inventario, se le dio de baja hace años, ¿qué hace esa máquina en el almacén ocupando sitio?, llévatela Julián, consideralo un regalo de la empresa.
La bajó de su pedestal, le puso la funda de plástico gris, le fijó el rodillo para que no se desplazara en el traslado y se fue con ella bajo el brazo. Nadie salió a despedirle y tampoco a él le apetecía lo más mínimo decir adiós a nadie en especial. Su camino hacia la puerta de salida, el que emprendía ahora de forma definitiva, había sido constante a lo largo de aquellos años. Fue desapareciendo un poco cada día, cada hora, cada minuto: diluyéndose en el anonimato del almacén recontando existencias, rellenado formularios en recepción, repartiendo paquetería y llevando la correspondencia, hasta que firmaron aquel contrato con una empresa exterior. Alfredo le dijo que se ahorraban el vehículo, el conductor y las reparaciones: era el progreso, tenía que entenderlo.
Un día se tropezó con Juan, el mecánico que iba todos los meses a su oficina, el que reparaba las máquinas de escribir manuales, con el que se fumaba aquel cigarrillo de espera: también a él se lo había tragado el avance inexorable de la informática, pero había tenido distinta fortuna. Se recicló, había encontrado empleo de guardia jurado, en unos almacenes. Le puso una mano de amistad en la espalda cuando él se empeñaba, encontrar en la sección de papelería, repuesto de cinta para su máquina de escribir, ya inexistentes y, las más de las veces, cuando aparecían, estaban resecas y sin garantía de durar lo más mínimo. Se le quejó amargamente de la dificultad de su búsqueda; la última cinta que encontró por casualidad casi no marcaba. Fue cuando la liquidación de la papelería que les suministraba el material de oficina. El empleado lo reconoció y no le quiso ni cobrar. A ellos, según le comentó en esa ocasión, eran las grandes superficies las que les obligaban a echar el cierre: era imposible competir con sus precios.
-¿Pero aún conservas aquel cacharro?, lo tuyo es amor verdadero. Has tenido suerte amigo, aún tengo algo de material, lo guardé por no tirarlo, ahora podría exhibirlo en un museo.
Quedaron el día que libraba Juan, y se tomaron unas cervezas recordando mejores tiempos. Le llevó un paquete de cintas y hasta la brocha y el líquido con el que limpiaba los tipos, fue todo un hallazgo.
La limpió con mimo, lo había visto tantas veces hacer a Juan que le parecía lo más natural del mundo: el folio para recoger los chorretones de tinta, la cantidad justa de líquido desengrasante, el toque final en el rodillo y, finalmente, una cinta nueva. La contempló, parecía otra, remozada y rejuvenecida. Aquel encuentro providencial con Juan los había salvado a los dos del silencio, de los días de búsqueda infructuosa por las papelerías de barrio, las últimas que iban quedando, y soportando la ironía de aquellos muchachos que parecían mirarle como un bicho raro.
-¡Cintas de algodón para máquina de escribir!, ¿para la Lexicon 80?, y ¿eso qué es?
Se armaba de paciencia y casi rogaba que mirasen en el almacén, por si quedaba alguna arrinconada, olvidada. Y las respuestas a veces respetuosas y profesionales, pero no siempre.
-Caballero, ese artículo ya no lo trabajamos.
Ya no tendría que soportar el desprecio de los dependientes de papelería, de los encargados de sección de los grandes almacenes, de las invitaciones maliciosas de los vendedores que le regalaban el oído sugerentes para que se modernizara, cuando le decían: “con un ordenador personal…”
-Tenemos una oferta que le vendría al pelo, todo un equipo completo: el teclado, la pantalla, la torre y, la impresora caballero, por menos de mil euros. Y lo puede pagar a plazos.
Desestimaba aquellas ofertas como si fuesen las tentaciones de Satanás, después de tantos años de resistencia pacífica, de fidelidad a su máquina de escribir, ¿cómo podía traicionarla con uno de aquellos aparatos incomprensibles? Su Lexicon 80 era ya una prolongación de sus dedos, de su cuerpo, de sus más íntimos pensamientos. Le parecía a veces, cuando le quitaba la funda gris, que lo miraba y lo entendía, que ya sabía con certeza el trabajo de la mañana o de la tarde, lo que se proponían hacer.
Pero le había salvado la campana y, con tiento, aquellas tres cintas de regalo le daban nueva vida, le renovaron el ánimo, con una última posibilidad de supervivencia cuando ya andaba con la esperanza perdida: de papelería en papelería, de almacén en almacén, recorriendo toda la ciudad.
Su máquina respondió con la soltura de su primera juventud, con la vitalidad y elasticidad de su rodillo recién engrasado, con la claridad renovada de sus letras sobre el inmaculado papel, desprovistas de la roña de años acumulada en sus caracteres tipográficos, cuando metió el folio por el rodillo y apareció con precisión a la altura del encabezamiento: Mi Lexicon 80.
Se imaginó de nuevo en la sección de contabilidad, en sus inicios. Era el más rápido de la oficina, recién terminado el curso de mecanografía, y daba el doble de pulsaciones que cualquiera. De cuando algunos seguían rellenando los formularios a mano, y se sentaba envanecido y orgulloso delante de aquella máquina nueva: el último modelo. De cuando el jefe se acercaba aún a su mesa y le pedía algún trabajo extra, de cuando le asignaron la confección de la facturación para que saliera mecanografiada y no caligrafiada. Lo recordaba muy bien, aquellos primeros días, de cuando comentaban en la oficina que tenía un gran porvenir por delante con su habilidad y rapidez. De Marisa, la secretaria de Alfredo, que entonces lo trataba con respeto y le aceptó su primera invitación de salir al cine. Pero aquello no cuajó, no podía cuajar, porque el brillante futuro se quedó encasquillado en aquella facturación que él siempre resolvía a tiempo, de aquel trabajo en el que se hizo insustituible y no lo dejó avanzar. Y luego, cuando llegó aquel ordenador, también de la marca de su máquina, un Hispano Olivetti, que se fue tragando la nómina, los inventarios de almacén, la facturación, y que le fue dando empujón tras empujón hasta ponerlo en medio de la calle.
Marisa tenía olfato y pronto se decidió por Alfredo, que era un poco lento con la máquina de escribir, pero que desplegó sus mejores habilidades oratorias y persuasivas ante el jefe. Alfredo fue el elegido para los primeros cursillos, él estaba muy ocupado con la facturación, era imprescindible, según le decían con buenas palabras: que si la facturación se paraba se paraba la empresa. Luego, perdió todo interés, cuando lo de la informática. Ya había tejido ese lazo invisible con su máquina de escribir, el día que Marisa le rechazó su segunda invitación para salir el sábado con una excusa seguramente inventada, y le vio luego cogida del brazo de Alfredo, sonriendo, a la salida del cine. Fue cuando le entró aquella pasión por escribir, por comunicarse con la máquina, por contrastar sus sentimientos con el alma de metal y convertirla en la confidente de sus más íntimos pensamientos. Nunca se atrevió a mandar aquellos monólogos a lugar alguno, ni que le sorprendieran en la oficina en su redacción. Llegaba temprano, y en la hora que mediaba con la entrada, los cafés de la mañana, las conversaciones sobre la película de la semana; él pasaba a limpio las notas a mano que se traía de casa. Y luego, cuando se fueron olvidando de él y la facturación salía en minutos vomitada por aquella máquina infernal, ya tuvo todo el tiempo que quiso para escribir lo que se le antojara: a nadie le importaba ya lo que hiciera.
Se había quedado parado ante el encabezamiento. No sabía a ciencia cierta si era la máquina o él quien escribía, absorto como estaba, con la mente perdida en aquella maraña de recuerdos. Se miraron, sus letras recién repasadas con la brocha de Juan refulgían con destellos de metal. Quiso pulsar la siguiente frase y le pareció que la máquina se le anticipaba, cuando sus dedos tocaban ya las teclas para iniciar el siguiente párrafo. La miró expectante y un frío desconocido le recorrió la espina dorsal, pero sacudió la cabeza como tratando de ahuyentar aquel pensamiento descabellado, aquella idea absurda. Dio al espaciador, pero el carro permaneció inmóvil. Pulsó con más fuerza, pero no se movió. Respiró hondo, se acarició el cabello y luego se llevó la mano derecha a la boca en actitud reflexiva. La Lexicon 80 lo miraba ahora con claridad, con descaro, taladrando sus pensamientos, retándole con los ojos metálicos de sus letras brillantes. No podía ser, era imposible. A veces había tenido esa extraña sensación cuando cogía más de trescientas pulsaciones por minuto y sus manos eran ágiles y parecía que iban más rápidas que su mente, como si aquella máquina se desentendiera de sus dedos. Pero eran unos breves instantes, una sensación fugaz. Ahora, parecía que cobraba vida propia, que se independizara del impulso de sus manos, que quisiera expresar sus propias ideas acumuladas en casi cuarenta años de servil obediencia. Agarró con dedos trémulos la palanca acerada para saltar un renglón y un flujo extraño, como eléctrico, le recorrió el brazo: parecía que le estuvieran chupando el alma en aquel contacto. Saltó como movido por un resorte de la silla y se apartó varios pasos. Tomó distancia para observarla. La máquina se puso en movimiento y escribió una frase completa:
NO TEMAS.
Pensó que estaba soñando, que su mente solitaria le jugaba una mala pasada, que la emoción de haberse provisto de aquellos repuestos milagrosamente, en aquel encuentro casual con Juan, cuando ya andaba sin esperanza, le habían trastornado. Pero no podía apartar los ojos de la máquina y, a prudente distancia, le dio la vuelta como queriendo descubrir un resorte oculto, un cable que la comunicara con algo exterior a ella. Nada de eso existía.
Las teclas se pusieron de nuevo en movimiento completando, siempre con mayúsculas, un renglón entero. No quiso mirar el contenido del renglón, no se atrevía a saber qué quería de él. Él, que le había entregado su vida, sus amigos, sacrificado su promoción en la empresa, ¿qué más quería?
Se asustó pensando que el solo contacto con aquella máquina le arrancaría ya el alma, le absorbería el seso, lo introduciría entre las frías paredes de su carcasa de metal. Se sobrepuso al miedo y se asomó. Al principio sin querer ver lo que había escrito pero, luego, no pudo resistirse:
LOS DOS PODEMOS CONSEGUIRLO, ACÉRCATE, NO TEMAS.
¿Le estaba pidiendo juntarse en un abrazo definitivo?, ¿que le prestara un último impulso vital de supervivencia?, ¿un hálito de vida?, ¿era eso lo que le pedía? No, no lo haría, se negó en redondo y se lanzó a hablarle como si pudiera entenderle, como si aquel armatoste tuviera oídos para escucharle. Y le salieron todos los reproches que tenía atascados en la garganta, a borbotones, como si se descargara de un peso brutal que lo aplastara: su soledad de aquellos años, el despego de Marisa, su negativa a entenderse con la informática, el despeñadero en que se había convertido el brillante provenir que se le auguraba en la empresa. Todo, se lo soltó todo, en una retahíla de quejas, por sus renuncias constantes al no querer desprenderse de ella.
El rebufo estridente del camión encarando la cuesta al inicio de la calle le hizo volverse cuando ya introducía la llave en la cerradura. Los dos empleados de verde se bajaron de la plataforma y el sistema hidráulico dio un resoplido de aire al frenar. Las voces se escuchaban claras en el silencio de la noche. El conductor accionó la palanca y dos brazos metálicos avanzaron hasta el contenedor abrazándolo y volcando su contenido en la tolva. Entonces la vieron allí, abandonada, con las letras a medio camino del papel, con la mutilación reciente de su brazo dislocado.
-¡Una máquina de escribir!, ¿qué hago?
-¡Échala a la cabina! –le dijo el conductor accionando el mando y depositando el contenedor en su emplazamiento de la calle.
El camión arrancó y se perdió por la primera esquina. Julián se había quedado en la puerta de su casa esperando un desenlace. Respiró por fin con ansiedad el aire de la noche, cuando se cercioró de que realmente no había resultado tan complicado, mientras le llegaba el eco de unas voces que hablaban de una máquina de escribir abandonada.