LA ODISEA DE JUAN RAMÍREZ, SOLDADO REPUBLICANO.
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SU INFANCIA Y MOCEDAD
Juan Ramírez Martín nació en Julio de 1.920, en Larache, Marruecos, entonces Protectorado Español.
Cursó la Enseñanza Primaria en el Grupo Escolar España de dicha ciudad.
Destacó como jugador de futbol en las competiciones escolares. Éstas se celebraban principalmente en el Llano de Torrilla, extenso arenal que empezaba en el barrio de Las Navas y llegaba casi a Los Viveros. En medio de aquellas arenas los aficionados habían acondicionado un rectángulo, un poco más pequeño que un campo fútbol reglamentario, regándolo copiosamente para asentar el terreno y endurecerlo. En las competiciones oficiales se instalaban porterías de madera, o sea un larguero y dos postes clavados en el suelo, sin redes. Se marcaba el improvisado “estadio” con líneas de cal señalando el medio campo y las bandas laterales. En los partidos entre los jóvenes del barrio de Las Navas, las porterías eran sólo señaladas por dos montones de maletas escolares, o de ropas de los contendientes.
En estos enfrentamientos, en los que participaba Juan Ramírez frecuentemente, como nadie tenía reloj, se fijaba el tiempo de duración por goles, dos para señalar el primer tiempo y cuatro para el final. A veces esos cuatro goles se marcaban enseguida. Pero también ocurría que se tardara tres horas o más en conseguirlos, lo que agotaba a los jugadores y terminaban bañados en sudor y tierra.
Menos mal que el Campo de Torrilla estaba muy cercano a la Playa del Matadero, y los veintidós futbolistas y muchos de los que presenciaban el partido descendían a la carrera por la escalerilla que permitía bajar por el acantilado y se sumergían en las frescas aguas del Océano Atlántico. No sin antes haberse desnudado completamente para no mojar sus ropas.
Con la marea llena se bañaban en los lugares conocidos con los nombres de la Poza Grande, la Piedra Chata, el Trampolín, y en marea vacía en el único sitio propicio, la Piedra Gorda. Estos baños colectivos de mozos desnudos eran observados desde lo alto del barranco por grupos de jovencitas del barrio, que descubrían de esta forma la diferencia de los sexos. Los bañistas miraban de reojo a las chavalas y hacían alardes dando saltos y carreras para mostrar bien sus atributos masculinos.
En 1.935 Juan Ramírez fue fichado por un equipo de fútbol de Zoco El Arba del Garb, un pequeño pueblo de la Zona Francesa situado en la misma frontera con el Protectorado español. Fijó su residencia en dicha población, y como el sueldo de jugador profesional era escaso, trabajaba como camarero en un hostal llamado La Route de France. De vez en cuando se desplazaba a Larache para estar con su familia, su madre y dos hermanos mayores que él.
En 1.936, coincidiendo casi con su 16 cumpleaños, estalló la rebelión del Ejército español en Marruecos contra el Gobierno de la República. El 17 de Julio los militares asaltaron las oficinas de Correos y Telégrafos, y se produjo un enfrentamiento con un grupo de soldados leales a la República, al mando del Sargento Serapio, en el que resultó herido el Teniente Reinoso, que murió a las pocas horas. Un compañero suyo, el Teniente Boza, para vengar su muerte, atacó al grupo de soldados de Serapio. En el tiroteo que se produjo resultó mortalmente alcanzado el Teniente Boza. Estos dos Oficiales, Boza y Reinoso, fueron los primeros caídos de lo que posteriormente se llamó El Movimiento Nacional.
Un mes más tarde, Juan Ramírez vino a visitar a sus familiares, no temía nada contra él de los sublevados, ya que nunca había participado en ninguna organización política. Se paseaba una mañana por la Plaza de España, y vió en el suelo varias octavillas esparcidas. Cogió una de ellas y la leyó. Decía lo siguiente:
EL PARTIDO COMUNISTA DE ESPAÑA
ES EL DEFENSOR DE LOS TRABAJADORES
¡¡ V I V A L A R E P U B L I C A !!
IGUALDAD, LIBERTAD, FRATERNIDAD
¡¡ A B A JO E L F A S C I S M O
Y SUS COMPLICES, FALANGISTAS Y
MILITARES GOLPISTAS !!
Sin pensar lo que hacía, distraidamente, se guardó el panfleto en un bolsillo. No se pudo imaginar que aquel acto fue el que desencadenó todos los acontecimientos de su odisea. Casualmente, aquel mismo día por la tarde, los falangistas efectuaron lo que ellos llamaban una “redada”. Armados de fusiles, procedían a controlar de forma indiscriminada a los transeúntes, exigiendo que se identificaran. Con ello querían tener a la población civil atemorizada e impedir cualquier acción contra del Movimiento Nacional.
Juan Ramírez fue interpelado cuando se paseaba recién llegada la noche charlando con unos amigos. Le tocó el turno y presentó con toda tranquilidad su carné de identidad. Los falangistas estaban al corriente que Juan vivía en la Zona Francesa, y les resultaba muy sospechoso. Lo cachearon, registraron su ropa, y encontraron en uno de sus bolsillos la octavilla que se había guardado por la mañana. La reacción de los falangistas fue pegarle varias bofetadas en la cara, tirarlo al suelo boca abajo, y esposarlo. Fue conducido seguidamente a su cuartel, situado en un inmueble lindando con el Balcón del Atlántico, del que se habían adueñado
- ¡¡ Rojo, comunista !! Has sido tú quien ha sembrado de panfletos de tu partido la Plaza de España – Le gritó el Jefe falangista, que se presentó en el cuarto sin ventanas donde lo habían encerrado.
- No, no. Yo no tengo nada que ver con los comunistas, ya he repetido que me lo encontré en el suelo, y sin pensarlo me lo guardé en el bolsillo - Le contestó Juan, llorando a lágrimas vivas.
Su declaración no la aceptó su interrogador, y finalmente ordenó que permaneciera detenido en el calabozo.
LA CÁRCEL DE LARACHE
Al día siguiente, muy temprano, Juan Ramírez fue trasladado por los falangistas en un furgón , con diez personas más, a la Cárcel de Larache. Entre ellos, reconoció a Curro Hernández, un vecino de su madre, muy amigo de su familia.
- Curro, ¿qué haces aquí, porqué te han detenido? - le preguntó.
- Supongo que es porque soy vocal del Sindicato de la Unión General de Trabajadores en Obras Públicas, donde trabajo de electricista – le contestó.
La Cárcel estaba situada en la costa , muy cerca del Faro, al borde de un acantilado de unos treinta metros de altura. El furgón paró en la entrada de la Prisión, y los diez conducidos fueron internados sin más trámites ni papeleos, estaba claro que los Funcionarios de Prisiones obedecían sin objetar las órdenes de la Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. En la celda donde los encerraron ya había otros diez presos, por lo que llegaron a sumar veinte personas, cuando estaba prevista para sólo cuatro. Cuando llegó la noche, por la falta de espacio, tuvieron que dormir sentados sobre una estera, apoyando la espalda de uno contra la del otro, o contra las paredes. Había un solo water turco , o sea un agujero en el suelo, que tenían que usar a la vista de todos.
Desde las ventanas de la celda se contemplaba el mar, agitado continuamente por enormes olas que se estrellaban contra las grandes rocas que bordeaban el precipicio. Juan se pasaba las horas muertas mirando a través de los barrotes. Además del espectáculo del mar bravío, divisaba a lo lejos la playa del Matadero, en la tantas veces se había bañado después de los partidos de fútbol, y durante los veranos. Le vino el recuerdo de la Poza Grande, la Piedra Gorda, la Piedra Chata. Mucho más lejos, envueltos en la bruma marina, divisaba el Castillo de San Antonio y el espigón de la desembocadura del río Lukus.
En estas condiciones infrahumanas, que duraron varios meses, Juan Ramírez sintió alivio cuando el Director de la cárcel les dijo que iban a evacuar a los presos más antiguos a la Prisión del Hacho, en Ceuta.
Curro, con un gesto de gran preocupación, le dijo a Juan con voz muy baja, para que no se enteraran los otros presos:
- No me gusta nada nuestro traslado al presidio de Ceuta, me han contado que allí se fusila indiscriminadamente a presos, en represalia por los falangistas que caen en los combates de los frentes de la Península -
- Prefiero morir a continuar como estamos - le contestó Juan.
A los pocos días nombraron a cincuenta presos, que hicieron subir en un autocar, para transportarlos a Ceuta. Entre ellos iban Juan y Curro. Después de más de seis horas en el viejo y renqueante vehículo, llegaron a la famosa Prisión, cuyo nombre se debe a que está situada en la cumbre del Monte Hacho, desde el que se domina toda la península ceutí.
EL PRESIDIO DEL HACHO
Las condiciones de este histórico presidio eran algo más favorables que las de la cárcel de Larache. El hacinamiento era semejante, ocupaban también cada celda veinte personas, pero sin embargo eran mucho más amplias y había sitio para colocar en el suelo jergones de paja a la hora de dormir. La instalación sanitaria era mejor, estaba aislada por una mampara de madera, constando de una taza de water y un lavabo con grifo de agua corriente. Juan y Curro continuaban sin ser juzgados por sus presuntos delitos, y por ello no tenían la menor idea de cuanto iba a durar su encarcelamiento.
Una noche se presentaron en la celda varios falangistas uniformados, a los que el carcelero abrió la puerta. Uno de ellos señaló con el dedo índice, al azar, a cinco de los presos. Los llevaron al patio de la fortaleza en unión de otros cinco más sacados de una celda vecina, siguiendo el mismo procedimiento. Al poco tiempo se escuchó el ruido de disparos. Era el fusilamiento de todos los que el dedo del falangista había señalado, sin saber siquiera sus nombres
Así se cumplía lo que había comentado Curro, unos días antes de salir de Larache. Sufrieron varias veces la visita de aquellos asesinos, y el dedo índice fatídico pasó afortunadamente de largo sin señalar a Juan y Curro.
Nota al margen:
Fuera de contexto el autor de este libro va a contar dos casos, verídicos y confrontados, que ilustran la dramática arbitrariedad existente en el Presidio del Hacho:
Sentob Cohen, judío sefardita nacionalizado español, maestro de escuela en un Colegio Público de Alcazarquivir.
Fue detenido por pertenecer al Partido Comunista, y encerrado en dicho Presidio en 1.936.
Permaneció encarcelado hasta 1.940, y durante estos cuatro años tuvo la suerte de librarse de la muerte, en las “sacas” no le señaló nunca el dedo índice.
Fue puesto en libertad condicional, y regresó a su pueblo en Marruecos, aunque no volvió a la enseñanza. Se ganó la vida ejerciendo la profesión de corredor de seguros.
Samuel Trujillo, modesto conductor de taxi, detenido por la Policía que perseguía a un peligroso terrorista de igual nombre.
Fue encerrado en el repetido Presidio, a pesar de sus lloros y gritos proclamando su inocencia.
Los parientes de su mujer, conocidos transportistas dueños de camiones, hicieron urgentes gestiones para aclarar la confusión de personas.
Consiguieron la orden de puesta en libertad de su cuñado, y se presentaron en el Penal con los documentos necesarios para que saliera.
No lo encontraron en ninguna de las celdas, y finalmente uno de los carceleros declaró que había sido fusilado en una de las “sacas”.
A los varios meses de vivir con el ánimo por los suelos, el Director convocó a Juan y Curro a su despacho.
- Os voy a dar una oportunidad para salir de esta prisión, la única condición es que os enroléis en La Legión – les dijo.
Curro aceptó en el acto la propuesta, era un hombre mayor, casado y con hijos, y no quería dejar a su familia abandonada. Juan le pidió que le dejara pensarlo veinticuatro horas. No le gustaba nada la idea de ir al frente a combatir a los Republicanos, pero pensó fríamente que alguna vez le tocaría el dedo índice, y por encima de sus escrúpulos estaba el salvar la vida. Ya tendría tiempo de reflexionar y decidir qué haría en la Guerra Civil.
Al siguiente día comunicó al Director por medio de un carcelero que aceptaba la propuesta. Una semana más tarde Juan y Curro fueron conducidos en un coche por dos guardianes al Regimiento de La Legión en García Aldave. Descendieron del automóvil en la puerta del cuartel, y entraron a pié en el mismo.
Al explicar a los centinelas el motivo de su presencia, fueron conducidos a la Oficina de Reclutamiento.
LA LEGIÓN
Según las normas vigentes en aquellos años en la Legión, aceptaban los nombres que dieran sin más preguntas, y no tenían que dar cuenta de sus antecedentes penales
Juan Ramírez Marín y Francisco (Curro) Hernández Paz dieron sus nombres legítimos, por considerar que no tenían nada que ocultar, no habían cometido ningún delito. Juan fue adscrito a la IV Compañía, y Curro a la V.
Teniendo en consideración que Curro era un hombre mayor, le dieron el destino de furrier de su Compañía. Juan fue sometido a una instrucción militar intensa, en unión de otros reclutas recién incorporados. Es conocido el ritmo acelerado de los pasos y movimientos de la Legión, doble más rápido que el de cualquier otro Cuerpo. Aunque muy delgado, Juan era fuerte y resistente, de algo le había servido sus años de deportista.
Lo que era difícil de soportar eran el maltrato de los Cabos que dirigían los ejercicios, insultaban y golpeaban duramente a aquellos que cometían algún error en las fatigosas evoluciones del grupo de reclutas.
En Larache tenía su cuartel el Tercio Don Juan de Austria, III de La Legión, muy cercano al barrio de Nador, donde estaban las casas de las prostitutas, y por ello Juan, que frecuentaba dicho barrio, conocía el gran consumo de kif y grifa ( marihuana o cáñamo indio) de la mayoría de los Legionarios, incluidos algunos Cabos y Suboficiales. Aunque en menor grado, ya que en Ceuta era más caro y difícil su compra, observó que habían muchos consumidores de esta droga, vicio que adquirían durante sus estancias en las cárceles, antes de afiliarse a la Legión.
Más que la dureza del periodo de instrucción, lo que le resultó difícil de soportar fue el convivir con estos bajos elementos de la sociedad. Los tatuajes en brazos, pecho y espalda eran casi generales en estos Legionarios, otra muestra de sus costumbres carcelarias.
También tuvo que hacer frente a algo más desagradable, el acoso sexual de algunos legionarios veteranos a los jóvenes como él. En cierto momento en que estaba en las duchas, amenazó a uno de estos homosexuales con meterle un machete en el vientre si no cesaba de insinuarse.
LA DESERCIÓN
La Guerra civil en la Península producía elevadas bajas en ambos lados. La IV Compañía de La Legión, a la que pertenecía Juan Ramírez, fue trasladada a la Península para reforzar las tropas que cercaban Madrid.
El frente en la Capital estaba estabilizado, las trincheras de los Nacionales la rodeaban, y a unos doscientos metros estaban las de los Republicanos. En los periodos de calma, los ocupantes de ambas trincheras hablaban a voces entre ellos.
Una noche muy oscura, apenas iluminada por la luz de las estrellas, Juan estaba de centinela. No había entrado en combate hasta entonces contra los Republicanos, ni pensaba hacerlo, aunque no podría evitar que ocurriera cualquier día. La única forma de impedirlo que veía era pasarse al otro bando, desertando de La Legión. Lo venía meditando hacía tiempo y pensó que éste era el momento de hacerlo.
Depositó el fusil, el correaje y las cartucheras en el fondo de la trinchera, y con sumo cuidado para no ser visto, saltó fuera de ella. Reptando como un lagarto, atravesó el terreno árido que separaba las dos posiciones al llegar a la trinchera de los Republicanos saltó dentro de ella y permaneció un pequeño rato inmóvil. Nadie se había percatado de su acción. No tenía tiempo que perder, de un momento a otro se descubriría su deserción cuando el Cabo de Guardia legionario pasara por su puesto. Empezó a andar por dentro de la trinchera con los brazos en alto, hasta que llegó al lugar donde se encontraba uno de los centinelas.
- ¡ Alto, quién va ! - le gritó el soldado republicano apuntándole con su fusil.
- Soy un desertor de La Legión, me he pasado desde la trinchera de enfrente, luego explicaré los motivos – contestó Juan.
El centinela le obligó a que se detuviera y llamó a gritos al Suboficial de Guardia, quién a su vez lo condujo al Puesto de Mando. El Teniente Coronel Jefe escuchó con paciencia las declaraciones de Juan Ramírez, que le contó toda su historia desde que fue detenido por los falangistas en Larache. Aceptó estas explicaciones que le parecieron verosímiles , y decidió enviarlo al Estado Mayor para que allí decidieran.
MOTORISTA EN EL BATALLON DE TRANSMISIONES
Como ya queda dicho anteriormente, Juan era un muchacho alto y muy delgado, lejos del perfecto combatiente, y cuando le propusieron incorporarlo al Batallón de Transmisiones del Cuerpo de Ingenieros como mensajero motorista, vio el cielo abierto. Suponía no estar en la primera línea de fuego.
Su trabajo resultó intenso, consistió en llevar órdenes escritas del Estado Mayor a las diferentes Unidades, para evitar hacerlo mediante emisoras de radio, que podían ser interceptadas por el enemigo.
Su vida mejoró considerablemente, después de cumplir su servicio, le permitieron pernoctar fuera del cuartel de Transmisiones, y vestir de paisano. Se empleó en jornada de tarde, después de terminar su misión como motorista, en un restaurante de cocina norteafricana, como camarero, y el dinero que ganaba lo empleó en pagarse un cuarto en una Pensión en el barrio de Carabanchel.
Juan tuvo que vestirse con el uniforme del establecimiento, como los otros camareros, consistente en un fez, o sea un gorro de fieltro rojo, un pantalón color negro muy ancho, con una bolsa entre las piernas, que los árabes llaman “zaragüel”, y un chaleco rojo sobre camisa negra.
Juan Ramírez no había tenido hasta este momento ocasión de tener relaciones formales con una mujer. El dueño del restaurante, Abdeslan Kirán, de origen rifeño, era alto y corpulento, con los ojos azules propios de su etnia germánica. Tenía una hija, llamada Nadia. Una joven muy agraciada, de elevada estatura y delgada, que había heredado los ojos azules de su padre.
Trabajaba en la cocina, y era la encargada de servir los pedidos a los camareros, y por ello, tenía mucho contacto con Juan.
- ¡¡A ver Nadia, ese cuscús, y el tajín , que pasa con él !! -
-Ten paciencia, hombre, ahora mismo salen- contestaba sonriéndole la joven.
Con el tiempo se fué estableciendo una relación de amistad, se pasaban grandes ratos charlando, y recordando a su país común, Marruecos. Esa amistad se volvió poco a poco en atracción física, en amor. Un amor imposible, sin futuro, pués el padre de Nadia nunca consentiría un noviazgo formal de su hija, musulmana, con un cristiano.
No obstante, los deseos que sentían de estar juntos no los podían evitar, así que decidieron verse a escondidas y vivir un amor oculto, citándose en la Pensión donde estaba alojado Juan Ramírez. Fueron muy felices en aquellos ratos que pasaban en la habitación de Juan, aunque la dicha no fue plena, porque tuvieron que respetar la virginidad de Nadia, y ello hizo que sus relaciones sexuales se limitaran a tocamientos y caricias.
En Noviembre de 1.936 el Gobierno de la República se trasladó a Valencia, al no poder continuar en Madrid, cada vez más asediado. Juan fue destinado forzoso a la capital del Turia, siempre dentro del Regimiento de Transmisiones como mensajero motorista, y muy a pesar suyo, tuvo que dar fin a sus relaciones amorosas con Nadia. Lloraron mucho los dos, pero tuvieron que resignarse.
En Valencia su misión como mensajero se hizo más intensa, y se le acabó el privilegio de vestir de paisano, y de poder trabajar. Conforme avanzaban los meses las sirenas de alarma de los bombardeos de la Aviación Nacional y la de sus aliados los Alemanes sonaban con mayor frecuencia.
En Octubre del año 1.937 el Gobierno de la República se trasladó a Barcelona, la lluvia de hierro se intensificaba sobre Valencia y hacía imposible que continuara allí.
EL CAMPO DE LOS ALMENDROS, ALICANTE
Juan Ramírez continuó en esta última ciudad hasta que poco antes del final de la guerra decidió irse a Alicante. Prefirió esta solución a remontar la costa mediterránea para pasar la frontera de Francia. Estaba informado que los refugiados españoles eran mal acogidos por las autoridades de dicha Nación. Los recluían en campos de concentración para luego enviarlos a Sidi Bel Abbès, en el desierto argelino.
Tenía noticias de un barco mercante, el Stanbrook, que se dedicaba a evacuar a Orán, Argelia, a los ex-combatientes llegados al puerto de dicha ciudad. Llegó a Alicante montado en su motocicleta, y una vez dentro del puerto tuvo una muy mala noticia, el Stanbrook había hecho su último viaje dos días antes, no pudo volver porque la Escuadra de los Nacionales se lo impedía.
Entretanto, un Regimiento de la División Littorio del Ejército italiano, al mando del General Gambara, se situó en la salida del recinto portuario hacia tierra, y Juan se encontró bloqueado con unos 12.000 soldados Republicanos que habían acudido con el mismo propósito que él. La desesperación cundió entre los acorralados, no veían ninguna salida, sabían que si se rendían serían fusilados. No se veía ninguna salida, y empezaron los suicidios de muchos de ellos arrojándose al mar desde las escolleras. Otros lo hicieron pegándose un tiro en la sien. Hubo varios suicidios colectivos por medio de granadas de mano que hicieron explotar en medio de grupos formando un círculo.
Juan estaba muy lejos de esta desesperación, si tenía que morir vendería cara su vida. Convenció a muchos otros que pensaban como él, y formaron un parapeto con sacos llenos de lentejas que encontraron en un almacén, para resistir el ataque de las tropas que los cercaban. Un centenar de soldados se situaron detrás de los sacos, armados con los fusiles que muchos de ellos habían traído consigo. Pasó la noche en calma, y al amanecer el nuevo día oyeron que les hablaban por medio de un altavoz.
Era el General italiano Gambara, que se identificó como tal, y decía que si se rendían les garantizaba que sus vidas serían respetadas. A gritos, Juan le contestó, después de consultar a sus compañeros, que aceptaban rendirse, pero exigían ver físicamente al General.
Gambara se acercó a unos cincuenta metros del parapeto, perfectamente uniformado para que se viera que no era un General franquista, y repitió verbalmente su ofrecimiento. Dijo con su fuerte acento napolitano:
- Soldaaados Republicaaanos, creeeo que debeeemos evitaaar mueeertes inúuutiles, cooomo sé que estáaa ocurrieeendo. Si aceptáaais vueeestra reeendición yo os garaaantizo queee vueeestras viiidas seeerán respetaaadas -
Salieron todos los ocupantes del puerto con las manos cruzadas detrás de la nuca. Los italianos verificaron que ninguno iba armado, y los condujeron a pié a un recinto cercado de alambres de espino, que habían preparado con toda urgencia en el Campo de Los Almendros, situado en la Goteta, un llano cercano al puerto, separado por la Sierra Grossa del mar.
El Campo medía unos 300 metros de largo por 80 metros de ancho. La denominación de “los Almendros” la dieron los propios detenidos por ser un campo de labranza con un raquítico bosquecillo de almendros.
Al ser privados los reclusos completamente de alimentos, salvo un poco de agua de una única fuente en la que había que hacer largas colas, estos árboles fueron despojados rápidamente de los pocos frutos que quedaban del año anterior. Y después de las hojas y brotes tiernos que ya tenían, quedando al poco tiempo completamente desnudos.
El General Gambara traspasó el mismo día la responsabilidad del Campo de Los Almendros a los militares nacionales españoles.
Al no existir ningún edificio o barracón, los prisioneros pasaban los días y las noches al raso, ni para protegerse del sol servían los raquíticos almendros que daban nombre al lugar. Comenzaron los fallecimientos de los enfermos por falta de unos mínimos cuidados médicos. Se registraron varios suicidios de los detenidos, con armas que habían conseguido conservar en su poder. También fueron abatidos algunos de ellos al intentar fugarse y hubo sacas de presos a cargo de falangistas.
EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE ALBATERA
El número de muertos en el Campo de los Almendros en los pocos días que duró fue de 600. El propio General Gambara hizo llegar a los Cuarteles Generales la terrible situación en que se vivía en el mismo.
Desde Madrid dieron la orden de cerrar el centro de detención de la Goteta y trasladar a todos los recluidos al Campo de Concentración de Albatera, pueblo situado a unos setenta kilómetros de Alicante-ciudad.
Juan Ramírez, que había aguantado comiendo cortezas de almendros, respiró aliviado cuando se enteró de que iban a ser evacuados a dicho Campo.
Unos de los presos, natural de dicho pueblo, le dijo a Juan Ramírez:
- Según me ha informado mi familia, es un campo de exterminio del más puro estilo nazi -
- De ésta no me salvo – pensó el sufrido Juan.
El traslado a Albatera se hizo amontonando a los reclusos en vagones de mercancías al descubierto, custodiados por soldados fuertemente armados. Cuando Juan Ramírez vio a los prisioneros del Campo, el alma se le cayó a los pies. Eran cadáveres andantes, reducidos a la más extrema delgadez. Se acercó a uno de ellos, y le preguntó el porqué de su lamentable estado físico.
- Nos matan de hambre, nos dan un trozo de pan y una sardina en conserva una vez al día. Dicen que no merecemos que gasten unas balas para acabar con nosotros – le contestó.
Efectivamente, al llegar la hora de la comida, le pusieron en su plato de cinc el pan y la sardina.
Pasaron los días, y tuvo que aguantarse con aquella escasa comida. A veces variaban el menú, le servían en el plato caldo de lentejas. Eran muy frecuentes los enterramientos de los muertos en fosas comunes cercanas a las alambradas. Cuando asistía a uno de éstos, Juan vio al otro lado un terreno sembrado de alfalfa, planta forrajera que sirve para alimentar a los animales domésticos.
- Ésta va a ser mi salvación – pensó.
La noche siguiente, cortó con dos piedras puntiagudas varios alambres de espino, y pasó al sembrado. Arrancó a puñados la alfalfa que estaba seca y se la comió, masticando muy lentamente para llenarla bien de saliva y poder tragarla. Se llenó los bolsillos, para comerla posteriormente, y otras muchas noches repitió la operación, aunque se llevó un poco de agua para facilitar la ingestión. Pasaron los meses viendo morir a sus compañeros de inanición, después de sufrir intensas diarreas, pero él aguantó gracias a la bendita alfalfa.
Un buen día el Gobierno decidió cerrar el Campo de Concentración, debido a que los vecinos de Albatera no estaban de acuerdo con lo que estaba ocurriendo en el mismo, y lo comentaban desfavorablemente en los pueblos próximos. Distribuyeron a los presos entre varios Penales de la Península. A Juan Ramírez y diez más los destinaron al Presidio del Puerto de Santa María, al que fueron conducidos en tren.
EL PENAL DEL PUERTO DE SANTA MARÍA
La suerte no favoreció tampoco a Juan esta vez, era el Penal más antiguo de España, tenía varios siglos. Estaba situado en la orilla misma del mar, y en marea alta el agua salada se filtraba por los cimientos y entraba en las celdas. Nuestro desdichado soldado republicano tuvo que vivir en un ambiente húmedo, insano. Menos mal que era joven y con una salud de hierro. Pensó que no podría seguir aguantando mucho tiempo en aquellas condiciones. Solicitó una entrevista con al Director, que le fue concedida.
Empezó diciendo:
- Señor Director, pido ser juzgado por los delitos que haya podido cometer, lo que no ha ocurrido hasta ahora. Creo que es un derecho que tengo y reclamo -
El Director lo miró extrañado, y le contestó después de examinar un expediente que tenía sobre su mesa:
- Efectivamente, no consta que hayas sido juzgado. Pierde cuidado, me ocupo de que tenga lugar un enjuiciamiento cuanto antes. Estas son las consecuencias de la nefasta Guerra civil -
Pasadas unas pocas semanas, se presentó en el Penal un joven Juez, que convocó a Juan Ramírez a una reunión en uno de los despachos de la Dirección.
- ¿ Tú eres Juan Ramírez Martín ? Tienes un expediente muy serio, con lo joven que eres - dijo el magistrado.
- Señoría, mi delito es haberme guardado en un bolsillo un panfleto del Partido Comunista, que encontré tirado en el suelo, y todo lo demás es consecuencia de ello - contestó Juan.
- Sí, pero aquí dice que eres desertor de la Legión - alegó el Juez.
- Es cierto, pero lo que no dice mi expediente es que fui obligado a enrolarme para poder salir del Presidio del Hacho, de Ceuta, dónde peligraba mi vida, los falangistas fusilaban a los presos sin saber siquiera sus nombres – respondió Juan.
- Mira Juan, no te conviene ser juzgad en estos momentos, seguramente serías condenado a pena de muerte. Vamos a dejar pasar seis meses, y esperar a que la situación se calme y normalice – aconsejó el Juez.
- Conforme – dijo Juan .
Así pasó, Juan permaneció en el Penal el tiempo sugerido, y cuando fue juzgado lo condenaron a veinte años de cárcel. Transcurridos solo dos meses, Juan pidió el traslado a otra prisión, haciendo valer su condición de preso juzgado, y las circunstancias en que había llegado al Penal del Puerto de Santa María, procedente del Campo de Concentración de Albatera como prisionero de guerra. Fue llamado al despacho del Director, quién le comunicó:
- Bién Juan, he accedido a tu traslado, y según lo reglamentario vas a volver al Presidio del Hacho, en Ceuta, que es el más cercano a la ciudad de Larache, de donde tú procedes, y en la que tienes familia.-
Al ver la cara de espanto de Juan , el Director prosiguió:
- No tengas miedo, las cosas han cambiado radicalmente allí, ya no ocurren los horribles hechos que tú conoces, ahora es una cárcel como cualquier otra. La política penitenciaria actual es la de acercar los presos a su lugar de origen, y por eso te mandamos a Ceuta .
Juan tragó saliva, y respondió:
- Sr. Director, mi primera reacción ha sido de miedo, pero he comprendido que lo que pretende es favorecerme, y se lo agradezco sinceramente. Así podré entrar en contacto con mi hermanos, que viven en Larache, y que no saben de mí desde que fuí recluido en el Campo de Concentración de los Almendros, en Alicante.
Conducido por una pareja de la Guardia Civil, Juan Ramírez Marín hizo el viaje hasta Ceuta , y fue presentado en la cárcel del Hacho.
Efectivamente, tal como le había dicho el Director del Penal del Puerto, las condiciones de reclusión no se parecían a las que él conoció, cada celda estaba ocupada por dos reclusos, y disponía de adecuadas instalaciones sanitarias, duchas incluidas. Lo primero que hizo es escribir a su familia, lo que no le habían permitido en la prisión anterior, y contarles que estaba en Ceuta para cumplir una condena de 20 años de reclusión
A la semana siguiente recibió la visita de su hermano Joaquín, quién cuando lo vio no pudo contener el llanto, y luego pasó a la alegría de verlo vivo y a salvo.
- Juan, no te apures, voy a revolver cielo y tierra para que reduzcan tu condena, injusta la mires por donde la mires. Un buen abogado se va a encargar de ello – le dijo Joaquin, después de escuchar durante un largo rato el relato de Juan de todo lo que le había ocurrido.
- A propósito, Joaquín, que sabes de Curro Hernández, desde que deserté de La Legión no he sabido nada de él -
- Vive en San Fernando, tiene allí una Pensión, me voy a enterar por sus familiares en Larache de su dirección y te la daré para que le escribas -
Al poco tiempo tuvo la agradable sorpresa de recibir la visita de Francisco “Curro” Hernández, que hablando por teléfono con su familia de Larache había sabido que estaba en Ceuta. La entrevista fue emocionante, se abrazaron estrechamente, dándose fuertes palmadas en la espalda.
- ¡Jodido! ¿Cómo se te ocurrió desertar y pasarte a los Republicanos? - Le dijo Curro.
- Era lo que me pedía mi conciencia, si llego a entrar en combate con la Legión hubiera sido incapaz de tirar contra ellos, y figurate en que situación me habría encontrado – le contestó Juan -
- Hablando de otros temas, sabrás que durante los días que estuvimos en la Cárcel de Larache ocurrieron cosas muy graves, hubo una represión atroz contra los republicanos, fusilaron a mucha gente que consideraron no partidarios del Movimiento Nacional. ¿ Te acuerdas de Manolito Díaz, aquel aprendiz de Fomento que venía a verme a la prisión? - Dijo Curro con una seria expresión en su cara.
- Claro que me acuerdo, éramos amigos, a veces había salido con él y nuestras novietas, muy buen muchacho ¿Por qué lo mencionas, le ha pasado algo? - Le contestó Juan.
- Lo fusilaron, junto a un hijo del sastre Pedro Plata y un hijo de un agricutor llamado Alcover. Y eso que era menor de 18 años, pero no tuvieron compasión. Su delito fue tratar de pasarse a la Zona Francesa con los otros dos, en bicicletas. Fueron apresados por los cabileños y entregados a los Nacionales – respondió Curro.
- Al final he tenido suerte, me metieron en la cárcel, pero podían haberme fusilado, me tomaron como miembro del Partido Comunista, algo bastante más grave. Pobre Manolito, lo siento mucho - replicó Juan.
Se abrió un proceso judicial para obtener la reducción de condena, en cuyo coste económico colaboró Curro Hernández
Transcurridos los primeros tres años, le fueron conmutados los que le quedaban, y puesto en libertad condicional supeditada a que regresara a su ciudad de origen, Larache, y se presentara cada mes en la Comisaría de Policía.
EL REGRESO A LARACHE
El autocar de viajeros “La Escañuela” llegó procedente de Tánger a su parada, junto a la puerta de entrada del Zoco Chico de Larache. Juan Ramírez descendió del vehículo y esperó a que le bajaran su bolso de viaje del portaequipajes situado sobre el techo.
Entretanto su mirada se paseó por la Plaza de España, observándola pensativo, venía a su mente el recuerdo de cuando encontró en el suelo la octavilla subversiva. Con su bolso colgando del hombro, atravesó la Plaza, se dirigió al lado opuesto y entró en el Café Central.
Osuna, el dueño del establecimiento, que servía en el mostrador, lo miró fijamente como queriendo saber quién era. No lo reconoció, era natural, había salido de Larache con 16 años y ahora era un hombre adulto.
-Buenos días,caballero, ¿qué desea que le sirva ? - dijo el barman.
- Un café con leche y una tostada con aceite de oliva - contestó Juan, pero no se dio a conocer.
Una vez consumido su desayuno, salió del Café por la puerta que daba a la calle Chinguiti, y la recorrió lentamente hasta la Plaza de la Argentina, observando con atención los comercios, bares y personas con las que se cruzaba. No habían grandes cambios, todo parecía seguir igual que cuando se lo llevaron de Larache.
Después se dirigió al taller de reparación de neumáticos de su hermano Joaquín, en la calle 17 de Julio. Los dos hermanos se abrazaron estrechamente, y unas lágrimas nublaron los ojos de ambos.
- Por fin estás aquí – dijo Joaquín emocionado.
Juan se alojó en casa de su hermano, y se fue presentando cada mes en la Comisaria de Policía, cumpliendo esta condición de su libertad, hasta que al año le dispensaron de seguir haciéndolo.
En el último año de reclusión, Juan había estudiado el Código de Circulación y la parte teórica del examen para el carné de conducir camiones pesados y autobuses, quería ejercer esta profesión. Le fue fácil obtener dicho carné haciendo un curso en una Agencia del ramo, y provisto de este documento se presentó en las oficinas administrativas de la Compañía Agrícola del Lukus, para pedir un empleo.
Era la más importante empresa de Larache, tenía extensas plantaciones de naranjas, cultivos de tomates y ñora, y varias fábricas de conservas de pescado y de vegetales, principalmente el pimentón y el tomate deshidratado, por lo que poseía una gran flota de camiones de alto tonelaje. Su petición fue aceptada y le confiaron un camión frigorífico de 25 toneladas de carga, para el transporte de los productos que la Compañía exportaba a España.
TRANSPORTISTA DE NARANJAS
Estaba muy contento por su trabajo con aquel gran camión. Le adjudicaron como ayudante a un marroquí, de nombre Abdeslan Kasri. Empezó con los transportes a España de la famosa naranja del Lukus, dulce y con mucho zumo, de la variedad “navel”, muy solicitada en las lonjas de subastas de frutas.
Prefirió pasar el Estrecho de Gibraltar desde Tánger a Algeciras, y obtuvo el permiso para ello del responsable de las exportaciones de la Compañía. Lo hizo no para ahorrar camino, era insignicante la diferencia con Ceuta – Algeciras, sino por no volver a ver el Monte Hacho y el Presidio en su cima.
Una vez en Algeciras, siguieron el viaje hacia Granada, y a eso de la una y media de la tarde se pararon en una de las Ventas de la carretera en la que vieron aparcados a medio centenar de camiones.
- Abdeslan, aquí se debe comer bien, fíjate cuantos colegas - dijo a su ayudante.
- Sí, Señor Juan, pero yo soy musulmán y no podré comer la carne, porque no es “halal” - le contestó Abdeslan.
- No te apures, tendrán pescados y buenas tortillas de patatas, que sé que te gustan. ¡ Venga vamos ! - Le replicó Juan.
Entraron en un amplio comedor, repleto de comensales, y tuvieron que esperar un buen rato a que quedara vacía una mesa. Abdeslan llevaba un gorro de punto blanco, llamado en árabe “taguía”, que le cubría el cabello, el cuál sumado a su rostro muy moreno y de labios gruesos, lo denunciaban como lo que era, un “moro”. Muchos de los que estaban comiendo lo miraban torciendo el gesto, demostrando que entre los trabajadores es a veces donde existe mayor racismo. Una vez acomodados, Juan pidió una ensalada y un filete de ternera a la plancha. Abdeslan se decidió por tortilla de patatas y una caballa asada. Vino para el cristiano y agua mineral para el musulmán.
Prosiguieron su viaje hasta Granada, y pararon en el estacionamiento de la Lonja de Frutas de esta ciudad. Por la mañana muy temprano tenían que entregar la mercancía a los subastadores de la Compañía Agrícola del Lukus.
Los viajes siguientes fueron muy parecidos, variando solamente el ayudante. Los trayectos más largos, al norte de España, o a los países europeos, los hizo llevando a otro chófer para los relevos, ya que el tiempo de conducción estaba limitado y controlado. En la parte trasera de la cabina había dos literas, en las que se acostaban por turnos. Estos viajes se fueron repitiendo a lo largo de los años, y Juan disfrutó más que nunca teniendo el placer de conocer nuevas ciudades y naciones.
SU CASAMIENTO
Juan hizo amistad con un médico, el Doctor Marchín, un aragonés que no había perdido su fuerte acento maño, y varios antiguos militares, todos de su misma edad aproximadamente. Formaron un grupo de “amigotes” que se dedicaron a pasarlo bien en juergas, tratando de recuperar el tiempo perdido a causa de la Guerra Civil.
En aquel tiempo, existía en Larache el Barrio de Nador, ocupado totalmente por casas de prostitutas, destinadas a la tropa de los cuarteles próximos. En dicho barrio existía un establecimiento con pretenciones de Cabaret, de nombre “El 5”, en el que actuaba todas las noches una orquesta. Juan y sus amigos eran asiduos clientes de dicho “cabaret”.
Esta forma de vida originó que siguiera soltero durante muchos años después de su regreso a Larache.
Pretendió a varias hijas de los españoles, pero con ninguna llegó a nada porque todas le exigieron casarse por la Iglesia. Juan nunca había sido muy creyente, pero su estancia en las cárceles había agudizado su agnosticismo. Finalmente, y a los quince años de su vuelta, conoció a Jasna , joven judía perteneciente a una conocida familia sefardita, de apellido Benchocron. Juan había cumplido treinta y ocho años y su novia tenía sólo veinte.
El hecho de que fuera judía fue lo que atrajo a Juan, pertenecía a un pueblo, que como él mismo, había sido víctima del fascismo o nazismo, poco importaba el nombre de aquellos desalmados.
Visitó al padre de Jasna, que tenía un establecimiento de venta de pinturas en la Calle Chinguiti.
- Amigo Mosé, ya sabes que, con tu permiso, le hablo a tu hija Jasna. El motivo de mi visita es pedirte tu consentimiento para que nos casemos – le dijo Juan Ramírez.
- Mi querido amigo Juan, yo estoy de acuerdo, pero ¿ cómo haremos ? Tú eres cristiano y ella no – le contestó el padre de Jasna.
- Eso que yo soy cristiano es mucho decir, yo no soy creyente, la solución es que nos casemos por lo civil, y yo te prometo solemnemente que respetaré los sentimientos religiosos que tu hija pueda tener - le replicó Juan posando ambas manos sobre los hombros de Mosé .
- Bien, te doy mi consentimiento, preparemos una boda sencilla, y me alegro enormemente de que pases a formar parte de mi familia -
Juan y Jasna se casaron en el Consulado Español de Larache. Paradoja del destino, dicha representación consular ocupaba el mismo edificio, propiedad del Estado Español, que hasta poco antes había sido el cuartel de la Falange, el mismo dónde Juan fué conducido detenido y dónde comenzó su odisea.
Cuando Juan bajó del taxi que lo condujo hasta allí, acompañado de sus hermanos y sobrinos, Jasna y su familia ya estaba esperando en la escalinata de acceso.
Juan iba vestido con un traje de chaqueta azul marino, y la novia con un sencillo traje blanco, y unas flores también blancas adornaban su peinado.
Al cruzar la puerta de entrada le vino a la memoria los trágicos momentos en que los Falangistas lo hicieron entrar a empujones. Parecía que la providencia le estaba ofreciendo un desquite simbólico por los muchos sufrimientos que había padecido a partir de aquel momento.
Entraron en un amplio despacho en el que ya esperaba el Consul, y en el que también se encontraba el Canciller, Enrique García, amigo de Juan desde que ambos eran niños. Fue una ceremonia corta, durante la cual no pudo evitar que unas lágrimas mojaran sus mejillas.
El Consul, después de leer los textos legales que le concedían las atribuciones para celebrar el matrimonio civil, se dirigió a los contrayentes:
- Juan Ramírez Marín, ¿quiere Vd. por esposa a Jasna Benchocrón Levy?
- Jasna Benchocrón Levy, ¿quiere Vd. por esposo a Juan Ramírez Marín?
Ambos contestaron con un “ sí quiero “ muy emocionado.
El banquete de boda lo celebraron en el comedor de la Casa de España, que se encontraba sólo a unos cien metros de distancia, y a la que fueron todos a pié alegremente.
El fuerte carácter de Juan se equilibró con el trato respetuoso de Jasna, cuya tradición israelita la obligaba a obedecer a su marido en todas sus decisiones importantes. Tuvieron una hija, morena y con los ojos grandes, muy parecida a su madre.
VUELTA A ESPAÑA
En el año 1.956 Marruecos accedió a su Independencia, y el Protectorado Espe numerosas familias judías a Israel, entre ellas la de Jasna Benchokron, y también de familias españolas que decidieron irse a la Península.
Dos años más tarde, Juan Ramírez volvió a España. Acompañado de su esposa e hija, se estableció en Torremolinos, muy cerca de Málaga-capital, donde le habían informado que el trabajo abundaba.
Solamente pudo obtener un empleo de conductor de un camión que se utilizaba para vaciar los pozos sépticos de los chalés. El trabajo era muy desagradable, pero le permitió mantener a su familia. Estuvo varios años en dicha ciudad, hasta que un antiguo compañero de reclusión en el Campo de los Almendros, que vivía en Alicante y con el que se escribía, le encontró un empleo de chófer de autobús urbano en esta ciudad.
Muy contento del cambio, Juan volvió a vivir en Alicante, y desempeñó aquel trabajo hasta su jubilación en 1.985. Entretanto su hija se casó, y tuvo una hija, le dió una nieta como se suele decir.
Al llegar el restablecimiento de la democracia , los antiguos Republicanos que vivían en la Capital y en los pueblos de los alrededores, se reunían cada año en la Goteta para recordar y rendir homenaje a los que sufrieron cautiverio en el Campo de los Almendros.
Juan nunca acudió a estos eventos, y rechazó ser condecorado, como llegaron a proponerle. Durante su jubilación se dedicó a su afición preferida, pasearse andando por las calles. Se interesaba y opinaba sobre la marcha de las obras que se desarrollaban en el Centro, la Explanada, la Playa del Postiguet, el Puerto y los diferentes barrios, hasta tal punto que uno de sus amigos, le puso de sobrenombre “Ingeniero de obras terminadas”.
Fue en estos últimos años cuando conoció al autor de este libro, y en muchos ratos pasados en los cafés del Barrio del Plá, donde ambos residían, Juan le contó todas las vivencias que han servido de base para este relato.
Vivió hasta la edad de 85 años, y falleció de muerte natural, un paro cardiaco.
Su viuda solamente invitó a sus familiares al sepelio.
DESCANSE EN PAZ, JUAN RAMÍREZ MARTÍN, SOLDADO REPUBLICANO.
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