Sirirí. Por Mario Fernando Prado
Clarita
Abril 14 de 2009
Hace 35 años Clarita Zawadski nos invitó a mi señora y a mí a un almuerzo en su apartamento estilo mexicano, en el edificio María Cristina del barrio El Peñón.
¿La razón? Celebrar mi matrimonio ‘a escondidas’ perpetrado días antes. Con ese detalle, quien fuera mi amiga durante varias décadas, quiso solidarizarse con una pareja que contra viento y marea decidió juntar sus vidas, en un acto que desaprobó buena parte de la popayanejada caleña.
La anterior vivencia la traigo a cuento para significar el espíritu de esta mujer batalladora que jamás dio su brazo a torcer en sus convicciones y nunca se dejó apabullar por los dictámenes pacatos de las hipocresías y los besamanos farisaicos que han corroído nuestra sociedad.
En ese sencillo pero sensible almuerzo, en el que también estaba otro gran amigo, el cuerdo Bejarano –porque de loco no tiene nada más que la fama-, comencé a entender y a querer a esta liceísta que, por su carácter y vanguardismo, hizo santiguar a más de una rezandera (o) que en público desaprobaba lo que en privado aplaudía.
Yo no sé si la vida de Clara Zawadski, al igual que la de su madre Clara Inés Suárez, dé para un libro parroquial o para un novelón venezolano. Ese no es el punto. Lo cierto es que esta bellísima mujer que falleció el Jueves Santo vivió muy a su manera, y también murió así, entre las efímeras glorias de la existencia, el dolor de su enfermedad y la orfandad por la muerte de su hijo Armando y de su nieta María Isabel, penas de las que jamás se recuperó.
Más que una periodista –herencia de su padre- fue una opinadora pública integral. Independiente, universal, informada, frentera y a veces monotemática con sus afectos, pero siempre sintonizada con el acontecer de lo cotidiano. Leerla no era informarse sino recrear el acontecer del día a día.
Mantener un espacio de opinión por tantos años es una tarea que más que disciplina y tenacidad exige amor, pasión y sintonía con el entorno. Clarita jamás se descontextualizaba y era impresionante, al leerla o escucharla, cómo permanecía siempre al día y en la onda como su ‘Telestar’, nombre con que bautizó su columna.
La última vez que la vi fue durante un almuerzo de columnistas ofrecido por Julián Otoya en el restaurante Río Vino. “Casi no llego. El tráfico está insoportable”, me dijo rezongando.
Posteriormente, y ya por motivos de salud, no pudo asistir a otro palique allí mismo con Sergio Fajardo, de quien dijo era su candidato a la Presidencia.
En los últimos tiempos Clarita tuvo un espacio televisivo en el Canal 14 con Bejarano y Pardo Llada. Además de sus intervenciones siempre preparadas y atildadas, le tocaba fungir de árbitro entre el uno, uribista, y el otro, antiuribista. Debo decir que hubo ‘rounds’ geniales en vivo y en directo y que, de no ser por Clarita, habríamos enterrado al uno y al otro o a los dos juntos, porque, casi lo olvido, tenía un gran sentido del humor –que no del rumor y menos del rubor- y solíamos reirnos a mandíbula batiente burlándonos de manera despiadada de los heliotropos y figurines que posan de poseer la verdad revelada.
Finalmente Clarita tuvo buen ojo y ‘buena espalda’ con su gesto alcahueta de hace 35 años, ante el cual me inclino emocionado para decirle con gratitud, adiós.